domingo, 26 de abril de 2015

27 DÍAS PARA MORIR. «Lo contrario a la muerte eres tú».

«Lo contrario a la muerte eres tú. Que estés leyendo es síntoma de vida. Pon las manos en tu pecho, tu corazón late, ¿verdad? Entonces, vives o podrías estar viviendo ahora. Tienes la posibilidad. Decide. ¿Cuántas veces has callado para no enfadar a nadie? ¿Cuántas noches quisiste gritar de angustia y no lo hiciste? ¿Por qué no te atreves a cambiar lo que te devora cada día? ¿Cómo permites que tus sueños y tus pesadillas se te vayan de las manos? ¿Hasta cuándo dejarás que la ira y la frustración te arrastren por el asfalto cruel de ver cómo tus pasos se distancian cada vez más de lo que la mente y el corazón te reclaman?

Después de cumplir mi deseo antes de morir de escupirle a un político en la cara por dignidad, como ya os conté, a 27 días era el momento para reencontrarme con una amiga temporal. Marta, una leonesa que conocí hace dos años en un viaje. Marta, un espejo de mí misma, una parte de mí. Con múltiples afinidades y gustos en común, con muchos kilómetros de distancia entre nuestras casas, con poco tiempo invertido en conocernos en el cara a cara, en directo, sin rendirnos ante las ventajas peligrosas de la tecnología. Una tecnología fría, inmediata, un pasaporte hacia la soledad».

—¡Qué bien escribía mi niña!
—No, Martín, el primer párrafo parece calcado de un manual de autoayuda. El segundo es correcto, pero peca, quizá, de pomposidad al final, y de afectación.
—Siempre criticando. ¿Le tenías envidia o qué, cariño?
—No y no. Si leyeras, tendrías una pizca de espíritu crítico.
—A mí me emociona. No pido más.
—Mejor sigo leyendo, porque el desayuno te ha sentado mal.

«Tomé el autobús. Invertí el trayecto en acciones fútiles: consultar catálogos online de bisutería, escribir un par de tuits y wasapear a Marta para concretar la calle, el punto de encuentro con el pasado mes de septiembre, cuando nos vimos por última vez y concretamos esta cita, a sabiendas de que los “ya nos vemos” y los “ya te llamaré” son evanescentes, se diluyen en la atmósfera pronto, como la colonia en un frasco abierto, quizá incluso con la más pura indiferencia.

Santiago de Compostela fue testigo de nuestro encuentro; La Plaza de Cervantes, una amiga cómplice en la que destapamos la vida. Fui yo la primera en llegar. Esperé junto a un buzón, amarillo en sus inicios, grafiteado y algo descarrillado ahora. Di vueltas, saqué varias veces de mi pantalón blanco el móvil para mirar la hora. Anduve hasta un escaparate. Era una tienda de bisutería. Entré y me detuve en los pendientes y collares, pero por poco tiempo. La enorme gama de complementos, de colores y materiales me atrajo del mismo modo que una tragaperras a un ludópata. Fui tocando cada anillo, cada pulsera, cada broche, cada producto, como si con el tacto quisiera verificar que el jade, el chorlo o la madera de estos fuera real y no fruto de la maravilla. Entre las infinitas combinaciones de abalorios poco variados, me sedujo una pulsera de aguamarina y cristal chico. La compré.


Salí. Junto al buzón, Marta. Nos saludamos con un tibio hola, con un frío abrazo y con un beso congelado. ¡Cuánto distaba esto de nuestros encuentros pasados! Con todo, habíamos cumplido.
—¿Cómo estás, Marta? –anduvimos por un calle estrecha por inercia.
—Bien, ¿y tú? –miraba ella una zapatería de la Rúa do Preguntoiro.
—Yo, viviendo.
—Obvio, Irene. Obvio.
—Giremos. Me han dicho que por aquí hay una cafetería estupenda.

