«Lo contrario a la muerte eres tú.
Que estés leyendo es síntoma de vida. Pon las manos en tu pecho, tu corazón
late, ¿verdad? Entonces, vives o podrías estar viviendo ahora. Tienes la
posibilidad. Decide. ¿Cuántas veces has callado para no enfadar a nadie?
¿Cuántas noches quisiste gritar de angustia y no lo hiciste? ¿Por qué no te
atreves a cambiar lo que te devora cada día? ¿Cómo permites que tus sueños y
tus pesadillas se te vayan de las manos? ¿Hasta cuándo dejarás que la ira y la
frustración te arrastren por el asfalto cruel de ver cómo tus pasos se
distancian cada vez más de lo que la mente y el corazón te reclaman?
Después de cumplir mi deseo antes
de morir de escupirle a un político en la cara por dignidad, como ya os conté,
a 27 días era el momento para reencontrarme con una amiga temporal. Marta, una
leonesa que conocí hace dos años en un viaje. Marta, un espejo de mí misma, una
parte de mí. Con múltiples afinidades y gustos en común, con muchos kilómetros
de distancia entre nuestras casas, con poco tiempo invertido en conocernos en
el cara a cara, en directo, sin rendirnos ante las ventajas peligrosas de la
tecnología. Una tecnología fría, inmediata, un pasaporte hacia la soledad».
—¡Qué bien escribía mi niña!
—No, Martín, el primer párrafo
parece calcado de un manual de autoayuda. El segundo es correcto, pero peca,
quizá, de pomposidad al final, y de afectación.
—Siempre criticando. ¿Le tenías
envidia o qué, cariño?
—No y no. Si leyeras, tendrías una
pizca de espíritu crítico.
—A mí me emociona. No pido más.
—Mejor sigo leyendo, porque el
desayuno te ha sentado mal.
«Tomé el autobús. Invertí el
trayecto en acciones fútiles: consultar catálogos online de bisutería, escribir
un par de tuits y wasapear a Marta para concretar la calle, el punto de
encuentro con el pasado mes de septiembre, cuando nos vimos por última vez y
concretamos esta cita, a sabiendas de que los “ya nos vemos” y los “ya te
llamaré” son evanescentes, se diluyen en la atmósfera pronto, como la colonia
en un frasco abierto, quizá incluso con la más pura indiferencia.
Santiago de Compostela fue testigo
de nuestro encuentro; La Plaza de Cervantes, una amiga cómplice en la que
destapamos la vida. Fui yo la primera en llegar. Esperé junto a un buzón,
amarillo en sus inicios, grafiteado y algo descarrillado ahora. Di vueltas,
saqué varias veces de mi pantalón blanco el móvil para mirar la hora. Anduve
hasta un escaparate. Era una tienda de bisutería. Entré y me detuve en los pendientes
y collares, pero por poco tiempo. La enorme gama de complementos, de colores y
materiales me atrajo del mismo modo que una tragaperras a un ludópata. Fui
tocando cada anillo, cada pulsera, cada broche, cada producto, como si con el
tacto quisiera verificar que el jade, el chorlo o la madera de estos fuera real
y no fruto de la maravilla. Entre las infinitas combinaciones de abalorios poco
variados, me sedujo una pulsera de aguamarina y cristal chico. La compré.
Salí. Junto al buzón, Marta. Nos
saludamos con un tibio hola, con un frío abrazo y con un beso congelado.
¡Cuánto distaba esto de nuestros encuentros pasados! Con todo, habíamos
cumplido.
—¿Cómo estás, Marta? –anduvimos
por un calle estrecha por inercia.
—Bien, ¿y tú? –miraba ella una
zapatería de la Rúa do Preguntoiro.
—Yo, viviendo.
—Obvio, Irene. Obvio.
—Giremos. Me han dicho que por
aquí hay una cafetería estupenda.
La cafetería estaba donde había
imaginado, mas la distancia era vectorial. A cada paso mis pies veían aumentar
el tamaño, y, por ende, los metros de distancia. Yo temía lo peor; mi pantalón
blanco, también. Llevaba ya unos días con dolor de vientre, con una sensación
extraña en los senos y un mal humor incontrolable. Podía ser lo obvio, pero me
decanté por creer que mi enfermedad era la culpable de todo. Por lo visto, los
males nunca vienen solos. Es un complot somático.
