«Aun muertos los hijos de putas lo siguen siendo,
concluí en la sala de estar viendo la tele, con una taza de tila en las manos y
con la desazón extendida por toda mi anatomía. Desde mis cabellos hasta las
uñas de mis pies, abriendo frentes y brechas en cada órgano, en cada centímetro
de mis tripas, en cada célula doliente. Si dijera que ya podía recordar la
charla con mi hermano en la que le confesé mi inminente muerte sin emocionarme,
mentiría. Mentiría como nunca han mentido. Si dijera que he aparcado la culpa
por la muerte o el asesinato de Beatriz, según apunta la prensa y sostiene la
opinión pública con firmeza, mentiría aún más. Mentiría de tal modo que me
dolerían las costillas como quien lleva vigas de hierro a las espaldas.
Beatriz, pizpireta, felona, envidiosa, santurrona,
en pocas palabras, un dechado de beatería barata, de inocencia farisea y de
angustia por su existencia prosaica. Nos conocimos en la más tierna infancia,
en el colegio, si bien mi inexperiencia no fue obstáculo para que yo captase su
rudeza en las formas, su chabacanería en las gracietas, y la estulticia de esta
mujer de pelo en pecho y de discurso anodino.
Mi siguiente deseo era vengarme de ella; su
desgracia, el motor de mis actos. La rastreé por las redes sociales,
imprimiendo mi rabia en el teclado al escribir en el buscador su nombre y sus apellidos.
Semanas después estos encabezan unos discursos tan afectuosos y lisonjeros como
alejados de cualquier rescoldo de realidad. Para que hablen bien de ti, tienes
que estar muerto. Para que te amen todos, muerto, pobre y necio. Ella acabó
cumpliendo los tres requisitos, mas en mí no tenía cabida la consecuencia del amor.
No, era una hija de puta de las grandes, de esas que nada más verla el hijaputa alcanza la mente mucho antes de
su nombre de pila. La muy confiada se creyó el refrán de bicho malo nunca muere. Pobre, la poca inocencia que le quedaba la
había gastado en eso. Quedamos.
A primera hora de la tarde, en una cafetería
desierta, cerca de casa, más cerca aún del cementerio. Me agasajó aplicando a
sus palabras un efectivo entusiasmo, abrazándome con la ferocidad del solitario
ante el calor humano, discurriendo sobre la justicia que el tiempo me había
otorgado, discerniendo la distancia entre nosotras en el pasado y en la
actualidad. Sus palabras persuasivas fueron aplacadas por mi escepticismo. ¿Y
la felicidad que sentiría viéndola en una caja de pino, muerta, fiambre? ¿Y la
experiencia de oler su putrefacto tufo durante días en el cementerio? Si ese es
mi placer y es limitado el tiempo que tengo para el disfrute, ¿por qué no
hacerlo? Por suerte, tenía hilo dental
en el bolso».
—¿Hilo dental? ¿Qué tiene que ver eso con la
historia?
—¿No leíste los periódicos? Irene nunca dio puntada sin hilo. Sospecho cosas.
—¿Recuerdas dónde encontró Miguel la caja con la
bobina casi completa?
—¿Martín? Claro, no tengo demencia senil. Miguel lo
utilizó y acabó con el labio partido. Eso sí que es tener los labios cortados
–dijo socarrona–. ¿Y las encías? Cuando veas al imbécil de tu hermano, se lo
regalas. Por cierto, ¿dónde mierda está?
—Sigue leyendo, haz el favor.
«La invité, pagué la cuenta, mientras ella se
empolvaba la cara, o eso decía, –yo creo que fue a empolvarse la nariz. Le iba
a hacer un favor. No merecía vivir. Pasó un gitano por la calle, y fui a
saludarlo. «Oye, buen hombre, Juan de Dios –escruté el texto de su esclava en
oro macizo–, aquí hay una chica que dice que su hija teme más la prueba del
pañuelo que un mongolo un puzle de dos piezas, dice que se va a encargar de
deshonrar a toda la familia escapándose con su sobrino. Es una paya como
yo, y no respeta la cultura gitana, dice de todo de vosotros. Os prejuzga», le
espeté. Mentí como una perra. Me despojé de las cadenas de la ética, del deber,
de esa moral que intenta imponernos la sociedad. Esto sí que es libertad. El
cíngaro no articuló palabra, se marchó en silencio, apretando los puños, a paso
rápido.
Mi amiga y yo seguimos ese camino. Nadie delante,
nadie a mi espalda, nadie asomado al balcón. A solas. Saqué del bolso entre
risas de complicidad, las suyas, y de venganza, las mías, el hilo dental. Llevaba guantes, a pesar de
la tarde calurosa de agosto anticipada en un día más de abril. Me coloqué
detrás de ella, mientras enviaba un wasap a un cani. Con ímpetu, con júbilo,
con cólera, yo me».
