Las leyendas están vivas. Es el privilegio de las
ideas que se cartean con la superstición y el miedo, el amante de nuestra mente
adúltera, que no conoce otro placer más profundo que el de ser infiel a nuestro
compromiso de ser felices. Y, ahí está la cornuda felicidad, consintiendo y
persuadiéndose de que algún día el marido abandonará sus escarceos amorosos.
Ahí está ella, como digo, con su cornamenta, escribiendo en sucio un diario,
sin reparar, la tonta o la cobarde, en que el libro con guardas blancas, con el
frontispicio a cargo del más célebre grabador, con cubiertas de terciopelo rojo
y dorado en sus tres cortes, ese libro que tenía reservado, no llegará.
El próximo deseo de mi lista es destruir una
leyenda urbana que recorre las calles de mi ciudad a lo largo de sus muros
empedrados y de su musgo, de sus silencios en las noches y del bullicio de las
mañanas durante un lapso de tres siglos.
Subidos en el autobús interurbano y, en concreto,
en la línea 24, Carlos y yo ajustamos nuestro plan puliendo las diferencias,
negociando el procedimiento, abasteciendo de solidez a este proyecto de una
aparente y fronteriza endeblez entre el valor y la demencia.
Cuenta la
leyenda que en el pazo de una ilustrísima estirpe nobiliaria gallega, construido
entre la toma de Menorca por los ingleses y la firma del Tratado de Utrecht,
ocurrió una enorme tragedia cinco días antes de la muerte del emperador
austríaco José I de Habsburgo. A mediados de abril de 1711, un peón murió
sepultado bajo la piedra de cantería cuando una pared se desplomó hacia él. Su esposa,
al parecer, más Areusa que Melibea, reclamó al alarife y al propietario unos
reales para ir tirando hasta que encontrara una manera de ganarse las
habichuelas. Mas, el intento resultó en vano: solo recibió desprecio y una
sarta de insultos crueles. «Me vengaré –imprecó contra ellos–. Iréis muriendo
uno tras otro, desde los peones hasta todo aquel que pise esta tierra». Su
maldición se cumplió lenta, pero atinadamente. Algunos peones murieron de unas
fiebres días después; otros murieron ahogados en el río Tambre; el arquitecto fue
estrangulado por unos bandidos de camino a unos arrozales en la década de los
30; el alarife fue asesinado en una fábrica catalana de indianas; y el último
maestro murió, más de medio siglo después, cuando fue prisionero por unos
asuntos turbios relacionados con unos andamios inestables. No fue hasta que de
la prosperidad de aquel pazo solo quedó el escudo heráldico con las armas de
sus difuntos propietarios cuando Juana, bruja y esposa del peón muerto, ducha
en las artes esotéricas y en nigromancia, se instaló en aquella casa solariega,
nutrida por la desgracia y la sangre. La leyenda cuenta, además, cómo alcanzó
la inmortalidad mediante rituales demoníacos a cambio de acabar recluida en el
pazo bajo una apariencia monstruosa. Hay testimonios de gentes que, al
transitar por los alrededores del pazo, han escuchado ruidos extraños o han
visto una especie de loba erguida de tres metros de altura, con alargado
hocico, con un pelaje gris marrón, unas manos de mujer, aunque enormes,
nervudas –cabría suponer–, y con unos ojos amarillos que brillan en la
oscuridad del campo. En ciertas épocas han aparecido por la zona rebaños
degollados.
—Irene, ¿en
serio te compensa acabar con la leyenda antes que vivir?
—Tampoco el
precio es muy alto para la gloria que me puede esperar. Poniéndonos en lo peor
solo pierdo nueve días.
—Yo tengo 36
años y estoy sano… Con esto te lo digo todo.
—Lo que tienes
es miedo.
—No es miedo,
es sensatez. Prefiero no enfrentarme a algo que no quiero conocer, prefiero
esquivar el problema, rodearlo y seguir viviendo.
—Los cobardes
no colapsaron las líneas de los libros de historia.
—Cierto, pero
los valientes colapsaron los cementerios.
—Si tienes
miedo a hacer algo, entonces hazlo. Es tu deber.
