jueves, 14 de mayo de 2015

9 DÍAS PARA MORIR. «Las leyendas están vivas».

Las leyendas están vivas. Es el privilegio de las ideas que se cartean con la superstición y el miedo, el amante de nuestra mente adúltera, que no conoce otro placer más profundo que el de ser infiel a nuestro compromiso de ser felices. Y, ahí está la cornuda felicidad, consintiendo y persuadiéndose de que algún día el marido abandonará sus escarceos amorosos. Ahí está ella, como digo, con su cornamenta, escribiendo en sucio un diario, sin reparar, la tonta o la cobarde, en que el libro con guardas blancas, con el frontispicio a cargo del más célebre grabador, con cubiertas de terciopelo rojo y dorado en sus tres cortes, ese libro que tenía reservado, no llegará.

El próximo deseo de mi lista es destruir una leyenda urbana que recorre las calles de mi ciudad a lo largo de sus muros empedrados y de su musgo, de sus silencios en las noches y del bullicio de las mañanas durante un lapso de tres siglos.

Subidos en el autobús interurbano y, en concreto, en la línea 24, Carlos y yo ajustamos nuestro plan puliendo las diferencias, negociando el procedimiento, abasteciendo de solidez a este proyecto de una aparente y fronteriza endeblez entre el valor y la demencia.
           
Cuenta la leyenda que en el pazo de una ilustrísima estirpe nobiliaria gallega, construido entre la toma de Menorca por los ingleses y la firma del Tratado de Utrecht, ocurrió una enorme tragedia cinco días antes de la muerte del emperador austríaco José I de Habsburgo. A mediados de abril de 1711, un peón murió sepultado bajo la piedra de cantería cuando una pared se desplomó hacia él. Su esposa, al parecer, más Areusa que Melibea, reclamó al alarife y al propietario unos reales para ir tirando hasta que encontrara una manera de ganarse las habichuelas. Mas, el intento resultó en vano: solo recibió desprecio y una sarta de insultos crueles. «Me vengaré –imprecó contra ellos–. Iréis muriendo uno tras otro, desde los peones hasta todo aquel que pise esta tierra». Su maldición se cumplió lenta, pero atinadamente. Algunos peones murieron de unas fiebres días después; otros murieron ahogados en el río Tambre; el arquitecto fue estrangulado por unos bandidos de camino a unos arrozales en la década de los 30; el alarife fue asesinado en una fábrica catalana de indianas; y el último maestro murió, más de medio siglo después, cuando fue prisionero por unos asuntos turbios relacionados con unos andamios inestables. No fue hasta que de la prosperidad de aquel pazo solo quedó el escudo heráldico con las armas de sus difuntos propietarios cuando Juana, bruja y esposa del peón muerto, ducha en las artes esotéricas y en nigromancia, se instaló en aquella casa solariega, nutrida por la desgracia y la sangre. La leyenda cuenta, además, cómo alcanzó la inmortalidad mediante rituales demoníacos a cambio de acabar recluida en el pazo bajo una apariencia monstruosa. Hay testimonios de gentes que, al transitar por los alrededores del pazo, han escuchado ruidos extraños o han visto una especie de loba erguida de tres metros de altura, con alargado hocico, con un pelaje gris marrón, unas manos de mujer, aunque enormes, nervudas –cabría suponer–, y con unos ojos amarillos que brillan en la oscuridad del campo. En ciertas épocas han aparecido por la zona rebaños degollados.

