En cada ataúd siempre se encierra más de un corazón, apuntó Irene en media cuartilla semanas atrás, cuando todavía escribir
y hablar resultaban tareas triviales y corrientes, y no irrealizables, como lo
eran ahora. Una enfermera trasladó en camilla a Irene, sedada y reducida a un
cuerpo que a duras penas respiraba. La esperaban para realizarle diversas
pruebas en la planta de abajo. La camilla se detuvo frente a la puerta de un
ascensor. Lo llamó la enfermera, atenta a su smartphone y a los wasap que llegaban. La sanitaria se mordía las
uñas, incluso cuando pasaban varias de sus compañeras. Un sonido algo
estridente avisó de que las puertas se abrían; vio llegar a otra enfermera. Sin
mirar el ascensor, con confianza, empujó la camilla para introducir a Irene. ¡Cuidado, no la metas, detente!, gritó
la otra. La cabina no había llegado a esa planta. El espacio era siniestramente
negro. Fue demasiado tarde. Irene cayó al vacío, a la oscuridad lúgubre del
hueco del ascensor. Dio un alarido, un aullido de pánico, de auxilio, de
sufrimiento. En shock, la enfermera también gritó con las fuerzas de que Irene
carecía. De pronto, la cabina del ascensor se desplomó. «¡Dios mío! ¡La ha
aplastado!», exclamó al escuchar cómo los huesos de Irene fueron triturados por
la energía potencial de la cabina.
El informe técnico apuntaba a un fallo del patín
retráctil de la puerta, y a que, por razones aún desconocidas, la cabina descendió
a una velocidad mortal. El sistema de frenos de la primera planta funcionó, empero
la posición de la camilla al caer y el propio resorte de contención del
ascensor impidieron que Irene bajara más. La cabina le destrozó el cráneo, los
pulmones y las extremidades. Acabó aplastada y con la apariencia de la carne
separada mecánicamente.
—Hija,
¡¿esto sí que no te lo esperabas?! Se te quitará la cianosis en lo que dura un
parpadeo. Un parpadeo mío, porque con un parpadeo de los tuyos daría tiempo
para… ¡Para todo!
—Asunción,
no puede estar aquí –la interrumpió el embalsamador–. ¿No le parece macabro y
asqueroso ver a su hija muerta sobre esta plancha metálica?
—Cerrar
los ojos no va a traerme a Irene de vuelta. Me horroriza más mirar mi reflejo
en su carne putrefacta, comprobar lo que intento negarme: que la muerte siempre
triunfa.
—Y
gracias doy a la vida, que en este trabajo siempre hay clientes y lo bueno es
que nunca protestan. Mis clientes no tienen sangre en las venas, son unos
sosos.
—Pues
le están saliendo hilos de sangre por la nariz y por las orejas a mi niña… Echa
ambientador, porque entre el formol y la peste que desprende vomito. Y su
carita de dolor y de pánico, como la de un inocentón en Magaluf…
—Todo
es normal, Asunción. Nadie espera la muerte, la vida sorprende hasta el último
segundo. Ahora márchese. Le haré una incisión en la arteria carótida, le
extraeré la sangre y le…
—¿Me
está amenazando? Me cago en sus muertos, embalsamador, así se lo digo. Que
usted se gane la vida vaciando de sangre, vísceras o de mierda a los muertos no
me intimida.
—¡Me
refería a Irene! Ahora salga. En media hora me traen al siguiente cadáver, y
mira cómo tiene la cara su hija. ¡Es carne picada!
—¿Cree
que podrá hacerlo? Está demasiado desfigurada… –respondió Asun con palabras
entrecortadas–. Ella no quería ser velada a ataúd abierto. Antes carne para
insectos necrófagos y animales carroñeros que carne para el morbo, para el
deleite de cotillas que, ante el difunto, no saben hacer otra cosa que valorar el
maquillaje, el peinado o su ropa.
—Es
un reto, Asunción. Los embalsamadores somos los Goya del siglo XXI, aunque por
repercusión estaríamos al nivel de esos poetas veinteañeros que publican en
blogs y que solo los lee su madre y el gato. Un día de exposición y al hoyo. Lo
de tu hija tiene mala pinta. Va a quedar más Saturno devorando a un hijo que La
condesa de Chinchón.