Rompió el folio. Trémula y turbada, movida por un
acontecimiento revelador, un giro tras el cual inevitablemente vería en su hija a un ser rastrero, putrefacto y digno de escupir. Arrancó, como venía diciendo,
un buen trozo del papel y lo quemó, frotando la piedra del mechero.
—¿Qué haces, loca? ¿Cómo se te ocurre quemar lo que escribió? Irene era buena.
—Una hija de puta es lo que era –gritó iracunda
Asun. Se fue a la cocina llorando.
—Papá, ¿y este jaleo? –entró Miguel con legañas en
los ojos frotándolos y frotándolos con una insoslayable insistencia.
—Hijo, ya me ha dicho Angelines que no has
desayunado. ¿Por qué? Estamos para disgustos…
—No tenía hambre.
—Llevas dos días sin comer apenas nada. ¿Te parece
eso normal?
—Déjame en paz –se marchó el niño no sin antes
pegar una patada a la puerta.
A Martin, entonces, le visitaron varias imágenes
deslavazadas. En las noticias habían dicho que Beatriz fue asesinada con un hilo
curado en una calle solitaria. El único testigo del supuesto crimen afirmaba que había hilo
en el suelo, muchas gotas de sangre y gitanos corriendo. Llamó a la policía y, al parecer, recibió amenazas de muerte.
Los padres prosiguieron la lectura con
vistas no tanto a resolver dudas como a encontrar un asidero firme con que
defender la inocencia de su difunta hija.
«Con las manos heridas y sangrientas, llegué a casa, dejé el bolso en el suelo y me lavé con
sumo cuidado. Eliminadas las pruebas incriminatorias y transcurridas más de dos horas,
mis ojos hallaron un panorama desolador al salir del baño. Mi hermano,
sangrando por la boca; mi madre, gritando e intentando cortarle la hemorragia
sin éxito; mi padre, buscando las llaves del coche. Reconstruyendo los hechos a partir de los llantos de mi hermano en el hospital y del relato de mi madre, intuyo que del bolso cayó el hilo dental y que lo utilizó. Así las cosas, a urgencias en familia».
Asun regresó de la cocina. Su marido no frenó su
necesidad de preguntar, de contrastar sospechas.
—Asun, ¿Nuestra hija es una asesina? Cría cuervos y te sacarán los ojos. Ella la mató, seguro.
—¡Qué manía con dividirlo todo entre lobos y
Caperucitas! Mala no sé, pero tonta, no.
¿Cómo iba a confesar su asesinato así tan fácil?
—Porque está muerta y sus actos no tienen
consecuencias... Bueno, un momento, consecuencias para ella, no, pero para
nosotros, sí. Si ella es una asesina, nosotros somos cómplices del asesinato.
Nosotros la educamos.
—Deja de decir tonterías o me divorcio. ¿Tú no has
visto muchas veces cómo los vecinos de los criminales señalan lo fantásticas
que eran sus familias? Cada uno construye su moral. Los padres señalan el
camino; los hijos deciden.
—Y, ¿no te revienta haber amado a alguien tan cruel?
–insistió consternado–. No sé qué pensar… Irene nunca habría hecho algo así.
—Lo que es pensarlo lo pensó, pero… Debió de
arrepentirse. Por desgracia, la suerte de la hija de puta de Beatriz no
se trastocó. Nos tocará vivir con la duda, ¿sabes?
—No soporto las dudas.
—Pues hazte a la idea. Cada día convivimos con las
dudas, son nuestros demonios… Y es tal su ojeriza, que se transmutan, aparecen
y desaparecen, nos manipulan como a un analfabeto y nos acompañan en la soledad
de la sepultura como nuestros íntimos y futuros organismos necrófagos.
Ajenos por completo al contenido y al puñetazo
emocional que vendría después de la lectura, leyeron los últimos
párrafos. Me atrevo, en esta ocasión, a resumir los primeros dado que pecó de
pretenciosa y su prosa, por ello, se vio empañada por varios deslices
gramaticales y ortográficos, que distan un poco, bastante, de sus buenos
propósitos. Venía a decir que reflexionó de largo sobre la conveniencia de
confesar su estado a Miguel y que repitió el discurso tantas veces y tantas
noches frente al espejo de su dormitorio, que podría reproducirlo de memoria.
Su madre la animó a hablar sin tapujos, sin subterfugios innecesarios, porque
solo la verdad cauteriza, restaña sin cataplasmas de pan para hoy y hambre para
mañana. No había cabida para aplazamientos sempiternos, en resumen. También
corrió el rumor de que Angelines había colaborado a su manera, con el mismo y
hermoso fin.
