viernes, 8 de mayo de 2015

15 DÍAS PARA MORIR. «Detrás de cada final, hay un nuevo comienzo».

 

Detrás de cada final, hay un nuevo comienzo. Cierto o no, esa era mi creencia, y, siendo honesta, poco me importaba si esta colgaba o no del tendedero con la misma sujeción de una sábana tendida sin pinzas en plena ventolera. Si escurriera los trapos de la culpa, los andrajos del pasado tormentoso, llorarían lágrimas turbias, un llanto inmundo, una llorera de suciedad y mugre. Estaba dispuesta a virar respecto a mi postura díscola e inmoral, repleta de rabia, vacía de convicciones, en este tiempo de descuento, y en ello me avalaban dos pares de noches de insomnio y una mueca prolongada de tristeza. En esas noches, con su luna y con sus sombras, intentaba convencerme de que, detrás de cada fallo, hay una oportunidad más, una inflexión para cambiar de rumbo, para dejar de ponerse uno la zancadilla, para dejar, en definitiva, de torpedear con la propia voluntad.  

Ahora debo hablarte de un sueño recurrente. Una confesión que temo tanto como deseo admitir, mas me reservaba por miedo a generar una perplejidad tal, que me tomarais por perturbada o por imbécil. Tal vez te parezca una historia increíble, no especialmente por la narración, por la trama, sino por inusual, y me relegues al olvido decepcionado, pero así es. Debo correr ese riesgo, debo ser yo misma. Las etiquetas corren a tu cargo.

Hace dos semanas soñé con mi abuela Baudelia. Murió en 2013, a principios de año, en los últimos días en que los dulces de Navidad anidan en la última bandeja plateada de las fiestas. Dispersos y marchándose en el orden descendente de apetencia. Los más apetitosos, los más suculentos, ya fuera por el envoltorio o por el sabor mismo, fueron los primeros en hacer las maletas y subirse al tren del aparato digestivo. Como decía, soñé con ella varias noches, pero con el mismo mensaje. «Estoy viva, Irene», me informaba con una calma que, lejos de tranquilar, me inquietaba. No le di importancia. Una jugarreta de la mente más, pensé.

Empero, una larga charla, e intensa, con Carlos, mi tío, me proporcionó la firmeza y el coraje necesarios para encarar la situación, porque mi abuela en mis ensoñaciones parecía tan real que tenía la impresión de que la que venía en sueños era yo. Quizá Carlos fue el aliciente para procrastinar lo que tarde o temprano acabaría haciendo. Pero, necesitaba sentir antes el respaldo de alguien para hacer una llave de yudo a mis miedos, y, como suele ocurrir, eso solo sucede junto a un amigo.

En su coche me llevó al dentista. Una muela traicionera y egocéntrica me demandaba a gritos un empaste. Él esperó en la calle. Me abrió la secretaria, pero, en realidad, me recibió el estridente sonido del disco de esmeril, el aspirador de saliva y la frialdad del pulicán al colocarse en algo metálico. Tal vez una bandeja u otra herramienta, según el testimonio de mis oídos.
—Buenos días, ¿cómo se llama? –abrió su elegante agenda por donde señalaba la cinta roja.
—Irene Meroño, venía a empastarme una muela.
—No encuentro su nombre…
—Vengo sin cita, no sabía que…
—No me queda ningún hueco para hoy… ¿Quiere cita para el 26 de mayo?
—No va a ser posible.
—El 28 de mayo, dos días después, ¿le viene bien?
—¿Y no puede ser otro día? Antes, para mañana o pasado.
—Veamos –dijo con una amabilidad exquisita–. No, imposible, pero a partir de junio el doctor puede atenderla cuando usted desee.
—No creo que esté para entonces.
—Si se va de viaje, podemos atenderla. Tenemos clínicas por toda España y nos asociamos con otras europeas.
—No, no se preocupe, de verdad. No creo que la empresa se haya extendido tanto como para tal cobertura. Bueno, déjelo estar, me voy. Buen día.
—Suerte, lo siento mucho, señorita.

Fuimos a una tienda esotérica y compré un tablero de madera.
—¿Vamos a jugar a Pasapalabra? Irene, estás como una chota.
—No seas tonto, Carlos, esto es una ouija.
—Pues fíjate, Irene, que yo pensaba que era un parchís –contestó con un aire socarrón.
—La ouija es el Whatsapp de los difuntos, ¿me explico? Solo que no pagas cuotas al año y no hay emoticonos.
—¿Gratis? Ya podrían aprender de los espíritus las compañías telefónicas, que no he visto tanto ladrón junto desde los bandoleros de la Barcelona del XVII.