La cafetería estaba donde había imaginado, mas la distancia era vectorial. A cada paso mis pies veían aumentar el tamaño, y, por ende, los metros de distancia. Yo temía lo peor; mi pantalón blanco, también. Llevaba ya unos días con dolor de vientre, con una sensación extraña en los senos y un mal humor incontrolable. Podía ser lo obvio, pero me decanté por creer que mi enfermedad era la culpable de todo. Por lo visto, los males nunca vienen solos. Es un complot somático.
—Marta, se me abre el grifo… Que no llego a la cafetería, joder.
—¿Vas a empolvarte la nariz?
—Sí, claro, estoy ahora para maquillarme. Deja la coca –bromeé a dos metros del café.
—Digo que si te orinas.
—No, eso no. Es lo otro, que está desembarcando Gran Bretaña, que tengo la maldición.
—Idiota, ¿crees en esas chorradas?
—Estás espesa, Irene.
—En mi interior, sí.
—¿Qué dices, loca? ¿Qué fumas?
—Que estoy en esos días, con el mal mensil, en los días críticos, con la regla, el período, la menstruación, con lo que ya no tiene tu abuela.
—Habla claro, y no te avergüences de ser mujer, joder.

Dado el escaso valor de los hechos que acontecieron en el baño para la trama, omito los detalles. En el tiempo que gasté en introducir el tampón, comencé a pensar en mi amiga. ¡Qué guapa estaba! Le sentaba tan poderosamente bien el abrigo almendra tostada que era una lástima que no fuera mío. ¿Y esos pantalones? ¡Por Dios! Se nota que va al gimnasio, que hace Zumba. Pero, esos pelos, ¿qué? ¿Un cardado? ¿Se ha mirado en el espejo antes de salir? Que sí, que será rica, una excelente estudiante y que seguirá viva, pero tiene el gusto en el culo. ¡Asco! Pero, ¡claro!, teniendo dinero y unos pechos que hasta yo no puedo dejar de mirarlos, ¿cómo no va a tener éxito en la vida? Y la veo tan feliz… Eso es lo que me repatea. No, no le voy a decir que en 27 días me muero, seguro que se alegra. No, por encima de mi cadáver. Mientras esté viva, de mí no se ríe. Y encima me llama espesa, así a la cara. Le mata la envidia, se va a pudrir en ella. Yo no tendré su cuerpazo, de acuerdo, pero tengo más pasta y no voy siendo una más del rebaño.

Salí. Mi querida Marta estaba en una esquina, sentada junto a una mesa con dos tazas de chocolate y churros.
—¿Estás bien?
—Sí.
—A mí, hija, la menstruación ni la noto. Me tomo mi paracetamol y sin problema.
—¡Cuánto me alegro! –dije con una alegría tan fingida como disimulada.
—¿Sigues con Roi?
—No.
—Pues yo con Antón llevo ya cinco meses. Tienes que conocerlo, te va a encantar. Simpático, detallista, romántico…
—¿No estabas tú con Alejo, cacho zorra? –a lo tonto estaba soltando más verdades que un polígrafo.
—¿Alejo? No soporto a los cornudos.
—Ah. ¿Le pusiste la cornamenta, tú, la que ya hacía planes de boda y todo?
—La monogamia es cuento, un mito. Y, claro, cada vez que lo veía me lo imagina con los cuernos ahí bien puestos, humillado, y me daba pena, y dije: “¡A la mierda!”.
—Hijaputa –sonreí con complicidad falsa–, ¿y no te arrepientes? Ya tiene que estar bueno el Antón…
—Bueno, en plan de “¡Madre mía! Que se le rompa la camisa y me empotre. ¡Menudos brazos!”. ¿Y el rabaco que se gasta qué? –me mostró la medida del pene distanciando las manos con los índices estirados.
—Cerda del infierno –reí con cinismo–, ¡eres más bruta que un arado!
—Sí, eso es verdad, me tiene bien arada la entrepierna.
—Pues cuídalo, que ya sabes que hay mucha lagarta envidiosa y los hombres son como son.
—¿Qué es de ti?
—Bien, con mis estudios y tal. Por cierto, me encanta tu cardado... Y el abrigo, ni te cuento. Pero tiene una pequeña mancha.
—¡Anda, es verdad! ¿¡Cómo has podido verla!?

¿Cómo no iba a poder verla? Ella, ahí tan feliz y tan seductora, y yo aún con el kétchup mensual, y último… Y la pierna derecha, que me duele. Es eso, lo que me jode. Yo, aquí, más cercana a la muerte que a la vida, y ella tan alegre, con tantas experiencias por vivir, con tantos polvos por echar, con esas tetas… Y, ¿yo qué? Mi vida está pasando, y yo, sin vivirla… Monotonía, tedio y sin futuro. Haga lo que haga voy a morir, pero, ella sigue indolente y feliz… No lo soporto, no la aguanto. Es verdad que no sabe nada de mi enfermedad, pero eso no es excusa. Si lo supiera seguro que empezaría a consolarme, a sentir piedad, compasión… ¡Que no! ¡Que yo no quiero eso!


