sábado, 16 de mayo de 2015

7 DÍAS PARA MORIR (1ª parte) «La historia se repite; los que no nos repetimos somos nosotros».

 

La historia se repite; los que no nos repetimos somos nosotros. Hablo con conocimiento de causa, desde la experiencia, y me duele. Estoy sufriendo, sinceramente. Sufro porque quiero hablarte, y me das la espalda, con crueldad, con desprecio y, peor aún, con indiferencia. Sufro porque necesito ser escuchada, y tú prefieres taparte los oídos, mirar a otro lado, pensar en tus cosas y olvidarme. Sufro, para más inri, porque solo me quedan diez minutos en esta casa, en mi casa, en la que nací, he crecido y la que pensé que algún día recibiría por herencia allá por el 2050. Sufro porque mis ojos han sufrido el apagón de la mayoría de sus farolas. Es de noche todo el día y camino a oscuras. Sufro porque mi pituitaria y mis papilas gustativas no captan los estímulos, y convierten los platos antes sabrosos y aromáticos en una triste sopa de sobre de marca blanca. Sufro, además, porque mis manos no asen y guardan más relaciones de parentesco con la canasta que con la cesta y porque mis piernas me convierten más en un reptil que un mamífero.

Entro al cuarto de baño arrastrando mi cuerpo. Veo una horquilla junto al lavabo y dos largos pelos junto a la bañera. El suelo travertino, oscilando entre blanco y color café claro, está frío. Agarrando el faldón de la bañera, consigo ponerme de rodillas y, luego, de pie sujetándome en el lavabo. Tomo el neceser y voy introduciendo diversos objetos de aseo personal. Un peine afro, unas tijeras de punta roma, colonia de bergamota, desodorante, dos pares de horquillas negras, un frasco de gel de baño y la toalla azul que mi abuela me trajo de Portugal en su viaje por las bodas de oro. Dejé abandonados en el estante vítreo el rizador de pestañas, el lápiz de cejas, el delineador, la sombra de ojos y otros artilugios indispensables hasta hace dos meses en mi día a día y en las noches de fiesta. Los dejé para siempre. Me miré en el espejo, mi aliado, por última vez. Varias imágenes me invadieron a la velocidad de la luz. Yo, con cuatro años, cuando jugando al escondite, me quedé encerrada en el baño por no saber cómo quitar el pestillo. Golpeaba la puerta aterrada sintiéndome indefensa en tal encierro y en tal soledad. Mis padres me daban instrucciones que yo no entendía. Todo daba vueltas ante mis ojos y lloraba. Un torpe cerrajero al final me liberó con una limitada técnica. También apareció mi yo de once años ante la primera muestra de que mi cuerpo se iría acondicionando para dar vida años más tarde. Con cara de espanto y una toalla temporalmente roja.

Sigo reptando por el pasillo. Al fondo, a la derecha, la habitación de mi hermano. Junto a ella, la del cuarto de invitados. Quiero llegar hasta el mío, pero está demasiado lejos. Tres metros de distancia. Me sirvo del marco de la puerta del baño y el del dormitorio de mis padres, uno frente a otro, para impulsarme, haciendo de mis manos remos. Soy una hormiga coja y moribunda cruzando los Pirineos. La veo desde lo lejos: mi cama, mi edredón de ornatos orientales a juego con la almohada color crema y el falso almohadón. Allí, bajo las sábanas, me pilló mi madre con mi primer novio. ¡Qué vergüenza! «Mamá, no es lo que parece. Es solo un amigo». Castigada o no, pasé largas tardes allí. Enviando zumbidos por Messenger, escuchando El canto del loco compulsivamente, pensando en amores imposibles sobre el colchón, digiriendo desilusiones. Primero, a golpe de llantos y arañazos causados por el caballo negro de la ira, más adelante, sintiendo ansiedad y la injusticia de la vida en mis tripas y ahora, en silencio, aunque no, por ello, con menor fiereza. Sobre la estantería debe de estar la cebra de peluche que nos tocó en la tómbola a principios de milenio. Aún recuerdo mi vista aérea de la feria, de las atracciones, subida en los hombros de mi abuelo, subida en los devaneos y en las ensoñaciones de la infancia, encaramada a una cucaña resbaladiza e inalcanzable. «Abu, subamos a la noria, quiero tocar el cielo».