—Marta, se me abre el grifo… Que
no llego a la cafetería, joder.
—¿Vas a empolvarte la nariz?
—Sí, claro, estoy ahora para
maquillarme. Deja la coca –bromeé a dos metros del café.
—Digo que si te orinas.
—No, eso no. Es lo otro, que está
desembarcando Gran Bretaña, que tengo la maldición.
—Idiota, ¿crees en esas chorradas?
—Estás espesa, Irene.
—En mi interior, sí.
—¿Qué dices, loca? ¿Qué fumas?
—Que estoy en esos días, con el
mal mensil, en los días críticos, con la regla, el período, la menstruación,
con lo que ya no tiene tu abuela.
—Habla claro, y no te avergüences
de ser mujer, joder.
Dado el escaso valor de los hechos
que acontecieron en el baño para la trama, omito los detalles. En el tiempo que
gasté en introducir el tampón, comencé a pensar en mi amiga. ¡Qué guapa estaba!
Le sentaba tan poderosamente bien el abrigo almendra tostada que era una
lástima que no fuera mío. ¿Y esos pantalones? ¡Por Dios! Se nota que va al
gimnasio, que hace Zumba. Pero, esos pelos, ¿qué? ¿Un cardado? ¿Se ha mirado en
el espejo antes de salir? Que sí, que será rica, una excelente estudiante y que
seguirá viva, pero tiene el gusto en el culo. ¡Asco! Pero, ¡claro!, teniendo
dinero y unos pechos que hasta yo no puedo dejar de mirarlos, ¿cómo no va a
tener éxito en la vida? Y la veo tan feliz… Eso es lo que me repatea. No, no le
voy a decir que en 27 días me muero, seguro que se alegra. No, por encima de mi
cadáver. Mientras esté viva, de mí no se ríe. Y encima me llama espesa, así a
la cara. Le mata la envidia, se va a pudrir en ella. Yo no tendré su cuerpazo,
de acuerdo, pero tengo más pasta y no voy siendo una más del rebaño.
Salí. Mi querida Marta estaba en
una esquina, sentada junto a una mesa con dos tazas de chocolate y churros.
—¿Estás bien?
—Sí.
—A mí, hija, la menstruación ni la
noto. Me tomo mi paracetamol y sin problema.
—¡Cuánto me alegro! –dije con una
alegría tan fingida como disimulada.
—¿Sigues con Roi?
—No.
—Pues yo con Antón llevo ya cinco
meses. Tienes que conocerlo, te va a encantar. Simpático, detallista,
romántico…
—¿No estabas tú con Alejo, cacho
zorra? –a lo tonto estaba soltando más verdades que un polígrafo.
—¿Alejo? No soporto a los
cornudos.
—Ah. ¿Le pusiste la cornamenta,
tú, la que ya hacía planes de boda y todo?
—La monogamia es cuento, un mito.
Y, claro, cada vez que lo veía me lo imagina con los cuernos ahí bien puestos,
humillado, y me daba pena, y dije: “¡A la mierda!”.
—Hijaputa –sonreí con complicidad
falsa–, ¿y no te arrepientes? Ya tiene que estar bueno el Antón…
—Bueno, en plan de “¡Madre mía!
Que se le rompa la camisa y me empotre. ¡Menudos brazos!”. ¿Y el rabaco que se
gasta qué? –me mostró la medida del pene distanciando las manos con los índices
estirados.
—Cerda del infierno –reí con
cinismo–, ¡eres más bruta que un arado!
—Sí, eso es verdad, me tiene bien
arada la entrepierna.
—Pues cuídalo, que ya sabes que
hay mucha lagarta envidiosa y los hombres son como son.
—¿Qué es de ti?
—Bien, con mis estudios y tal. Por
cierto, me encanta tu cardado... Y el abrigo, ni te cuento. Pero tiene una
pequeña mancha.
—¡Anda, es verdad! ¿¡Cómo has
podido verla!?
