viernes, 3 de abril de 2015

50 DÍAS PARA MORIR. «En el amor hay que saber cuándo decir adiós».

 

En el amor hay que saber cuándo decir adiós. Una infidelidad, una actitud controladora o un distanciamiento mutuo son buenos empellones, fantásticos impulsos, para romper el pacto de intimidad y dejar en la cuneta una relación que nació para morir. De cualquier modo, pocos casos superan el desgaste visto por los prismáticos de solo un par de ojos. Comienzas a preguntarte si existe un futuro a su lado, comienzas, incluso, a fabricar razones torpes para convencerte de que todo va bien, y, al final, terminas descubriendo que no puede haber un futuro, porque tampoco hay un presente. Estar por estar y sin estar, al mismo tiempo.

¡Qué bien resume esto los sentimientos de una gallega a cincuenta días de su muerte! Roi dejó de ser hace mucho esa persona que me hacía ser mejor, aquella con la que aprendí a relativizar los problemas, y, desde entonces, no es más que un regalo desafortunado que guardas en la alcoba no por amor, ni por respeto, sino por lástima. Llevaba días haciendo redacciones mentales para espetarle el discurso más franco y certero. Lo que no pude imaginar es que el escenario sería una habitación de hospital, donde estoy ingresada desde hace dos días por unas pruebas.

Al hospital llegó temprano y con napolitanas. Me habló de lo de siempre. Quizá eran las diez menos veinte, pero su presencia sola me sabía a monotonía y lograba desarmar la relación espacio-tiempo. Respiré profundamente y le arrojé mi verdad con el ímpetu de quien lanza un cubo de agua a la tuna impertinente. Por su parte, él otorgó a mis palabras la misma trascendencia y la nula credibilidad que un hijo da a unos padres fumadores cuando estos le sugieren que no fume si no quiere morir de cáncer.

—Abejita, te has levantado bromista hoy, ¿eh? Está bien que vayas expulsando tus demonios.
—¿Qué dices de demonios? Los únicos demonios son todos esos silencios que matan, esas cosas que nos comen por dentro… Y de eso estoy vacía.

Comenzó a desabotonarse la camisa; entreví, como tantas otras veces, el vello discreto de su pecho y cómo el colgante de chapa se posaba en una forma desconocida hasta ahora.
—¡Sorpresa, Irene! Mira lo que tengo –se quitó la camisa.
—Unos buenos bíceps, unos abdominales de infarto y una mancha. Roi, ¿por qué no te quedas a vivir en el gimnasio? 50 días, hasta que me muera, ni un día más. Que llega el verano, y no te comes ni un rosco.
—¿¡Qué mancha, tonta!? Es un tatuaje con tus iniciales, IM. No puedo vivir sin ti, eres el amor de mi vida, te amo.
—Demasiado tarde, Roi. Y no digas tantas idioteces. ¿Cómo vas a saber si soy el amor de tu vida con tan solo 19 años? ¿Cómo que no puedes vivir sin mí? Si un hombre no se ama a sí mismo, no puede amar a nadie.
—Perdona, Irene, no quería decir eso… –dijo indeciso–. Es que te quiero más que a mi vida… Pero no te enfades, eh, abejita.
—Que no, Roi, que se acaba y no veo mejor momento que ahora. Te falta sangre, no sientes, no eres tú, estás siempre evitando decir lo que piensas por temor a hacerme daño. ¿Cómo leche me vas a herir? Uno se hiere porque quiere. Y mi herida sería seguir a tu lado; fuiste mi primer novio y necesito conocer a otros, otros modos de besar, de dar placer, de vivir… La primera pareja es como un cuaderno de caligrafía: solo sirve para entrenarse y, cuando antes te la quitas de encima, pues mejor.

Con la mano en el pecho se marchó conteniendo las lágrimas para sacudirlas quizá en la intimidad. Partió con la camisa mal puesta, con los botones infieles, que habían entrado en ojales que no eran los suyos. A la vista quedaban mis iniciales tatuadas en su dermis y situadas en la zona del corazón.


Me sentía aliviada después de un octanaje sentimental tan elevado. Roi era la efigie de esa concepción del amor como sinónimo de dependencia. Eso no es amar, sino un sentimiento de inferioridad y de él la felicidad huye más pronto que los ratones en un barco condenado a naufragar.

«¿Alguna Irene Martínez en la sala? ¿O una Inma Mendoza? Venga, necesito una novia y amortizar el tatuaje. Absténganse gordas, peludas, mancas, pobres, andaluzas, con bigote o feas», escuché desde mi habitación. Aquella voz inconfundiblemente pertenecía a Roi.