—¿Cómo llevas la uni? Los exámenes de febrero los aprobé todos.
—Harás unos exámenes del copón, pero no me negarás que los de la privada son más fáciles. Eres envidiable, tía. Fantástica.
—¿Envidiable? Para nada, Irene. La envidia es un sentimiento humano, está en todos nosotros, pero hay quienes no saben gestionarlo, ¿sabes? Y desean la desgracia ajena e, incluso, lo intentan. Los envidiosos quieren destruirte.
—Bueno, los psicólogos dicen que puede ser algo positivo, que nos lleva a movernos, a luchar por nuestras metas.
—Sí, no pasa nada por desear lo que tiene una amiga. Ángeles tiene trabajo; yo quisiera tenerlo, pero no me hace sentir mal, no quiero quitarle el suyo… El problema de los envidiosos no es que deseen lo que no tienen, sino que les jode que otros sean felices –dejó el abrigo sobre la silla–. Sentimiento de inferioridad, en resumen.
—Marta, ya sabes cuánto te aprecio. Pero, ¿qué sabes tú? Hablas con sermones –comenzaba a enfadarme, si bien pude ocultar mi hervidero de ira.
—¡Pobre! Tu periodo sí que es puñetero. Voy al baño.

«¡Ojalá se muera aquí mismo! Calla, de verdad. Irene, tú, eres buena, no le deseas el mal a nadie. Mentira, quiero que se muera, es el castigo que se merece por ser feliz, por ni siquiera ver que me estoy muriendo. Y encima tiene novio, que no digo que yo lo quiera, porque tengo personalidad, y buen cuerpo, que también estoy yo bien, pero es que no… No la soporto… Ahora salgo a la calle y le regalo a esa yonqui el abrigo de esta. Si no es mío, tampoco va a ser de ella. Es lo justo. Un momento, ¿lo dices en serio? Tú nunca has sido así. O sí, y no he querido verlo. Mi mente me lo exige. Es que si no fuera mi amiga ni siquiera una conocida, me daría igual, pero es que la conozco e, incluso, la admiro. ¿Y si la envidio? No, a ella, no. Lo que quiero es sentirme como ella, sí. Sentirme amada en casa, tener un maromo a mis pies, y estar viva, terriblemente viva. ¿Tanto pido? Ella es vomitiva».

Dueña yo de mi impulso, o dueña mi voluntad de mí, salí a la calle y le regalé el abrigo a una drogota. Con una navaja en la mano y fumando marihuana, ejecutaba un aburrido soliloquio sobre Virginia Woolf. «Una yonqui intelectual, ¿me falta algo más por ver?», pensé.

Deprisa entré en la cafetería y esperé a que saliera mi amiga del aseo. Dos minutos después lo hizo.
—Como te iba diciendo, mi vida no es envidiable, soy una más. De hecho, te voy a confesar algo: tengo de todo, pero no soy feliz. No me siento plena, realizada.
—Marta, me tengo que ir –fingí leer un mensaje en el móvil.
—Oye, ¿y mi abrigo? –miró hacia la ventana–. ¡Lo tiene esa yonqui! Bueno, pues paso frío, ya está.
—Cobarde de mierda, saco de moñigas, ¿no vas a salir ahí y vas a recuperar tu abrigo? Claro, que no te sientes plena, si a la primera te cagas… Sal ahí y defiende lo que es tuyo.
—Gracias por abrirme los ojos.


«Ahora dáselas a esa yonqui por rajarte el pecho», pensé media hora después, ya en el bus de camino a casa. Aún me deleito pensando en el corte y en cómo sangraba a borbotones mi amiga Marta. La yonqui había hecho bien su trabajo, o, más bien, el mío. Pero, pese a ese guilty pleasure, no me atrevería a decir que me sintiera mejor. Seguí con mi tristeza, seguí con la angustia en la garganta, seguí un poco más muerta».

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23 DÍAS PARA MORIR. Estreno el próximo de 30 de abril a las 16.00.

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