—Irene, ¿en serio te compensa acabar con la leyenda antes que vivir?
—Tampoco el precio es muy alto para la gloria que me puede esperar. Poniéndonos en lo peor solo pierdo nueve días.
—Yo tengo 36 años y estoy sano… Con esto te lo digo todo.
—Lo que tienes es miedo.
—No es miedo, es sensatez. Prefiero no enfrentarme a algo que no quiero conocer, prefiero esquivar el problema, rodearlo y seguir viviendo.
—Los cobardes no colapsaron las líneas de los libros de historia.
—Cierto, pero los valientes colapsaron los cementerios.
—Si tienes miedo a hacer algo, entonces hazlo. Es tu deber.
—¿Es mi deber soportar sin rechistar tus locuras, señoritinga? ¿Es mi deber ayudarte cuando te metes en líos de los gordos? ¿Tus deberes dónde están? Ser exigente cuando nada te exiges a ti mismo te convierte en un tirano, y es que el golpe no crea respeto, sino asco.
—Carlos, eso suena épico. ¿De dónde lo has sacado?
—Del Evangelio de San Carlos, capítulo «No me toques las narices», versículo «Y no digo otra parte por no ser vulgar».

Fuimos a parar a una zona alejada del tránsito, a un escenario libresco que inspiraba caída. La misma decadencia que en la casa Usher. El sendero de piedras en otro tiempo debió de guiar hasta la fachada principal. Por esas fechas el concurrido saturnal de arrayanes, olorosos, de hojas lustrosas y duras y con flores blancas, se enfrentaba a la poda como si de un compromiso ineludible se tratara. Ahora, en cambio, tales mirtáceas se habían desbordado por los suelos no respetando el sendero ni la voluntad del hombre. Crecían a lo largo y a la ancho, de izquierda a derecha, sin más cortapisas que las impuestas por su condición. Ahora las cornisas mostraban la erosión del tiempo sobre sus molduras; ahora los esquinales comprendían cómo el viento desgasta las aristas de piedra.

Avanzamos hasta la puerta comprobando el terreno antes de pisar por miedo a encontrar desde unos insignificantes clavos hasta un qué se yo que nos hiciera sumarnos al bando de los imprudentes. La puerta de madera, señorial, aunque carcomida y descolorida en diversos grados, estaba bloqueada por un cerrojo grueso y oxidado. Carlos fue a buscar algo con que hacer palanca.

Deslicé, entonces, mi índice derecho por la pared. Este acabó sucio, ceniciento. Una tolvanera de polvo gris debió de impactar contra la fachada hace muchos años y, tal vez, en más de una ocasión.


Mi tío regresaba con una vara de hierro en las manos. Antes de hacer palanca, preguntó si realmente quería entrar allí, si estaba dispuesta a sumergirme en una atmósfera más espesa y opresora, si cabe, que la del exterior. Asentí con la cabeza. Él abrió palanca y empujón mediantes. Respiramos profundamente y entramos. Un gato blanco salió despavorido, se perdió en otra estancia, quizás la cocina o el despacho de la difunta familia nobiliaria. Se sobresaltó con nuestra presencia y nosotros con la suya. O, quizá, lo que infundió pavor no se debió tanto a nuestra presencia como a nuestra llegada repentina, sin avisar y de la mano de la violencia.

Subimos por una larga escalera sintiendo una admiración incalculable por el buen gusto que reinó en el pazo. La mimada decoración, la exquisitez de la moqueta persa que recorría cada uno de los peldaños, la calidad incuestionable de la madera que debía de ocultarse bajo el polvo. Con todo, al mismo tiempo, un temor nos movía a buscar en el mobiliario barricadas posibles, tanto en el mueble bar como en la meridiana en terciopelo color burdeos, tanto en las sillas poltronas como en los puff, quizá marroquíes, quizá turcos.