—¿Es mi deber
soportar sin rechistar tus locuras, señoritinga? ¿Es mi deber ayudarte cuando
te metes en líos de los gordos? ¿Tus deberes dónde están? Ser exigente cuando nada
te exiges a ti mismo te convierte en un tirano, y es que el golpe no crea
respeto, sino asco.
—Carlos, eso
suena épico. ¿De dónde lo has sacado?
—Del Evangelio
de San Carlos, capítulo «No me toques las narices», versículo «Y no digo otra
parte por no ser vulgar».
Fuimos a parar
a una zona alejada del tránsito, a un escenario libresco que inspiraba caída.
La misma decadencia que en la casa Usher. El sendero de piedras en otro tiempo debió
de guiar hasta la fachada principal. Por esas fechas el concurrido saturnal de
arrayanes, olorosos, de hojas lustrosas y duras y con flores blancas, se
enfrentaba a la poda como si de un compromiso ineludible se tratara. Ahora, en cambio, tales mirtáceas se habían desbordado por
los suelos no respetando el sendero ni la voluntad del hombre. Crecían a lo
largo y a la ancho, de izquierda a derecha, sin más cortapisas que las
impuestas por su condición. Ahora las cornisas mostraban la erosión del tiempo
sobre sus molduras; ahora los esquinales comprendían cómo el viento desgasta
las aristas de piedra.
Avanzamos
hasta la puerta comprobando el terreno antes de pisar por miedo a encontrar
desde unos insignificantes clavos hasta un qué se yo que nos hiciera sumarnos
al bando de los imprudentes. La puerta de madera, señorial, aunque carcomida y descolorida
en diversos grados, estaba bloqueada por un cerrojo grueso y oxidado. Carlos
fue a buscar algo con que hacer palanca.
Deslicé,
entonces, mi índice derecho por la pared. Este acabó sucio, ceniciento. Una
tolvanera de polvo gris debió de impactar contra la fachada hace muchos años y,
tal vez, en más de una ocasión.
Mi tío regresaba
con una vara de hierro en las manos. Antes de hacer palanca, preguntó si
realmente quería entrar allí, si estaba dispuesta a sumergirme en una atmósfera
más espesa y opresora, si cabe, que la del exterior. Asentí con la cabeza. Él
abrió palanca y empujón mediantes. Respiramos profundamente y entramos. Un gato
blanco salió despavorido, se perdió en otra estancia, quizás la cocina o el
despacho de la difunta familia nobiliaria. Se sobresaltó con nuestra presencia
y nosotros con la suya. O, quizá, lo que infundió pavor no se debió tanto a
nuestra presencia como a nuestra llegada repentina, sin avisar y de la mano de
la violencia.
Subimos por
una larga escalera sintiendo una admiración incalculable por el buen gusto que reinó
en el pazo. La mimada decoración, la exquisitez de la moqueta persa que recorría
cada uno de los peldaños, la calidad incuestionable de la madera que debía de
ocultarse bajo el polvo. Con todo, al mismo tiempo, un temor nos movía a buscar
en el mobiliario barricadas posibles, tanto en el mueble bar como en la
meridiana en terciopelo color burdeos, tanto en las sillas poltronas como en
los puff, quizá marroquíes, quizá
turcos.
La mayoría de
las versiones de esta leyenda urbana sostenía que la vengativa Teresa, ahora
monstruo, moraba la torre. Las escaleras, casi por un instinto macabro, nos
llevaron hasta allí. Continuamos subiendo escaleras, esta vez, estrechas, en
caracol y a oscuras, esquivando las telarañas a manotazos. La enfermedad
degenerativa me obligó a subir la segunda mitad a gatas, sellando mis manos de
mugre y de humedad calcárea. Escuchamos un ruido, desafinado, arrítmico a
veces, pero con pretensiones armoniosas en todo momento. Una voz grave gruñía.
El sonido era tan ronco y poco articulado que escapaba de la mínima inteligibilidad.
Una puerta de hierro nos separaba de aquello, de lo que fuera, de lo que pudo
haber sido, de la necesidad de encontrar respuestas.