Ajenos por completos a los planes que urdía, mis padres al llegar a casa me preguntaron cómo me encontraba, si podía seguir andando sola, sin ayuda. Asentí, pero con puntualizaciones: que sentía mis piernas algo adormiladas, que necesitaba descansar cada veinte metros, etc. Buscaba, en verdad, postergar el instante en que el bastón se convirtiera en mi tercera pierna.

Subimos a mi habitación, encendimos una vela y, a oscuras y alrededor del tablero, nos sentamos. La cortina, que entraba por el hueco de la ventana entreabierta, ondeaba al viento. Dos participantes, dos dedos colocados en el vaso. Entrando en un futurible bucle de sugestión, lo deslizamos.
—Abuela Baudelia –comencé a invocarla–, ¿estás ahí? Si lo estás, manifiéstate.

Silencio absoluto.
—Irene, tu abuela no viene, estará en el spa. ¿A los spas del más allá se les echa cloro? –calló–. ¡No me mires así! Es una pregunta como cualquier otra.


De pronto, escuché algo, cada vez con más nitidez, como si el sonido avanzara hasta mi cuarto. «I don’t know where the lights are taking us… But something in the night is dangerous…».*
—Abuelita, dime tú. ¿Qué sonidos son los que oigo yo?
—¡Eso es de Heidi!
—No, de David Guetta. Sonaba en todas las radios hace unos meses.
—¿Desde cuándo sus canciones son en español?
—Cállate. Abuelita, ¿eres tú?

El vaso comenzó a moverse. Leí el mensaje. «Sí, soy Vaudelia».
—¡Oh, abuela! Gracias por estar aquí, pero tu nombre se escribe con be.
—Yo no lo sabía –dijo Carlos.
—Abuela, ¿qué quieres de mí? ¿Es verdad que sigues viva?
—Sobrina, ¿cómo va a estar estarlo si nos habla por la ouija?
—Es que ella siempre fue muy rácana. Tú no sabes lo que hacía por no gastar.
—Está escribiendo, está escribiendo…

«Desentiérrame y entrega a tu tío mi reloj de oro», decía la abuela.

—¿A mí, señora? No se moleste, ya estoy saliendo del atolladero.

«¿¡Qué leches a ti!? A mi hijo pequeño».

—Yaya, ¿pero eso no es profanar tu tumba?

—«No, eso de profanar es lo que hacen los cabrones con Zerbantes. Escribió El Quijote, pero se merece un respeto».

—Definitivamente –Carlos enmudeció–, tu abuela no es un espíritu filólogo.
—Una cosa más, abuelita. ¿Cuál es la combinación ganadora de la primitiva para mañana sábado?

«4, 12, 23, 32, 39, 53».

—¿En serio? Tu abuela no ha echado muchas primitivas, ¿no?
—Baudelia, ¿qué hay después de la muerte? –pregunté con cierta incredulidad.

«Eso es información confidencial –escribía su espíritu–. Si lo dijera, habría una ola de suicidios».

—Señora, ¿cómo es que no escribe por teclado si es capaz de mover un vaso? ¿Tiene wifi?

Remaneció en mí la necesidad de hacer justicia, a pesar de no conocer exactamente por qué mi abuela había sido enterrada contra su voluntad con el reloj. «Tu padre se negó a entregárselo a tu tío. Decía que su hermano era un vividor, la oveja descarriada de la familia, y que ya se había llevado demasiado dinero de sus padres. Al final la enterraron con el reloj, y eso que ella se lo pidió en el lecho de muerte, agonizando», me confesó Carlos. Debía hacerlo por ella, ella nos amó tanto que sería una traición no permitirle que descansara en paz. Había que profanar la tumba, romper la lápida, picar hasta destrozar la escayola que tapaba el nicho.

No había tiempo que perder, nos esperaba un trayecto en coche de veinte minutos al cementerio. En la radio escuchamos un programa de divulgación histórica.

«Con la llegada de la Ilustración entra en crisis el atávico sistema de valores de la sociedad, que ensalzaba el teocentrismo, la revelación y la tradición. Surge, entonces, el espíritu crítico, una apertura mental a otros modos de pensar, incluso, de defender el ateísmo. Voltaire defendía la libertad de conciencia; Rousseau, la soberanía nacional. El Antiguo Régimen estaba tocado de muerte… De ahí había un breve camino hacia la Revolución Industrial, a la Revolución francesa y a las sublevaciones del proletariado y los pueblos por defender sus derechos. Sin embargo, cruzar el río fue harto traumático», decía la locutora.