La mayoría de las versiones de esta leyenda urbana sostenía que la vengativa Teresa, ahora monstruo, moraba la torre. Las escaleras, casi por un instinto macabro, nos llevaron hasta allí. Continuamos subiendo escaleras, esta vez, estrechas, en caracol y a oscuras, esquivando las telarañas a manotazos. La enfermedad degenerativa me obligó a subir la segunda mitad a gatas, sellando mis manos de mugre y de humedad calcárea. Escuchamos un ruido, desafinado, arrítmico a veces, pero con pretensiones armoniosas en todo momento. Una voz grave gruñía. El sonido era tan ronco y poco articulado que escapaba de la mínima inteligibilidad. Una puerta de hierro nos separaba de aquello, de lo que fuera, de lo que pudo haber sido, de la necesidad de encontrar respuestas.
—Está cerrada, Irene. Vámonos –llevaba la vara metálica–. Estoy cagadamente cagado. ¡La leyenda era verdad!
—Abre y calla. Y, si salimos de esta, escribe una tarjeta de las tuyas.
—Venga, voy… –intentó abrirla–. No puedo, la cerradura será vieja, pero aguanta bien.
—Lo haré yo, aunque no tenga fuerza en los brazos –intenté reventar el marco para manipular el pasador–. Golpeemos la puerta, que nos abra lo que haya detrás. Moriremos; eso sí, nadie nos quitará el coraje ni el intento.

Carlos hizo amago de hablar, empero, una vuelta de llave lo enmudeció. Mi nerviosismo, mi inquietud, pudo más que el hormigueo degenerativo de mi cuerpo. El picaporte bajó. No se abrió la puerta. Ese algo empujó. Carlos se colocó detrás de mí. Volvió a empujar la puerta. Esta vez se abrió. Despacio, muy despacio, tomando el periodo de tiempo que nos distancia del Big Bang. La hoja de la puerta se fue abriendo hacia fuera. Un bulto profirió un mensaje».

—Asun, este capítulo sí que es emocionante. Sigue leyendo. ¿Qué hay? ¿Qué pasó? Cuenta, cuenta. ¿Murió Irene?
—¡¿Cómo iba a morir ese día si luego me pidió que escribiera la historia?! Este capítulo fue el segundo que me dictó. Ya había perdido la fuerza en la mano, no podía escribir. Se cansaba.
—Cierto, le costaba leer, perdió la visión periférica… Sigue leyendo.
—No sé a qué viene tanta exaltación, Martín. El mejor capítulo de todos es 11 días para morir. Prosa elegante, trama contundente, equilibrado en sus partes y arriesgado, no como los best sellers.
—No todos los best sellers buscan el mero entretenimiento, ni abandonan la calidad por vender y llegar al gran público, al vulgo. Es muy fácil lo que hacen los pedantes: defender solo a los clásicos, a la literatura oscura y a la que fracasa en ventas.
—Habló el crítico literario de la casa –ironizó–. Sin embargo, no te niego que apoyar a escritores actuales es valiente, porque el tiempo no los ha puesto en su lugar y debes tener un buen criterio para diferenciar el agua manantial de la salobre o la estancada.
—Lee, por favor».

«Irse, os podría matar», nos espetó un bulto giboso con un sobretodo estampado en lamparones y pringue, con una barba de las que ya quisiera un hipster, desaliñada, larga, caótica, que combinaba el petróleo del cabello con las hebras argénteas.
—¿Y Teresa? –preguntó Carlos.
—Aquí no vive ninguna, estoy solo. Os puedo matar –dijo con angustia.
—¿Qué instrumento toca? ¿Es un clarinete?
—Un fagot. Marchaos, soy peligroso, no quiero visitas, dejadme en paz.

Solamente con el contacto visual comprendí que Carlos quería partir. Me negué. Ese hombre no era peligroso ni brujo ni hombre lobo. Nada de eso. En ese caso, nos habría matado directamente. Yo quería indagar, quería desmontar la leyenda y, para ello, debía aguantar la peste que de su vestimenta, su anatomía y su cuerpo emanaba. Me resistía a quedarme en la superficialidad de las cosas, en la apariencia, en la ignorancia y en su enorme capacidad etiquetadora.