—Está cerrada,
Irene. Vámonos –llevaba la vara metálica–. Estoy cagadamente cagado. ¡La
leyenda era verdad!
—Abre y calla.
Y, si salimos de esta, escribe una tarjeta de las tuyas.
—Venga, voy…
–intentó abrirla–. No puedo, la cerradura será vieja, pero aguanta bien.
—Lo haré yo,
aunque no tenga fuerza en los brazos –intenté reventar el marco para manipular
el pasador–. Golpeemos la puerta, que nos abra lo que haya detrás. Moriremos; eso
sí, nadie nos quitará el coraje ni el intento.
Carlos hizo
amago de hablar, empero, una vuelta de llave lo enmudeció. Mi nerviosismo, mi
inquietud, pudo más que el hormigueo degenerativo de mi cuerpo. El picaporte
bajó. No se abrió la puerta. Ese algo empujó. Carlos se colocó detrás de mí.
Volvió a empujar la puerta. Esta vez se abrió. Despacio, muy despacio, tomando
el periodo de tiempo que nos distancia del Big Bang. La hoja de la puerta se
fue abriendo hacia fuera. Un bulto profirió un mensaje».
—Asun, este capítulo
sí que es emocionante. Sigue leyendo. ¿Qué hay? ¿Qué pasó? Cuenta, cuenta.
¿Murió Irene?
—¡¿Cómo iba a
morir ese día si luego me pidió que escribiera la historia?! Este capítulo fue
el segundo que me dictó. Ya había perdido la fuerza en la mano, no podía escribir.
Se cansaba.
—Cierto, le
costaba leer, perdió la visión periférica… Sigue leyendo.
—No sé a qué
viene tanta exaltación, Martín. El mejor capítulo de todos es 11 días para morir. Prosa elegante,
trama contundente, equilibrado en sus partes y arriesgado, no como los best sellers.
—No
todos los best sellers buscan el mero
entretenimiento, ni abandonan la calidad por vender y llegar al gran público,
al vulgo. Es muy fácil lo que hacen los pedantes: defender solo a los clásicos,
a la literatura oscura y a la que fracasa en ventas.
—Habló
el crítico literario de la casa –ironizó–. Sin embargo, no te niego que apoyar
a escritores actuales es valiente, porque el tiempo no los ha puesto en su
lugar y debes tener un buen criterio para diferenciar el agua manantial de la
salobre o la estancada.
—Lee, por
favor».
«Irse, os podría matar», nos espetó un
bulto giboso con un sobretodo estampado en lamparones y pringue, con una barba
de las que ya quisiera un hipster,
desaliñada, larga, caótica, que combinaba el petróleo del cabello con las
hebras argénteas.
—¿Y Teresa?
–preguntó Carlos.
—Aquí no vive
ninguna, estoy solo. Os puedo matar –dijo con angustia.
—¿Qué
instrumento toca? ¿Es un clarinete?
—Un fagot.
Marchaos, soy peligroso, no quiero visitas, dejadme en paz.
Solamente con
el contacto visual comprendí que Carlos quería partir. Me negué. Ese hombre no
era peligroso ni brujo ni hombre lobo. Nada de eso. En ese caso, nos habría
matado directamente. Yo quería indagar, quería desmontar la leyenda y, para
ello, debía aguantar la peste que de su vestimenta, su anatomía y su cuerpo
emanaba. Me resistía a quedarme en la superficialidad de las cosas, en la
apariencia, en la ignorancia y en su enorme capacidad etiquetadora.
—Permítame que
no le crea, señor. ¿Por qué iba a ser peligroso?
—Porque lo
soy. Soy un monstruo.
—Nada que una
buena ducha no solucione, amigo.
—¿Amigo yo? Tú
te quieres burlar de mí –pegó una patada a la puerta.
—No, yo
solamente quiero conocer, romper la leyenda. Dicen que una bruja se transforma
en loba por las noches y mata a todo bicho viviente.
—Esa bruja soy
yo. Bueno, creen que lo soy, pero no soy más que un pobre diablo rojo, que se
refugió aquí a principios de los 50.
—Ya puede
salir. Acabó la dictadura hace cuarenta años… España
desde la Transición es otro país.
