«No hay premio para los cobardes. El firmamento
encapotado envuelve nuestros policromados anhelos y nuestra frustrada esperanza
para arrebatarle al Aconcagua de los lamentos los sueños, secuestrados en la
azotea del miedo agreste. En los retazos del tisú azul marino, templo de la sulfúrea
luna en un vendaval romántico de las entrañas mías, flotan pendientes de nácar.
Inevitablemente me recuesto sobre el frío mármol de la turbulenta noche a
buscar el aliento de clorofila que cure mis quebrantos. Entonces, yo».
—Basta, basta, deja de leer, sáltate párrafos.
¡Mátame!
—Asun, ¿qué dices? Esto sí que es alta costura
literaria. ¡Qué palabras! ¡Qué bellos adjetivos! ¡Cuánta delicadeza!
—¿Tú has leído algún libro en tu vida, cariño?
¿Cómo dices que esto es bueno?
—Porque no entiendo nada. De eso se trata, ¿no? La
literatura es más buena cuantas más palabras use y menos diga.
—En mi despacho tienes Papá Goriot, El Jarama, Pedro Páramo o El otro, el mismo. Ya puedes empezar. Nada más que decir. A buen
entendedor…
A las once y media comenzaron a leer el capítulo
41, con unas cervezas y algo más para picar. Patatas fritas, aceitunas, etc.
Las páginas, con las huellas de aceite y sal, podrían incluso concretar el
punto de sal, la marca y el gusto. Por lo visto, era el tercer capítulo dedicado
al ingreso repentino de Irene en el hospital, pues dos días atrás se despertó
con la mano izquierda agarrotada y se le resistía a abrirse con la crueldad de
un testigo que se niega a declarar. Allí, en la habitación del hospital, fue
comprobando que a veces el cuerpo y la mente toman caminos paralelos. Conectada
a una máquina, locuaz y doctora en sordera y en subir el volumen de la tele al
máximo, su compañera de habitación complicaba las cosas. Irene no la aguantaba,
era superior a sus fuerzas, y fuerzas pocas le quedaban.
«Los pensamientos de desenchufarla de la dichosa
máquina eran cada vez más frecuentes. Tenía dos opciones: matarla o salir de la
habitación. Me decanté por lo segundo. Le eché un pulso a la compasión y me
arrastró. Por el pasillo, departí con varias enfermeras, amables, serviciales y
sanas. «Cariño, ¿cómo te encuentras hoy? ¿Puedes abrir la mano?», me
preguntaban. «Sí, gracias, hoy apenas siento molestias… Voy a la salita, antes
de que lleguen las visitas», avisaba.
A media hora para que la planta se poblara de
familiares, amigos y otras visitas, algunos pacientes se reunían en la sala.
Unos, con un ánimo plomizo; otros, con uno más llevadero, más liviano; y otros
tantos, incluso, junto al suyo, llevaban el soporte de suero. Los conocí ayer,
por casualidad, deambulando por los pasillos sin fin, con una luz tenue, más
escasa que exquisita. Me sorprendió la entereza, la cotidianidad de la
conversación, el ver cómo destilaban el drama para vivir no más días, pero sí
mejores. Sin dramatismos, sin excesos, con temple, como cuando en los veranos
me iba de acampada y me presentaba a decenas de niños. Qué edad tienes, de
dónde eres y qué enfermedad padeces, me preguntaron al percibir mi intención de
integrarme en el grupo.
Me uní. Eran cuatro, con distintas edades y un
mismo fin.
—¡Hola, Irene! ¿Cómo vas con la mano? –dijo una
señora que frisaría los 57, delgadísima, con edemas en los tobillos y espasmos
musculares.
—Puedo abrirla, pero con cierta dificultad –mostré
mis progresivos avances.
—Nada comparado con las almejas que le compraba a
mi mujer en la plaza de abastos –se dirigió a mí un hombre agotado y de palidez
extrema–. Cerradas, por mucho que las hirviera –comenzó a llorar.