—¡Qué idiotas! ¿Cómo se podían sentir mal cuando sus creencias opresoras se les caían?
—Porque les daban seguridad, Carlos.
—¿Aun cuando no eran racionales?
—La irracionalidad también forma de nosotros, como el miedo o la necesidad de asideros firmes.
—Estás piradamente pirada, y te lo digo con cariño. ¿Venimos a las doce de la noche al cementerio a desenterrar a tu abuela para quitarle un puto reloj sin saber si lo tiene o no?
—Lo ha dicho la abuela por la ouija.
—El vaso lo movía yo.
—¡Mentira! Eso lo dices porque te da miedo a entrar allí a oscuras. Además, déjame, debo hacer justicia por mí y por mi abuela.
—Pero, Irene –intentaba persuadirme–, para ello están la justicia, las instituciones e, incluso, la muerte. Es el karma: si eres un cabrón, tienes tu castigo.
—Ingenuo, las cosas no son como las máquinas expendedoras que echas una moneda y te sale la bebida que quieres; la vida es, más bien, una cabina telefónica: a veces se traga la moneda y te quedas como un tonto sin dinero y sin llamar. Hace falta templanza.
—Sea como sea, la justicia puede echarte una mano.
—No, quien me va a echar una mano eres tú. Bueno, dos. En el maletero tienes una piqueta.
—¡Madre mía! Que esté tan fibrado, que te seduzcan mis músculos y que exista entre nosotros una gran confianza y afecto no te dan derecho para tratarme como un obrero.
—¡No puedo más! ¡Se me hacen eternos estos quince días! ¿Tanto te cuesta que luche por mis creencias? El reloj está en el ataúd, lo tiene ella; tengo un pálpito.
—No voy a ser un ridículo albañil. Yo levanté un negocio, yo fui uno de los empresarios más influyentes de este país…
—Carlos, ¿tan grande es tu orgullo como para tenderme la mano? Quiero ser feliz un rato más, tan solo es eso.
—Lo haré, pero es una locura. Y una pérdida de tiempo.
—La locura es esperar de brazos cruzados a que un golpe de suerte te cambie la vida y te saque del asco de las frustraciones eternas y los miedos que te paralizan.

Sin más dilación, contaré qué encontré en el féretro, puesto que muchas veces el fin es una consecuencia menor entre los otros efectos de los medios, del proceso o, si quieres llamarlo de otro modo, del camino. Cemento, sí, cemento en polvo. Mi abuela no estaba allí. Salimos corriendo del puro susto. ¿Por qué el transcurso de los hechos parece en muchos casos fruto de un guionista chalado? Carlos salió corriendo; yo, también, pero no pude avanzar más de cinco metros. Fue tal el mareo que caí en una zanja preparada para un entierro inmediato. Por suerte, Carlos me rescató y me llevó en brazos hasta el coche. Lo cierto es que me sentí como una mujer chapada a la antigua ante la llegada de las ideas de la Ilustración, o como un machista ante la implantación del sufragio universal y la independencia de la mujer, o como quien creía vivir en un mundo seguro hasta que los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki devastaron Japón. No creo en la eternidad de las cosas, en la consistencia de las creencias, pero no significa que no vaya a luchar por ellas».

En este preciso punto en que concluyó el capítulo, llegó Carlos y apostilló:
—Realmente, cuando la tomé en brazos, sufrí una contracción muscular y, sin quererlo, se me deslizó. Se golpeó la cabeza y perdió la consciencia. Así que tuve que arrastrarla hasta el coche.
—Eso explicaría por qué trajo los pantalones andrajosos. Y, por cierto, Martín, ya va siendo de qué me expliques qué hiciste con el reloj y con el cuerpo de tu madre. 
—Lo que hice fue cumplir su voluntad.
—¿Tu hermano tiene el reloj? ¿Y el cuerpo qué?
—La enterré en la casa del campo, en el huerto. Me lo pidió encarecidamente, porque quería más que nada en el mundo devolverle el favor a la naturaleza.

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*Extracto de la letra de la canción Dangerous, compuesta por David Guetta, Giorgio Tuinfort, Sam Martin, Jason Evigan y Lindy Robbins, incluida en el álbum Listen (2014). Discográfica: Warner Music y Parlophone.

12 DÍAS PARA MORIR. Estreno LUNES 11 DE MAYO. 13.00

23 DÍAS PARA MORIR. «Aun muertos los hijos de putas lo siguen siendo».

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