Observo mi habitación con enorme interés pretendiendo inmortalizar cada detalle, confiando a mi memoria lo que mi enfermedad me restringe. Quiero retener en mi mente mi casa con la solvencia de una planta carnívora visitada por un insecto holgazán. Las cortinas rojas, la mesilla blanca, la lámpara, la alfombra gris, el florero, la fotografía del chifonier... La serpiente decrépita sale del cuarto, pero sigue mirando. Avanza, Irene, avanza. Es solo una habitación. Pero ni puedo ni quiero. Mamá me pide que baje, que papá espera en el coche. Bajo las escaleras. Con un nudo en la garganta, con mis brazos cargados y tensos y mis piernas dormidas por la frialdad del suelo.

En el comedor otro chute de nostalgia. ¿Recuerdas cuando mi hermano llegó a casa envuelto en una mantita blanca, llorando, extrañado por lo desconocido, y por una niña de once años que, después de muchos papá, mamá quiero tener un hermanito, se convirtió en hermanita, en una segunda madre? ¡Bendito 2006! Me sonrojo al recordar a Miguel chupando un rotulador verde. Mi rotulador. ¿Yo qué sabía que él reptando felizmente iba a cogerlo de la mesa? Debí haber hecho caso a papá. No lo hice. Y me arrepiento. Por poco muere intoxicado con la apariencia, y los labios, de la rana Gustavo. Los dos crecimos y pronto comenzaros las batallas por el mando, la guerra de cojines, los odios y las declaraciones fratricidas. Era todo más sencillo, sin duda, cuando las películas Disney no tenían competencia en aquel televisor gris, cuando la reina del hogar, o princesita, como decía mi padre, era yo. Era más sencillo, aunque carecía de los calurosos abrazos de reconciliación, de besarnos Miguel y yo y prometernos mil veces que no volveríamos a discutir. Hemos roto tantas veces el pacto…

La serpiente desea visitar por última vez el despacho de la casa. Tengo el derecho de despedirme de esa estancia, de esa bacanal de estanterías, de esos casi siete mil libros que le hacen la vida imposible a las baldas, pese a su sonrisa de roble vetusto. Allí, por primera y última vez, falsifiqué un boletín. Un escáner a máxima resolución, un procesador de textos con un nutrido catálogo de fuentes y algo de destreza me valieron para corregir mis calificaciones patas arriba tras una borrasca adolescente, que me incitó a salir del tramo recto de mí río para perderme en un canal sinusoidal y adentrarme en un meandro que, poco tiempo después, fue abandonado por las malas influencias y por mí. Pero no puedo: el camino está lleno de manzanas. A cada paso, me como una, y mi pesadez se alarga, como aquel clásico videojuego de la serpiente.

Asun tiene prisa. «Irene, por favor, vamos fatal de tiempo. El médico nos espera», dice mi madre mientras me ayuda a llegar a la cocina. A decir verdad, no me importa esperar o ser esperada. Que alaben mi presteza es insignificante, no me hace más viva, no me regala horas. Tengo que seguir mi ritmo. Entro en la cocina, los muebles blancos a más de dos metros de mi cabeza parecen rascacielos, me siento pequeña. Minúscula. Como un tornillo en un desguace. ¿Recuerdas cuando decía “tenemos que ser gigantes para que el mundo se nos quede pequeño”? Una vez lo había logrado, comprendí que todo depende de la perspectiva. La licuadora debe de estar sobre la encimera –no me digas lo contrario, déjame engañarme–. Desde que tenía tres años no ha habido una tarde en que no haya merendado zumo de manzana recién hecho, pero ahora ella no me espera. A veces se me olvida –se me olvidaba– descorazonar la fruta: las cosas no se pueden segmentar al estilo salomónico. ¿Dónde empieza y dónde acaba el corazón? ¿Recuerdas la primera vez que preparé un zumo sin ayuda? No tendría más de seis años. Eché la manzana entera y la licuadora empezó a toser, a temblar y a emitir sonidos característicos de un tractor. Se rompió. Lloré. «Mamá, ¿qué le pasa? ¿Se ha roto? Sálvala, sálvala». «Cariño, no te preocupes, que todo en esta vida tiene solución», en aquella época esas palabras me reconfortaban. Sobre la puerta del frigorífico, se ve el calendario. Mayo de 2015. Cada uno de enero, justamente después de las uvas, colgaba el nuevo almanaque con alborozo, con esperanza. Me gustaba creer que con cada año comenzaba otra vida, que había un borrón y cuenta nueva.