Por lo visto, buscaba pareja como esos músicos callejeros que invaden las terrazas de los restaurantes para tocar la misma canción y recibir la misma propina. Escasas manos generosas, abundantes miradas de indiferencia. En tanto él hacía el ridículo, yo continué pensando en él y, de vez en vez, maldiciendo su vida, lanzándoles dardos al blanco de su sensibilidad patológica y su mentalidad de perdedor.

«Busco mujeres que respondan a las iniciales IM y de buen ver, en el doble sentido, ni ciegas ni cardos. ¿Inés Mármol? ¿Irene Morcillo? ¿Inma Mosquera? ¿Iduberga Meseguer? ¿Ivonne…? ¿Es que no hay aquí ni una puta Ivonne? Pues tendré que mirar en la sección de sidosas… Mejor no», lo escuché gritar desde los pasillos.

Pese a tanto disparate, veía la realidad de otra manera, más condescendiente. Mi enfermedad degenerativa, sin nombre y apenas investigada, me permite contemplar los sufrimientos, los traumas, los complejos de otro modo, desde otra óptica. Malgastamos el tiempo sintiéndonos heridos por comentarios necios, devorándonos las entrañas al elucubrar sobre qué pensarán de nosotros. Gente que oculta sus enfermedades, gente que se menosprecia por sus particularidades físicas, gente que defiende la igualdad entre las personas para, luego, mirarlas por encima del hombro, gente que no sabe reírse de la vida o, más bien, de la muerte. Riámonos de todo, de nosotros mismos, de nuestras paranoias. Ese es el único antibiótico eficaz: el humor negro.


«Idoias, Ifigenias, Iris, Íngrides, Isabelas, Ionas, Irmas o Inmas del mundo, os necesito a alguna. No busco nada más, solo que me quieran, ni siquiera eso, que me traten bien. Vale, me conformo con que no me trate mal. Da igual la edad, el origen y lo demás. Con que os vuestro apellido comience por M- me doy con un canto en los dientes».

Pensé en Miguel. ¿Cómo decirle que su hermana, la única, se marchaba en tan solo 50 días? Afrontar un adiós tan tremendo y con tan solo ocho años es difícil, es duro, tan complicado como trágico. A veces pienso en sus posibles actos de rebeldía, y comienzo a imaginar un final alternativo para mi vida, una excusa dulce como un pastel de merengue, a imaginar, pues, una historia que nunca escribiré, porque en la vida no hay tiempo que perder y a mí solo me quedan los restos. Unos restos que, si bien me saben a gloria, a ratos también me saben a angustia y a porqués sin respuesta.
«—¿Se llama Inocencia Moya? ¡Casémonos! Quiero un hijo tuyo.
—Pero, hijo…
—¡Quiero un óvulo tuyo! ¡Quiero un óvulo tuyo! –gritaba Roi.
—Soy menopáusica.
—Pero no sorda. ¡Quiero un óvulo tuyo!
—Veo que no me entiendes. Con 72 años no me puedo quedar embarazada.
—Pues te jodes –se burló».

Hojeé folletos de la India. Al día siguiente viajaría allí, a aquel destino que ocupaba el deseo número 22 de mi lista. Disfrutar de la arena blanca y el mar color turquesa de las playas de Goa, atravesar los jardines del Taj Mahal, degustar el biryani… No hay vidas suficientes para saborear todas las opciones que nos ofrece la vida.

Roi entró fingiendo un arrojo impropio en él, como un vaquero, como si fuera un afeminado que disimula con ademanes ostentosamente rudos y varoniles. ¿De qué iba? Los cambios rápidos son siempre estafas.
—¡Que te quiero, Irene! –dijo con firmeza.
—Y yo también, pero lejos.
—Mentira, el hombre de esta relación soy yo y seré yo el que decida.
—¿Ya te has dejado de pincharte estrógenos? Vete.
—Me quedo, Irene.
—Ciérrame la ventana, me deslumbra la luz y pírate.
—No tengo por qué ayudarte. No te bailaré el agua más. Soy un macho.
—Lo intentas, nenaza –le corregí–. Quédate entonces, capitán Testosterona.
—¿Que me quede? Ja, Irene. Que yo tengo personalidad, que a mí nadie me dice lo que tengo que hacer y me la suda si te enfadas o no. No soy un pelele.
—Roi, no eches tierra a nuestros buenos momentos y pírate, que me estás molestando.
—Perdona, vida mía. Me he explicado mal. No malinterpretes mis palabras. Te amaré hasta la muerte.

De repente, apareció mi madre a mandíbula batiente.
—Hijo, prométele cosas más difíciles. ¡Que mi Irene se nos muere en 50 días! Me parto, me parto.


A carcajadas me contó que había venido a darme dos noticias, una buena y otra mala, pero que se había escondido al ver tal espectáculo de pareja. ¿Habrá una peripecia más en mi vida? Yo ya lo sé.

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