Se
metió en el coche y regresó a casa, para cerrar los ojos y asegurarse de que todo
era fruto de la más macabra pesadilla. Abrazó a Miguel, que la había esperado
sentado en las escaleras porque no se atrevía a entrar en casa y sentirse
abrumado por los recuerdos. Demasiado dolor sentía ya. Lloró tanto que no podía
llorar más; sufrió tanto que… siguió sufriendo. Asun engoló la voz y le dijo: «Cariño.
Irene nos entregó su vida y fue feliz, tenemos que agradecerle el gesto, ¿me
oyes? No se merece despedirla, ni menos recordarla, con tristeza. Unidos
saldremos de esta». Padre, madre y hermano se abrazaron en el portal sin contener
las lágrimas, reconociendo su dolor y recomponiendo a Irene, porque ella esté
donde esté posee parcelas en esos tres corazones fragmentados de aflicción y
con un simple abrazo restauran su imagen, la traen a la vida.
En
el tanatorio, al poner los pies en la segunda planta, escucharon música
electrónica. La funeraria había cumplido con lo pactado. Con una botella de
tila caliente Martín vio el cuerpo de la difunta. Parecía dormida, en paz. Se
le antojó que respiraba, que se movía sutilmente y que tarde o temprano
despertaría. Pegó un golpe en la pared de impotencia y gritó por qué, por qué. Miguel tardaría un
buen rato en verla tras del escaparate, en encarar el otro lado de la vida.
Llegaron el resto de futuros muertos: familiares, vecinos, amigos de la
familia, amigos de Irene, Roi, gente difícil de situar en el tiempo y con
nombre y apellido… «Servíos –les invitó Asun con una alegría artificial–, ¿qué
queréis beber? Tenéis refrescos, anís, vodka, whisky, ginebra, licores con y
sin alcohol, de todo… Van a traer mojitos».
Asun se sentó en una de las dos tarimas que había y musitó abatida, mas
intentando sonreír: «Lo que hay que hacer por una hija». Una chica de no más de
veinticinco años, alta, delgada y con tetas –muchas tetas– entró a la sala.
También entró un joven esbelto y musculoso e inflado, quizá, por cortesía de
esteroides. Ella, un ministerio de silicona, y él, un ayuntamiento de
anabolizantes, subieron a sendas tarimas y derrocharon tanta sensualidad como
estupefacción, tanto encanto como extrañeza.
Gente
expresando sus condolencias a los padres de Irene, gente consolando a Miguel, o
bailando, o empinando el codo… La concurrencia bebía, bailaba y, quien no lograba
prodigar un gozo trucado salía al baño, recorría los pasillos o buscaba excusas
para ausentarse en lo que dura un llanto eterno. El calor y el ruido restaban
nitidez a los ojos. Había niebla, confusión, como la calima en el mes de
agosto. Personas entrando y saliendo, saludando y despidiéndose; la multitud
nunca era la misma, sin embargo el número no variaba.
Serían
las cinco de la tarde cuando los padres escribieron desolados el capítulo que
su hija nunca pudo redactar. Sentados en un sofá confortable en un instante que
poco o nada tenía de eso.
—Cariño,
se nos fue… Se nos fue…
—Dime,
Asun, que esto es una pesadilla. Despiértame. Hace nada la tuve entre mis
brazos. ¿Te acuerdas? Dime que sí.
—Sí.
—Recién
nacida la cogía con miedo por si se me resbalaba, por si le quebraba algún
huesecillo… Era tan vulnerable, aunque albergaba tanta vida… Soñaba con el día
en que me llamara papá esa criatura que tenía tanto de mí y desbordaba tanta energía,
y chorreaba tanta magia. Cerraba los ojitos, apenas los abría… Lloraba, comía y
dormía, mientras yo imaginaba un futuro a su lado hasta que ella me enterrara,
se despidiera de mí para siempre y…
—Tenemos
que escribir el capítulo 2 días para
morir. En primera persona para mantener los rasgos de los 58 anteriores.
No, mejor en tercera. Mientras lo escribo, puedes leer esta hoja que dejó
olvidada en la guantera del coche –se la tendió.
—De
acuerdo. ¿Y el último capítulo?
—Lo
tenemos en su portátil. Ella me dijo que lo fue escribiendo poco a poco,
editando, modificando y tachando palabras, párrafos y el enfoque a medida que
su percepción del mundo cambiaba. No lo he leído. Ahora me preocupa más superar
con el penúltimo el 11 días para morir,
el mejor de todos.
