lunes, 4 de mayo de 2015

19 DÍAS PARA MORIR. «No hay premio para los cobardes».

 
«No hay premio para los cobardes. El firmamento encapotado envuelve nuestros policromados anhelos y nuestra frustrada esperanza para arrebatarle al Aconcagua de los lamentos los sueños, secuestrados en la azotea del miedo agreste. En los retazos del tisú azul marino, templo de la sulfúrea luna en un vendaval romántico de las entrañas mías, flotan pendientes de nácar. Inevitablemente me recuesto sobre el frío mármol de la turbulenta noche a buscar el aliento de clorofila que cure mis quebrantos. Entonces, yo».

—Basta, basta, deja de leer, sáltate párrafos. ¡Mátame!
—Asun, ¿qué dices? Esto sí que es alta costura literaria. ¡Qué palabras! ¡Qué bellos adjetivos! ¡Cuánta delicadeza!
—¿Tú has leído algún libro en tu vida, cariño? ¿Cómo dices que esto es bueno?
—Porque no entiendo nada. De eso se trata, ¿no? La literatura es más buena cuantas más palabras use y menos diga.  
—En mi despacho tienes Papá Goriot, El Jarama, Pedro Páramo o El otro, el mismo. Ya puedes empezar. Nada más que decir. A buen entendedor…

A las once y media comenzaron a leer el capítulo 41, con unas cervezas y algo más para picar. Patatas fritas, aceitunas, etc. Las páginas, con las huellas de aceite y sal, podrían incluso concretar el punto de sal, la marca y el gusto. Por lo visto, era el tercer capítulo dedicado al ingreso repentino de Irene en el hospital, pues dos días atrás se despertó con la mano izquierda agarrotada y se le resistía a abrirse con la crueldad de un testigo que se niega a declarar. Allí, en la habitación del hospital, fue comprobando que a veces el cuerpo y la mente toman caminos paralelos. Conectada a una máquina, locuaz y doctora en sordera y en subir el volumen de la tele al máximo, su compañera de habitación complicaba las cosas. Irene no la aguantaba, era superior a sus fuerzas, y fuerzas pocas le quedaban.

«Los pensamientos de desenchufarla de la dichosa máquina eran cada vez más frecuentes. Tenía dos opciones: matarla o salir de la habitación. Me decanté por lo segundo. Le eché un pulso a la compasión y me arrastró. Por el pasillo, departí con varias enfermeras, amables, serviciales y sanas. «Cariño, ¿cómo te encuentras hoy? ¿Puedes abrir la mano?», me preguntaban. «Sí, gracias, hoy apenas siento molestias… Voy a la salita, antes de que lleguen las visitas», avisaba.

A media hora para que la planta se poblara de familiares, amigos y otras visitas, algunos pacientes se reunían en la sala. Unos, con un ánimo plomizo; otros, con uno más llevadero, más liviano; y otros tantos, incluso, junto al suyo, llevaban el soporte de suero. Los conocí ayer, por casualidad, deambulando por los pasillos sin fin, con una luz tenue, más escasa que exquisita. Me sorprendió la entereza, la cotidianidad de la conversación, el ver cómo destilaban el drama para vivir no más días, pero sí mejores. Sin dramatismos, sin excesos, con temple, como cuando en los veranos me iba de acampada y me presentaba a decenas de niños. Qué edad tienes, de dónde eres y qué enfermedad padeces, me preguntaron al percibir mi intención de integrarme en el grupo.


Me uní. Eran cuatro, con distintas edades y un mismo fin.