—Venga, que no es para tanto, no llore. Una
anécdota que se lleva… Seguro que su esposa se lo agradeció –intenté alegrarlo.
—Bueno, ella cerró la que faltaba… –respondió
abatido–. Me marcho, no tengo ganas de hablar. De nada, a decir verdad –se fue
lentamente.
—Déjalo, Irene –me pidió un sesentón–, las está pasando
canutas con la diarrea, el insomnio y el cansancio. Si no fuera por la morfina,
ni saldría del cuarto.
—¿Te acuerdas, Vicente, cómo se puso el viernes
pasado cuando vinieron sus hijos?
—No, Carmen.
—Ni una palabra les dijo. Esta noche lo escuché
hablar solo. Se lamentaba por su debilidad física, por estar cansado por
cualquier memez.
—Hace días aquí donde estamos maldecía el cáncer de
estómago y se quedaba un rato mirando por la ventana, sin decir nada, pero comunicándome
mucho.
—Por lo menos, está en silencio, sin molestar a
nadie, no como mi compañera de cuarto –tercié.
—No hay nada más molesto que el silencio, la
inquietud por conocer lo que los labios no se atreven a decir, ¿sabes? –apuntó
Vicente–. Por cierto, ¿quién eres tú? ¿Dónde estoy?
—Gritando a ratos, llorando otras veces –proseguí–,
rezando y, cuando no, sube el volumen de la tele al máximo. ¡Normal que su
familia no la visite!
—No tiene familia.
—¿Cómo que no? ¿Ni hijos, ni sobrinos, ni nietos?
La soledad absoluta no existe.
—¿A punto de morir y tan inocente?
—Irene, pues sí, la soledad existe. ¿Aún no has
sentido una soledad extrema? Una soledad que no se ve mermada ni aun cuando
estás rodeada de gente, ni cuando te abrazan.
—Lo que sí siento yo es una puta rabia –interrumpió
un chico de 12 años, iracundo, en silla de ruedas y con las articulaciones
inflamadas–. ¿Es justo que, en vez de estar jugando al fútbol, esté aquí? Con
espasmos y piedras en el riñón, y tomando el puto Diazepan como si se me fuera
la vida en ello –gritaba y pataleaba.
—Reza, cariño, reza. Te reconfortará… –le recomendó
Carmen con problemas para deglutir.
—¿De qué sirve? Dios no existe, y, si existiera,
estaría enfermo.
—¡No blasfemes, cariño! Todos hemos pasado por esa
fase.
—Explícame, ¿acaso rezando has vuelto a vestirte
sola, o se te han curado los edemas, o has ganado peso, o tu coco ha dejado de
destruirse, o ya no se te paralizan los músculos del cuello? No, estás muerta,
estamos muertos y a Dios no le importa. Somos una carga para la familia y
punto.
—Si crees que Dios puede cambiar nuestras vidas a
su antojo, estás muy equivocado. El Señor es una luz. Una luz que nos guía en
la oscuridad, en la zozobra, y en estos momentos.
—Y lo peor es que nadie conoce mi enfermedad, salvo
los enfermos y sus familias. ¿Nos van a dejar palmar así? ¿Cuántos tienen que
morir para que sea rentable una vida? ¡Joder! Al menos, la gente conoce
vuestras enfermedades. La tuya, Carmen, con la campaña del cubo helado, pero la
mía, ¿qué? Para muchos soy de esos que se muerden todo el tiempo los labios y
las yemas de los dedos.
—Las minorías nunca han sido bien tratadas. Vivir a
escondidas, mientras la sociedad opresora de este país convertía el amor en un
pecado y hacía del odio una virtud. ¡Ay, si no hubiera sido por Eva Rock,
Alaska o Queen! –tosió Vicente, anoréxico, tan falto de memoria como de
concentración y con dos herpes en el labio.
—Otro al que se le está destruyendo el cerebro, el
encéfalo y el cerebelo, ¿de qué hablas ahora, Vicente? –dijo socarrona Carmen.