—Permítame que no le crea, señor. ¿Por qué iba a ser peligroso?
—Porque lo soy. Soy un monstruo.
—Nada que una buena ducha no solucione, amigo.
—¿Amigo yo? Tú te quieres burlar de mí –pegó una patada a la puerta.
—No, yo solamente quiero conocer, romper la leyenda. Dicen que una bruja se transforma en loba por las noches y mata a todo bicho viviente.
—Esa bruja soy yo. Bueno, creen que lo soy, pero no soy más que un pobre diablo rojo, que se refugió aquí a principios de los 50.
—Ya puede salir. Acabó la dictadura hace cuarenta años… España desde la Transición es otro país.
—¿La qué?
—La Transición. Desde el 78 tenemos Constitución y todo.
—¡Mentira! ¿Me están diciendo que ya somos libres para expresarnos, que no se castiga a nadie por su ideología, que la gente ya no muere de hambre, y que todos tenemos los mismos derechos ante la ley?
—No exageres, que solo he dicho que tenemos una Constitución.
—¡Hay que fastidiarse! He malgastado toda mi vida aquí encerrado y aislado por miedo. Pero, ¿cómo salir de aquí si la gente me teme? Soy un monstruo.
—Por el principio. Sales de aquí, te aseas, coges el autobús...
—Leñe, eso es ocultar lo que he sido durante estos malditos años. Ser otro.
—Serás lo que debiste ser. Recuperarás el tiempo.
—Imposible, solo hay una vida: esta. Mi pasado no es un borrador, como tampoco mi futuro es el folio en blanco. No se vive dos veces, no hay dos oportunidades, así que he malgastado mis aquís y mis ahoras, mis presentes.
—Tú, al menos, tienes más de nueve presentes o, mejor, no sabes los que te quedan. No como yo.
—¿Sabes de qué tengo ganas? De ver Mogambo sin el doblaje del incesto. ¡Menudo bochorno! Debí haber ido a la proyección clandestina aquella. ¿La siguen proyectando en el cinematógrafo?
—No, ahora echan Cincuenta sombras de Grey. Pero la puede ver en la red.
—¿En la red? ¿Que tiene que ver el largometraje con la pesca?
—En Internet, que es como una Olivetti con pantalla –explicó Carlos–. Cuando salgas de esta, apúntese a un curso de informática.
—¿Me prometéis que la gente no me pegará al salir ni me matará?
—¿Cómo le van a matar?
—Hubo noches, y algunos días, en que salí a pasear, y quienes me vieron salían corriendo. Un monstruo, un monstruo, gritaban. ¿No soy un monstruo? He escuchado eso tantas veces que al final no sé si lo soy o no. Dudo de mí mismo. Por cierto, ¿me prestáis cien pesetas?
—Carlos, dáselas, que no quiero hacer real la leyenda.
—Señor, tome cinco euros. Es la nueva moneda desde el 2002. Cuando pague, transmita seguridad en sí mismo y no le timarán con el cambio.
—¡Un wasap, Carlos, nos tenemos que ir! Adiós, buen hombre, que le vaya bien por la vida.
—¿Guarsa, guasa, gasa? Eso debe ser para alistarse en el ejército.


Volvimos a tomar el autobús. Iba lleno. Tres ancianas departiendo sobre alpargatas y elogiando las virtudes de sus nietas, dos cincuentonas discutiendo sobre qué oferta del supermercado era más interesante, un anciano contándole batallitas de los tiempos de la Guerra Civil y del servicio militar en Cáceres a una nieta absorta en una revista juvenil, en que se zambullía entre ídolos suyos y consejos de belleza. También calentaban sus asientos un quinceañero, una veinteañera y un adulto que frisaría los treinta. Pese a sus diferencias de edad y de estilos de vida, consumían su tiempo con sendas tablets, en tanto escuchaban música a través de unos auriculares aparatosos y coloridos. La chica, incluso, movía los pies alentada por la música probablemente marchosa, más del estilo de Calvin Harris que de Lorde. El conductor hablaba con un pasajero de pie y muy próximo a él, cumpliendo el papel de copiloto: sacar tema de conversación, matar el tiempo –con toda la crudeza de la expresión– y el silencio entre vacuidades.