El
alcohol invadía el sistema nervioso como los familiares más salidos y babosos
incordiaban a los gogós, introduciendo billetes en el elástico del tanga,
pretendiendo palpar pectorales o desnudando a la pobre bailarina. En tanto las
tarimas se revelaban como alegorías de Alsacia y Lorena en tiempos de menor paz
internacional, Martín leyó despacio y aferrándose al estoicismo de un papel
cada vez más húmedo por la acción de las lágrimas. Era un descarte del capítulo
XV, dejado en la estacada ante el peligro del olvido, mas no por ello menos
pertinente.
«En cada ataúd siempre se encierra más de un corazón, eso sí, pocos lo
saben. No lo saben, porque viven con los ojos vendados, jugando a la gallinita
ciega en una sala abandonada. Nadie. No hay nadie, quizá, la fetidez del
pesimismo, el tufo de un encierro voluntario y la sospecha infecta de que los
demás conspiran contra uno. También hay quienes mueren sin descubrir que fueron
amados, porque no descubrieron el amor, sino sucedáneos peligrosos como la
dependencia, los celos y el modus vivendi
del ceder.
Sé que no moriré sola; una parte de los que me han
acompañado en mi residencia terrenal, también, lo hará. A veces, incluso me
emociono y lloro de pura alegría –la causa más noble– al contemplar que sí he
sabido entender este juego, que sí he sabido amar y fluir, aunque no tanto como
hubiera deseado, y que he gastado este viaje con las personas adecuadas. Cuando
miro a mis padres, a mi hermano, a mi familia, a mis amigos y a todos aquellos
a los que quiero, me atraviesa una luz de los pies a la cabeza. Satisfacción,
felicidad o plenitud. Llámala como quieras. Lo importante es que me eleva de
tal manera que necesito gritarle al mundo lo feliz que me siento, la alegría de
haber entendido las reglas del juego de la vida, donde el manual de
instrucciones no existe, porque, si existiera, solo podría ser escrito por los
difuntos, los únicos que han jugado en los dos bandos».
—Esto
es miel para mí, cariño.
—Me
alegra que te encuentres algo mejor, Martín.
—¡Eso
nunca! Irene está muerta: no puedo sentirme mejor.
—Quería
consolarte. Hablas de miel.
—No
hay miel suficiente para tanta tristeza y sería mal padre si me sintiera bien.
—¡Yo
también la quiero! Hay otras maneras de expresar el dolor más allá del llanto.
Solo digo que temo que con tanto sufrimiento acabe estancada en el pasado.
Quiero mirar hacia delante, pero ante mis ojos solo veo un muro de hormigón. No
sé cómo superarlo.
—Yo
tampoco. Dicen que el tiempo lo cura todo, que saldremos de esta, pero ¿y si
nos olvidamos de ella? Me llenaría de angustia levantarme una mañana y no
pensar en Irene u olvidarme de su voz y de su mirada.
—Ya
he escrito el capítulo 2 días para morir. Te lo leo. «Irene ha muerto».
—¿Ya?
¿Solo tres palabras?
—Detrás
de esas palabras hay mucho mensaje. Y no me apetece compartir mi intimidad.
También quiero guardarme este instante. Deberíamos entregarnos más a menudo a
nosotros mismos.
Por
la noche en la cafetería del tanatorio cenaron empanadillas rellenas de
tristeza, de rabia y de culpa, también ensaladilla rusa guarnecida de ansiedad
y autorreproches y algo de lechuga mustia aliñada con confusión, dificultad
para respirar e intrusivas imágenes mentales de la muerta. El agua fresca les
secaba aún más la boca. Cuando no miraban al suelo, miraban las mesas vacías o
la entrada buscándola hasta creyéndola ver. Cuando no miraban los rincones
deshabitados, cerraban los ojos y la llamaban con el pensamiento, sintiendo
incluso un abrazo en el alma de una Irene marchita y maniatada con las esposas
de la igualadora. Mas solo era una sensación. Nunca miraban los platos, como
tampoco se miraban entre ellos.
Subieron
a la sala apretando bien la mano de Miguel o, más bien, Miguel subió a la sala
apretando las manos de ellos.
—Hijo,
¿estás preparado de verdad para ver a tu hermana?
—Sí,
papá.
Dio
un paso más. Frente a frente a la plancha de cristal, y a la difunta.
—Hermanita,
¡te lo dije! Te dije que, si te llamaba la muerte, no le abrieras la puerta
–Miguel temblaba.
—Hijo,
pero…
—No
se le parece mucho… Yo creo que no es Irene, tiene la boca algo rara y la piel…
—Es
ella, Miguel. No va a volver.
