En el amor hay que saber cuándo decir adiós. Una
infidelidad, una actitud controladora o un distanciamiento mutuo son buenos
empellones, fantásticos impulsos, para romper el pacto de intimidad y dejar en
la cuneta una relación que nació para morir. De cualquier modo, pocos casos
superan el desgaste visto por los prismáticos de solo un par de ojos. Comienzas
a preguntarte si existe un futuro a su lado, comienzas, incluso, a fabricar
razones torpes para convencerte de que todo va bien, y, al final, terminas
descubriendo que no puede haber un futuro, porque tampoco hay un presente.
Estar por estar y sin estar, al mismo tiempo.
¡Qué bien resume esto los sentimientos de una
gallega a cincuenta días de su muerte! Roi dejó de ser hace mucho esa persona
que me hacía ser mejor, aquella con la que aprendí a relativizar los problemas,
y, desde entonces, no es más que un regalo desafortunado que guardas en la
alcoba no por amor, ni por respeto, sino por lástima. Llevaba días haciendo
redacciones mentales para espetarle el discurso más franco y certero. Lo que no
pude imaginar es que el escenario sería una habitación de hospital, donde estoy
ingresada desde hace dos días por unas pruebas.
Al hospital llegó temprano y con napolitanas. Me
habló de lo de siempre. Quizá eran las diez menos veinte, pero su presencia
sola me sabía a monotonía y lograba desarmar la relación espacio-tiempo.
Respiré profundamente y le arrojé mi verdad con el ímpetu de quien lanza un
cubo de agua a la tuna impertinente. Por su parte, él otorgó a mis palabras la
misma trascendencia y la nula credibilidad que un hijo da a unos padres
fumadores cuando estos le sugieren que no fume si no quiere morir de cáncer.
—Abejita, te has levantado bromista hoy, ¿eh? Está
bien que vayas expulsando tus demonios.
—¿Qué dices de demonios? Los únicos demonios son
todos esos silencios que matan, esas cosas que nos comen por dentro… Y de eso
estoy vacía.
Comenzó a desabotonarse la camisa; entreví, como
tantas otras veces, el vello discreto de su pecho y cómo el colgante de chapa
se posaba en una forma desconocida hasta ahora.
—¡Sorpresa, Irene! Mira lo que tengo –se quitó la
camisa.
—Unos buenos bíceps, unos abdominales de infarto y
una mancha. Roi, ¿por qué no te quedas a vivir en el gimnasio? 50 días, hasta
que me muera, ni un día más. Que llega el verano, y no te comes ni un rosco.
—¿¡Qué mancha, tonta!? Es un tatuaje con tus
iniciales, IM. No puedo vivir sin ti, eres el amor de mi vida, te amo.
—Demasiado tarde, Roi. Y no digas tantas idioteces.
¿Cómo vas a saber si soy el amor de tu vida con tan solo 19 años? ¿Cómo que no
puedes vivir sin mí? Si un hombre no se ama a sí mismo, no puede amar a nadie.
—Perdona, Irene, no quería decir eso… –dijo
indeciso–. Es que te quiero más que a mi vida… Pero no te enfades, eh, abejita.
—Que no, Roi, que se acaba y no veo mejor momento
que ahora. Te falta sangre, no sientes, no eres tú, estás siempre evitando
decir lo que piensas por temor a hacerme daño. ¿Cómo leche me vas a herir? Uno
se hiere porque quiere. Y mi herida sería seguir a tu lado; fuiste mi primer
novio y necesito conocer a otros, otros modos de besar, de dar placer, de
vivir… La primera pareja es como un cuaderno de caligrafía: solo sirve para
entrenarse y, cuando antes te la quitas de encima, pues mejor.
Con la mano en el pecho se marchó conteniendo las
lágrimas para sacudirlas quizá en la intimidad. Partió con la camisa mal
puesta, con los botones infieles, que habían entrado en ojales que no eran los
suyos. A la vista quedaban mis iniciales tatuadas en su dermis y situadas en la
zona del corazón.
Me sentía aliviada después de un octanaje
sentimental tan elevado. Roi era la efigie de esa concepción del amor como
sinónimo de dependencia. Eso no es amar, sino un sentimiento de inferioridad y
de él la felicidad huye más pronto que los ratones en un barco condenado a
naufragar.
«¿Alguna Irene Martínez en la sala? ¿O una Inma
Mendoza? Venga, necesito una novia y amortizar el tatuaje. Absténganse gordas,
peludas, mancas, pobres, andaluzas, con bigote o feas», escuché desde mi
habitación. Aquella voz inconfundiblemente pertenecía a Roi.
Por lo visto, buscaba pareja como esos músicos
callejeros que invaden las terrazas de los restaurantes para tocar la misma
canción y recibir la misma propina. Escasas manos generosas, abundantes miradas
de indiferencia. En tanto él hacía el ridículo, yo continué pensando en él y,
de vez en vez, maldiciendo su vida, lanzándoles dardos al blanco de su
sensibilidad patológica y su mentalidad de perdedor.