Carlos y yo ocupamos los asientos más cercanos a la puerta trasera, al lado del espacio para discapacitados y embarazadas. Yo, en concreto, me senté, poniendo el culo lo más próximo posible a la ventanilla y lo más alejado del chicle pegado en mi asiento. Mi viaje comenzó. Cruzamos campos y, luego, calles, casas y quioscos; atravesamos pueblos enteros, rodeamos el río, dejamos atrás a personas con sus problemas y sus miedos, con sus necesidades y sus frustraciones. Desde el cristal y, con la velocidad ascendente que iba tomando el autobús, me atrapó un sentimiento apocalíptico, cruel, certero. El autobús iría recogiendo y bajando a gente, haciendo siempre el mismo trayecto, sin excepciones. El autobús recorrería carreteras, siguiendo el mismo plano, el mismo guión, pero con distintos actores, con diferentes pasajeros. Eso es la vida y en ella montamos nosotros. No existe sino el trayecto, el medio, porque el fin o la meta nunca la conoceremos. Se escapa de nosotros y nosotros, también, nos escapamos de nosotros.

Había una atmósfera extraña en el autobús. Las señoras de cincuenta, tras discutir, habían dejado de hablarse. Cada una miraba a otro lado. Y el resto de pasajeros ni se inmutaba. También miraban hacia otros puntos. La ventanilla, el suelo, el techo, la pantalla de la tablet… Todos se ahogaban en ellos mismos y miraban con cierto aire de superioridad a los demás y, cuando no, se asfixiaban en el pantano de su propia indiferencia. No se saludaban entre sí, no se sonreían al cruzar las miradas furtivas. Un ver sin ver, un ver sin querer ver, en definitiva, un no ver. Me moría de ganas de gritar a los cuatro vientos: «Vosotros y yo, nosotros, estamos sufriendo. Sufrimos la vida, las injusticias, el trago amargo de que nuestras aspiraciones se chocan con los sueños cada día, sufrimos la desgracia de dudar de si nuestro rumbo es el correcto (dudamos incluso de nuestra felicidad), nos estrangulan la sensación de andar perdidos por el mundo y esta existencia llena de inseguridades y el poder del paso del tiempo y los miedos y la muerte y lo que hay detrás de ella. ¿Y qué hacemos? Obviarnos, ningunearnos, en vez de estrechar nuestras manos, de darnos un espaldarazo y decirnos “sigue así, hermano, cuenta conmigo”, de apoyarnos unos a otros, de escucharnos, de sentir que somos uno, por mucho que nos guste sentirnos diferentes, exclusivos y que vamos a contracorriente. No me extraña que haya guerras, que haya familias que se bombardeen entre ellas o que las haya habido; no me sorprende que las armas sean cada vez más potentes, porque la guerra más cruenta es la que nos hacemos cada día. Amémonos, joder. ¿Tan complicado es dejar de limpiar nuestro sufrimiento en los demás, pobres desgraciados? ¿Es tan difícil hacernos la vida más fácil? Para mí cada día es un milagro. Habiendo armas nucleares, estar viva, despertarme cada mañana, es un regalo. A veces me sorprende recibirlo».

Subió una viejecita con muletas al autobús. Yo me encontraba tan mareada que no le cedí el asiento. Pero, una vieja que rozaría los ochenta me dijo:
—¡Vaya juventud! Niña, déjale el asiento a la señora, ya tendrás tú tiempo para sentarte por necesidad, que a todos nos llega la vejez. No te creas tan guapa, que te arrugarás como nosotras, como todos.
—Como todos, no –repuse.
—¡Maleducada! ¿Cómo te atreves a responderme? Déjale el asiento, sino quieres que el Señor te castigue.

Por no discutir le cedí mi asiento. Todos felices, menos yo. De pie, me tambaleaba entre tanta curva, entre mis mareos y la debilidad de mis extremidades. Curva peligrosa, un adelantamiento prohibido. El conductor dio un frenazo. Caí al suelo, me golpeé la cabeza con la puerta. Comencé a sangrar. La muerte ya no me enseñaba solo las patitas, ahora me enseñaba su cuerpo entera: se había convertido en una zorra descarada.

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