Miré mi camiseta. Estaba llena de polvo, de pequeñas partículas. Me froté las manos. Estornudé. Por mucho que limpie Angelines, el polvo no desaparece. Cambia de sitio, siendo optimistas. Cuando se marcha uno, viene otro. Es un proceso cíclico.

A horcajadas me lleva mi madre hasta el garaje. Cuando era niña, era montar a caballo. Disfrutaba, incluso.

El garaje. Un universo con sus propias normas. Cajas apiladas tomando polvo con la gallardía de una inglesa bronceándose en la costa española. Anaqueles de metal sosteniendo cajas de herramientas, donde guardaba mis antiguos juguetes, ropa y otras cosas que la memoria me impide recordar. Me veo a mí misma de los nueve a los trece años ensayando coreografías con las amigas en los meses de julio y agosto, discutiendo muchas veces porque no acompasaban sus pasos al ritmo, abrazándonos de júbilo, las menos, cuando nuestro trabajo estaba acabado. Lo quería todo perfecto. Me veo, también, durante los últimos quince años acompañando a papá a limpiar el coche. De pequeña, me gustaba extender las manos para sentir la fina lluvia del lavado manual a presión. Luego, dejé de ser tan bobalicona y ayudaba a papá a llenar el cubo de agua, a secar la bayeta húmeda o a pasar la aspiradora por las alfombrillas. Al fondo está la baca del coche. ¡Qué risa cuando mi hermano me enseñó aquel dibujo! ¿Qué hacía una vaca sobre un coche y con una bicicleta en el lomo? Por muy clara que fuera mi explicación, debí preguntarle si lo había entendido. Ha pasado el tiempo, las tartas de cumpleaños han sido sitiadas cada año por una vela más. No hay soplidos que borren el ridículo más espantoso, la anécdota embarazosa más espectacular, de mi infancia. Unas amigas del colegio me dijeron que al día siguiente haríamos una fiesta de disfraces con la maestra Carmen. Había que disfrazarse de fruta. Así pues, dediqué toda la tarde a confeccionar mi disfraz de piña. La caja de cartón de un microondas revestida con papel celofán amarillo y cuatro toneladas de purpurina me sirvieron para la parte inferior. Para la superior empleé una peluca verde y rizada. Al llegar a clase quise morirme, que la tierra me tragara. «¡Irene! ¿Qué es eso? ¿De qué vas disfrazada?», exclamó la maestra. «¿Te traigo un espejo y discutimos?», le contesté.

El coche sale del garaje. Tengo que llorar, ¿no? Es lo que toca. Tomo un pañuelo, mas no puedo. Pienso en cosas tristes. Tampoco. ¿Es que no hay tristezas en mi vida? «Adiós, casa, que no te hipotequen», pensé. Quiero pensar en mis actos crueles, en la pobre Beatriz, en el medroso de mi exnovio Roi, en el político al que escupí en la cara. Sin embargo, me entra la risa. Comienzo a reír como quien dice ver un fantasma y de la pura histeria ríe a mandíbula batiente. Comienzo a reír como una loca, valga la redundancia. De pronto, me acuerdo de Casper, mi perro. Murió en un hospital veterinario. El médico prometió que se recuperaría, pero cuando me lamió la cara para secarme las lágrimas, sin poder mover sus patitas, rígidas como las de las sillas, supe que la esperanza se habría esfumado, que cada noche escucharía pasos mentales que llegarían hasta mi cuarto, que él vendría a despertarme, a morderme las zapatillas y a hacerme feliz. Pero él nunca volvió: había muerto. Hubo noches que encendía la luz de la mesilla pensando que estaría durmiendo sobre mis pantuflas. Miraba al suelo. Pero, solo estaban mis pantuflas. Me fui haciendo a la idea. La vida continuaba. El coche se pone en marcha. Adiós, casa; adiós, calle hasta siempre. El jardín donde salté infinitas noches de verano a la comba con las amigas, donde hice girar sin descanso a mis patines o donde jugaba a mamás y a papás con los hijos de los vecinos va quedando atrás. Un poco más atrás, mucho más, demasiado. Por el espejo trasero veo solamente una calle a lo lejos. ¿Te acuerdas que papá me pedía que lo llamara al móvil cuando llegara a mi destino, ya fuera cuando iba de acampada en veranos, ya fuera en el viaje de estudios? Siempre obedezco... Siempre obedecí.

7 DÍAS PARA MORIR. Estreno de la 2ª parte: hoy sábado a las 16.00.

23 DÍAS PARA MORIR. «Aun muertos los hijos de putas lo siguen siendo».

No hay comentarios:

Publicar un comentario