12 DÍAS PARA MORIR. «Nada como el flujo».
«Nada como el flujo. Nada
como sentir cómo los rayos del sol penetran por los espacios de las persianas
venecianas, de sus láminas blancas de aluminio. Sentir, palpar, experimentar el
placer de dar vueltas en la cama, húmeda, y a la vez caliente de mi propio
calor, de mi propia fogosidad, por haber yacido. La mañana irrumpió en mi habitación
con brutalidad, pero, al mismo tiempo, rozando, acariciando lentamente, sobando
mis mejillas con la delicadeza que otorga el dorso de la mano. La mañana, con
su sensualidad, con su misterio, con su picardía, era irremediablemente mujer.
Mi
habitación del hospital olía a chocolate, en concreto, a chocolate a la taza,
recién hecho, caliente, ardiendo. Hasta el punto de que prefería que mis dedos
se desplazaran, aun con lentitud, hacia ese recipiente de porcelana del que se
desprendía un más que tentador humo, una neblina seductora. Necesitaba sorber
un poco, saborearlo en el paladar, con lentitud para ralentizar el instante en
que el despliegue de sabores y el deleite de los sentidos se marcharan. Yo
también acabaría, antes o después. Me iría.
Hoy le
tocaba a Leticia, la enfermera de los lunes y los martes. Rubia de bote,
artificial, con un piercing en el centro de su lengua, al parecer, traviesa.
Era de mi altura, tenía cinco años más que yo, y unos ojos que desvelaban que,
bajo la apariencia de una chica buena, responsable y dócil, era una femme fatale, un
fuego extremo que podría calentar mi café como ninguna cafetera italiana había
podido. Podía notar cómo en mi interior la presión desplazaba el agua desde
abajo hasta arriba, cómo borboteaba… No era difícil sospechar que haría
realidad una de mis últimas fantasías: tener relaciones con una mujer, unir
nuestros cuerpos, en distintas posiciones, mediante distintos movimientos, con
distintas intensidades, para distintos fines y, en realidad, para el mismo. Era
lesbiana; yo no, pero soy curiosa como pocas.
—Buenos
días, Irene, ¿cómo estás? –me apartó el pelo de la cara, y aprovechó para
acariciarme el cuello por unos segundos.
—Ardiendo,
Leticia, deberías darme un baño –fui mojando mis labios en saliva.
—Está
bien, lo haré.
—Cierra
la puerta con pestillo, entonces. Una nunca sabe hasta qué punto se puede
enredar.
Fue al
cuarto de baño del aseo, y abrió el grifo a tope; se tenía que llenar la
bañera, hasta arriba. Me apoyé en el marco de la puerta para observarla, para
desnudarla con la vista. Ella seguía ahí inclinada, trazando con su anatomía un
ángulo de noventa grados. Mis ojos se perdieron entre sus nalgas, como dentro
de muy poco harían mis manos. A simple vista, su culo era ideal, propio de una
modelo rusa despampanante. Respingón, firme, no demasiado grande, no demasiado
pequeño, sexy. Entre tanto, me entretuve fantaseando hasta dónde socavaría el
hilo de su tanga entre esas dos porciones carnosas que me llevaban al delirio.
—¿Qué
te pones para irte a la cama, enfermera? Me gusta tu ropa interior. Es
sugerente.
—¿En
serio? A ver, ¿cuánto te gusta?
—Bastante,
aunque no lo suficiente como para que la lleves puesta.
—Desnúdate,
anda.
—Me
duele la espalda –fingí–, desnúdame tú, por favor. Luego, puedo compensarte.
Así lo
hizo, fue desabotonando cada uno de los botones, uno tras otro, con cierto
recato, como temiendo que me sintiera incómoda. Fue todo lo contrario, para ser
sincera. Me pidió que levantara los brazos, y me quitó el vestido, tirando de
él hacia abajo, desde mis pechos hasta los pies, pasando por mi cadera.
Mientras bajaba, sin querer o tal vez queriendo pero disimulando, mis senos,
más firmes de lo habitual, fueron rozados por su cara. Se agachó a cogerme el
pijama, y sus ojos quedaron perpendiculares a mi cadera, a mi pubis.
—Métete
en el agua. Está caliente –me ordenó.
—¿Un
masaje puede mojarte, Leticia?
—Si
estás en la ducha, no puede, te moja clarísimamente. ¿Te masajeo la espalda?
—Tenemos
tiempo, primero frótame el cuerpo.
Sentí
que se ponía nerviosa, que un rubor le recorría sus cada vez más sonrojadas
mejillas, que sus pechos comenzaban a responder a mis estímulos. Lentamente,
deliciosa y atractivamente, de un modo espontáneo, natural. Podía imaginar mil
perversidades en su canalillo ante mis ojos cada vez que se inclinaba a
limpiarme. Podía, incluso, e irresistiblemente, a adivinar los pensamientos de
su piel algo salada, a pesar del perfume, a presentir los racionamientos de su
cuerpo moreno y alocado con mi lengua. O tocar sus puntos sensibles, o
convencerla aún más de que mujer y mujer es una combinación aún más perfecta,
si cabe, que la de mujer y hombre. Cuando me lavaba la cabeza con champú, con
sus manos en forma de peine, se acercó tanto a mí, a mis labios, que le di un
beso. Una reunión de carnosos, húmedos y encendidos labios rojos. Arriba, mi
labio, luego su labio, después, el otro mío, y, abajo, el otro suyo. Simple,
corto; pese a ello, era claramente una suculenta declaración de intenciones, un
contrato que firmar para sellar una relación de puro, e impuro, placer.