—¿Cómo llevas la uni? Los exámenes
de febrero los aprobé todos.
—Harás unos exámenes del copón,
pero no me negarás que los de la privada son más fáciles. Eres envidiable, tía.
Fantástica.
—¿Envidiable? Para nada, Irene. La
envidia es un sentimiento humano, está en todos nosotros, pero hay quienes no
saben gestionarlo, ¿sabes? Y desean la desgracia ajena e, incluso, lo intentan.
Los envidiosos quieren destruirte.
—Bueno, los psicólogos dicen que
puede ser algo positivo, que nos lleva a movernos, a luchar por nuestras metas.
—Sí, no pasa nada por desear lo
que tiene una amiga. Ángeles tiene trabajo; yo quisiera tenerlo, pero no me
hace sentir mal, no quiero quitarle el suyo… El problema de los envidiosos no
es que deseen lo que no tienen, sino que les jode que otros sean felices –dejó
el abrigo sobre la silla–. Sentimiento de inferioridad, en resumen.
—Marta, ya sabes cuánto te
aprecio. Pero, ¿qué sabes tú? Hablas con sermones –comenzaba a enfadarme, si
bien pude ocultar mi hervidero de ira.
—¡Pobre! Tu periodo sí que es
puñetero. Voy al baño.
«¡Ojalá se muera aquí mismo!
Calla, de verdad. Irene, tú, eres buena, no le deseas el mal a nadie. Mentira,
quiero que se muera, es el castigo que se merece por ser feliz, por ni siquiera
ver que me estoy muriendo. Y encima tiene novio, que no digo que yo lo quiera,
porque tengo personalidad, y buen cuerpo, que también estoy yo bien, pero es
que no… No la soporto… Ahora salgo a la calle y le regalo a esa yonqui el
abrigo de esta. Si no es mío, tampoco va a ser de ella. Es lo justo. Un
momento, ¿lo dices en serio? Tú nunca has sido así. O sí, y no he querido
verlo. Mi mente me lo exige. Es que si no fuera mi amiga ni siquiera una
conocida, me daría igual, pero es que la conozco e, incluso, la admiro. ¿Y si
la envidio? No, a ella, no. Lo que quiero es sentirme como ella, sí. Sentirme
amada en casa, tener un maromo a mis pies, y estar viva, terriblemente viva.
¿Tanto pido? Ella es vomitiva».
Dueña yo de mi impulso, o dueña mi
voluntad de mí, salí a la calle y le regalé el abrigo a una drogota. Con una
navaja en la mano y fumando marihuana, ejecutaba un aburrido soliloquio sobre
Virginia Woolf. «Una yonqui intelectual, ¿me falta algo más por ver?», pensé.
Deprisa entré en la cafetería y
esperé a que saliera mi amiga del aseo. Dos minutos después lo hizo.
—Como te iba diciendo, mi vida no
es envidiable, soy una más. De hecho, te voy a confesar algo: tengo de todo,
pero no soy feliz. No me siento plena, realizada.
—Marta, me tengo que ir –fingí
leer un mensaje en el móvil.
—Oye, ¿y mi abrigo? –miró hacia la
ventana–. ¡Lo tiene esa yonqui! Bueno, pues paso frío, ya está.
—Cobarde de mierda, saco de
moñigas, ¿no vas a salir ahí y vas a recuperar tu abrigo? Claro, que no te
sientes plena, si a la primera te cagas… Sal ahí y defiende lo que es tuyo.
—Gracias por abrirme los ojos.
«Ahora dáselas a esa yonqui por
rajarte el pecho», pensé media hora después, ya en el bus de camino a casa. Aún
me deleito pensando en el corte y en cómo sangraba a borbotones mi amiga Marta.
La yonqui había hecho bien su trabajo, o, más bien, el mío. Pero, pese a ese guilty pleasure, no me atrevería a decir
que me sintiera mejor. Seguí con mi tristeza, seguí con la angustia en la
garganta, seguí un poco más muerta».
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23 DÍAS PARA MORIR. Estreno el próximo de 30 de abril a las 16.00.
23 DÍAS PARA MORIR. Estreno el próximo de 30 de abril a las 16.00.
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