—¿La
qué?
—La
Transición. Desde el 78 tenemos Constitución y todo.
—¡Mentira!
¿Me están diciendo que ya somos libres para expresarnos, que no se castiga a
nadie por su ideología, que la gente ya no muere de hambre, y que todos tenemos
los mismos derechos ante la ley?
—No
exageres, que solo he dicho que tenemos una Constitución.
—¡Hay que
fastidiarse! He malgastado toda mi vida aquí encerrado y aislado por miedo.
Pero, ¿cómo salir de aquí si la gente me teme? Soy un monstruo.
—Por el principio.
Sales de aquí, te aseas, coges el autobús...
—Leñe, eso es
ocultar lo que he sido durante estos malditos años. Ser otro.
—Serás lo que
debiste ser. Recuperarás el tiempo.
—Imposible,
solo hay una vida: esta. Mi pasado no es un borrador, como tampoco mi futuro es
el folio en blanco. No se vive dos veces, no hay dos oportunidades, así que he
malgastado mis aquís y mis ahoras, mis presentes.
—Tú, al menos,
tienes más de nueve presentes o, mejor, no sabes los que te quedan. No como yo.
—¿Sabes de qué
tengo ganas? De ver Mogambo sin el
doblaje del incesto. ¡Menudo bochorno! Debí haber ido a la proyección
clandestina aquella. ¿La siguen proyectando en el cinematógrafo?
—No, ahora
echan Cincuenta sombras de Grey. Pero
la puede ver en la red.
—¿En la red?
¿Que tiene que ver el largometraje con la pesca?
—En Internet,
que es como una Olivetti con pantalla –explicó Carlos–. Cuando salgas de esta,
apúntese a un curso de informática.
—¿Me prometéis
que la gente no me pegará al salir ni me matará?
—¿Cómo le van
a matar?
—Hubo noches,
y algunos días, en que salí a pasear, y quienes me vieron salían corriendo. Un monstruo, un monstruo, gritaban. ¿No
soy un monstruo? He escuchado eso tantas veces que al final no sé si lo soy o
no. Dudo de mí mismo. Por cierto, ¿me prestáis cien pesetas?
—Carlos,
dáselas, que no quiero hacer real la leyenda.
—Señor, tome
cinco euros. Es la nueva moneda desde el 2002. Cuando pague, transmita
seguridad en sí mismo y no le timarán con el cambio.
—¡Un wasap,
Carlos, nos tenemos que ir! Adiós, buen hombre, que le vaya bien por la vida.
—¿Guarsa, guasa, gasa? Eso debe ser para
alistarse en el ejército.
Volvimos a
tomar el autobús. Iba lleno. Tres ancianas departiendo sobre alpargatas y
elogiando las virtudes de sus nietas, dos cincuentonas discutiendo sobre qué
oferta del supermercado era más interesante, un anciano contándole batallitas
de los tiempos de la Guerra Civil y del servicio militar en Cáceres a una nieta
absorta en una revista juvenil, en que se zambullía entre ídolos suyos y consejos
de belleza. También calentaban sus asientos un quinceañero, una veinteañera y
un adulto que frisaría los treinta. Pese a sus diferencias de edad y de estilos
de vida, consumían su tiempo con sendas tablets,
en tanto escuchaban música a través de unos auriculares aparatosos y coloridos.
La chica, incluso, movía los pies alentada por la música probablemente
marchosa, más del estilo de Calvin Harris que de Lorde. El conductor hablaba
con un pasajero de pie y muy próximo a él, cumpliendo el papel de copiloto:
sacar tema de conversación, matar el tiempo –con toda la crudeza de la
expresión– y el silencio entre vacuidades.