«Busco mujeres que respondan a las iniciales IM y
de buen ver, en el doble sentido, ni ciegas ni cardos. ¿Inés Mármol? ¿Irene
Morcillo? ¿Inma Mosquera? ¿Iduberga Meseguer? ¿Ivonne…? ¿Es que no hay aquí ni
una puta Ivonne? Pues tendré que mirar en la sección de sidosas… Mejor no», lo
escuché gritar desde los pasillos.
Pese a tanto disparate, veía la realidad de otra
manera, más condescendiente. Mi enfermedad degenerativa, sin nombre y apenas
investigada, me permite contemplar los sufrimientos, los traumas, los complejos
de otro modo, desde otra óptica. Malgastamos el tiempo sintiéndonos heridos por
comentarios necios, devorándonos las entrañas al elucubrar sobre qué pensarán de
nosotros. Gente que oculta sus enfermedades, gente que se menosprecia por sus
particularidades físicas, gente que defiende la igualdad entre las personas
para, luego, mirarlas por encima del hombro, gente que no sabe reírse de la
vida o, más bien, de la muerte. Riámonos de todo, de nosotros mismos, de
nuestras paranoias. Ese es el único antibiótico eficaz: el humor negro.
«Idoias, Ifigenias, Iris, Íngrides, Isabelas,
Ionas, Irmas o Inmas del mundo, os necesito a alguna. No busco nada más, solo
que me quieran, ni siquiera eso, que me traten bien. Vale, me conformo con que
no me trate mal. Da igual la edad, el origen y lo demás. Con que os vuestro
apellido comience por M- me doy con un canto en los dientes».
Pensé en Miguel. ¿Cómo decirle que su hermana, la
única, se marchaba en tan solo 50 días? Afrontar un adiós tan tremendo y con
tan solo ocho años es difícil, es duro, tan complicado como trágico. A veces
pienso en sus posibles actos de rebeldía, y comienzo a imaginar un final
alternativo para mi vida, una excusa dulce como un pastel de merengue, a
imaginar, pues, una historia que nunca escribiré, porque en la vida no hay
tiempo que perder y a mí solo me quedan los restos. Unos restos que, si bien me
saben a gloria, a ratos también me saben a angustia y a porqués sin respuesta.
«—¿Se llama Inocencia Moya? ¡Casémonos! Quiero un
hijo tuyo.
—Pero, hijo…
—¡Quiero un óvulo tuyo! ¡Quiero un óvulo tuyo!
–gritaba Roi.
—Soy menopáusica.
—Pero no sorda. ¡Quiero un óvulo tuyo!
—Veo que no me entiendes. Con 72 años no me puedo
quedar embarazada.
—Pues te jodes –se burló».
Hojeé folletos de la India. Al día siguiente
viajaría allí, a aquel destino que ocupaba el deseo número 22 de mi lista.
Disfrutar de la arena blanca y el mar color turquesa de las playas de Goa,
atravesar los jardines del Taj Mahal, degustar el biryani… No hay vidas
suficientes para saborear todas las opciones que nos ofrece la vida.
Roi entró fingiendo un arrojo impropio en él, como un
vaquero, como si fuera un afeminado que disimula con ademanes ostentosamente
rudos y varoniles. ¿De qué iba? Los cambios rápidos son siempre estafas.
—¡Que te quiero, Irene! –dijo con firmeza.
—Y yo también, pero lejos.
—Mentira, el hombre de esta relación soy yo y seré
yo el que decida.
—¿Ya te has dejado de pincharte estrógenos? Vete.
—Me quedo, Irene.
—Ciérrame la ventana, me deslumbra la luz y pírate.
—No tengo por qué ayudarte. No te bailaré el agua
más. Soy un macho.
—Lo intentas, nenaza –le corregí–. Quédate
entonces, capitán Testosterona.
—¿Que me quede? Ja, Irene. Que yo tengo
personalidad, que a mí nadie me dice lo que tengo que hacer y me la suda si te
enfadas o no. No soy un pelele.
—Roi, no eches tierra a nuestros buenos momentos y
pírate, que me estás molestando.
—Perdona, vida mía. Me he explicado mal. No malinterpretes
mis palabras. Te amaré hasta la muerte.
De repente, apareció mi madre a mandíbula batiente.
—Hijo, prométele cosas más difíciles. ¡Que mi Irene
se nos muere en 50 días! Me parto, me parto.
A carcajadas me contó que había venido a darme dos
noticias, una buena y otra mala, pero que se había escondido al ver tal
espectáculo de pareja. ¿Habrá una peripecia más en mi vida? Yo ya lo sé.
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DÍAS PARA MORIR. PRÓXIMO CAPÍTULO MIÉRCOLES 8 DE ABRIL. 11.00
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