—¡Hola, Irene! ¿Cómo vas con la mano? –dijo una señora que frisaría los 57, delgadísima, con edemas en los tobillos y espasmos musculares.
—Puedo abrirla, pero con cierta dificultad –mostré mis progresivos avances.
—Nada comparado con las almejas que le compraba a mi mujer en la plaza de abastos –se dirigió a mí un hombre agotado y de palidez extrema–. Cerradas, por mucho que las hirviera –comenzó a llorar.
—Venga, que no es para tanto, no llore. Una anécdota que se lleva… Seguro que su esposa se lo agradeció –intenté alegrarlo.
—Bueno, ella cerró la que faltaba… –respondió abatido–. Me marcho, no tengo ganas de hablar. De nada, a decir verdad –se fue lentamente.
—Déjalo, Irene –me pidió un sesentón–, las está pasando canutas con la diarrea, el insomnio y el cansancio. Si no fuera por la morfina, ni saldría del cuarto.
—¿Te acuerdas, Vicente, cómo se puso el viernes pasado cuando vinieron sus hijos?
—No, Carmen.
—Ni una palabra les dijo. Esta noche lo escuché hablar solo. Se lamentaba por su debilidad física, por estar cansado por cualquier memez.
—Hace días aquí donde estamos maldecía el cáncer de estómago y se quedaba un rato mirando por la ventana, sin decir nada, pero comunicándome mucho.
—Por lo menos, está en silencio, sin molestar a nadie, no como mi compañera de cuarto –tercié.
—No hay nada más molesto que el silencio, la inquietud por conocer lo que los labios no se atreven a decir, ¿sabes? –apuntó Vicente–. Por cierto, ¿quién eres tú? ¿Dónde estoy?
—Gritando a ratos, llorando otras veces –proseguí–, rezando y, cuando no, sube el volumen de la tele al máximo. ¡Normal que su familia no la visite!
—No tiene familia.
—¿Cómo que no? ¿Ni hijos, ni sobrinos, ni nietos? La soledad absoluta no existe.
—¿A punto de morir y tan inocente?
—Irene, pues sí, la soledad existe. ¿Aún no has sentido una soledad extrema? Una soledad que no se ve mermada ni aun cuando estás rodeada de gente, ni cuando te abrazan.
—Lo que sí siento yo es una puta rabia –interrumpió un chico de 12 años, iracundo, en silla de ruedas y con las articulaciones inflamadas–. ¿Es justo que, en vez de estar jugando al fútbol, esté aquí? Con espasmos y piedras en el riñón, y tomando el puto Diazepan como si se me fuera la vida en ello –gritaba y pataleaba.
—Reza, cariño, reza. Te reconfortará… –le recomendó Carmen con problemas para deglutir.
—¿De qué sirve? Dios no existe, y, si existiera, estaría enfermo.
—¡No blasfemes, cariño! Todos hemos pasado por esa fase.
—Explícame, ¿acaso rezando has vuelto a vestirte sola, o se te han curado los edemas, o has ganado peso, o tu coco ha dejado de destruirse, o ya no se te paralizan los músculos del cuello? No, estás muerta, estamos muertos y a Dios no le importa. Somos una carga para la familia y punto.
—Si crees que Dios puede cambiar nuestras vidas a su antojo, estás muy equivocado. El Señor es una luz. Una luz que nos guía en la oscuridad, en la zozobra, y en estos momentos.
—Y lo peor es que nadie conoce mi enfermedad, salvo los enfermos y sus familias. ¿Nos van a dejar palmar así? ¿Cuántos tienen que morir para que sea rentable una vida? ¡Joder! Al menos, la gente conoce vuestras enfermedades. La tuya, Carmen, con la campaña del cubo helado, pero la mía, ¿qué? Para muchos soy de esos que se muerden todo el tiempo los labios y las yemas de los dedos.
—Las minorías nunca han sido bien tratadas. Vivir a escondidas, mientras la sociedad opresora de este país convertía el amor en un pecado y hacía del odio una virtud. ¡Ay, si no hubiera sido por Eva Rock, Alaska o Queen! –tosió Vicente, anoréxico, tan falto de memoria como de concentración y con dos herpes en el labio.
—Otro al que se le está destruyendo el cerebro, el encéfalo y el cerebelo, ¿de qué hablas ahora, Vicente? –dijo socarrona Carmen.
—¿Quién es Vicente?
—¡Tú, el que pregunta! –exclamé, mientras escuchaba gritar a mi compañera de cuarto–. ¿Qué decías?
—Que echo de menos a mi pandilla, la juventud tardía, las caricias prohibidas, los cuartos oscuros, la vida… Llevar en el alma el triángulo rosa fue muy difícil; por suerte, ahora los jóvenes ya no sufren como antes, las nuevas generaciones son el futuro.
—¿Pero de qué habla este jodido tío?
—De ver cómo mis compañeros han ido cayendo uno tras otro, hasta quedarme yo solo, hablo de que he sido feliz y de que no me arrepiento.
—Eso está bien, Vicente –lo animé–, ¿has hecho todo lo que debías y querías? ¡Pues ya está!
—Sí, es inconcebible entender la vida sin un propósito –interrumpió ella–. Todos tenemos un fin, un porqué que nos hace estar en este mundo delicioso. El mío ha sido ver crecer a los niños y enseñarles. Ver cómo la vida es como el cauce de un río: siempre las mismas dudas, los mismos problemas, pero con nombres, con apellidos y con caras distintas.
—En mi caso, mi función en la Tierra ha sido… –enmudecí, como un analfabeto jugando al Trivial–. No me ha dado tiempo a tener una función… ¿Quizá hacer felices a quienes me rodean? ¿Eso sirve? Explorar, descubrir… –miré a la derecha. El niño de 12 contenía el llanto y aparentaba un enfado mayúsculo.