Carlos y yo ocupamos
los asientos más cercanos a la puerta trasera, al lado del espacio para
discapacitados y embarazadas. Yo, en concreto, me senté, poniendo el culo lo
más próximo posible a la ventanilla y lo más alejado del chicle pegado en mi
asiento. Mi viaje comenzó. Cruzamos campos y, luego, calles, casas y quioscos;
atravesamos pueblos enteros, rodeamos el río, dejamos atrás a personas con sus
problemas y sus miedos, con sus necesidades y sus frustraciones. Desde el cristal y, con la velocidad ascendente que iba
tomando el autobús, me atrapó un sentimiento apocalíptico, cruel, certero. El
autobús iría recogiendo y bajando a gente, haciendo siempre el mismo trayecto,
sin excepciones. El autobús recorrería carreteras, siguiendo el mismo plano, el
mismo guión, pero con distintos actores, con diferentes pasajeros. Eso es la
vida y en ella montamos nosotros. No existe sino el trayecto, el medio, porque
el fin o la meta nunca la conoceremos. Se escapa de nosotros y nosotros,
también, nos escapamos de nosotros.
Había una
atmósfera extraña en el autobús. Las señoras de cincuenta, tras discutir,
habían dejado de hablarse. Cada una miraba a otro lado. Y el resto de pasajeros
ni se inmutaba. También miraban hacia otros puntos. La ventanilla, el suelo, el
techo, la pantalla de la tablet… Todos se ahogaban en ellos mismos y miraban
con cierto aire de superioridad a los demás y, cuando no, se asfixiaban en el
pantano de su propia indiferencia. No se saludaban entre sí, no se sonreían al
cruzar las miradas furtivas. Un ver sin ver, un ver sin querer ver, en
definitiva, un no ver. Me moría de ganas de gritar a los cuatro vientos:
«Vosotros y yo, nosotros, estamos sufriendo. Sufrimos la vida, las injusticias,
el trago amargo de que nuestras aspiraciones se chocan con los sueños cada día,
sufrimos la desgracia de dudar de si nuestro rumbo es el correcto (dudamos
incluso de nuestra felicidad), nos estrangulan la sensación de andar perdidos
por el mundo y esta existencia llena de inseguridades y el poder del paso del
tiempo y los miedos y la muerte y lo que hay detrás de ella. ¿Y qué hacemos?
Obviarnos, ningunearnos, en vez de estrechar nuestras manos, de darnos un
espaldarazo y decirnos “sigue así, hermano, cuenta conmigo”, de apoyarnos unos
a otros, de escucharnos, de sentir que somos uno, por mucho que nos guste
sentirnos diferentes, exclusivos y que vamos a contracorriente. No me extraña que haya guerras, que haya familias que se
bombardeen entre ellas o que las haya habido; no me sorprende que las armas
sean cada vez más potentes, porque la guerra más cruenta es la que nos hacemos
cada día. Amémonos, joder. ¿Tan complicado es dejar de limpiar nuestro
sufrimiento en los demás, pobres desgraciados? ¿Es tan difícil hacernos la vida
más fácil? Para mí cada día es un milagro. Habiendo armas nucleares, estar viva,
despertarme cada mañana, es un regalo. A veces me sorprende recibirlo».
Subió una viejecita
con muletas al autobús. Yo me encontraba tan mareada que no le cedí el asiento.
Pero, una vieja que rozaría los ochenta me dijo:
—¡Vaya
juventud! Niña, déjale el asiento a la señora, ya tendrás tú tiempo para
sentarte por necesidad, que a todos nos llega la vejez. No te creas tan guapa,
que te arrugarás como nosotras, como todos.
—Como todos,
no –repuse.
—¡Maleducada!
¿Cómo te atreves a responderme? Déjale el asiento, sino quieres que el Señor te
castigue.
Por no
discutir le cedí mi asiento. Todos felices, menos yo. De pie, me tambaleaba
entre tanta curva, entre mis mareos y la debilidad de mis extremidades. Curva
peligrosa, un adelantamiento prohibido. El conductor dio un frenazo. Caí al
suelo, me golpeé la cabeza con la puerta. Comencé a sangrar. La muerte ya no me
enseñaba solo las patitas, ahora me enseñaba su cuerpo entera: se había
convertido en una zorra descarada.
9 DÍAS PARA MORIR. «Las leyendas están vivas».
23 DÍAS PARA MORIR. «Aun muertos los hijos de putas lo siguen siendo».
7 DÍAS PARA MORIR. Estreno SÁBADO 16 DE MAYO. 1ª Parte: 9.00 / 2ª Parte a las 16.00
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