«Mi hermano estaba en la camilla. Bostezando,
mirándome con una sonrisa, sin percatarse de que, ante su angelical mirada, yo
contenía las lágrimas. La escena anterior con Beatriz acrecentó mis ganas de
decir tierra, trágame. Llevaba los
labios vendados, y eso le impedía hablar con claridad, con elocuencia, tal y
como me estaba ocurriendo.
—Chiquitín, ¿te encuentras un poco mejor? –le dije
a solas con mi habla turbia.
—¿Te pasa algo? Hablas como yo.
—Nada, me duele la muela –me excusé, porque las
excusas a veces guardan algo de verdad y esta era real como la vida misma–. Iré
al dentista.
—Vale... Te veo rara, hermanita.
—No me ha dado tiempo a peinarme.
—No es eso, ¿¡cuántos domingos me he ido a tu cama
a despertarte y a jugar contigo!? Conozco tus pelos.
—Mañana te quedarás en casa, ¿no? Cualquiera va al
cole en tu situación…
—Irene, últimamente hablas raro, descansas en las
escaleras como hacía la abuela… Se te caen las cosas de las manos y lloras y
ríes y vuelves a llorar y a reír. Te escucho por las noches… Y estás siempre en
el hospital…
—Miguel, hermano –tomé una bocanada de aire y me
armé de valor–, estoy enferma…
—¿Estás… resfriada?
—¡Qué más quisiera! Es una enfermedad… grave, algo
serio…
—Ve al médico, que él te manda unas pastillas y te
curas…
—Miguel, me temo que eso no es posible. Me voy a…
—¿A casa?
—Me voy a… me voy a mo… Morir.
—¿¡Cómo!? No es verdad, no puede ser. No mientas.
¿No tenías 19 años? No sabía que eras tan mayor como la abuela –se
inquietó.
—Shhh…, tranquilo. ¿Recuerdas cuándo en aquel hotel
de Rumanía jugabas a matar cucarachas? Corriendo tras ellas y luego pisotón.
—Sí, ¿y?
—Pues ellas salían por la noche a recorrer cada
rincón del cuarto con toda la vida del mundo y el gozo, como nosotros en la
feria. Ninguna esperaba morir tan pronto, aunque hubieran escuchado historias,
leyendas y dramas familiares.
—Pero, hermana, ¿quién te va a pisotear a ti? Si
viene la muerte, no le abras la puerta.
—La muerte es cerrajera y de su llavero cuelga una
llave maestra. En 23 días me muero…
—¿Es una broma? ¡Sí, mentirosa! Te cuento un
chiste, Irene. Un hombre quiere contratar a dos mayordomos y le dice su mujer:
“Solo puede haber uno, de ahí lo de mayor”. Y contesta él: “Pues mayordomo y
menordomo. Solucionado”.
—Basta, cariño. En 23 días me muero, no volveremos
a vernos, no hay vuelta atrás. Las personas mueren, los animales mueren, las
plantas mueren. Este es el precio que pagamos por estar vivos. Y a mí me han
pasado la factura antes de tiempo –el nudo en la garganta comenzaba a
estrangularme.
—¿Y quién me llevará ahora al colegio? ¿Y con quién
jugaré a la Wii? –advertí en él un llanto suave y silencioso. Agarraba las
sábanas con fuerza.
—Los papás, Angelines, Carlos, el tito, los
vecinos… Hay mucha gente que te adora, y no es para menos.
—¿Y qué pasará con tu cuerpo? ¿Se va a descomponer
rápido? ¿Desaparecen los huesos y el pelo también? ¿Y tus órganos, qué? ¿Qué te
pasará, hermanita?
—Lo importante no es el después, sino ahora. Vamos
a disfrutar del tiempo que nos queda, ¿eh? Voy a contarte cuentos hasta que te
aburras, vamos a jugar a la Wii hasta romperla, voy a abrazarte hasta que mis
brazos puedan y mis fuerzas me permitan…
—¿Y me olvidarás, hermanita?
—Si está en mis manos, por nada en el mundo.
Salí por agua, salí, también, a respirar, a llorar
en el pasillo, a solas. El dolor era colosal. Beatriz estaba muerta, empero eso
no me hacía más feliz, sino todo lo contrario; yo no podía dejar de pensar en
mi cuenta atrás, como tampoco podía andar sin estremecerme de inquietud por las
mañanas de Miguel sin mí, por el profundo dolor que mi muerte socavaría en él,
por el puro amor que sentía hacia mi hermano.
19 DÍAS PARA MORIR. ESTRENO 4 DE MAYO A LAS 16.00
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