—¿Quién es Vicente?
—¡Tú, el que pregunta! –exclamé, mientras escuchaba
gritar a mi compañera de cuarto–. ¿Qué decías?
—Que echo de menos a mi pandilla, la juventud
tardía, las caricias prohibidas, los cuartos oscuros, la vida… Llevar en el
alma el triángulo rosa fue muy difícil; por suerte, ahora los jóvenes ya no
sufren como antes, las nuevas generaciones son el futuro.
—¿Pero de qué habla este jodido tío?
—De ver cómo mis compañeros han ido cayendo uno
tras otro, hasta quedarme yo solo, hablo de que he sido feliz y de que no me
arrepiento.
—Eso está bien, Vicente –lo animé–, ¿has hecho todo
lo que debías y querías? ¡Pues ya está!
—Sí, es inconcebible entender la vida sin un
propósito –interrumpió ella–. Todos tenemos un fin, un porqué que nos hace
estar en este mundo delicioso. El mío ha sido ver crecer a los niños y
enseñarles. Ver cómo la vida es como el cauce de un río: siempre las mismas
dudas, los mismos problemas, pero con nombres, con apellidos y con caras
distintas.
—En mi caso, mi función en la Tierra ha sido…
–enmudecí, como un analfabeto jugando al Trivial–. No me ha dado tiempo a tener
una función… ¿Quizá hacer felices a quienes me rodean? ¿Eso sirve? Explorar,
descubrir… –miré a la derecha. El niño de 12 contenía el llanto y aparentaba un
enfado mayúsculo.
La asquerosa de Teresa seguía llorando, gritando.
¿Acaso se creía que era la única que conoce este tipo de sufrimiento? El suyo
se llamaba ictus; el mío ni siquiera lo tenía, pero dolía igual o más. Podrían
llamarle el Síndrome de Irene Meroño, pero eso suena a folletín barato, a
culebrón de la tarde, y no genera espanto al escuchar cada palabra suya, cada
sílaba, cada sonido. ¿Qué hacía en esta vida? Estaba sola, no tenía familia, su
muerte no provocaría nada, ni indiferencia. Su adiós sería mudo, inútil, tonto,
absurdo. Solo la tierra y el cheque a fin de mes de los sepultureros repararían
en ella, pero por poco tiempo. La puta carroza de Teresa no podía temer que la
muerte la olvidara, dado que, viva, ya era olvido. Nada.
—Carmen, ¿qué sentido tiene una vida aislada de las
otras vidas? ¿De qué sirve vivir si no es en compañía de los otros?
—Cuando coincidimos con otras vidas es por algún
motivo. No hay persona que no nos aporte nada.
—¿Siempre?
—Sí, aunque no sepas por qué. Y, es nuestra responsabilidad
descubrirlo.
«Enfermeras, matadme, matadme. No quiero vivir, doctor.
Quedaos con mis gallinas, con mi vajilla de La Cartuja de Sevilla, lo que
queráis, pero matadme. ¿Es que sobran camas o qué?», siguió gritando.
Se acabó. Me marché dejando la conversación a
medias, corrí por el pasillo, comprobando que las enfermeras estaban ocupadas
con otros pacientes. Llegué a la 173 y a Teresa le pedí, le rogué, le imploré
con el mayor de los respetos que se callara. «Me callaré, nena, cuando venga mi
hijo y me vaya con él a su casa, con mi nuera y mis nietos», dijo y, tras ello,
volvió a llorar. Perdí los papeles, la paciencia. Se apoderó de mí la rabia, el
dolor, el deseo de venganza, pero también el insomnio. Tiré del cable que la
conectaba a la máquina (y a la vida) y mascullé: «Game over, anciana decrépita, nos vemos en el infierno».
15 DÍAS PARA MORIR. Estreno VIERNES 8 DE MAYO. 16.00
No hay comentarios:
Publicar un comentario