La asquerosa de Teresa seguía llorando, gritando. ¿Acaso se creía que era la única que conoce este tipo de sufrimiento? El suyo se llamaba ictus; el mío ni siquiera lo tenía, pero dolía igual o más. Podrían llamarle el Síndrome de Irene Meroño, pero eso suena a folletín barato, a culebrón de la tarde, y no genera espanto al escuchar cada palabra suya, cada sílaba, cada sonido. ¿Qué hacía en esta vida? Estaba sola, no tenía familia, su muerte no provocaría nada, ni indiferencia. Su adiós sería mudo, inútil, tonto, absurdo. Solo la tierra y el cheque a fin de mes de los sepultureros repararían en ella, pero por poco tiempo. La puta carroza de Teresa no podía temer que la muerte la olvidara, dado que, viva, ya era olvido. Nada.

—Carmen, ¿qué sentido tiene una vida aislada de las otras vidas? ¿De qué sirve vivir si no es en compañía de los otros?
—Cuando coincidimos con otras vidas es por algún motivo. No hay persona que no nos aporte nada.
—¿Siempre?

—Sí, aunque no sepas por qué. Y, es nuestra responsabilidad descubrirlo.

«Enfermeras, matadme, matadme. No quiero vivir, doctor. Quedaos con mis gallinas, con mi vajilla de La Cartuja de Sevilla, lo que queráis, pero matadme. ¿Es que sobran camas o qué?», siguió gritando.

Se acabó. Me marché dejando la conversación a medias, corrí por el pasillo, comprobando que las enfermeras estaban ocupadas con otros pacientes. Llegué a la 173 y a Teresa le pedí, le rogué, le imploré con el mayor de los respetos que se callara. «Me callaré, nena, cuando venga mi hijo y me vaya con él a su casa, con mi nuera y mis nietos», dijo y, tras ello, volvió a llorar. Perdí los papeles, la paciencia. Se apoderó de mí la rabia, el dolor, el deseo de venganza, pero también el insomnio. Tiré del cable que la conectaba a la máquina (y a la vida) y mascullé: «Game over, anciana decrépita, nos vemos en el infierno».

15 DÍAS PARA MORIR. Estreno VIERNES 8 DE MAYO. 16.00


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