El
pequeño enfiló hacia la casa de unos familiares, de la mano de una señora que
transmitía el privilegio de poseer alegría, aunque acartonada. No mucho más
tarde las plañideras comenzaron a largarse a cuentagotas dejando los sillones
de piel sintética aún algo aplastados por el efecto de sus pesadas nalgas. El
ambiento tornó silencioso, si bien persistía en su frialdad y en su
deshumanización. La única vida que se percibía en aquella estancia no eran los
padres de Irene y cuatro sombras más, sino las coronas de flores alrededor del
ataúd. Pretendían dormir, sin embargo, su sueño podía competir con la duración
de un parpadeo. No por cerrar los ojos se consigue adormecer la culpa
irracional y el pude hacer más por ella
y el debía haberla llevado al médico
mucho antes.
En
el funeral laico, a la mañana siguiente, el duelo gravitaba sobre los
dolientes. Al igual que Martín, Miguel, alguien más de la familia y una amiga
de Irene, Asun pronunció unas palabras en honor a la difunta al tiempo que
mascaba un chicle de aflicción y de alivio. Inagotable, insípido.
«Mi
hija ha muerto. Es duro, es harto difícil decirlo sin sentir rabia, impotencia
y un nudo cruel en la garganta, es, además, imposible visualizarlo, hacerme a
la idea y confiar en que algún día lo superaré. Agradezco vuestro apoyo,
vuestro cariño, aunque eso no me la traerá de vuelta. Por lo visto, tendré que
acostumbrarme a hablar de ella en pasado, a pesar de integrarla en mi presente.
Irene fue buena hija, mejor hermana, y mucho mejor persona. También cabezota,
algo vaga, a ratos insoportable y demasiado soñadora. Y aunque tenía motivos
para escupirle y patearle la espina dorsal a la vida, la amaba. Luchó. Me
consta que fue feliz; ese es mi consuelo, un delgado cojín en una cama de
clavos.
»A
carcajadas me reía cuando mi hija decía que el ser humano es un caracol que
arrastra un caparazón más pesado y más despótico que un flotador de plomo: la
conciencia, la mente y las cadenas que nos atan a ella. Podría engañarme y
afirmar lo contrario a lo que siento, de lo que sufro, sin embargo, solo existe
la soledad. Tú albergas soledad, el otro alberga otra soledad; somos suma de
soledades. En nuestra soledad vanidosa se aloja el querer ser diferentes,
aunque, para bien o para mal, somos idénticos: contenemos la misma esencia.
»Una
vez leí un poema de César Vallejo que decía así: «Cuando alguien se va, alguien
queda. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está
solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado». De este
modo, Irene se va, pero Irene se queda en mí y en cada uno de nosotros, porque
ella, la soledad humana y la muerte tan eternas son como Catulo y Borges, como
el agua y el aire. Ninguno de nosotros correremos mejor suerte. Mi sufrimiento,
mi amor hacia mi hija e, incluso, mi humor negro tienen los días contados, eso
sí, no desaparecerán de la Tierra antes que mi último suspiro».
Juraría
que cuando abandonó el atril, miró a la concurrencia y espetó un «aplaudan,
coño, aplaudan».
El
duelo persistiría mucho tiempo en casa de los Meroño. No hay amigo más leal que
el sufrimiento. Recorre autopistas, sobrevuela los tejados, se enquista en las
entrañas y rodea los coches fúnebres. En el cementerio bajaron del coche a la
difunta. En torno a ella, un círculo de dolientes. Apartándose con las mangas
del uniforme el sudor, los sepultureros seguían cavando un hoyo cada vez más
profundo. En el relativo silencio que permiten los llantos, las respiraciones
vehementes y los mocos siendo sonados, la caja se acercó a la sepultura.
Comenzó a descender, descendía, descendía… Descendió.
Un
sepulturero, cincuentón, quemado por el sol indolente, nada pudoroso, y no
menos relamido, interrumpió lo trágico de los acontecimientos.
—Súbase
los pantalones por lo que más quiera, hombre, que le estamos viendo la raja del
culo –exclamó muerto de asco Carlos.
—Y
encima es que no es un calvo, es la cresta de un punky. Depílese, depílese, que
a este paso solo se va a acostar con cadáveres –dijo Asun.
—Me
los subo, perdón. Ya le vale a usted, en el entierro de su hija y soltando
todas esas locuras.
IRENE MEROÑO
(1995-2015) A los 19 años, porque en la vida no siempre hay escaleras o porque
a menudo solo hay ascensores. Tu familia y tus amigos no te olvidan.
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