—Irene,
para, para. Esto no está bien.
—Claro,
que no. Desnúdate y estará mejor. La imaginación es una buena compañera; sin
embargo, tú lo eres más. Te arranco la ropa, déjame que lo haga.
—No
insistas. Estoy enferma.
—Lo
tuyo dejó de catalogarse como enfermedad hace casi treinta años. No te excuses.
Sé que quieres gozarme. Es tu cabeza la que dice que no.
—Ya te
advertí, nena. Tú lo has querido. Te voy a poner mirando para Venus.
—Querrás
decir para Cuenca.
Un poco
más tarde lo comprendería, cuando me ordenó que abriera sus piernas. Desnuda,
nos abrazamos en la bañera. Yo con las piernas algo abiertas la recibí. El agua
comenzaba a enfriarse, si bien el calor de nuestros cuerpos lo compensaba.
Nunca en mi tierna vida, jamás, había sentido lo que estaba sintiendo, sentir
el choque de dos pares de tetas, ver cómo estas nos distanciaban de nuestros
labios, percibir entre sudores y gemidos cómo mi cadera no encontraba ningún
obstáculo para unirse con la suya, no había nada viril. La sensación era
extraña, rara, inefable, aunque no, por ello, menos excitante, menos deliciosa.
Me enloqueció deslizarme por sus piernas, untadas en aceite corporal, como si
se tratasen de un tobogán, pero nunca caí, prefería el vaivén de subir y bajar,
de subir y bajar, de ir y venir, de correrme por sus deslizantes, escurridizas,
resbaladizas extremidades. Largas extremidades.
Puse mis manos en sus rodillas y las abrí con cierta violencia, movida un instinto, por un ardor, un hormigueo, que me hacía temblar. Me estremecía con la habilidad de sus dedos, con la inteligencia de sus acciones y con su mirada que pedía a gritos devorarla y que me devorase. Devórame otra vez, me susurró al oído. Me perdí, de nuevo, entre sus pechos; bajé hasta su abdomen, plano, moreno, brillante; lamí su ombligo; hice círculos con la lengua; y, después, bajé un poco más. La mañana ahora mismo se viraba algo tibia, caliente, húmeda, ciertamente suave, obviamente apretada, en este nuevo universo de sensualidad».
—Se
acabó la lectura. Esto es una falacia. ¿Mi hija probando el fruto de la
higuera?
—Estaba
en su derecho, y nuestro deber es respectar el texto original, Asun.
—¡Que
tienes una edad, Martin! Más te vale que no me repitas el discurso de tu hija,
que está muy bien tener derechos, pero también hay obligaciones. Lo que no
tolero es que vaya mintiendo: ni era lesbiana, ni ocurrió eso. Justamente
pasamos el día junto a ella en el hospital.
—¿Y? ¿Antes
de juzgarla y actuar, te has parado a pensar en por qué escribió eso?
—Pareja
–terció Carlos–, lo que yo opino es que no podemos censurarlo: porque entonces
el texto no tendrá sentido, quedará incompleto y el texto no será un texto.
—¿Has
pensado, Asun, alguna vez en toda la cultura que nos hemos perdido por la
falta de libertad de expresión, por la censura, a lo largo de la historia?
Estamos en el siglo XXI, ya no hay cabida para la intolerancia.
—¿Y la
tiranía del lenguaje políticamente correcto? El otro día casi se me tiran al
cuello mis alumnos cuando me posicioné contra la piratería. Decían que eso va
contra el derecho universal a la cultura, y que es clasista, porque los pobres
tienen más dificultades para acceder. Y, cuidadito, si hablas de inmigración o
si rechazas algunos tipos de subsidios.
—¿Y qué
me decís de los que luchan por el alto al lápiz? ¿A quién molesta más la risa y
el arte provocador, a la religión o a
los que aborrecen la libertad? Yo jamás pensé que llamarse Carlos significaba ‘jugarse
la vida’.
—Chicos,
mirad cómo acaba el capítulo.
«Nada como el flujo, como perder la noción del tiempo entretenida, conjugando el reto con la habilidad, invirtiendo el tiempo en una actividad que me absorba, con la que dejar de hacer y pasar a ser. He gastado casi toda la munición de mi vida autocontrolándome, censurándome a mí misma por parecer más interesante, más sensual, por evitar ciertas etiquetas infundadas hacia mí, por ser una versión más admirable, pero menos real. Ya basta. ¿Cuánta trayectoria necesita un personaje para que pese como una lápida? ¿Cuántas cuchilladas auténticas se precisan para aniquilar el yo real? Me he permitido el gusto de mentir, o, más bien, de recrear un mundo posible, a sabiendas de que el lector masculino es como Hannibal Lecter: donde no hay carne, tampoco está su atención. También, necesitaba ser yo misma, pero siendo otra, sin importarme que otros confundan el personaje con la persona. Y es que, a decir verdad, por mucho que creas conocerme, por mucho que me leas y me releas, nunca podrás afirmar, si no es con la boca pequeña, que me conoces, porque, ¿cómo ibas a hacerlo cuando ni siquiera puedes decirlo de ti mismo?».
9 DÍAS PARA MORIR. Estreno JUEVES 14 DE MAYO. 13.00
No hay comentarios:
Publicar un comentario