sábado, 11 de abril de 2015

42 DÍAS PARA MORIR. «El mayor premio es ganarse a uno mismo».


«El mayor premio es ganarse a uno mismo. Para alcanzar tan elevada victoria, hay que retarse y, cuando no, rastrear todas las oportunidades para medir la distancia que hay entre nosotros y esa perfección petrificada en el cenit de nuestra existencia, de la muerte. Repasé la lista de deseos y, si en algo reparé, fue en mi ansia por presentarme a un concurso artístico. Consulté en Google decenas de páginas sobre certámenes para jóvenes y radiografié con mis pupilas las bases. Sentí, de súbito, tantas formas de desesperación como páginas ofrecía el buscador. Infinitos motivos entorpecían mis planes. Plazos cerrados, cuotas que pagar, restricciones geográficas, de edad, etc.

Por suerte, había una vía alternativa en la zona sombría de la ética: presentarme a concursos infantiles con la firma opaca de mi hermano. Braceando en aguas de dudosa transparencia, atiné con dos concursos, uno de manualidades y otro de poesía, dirigido a cientos de niños y convocado por una asociación de la comarca.

Días antes de mi viaje a la India, invertí mis ratos de solaz a fabricar un atrapasueños. Dos metros de sauce, cordones de gamuza, plumas, cuentas y mucha paciencia. Terminé. Proseguí trenzando mis aspiraciones en el itinerario poético. Tejiendo palabras, devorando la sesera en mi búsqueda por la precisión en el lenguaje y la sonoridad, rehuyendo de la frialdad de la técnica en pos de la emoción.

A 42 días para morir había llegado el día de conocer el fallo del jurado.


Mi hermano Miguel se vistió con esa ropa más elegante que, desde siempre, ha estado destinada a vivir en la oscuridad del armario frente a la otra, a la diaria, más amiga de los hombros que de las perchas. Él era la oveja bajo la que me escondía; yo, una Ulises más Lazarillo que Cid, una antiheroína dispuesta a revivir el engaño a Polifemo no por necesidad, ni por gloria, sino solo por el deleite inmediato, de escaso recorrido, pero necesario.

Como es habitual, llegamos con el tiempo justo. Impulsados por la necesidad apremiante de conocer el fallo del jurado, corrimos hasta el tablón con el anuncio de los ganadores. Miguel no aparecía en la modalidad de manualidades. La decepción es al hombre como el mercurio es a un ingente atún: una vez que entra en tu cuerpo ya no desaparece, se acumula, se camufla a veces y te acompaña hasta la muerte».

—¿Cómo iba a ganar? ¡Lo tiré a la basura! Era demasiado feo como para que Miguel lo hubiera hecho –dijo Martín.
—Reflejaba muy bien lo que era tu hija.
—Asun, sigue, que aún nos quedan cuarenta y dos días por leer.
—De verdad, ¡cómo era Irene! ¿Por qué no le dio por hacer dibujos? –prosiguió la lectura.

«En la modalidad de poesía el fallo fue más complaciente. Un segundo premio, que me supo a poco al saberme vencida por una mocosa repelente de esas de lazo en la cabeza, de madurez prematura y de dicción forzada. Una furcia que con la mitad de años había logrado lo que yo no pude. Me supo a humillación, pero, como dicen, hay que luchar por los sueños, y eso es lo que iba a hacer: secuestrarla para que perdiera los derechos al premio y fuera mi hermano quien se llevara el trofeo y los aplausos.

Aprovechando el tumulto y la distracción de los padres de Sofía, la premiada, que departían con una pareja, fingí pertenecer a la organización y la invité a entrar a la “sala de premiados”, en realidad, la zona del secuestro, para nosotros, o el cuarto de las limpiadoras, para el resto. Accedió. 
—Aquí solo hay escobas y fregonas. ¿Y los ganadores?
—No tengas prisas, muy pronto lo entenderás. Todo a su debido tiempo, querida Sofía –encontré una llave en un carrito–. Vuelvo ya –me dispuse a encerrarla.
—¡Ni se te ocurra encerrarme! ¿A qué grito y pego golpes hasta que me encuentren y me chivo de todo?
—Serás capaz –la desafié.
—¿Que si lo soy?
—Está bien, me quedo. Ya te vale.
—¿Y a mí qué me dices? Demasiado que estoy aquí.

Permanecimos calladas las dos. Las reducidas dimensiones de la habitación nos forzaban a mantener medio metro de distancia, pese a estar cada una en un extremo. Yo me senté delante de la puerta; la niña, en cambio, estuvo de pie mientras se sacudía, de vez en vez, su delicado vestido con las manos. El acto de entrega de premios habría comenzado.

Veinte minutos más tarde, rompí la barrera del silencio.
—¿Te sentirás orgullosa de quitarle el primer premio a mi hermano?
—Tendrá tiempo de ganar algún otro.
—Precisamente eso es lo que no queda.
—¡Anda que no! ¿Cuántos tiene, 10 años?
—8 o 19, ¿qué más da? La vida es caprichosa y le da igual la edad, como a los pederastas.
—¿Se va a morir?
—No.
—¿Entonces quién?
—Todos, todos nos vamos a morir, Sofía –las dos callamos.
—¿Y tú cómo te llamas?
—Cállate.
—¿No puedo saberlo?
—Cállate, niñata.

Quería sonsacarme información para buscarme la ruina. Una más. No lo dijo, pero lo intuí. De nuevo el silencio cayó sobre la perfidia de la hija de Lilit y mi bondad.
—Cállate.
—Estoy callada desde hace cinco minutos.
—Cállate, niña del demonio.
—Ya tengo demasiada carga con mis padres. ¿Pero a qué viene tanto castigo? Ahora una loca.
—Es tan difícil no estarlo… ¿Qué dices de tus padres?
—Que estoy harta de ellos, harta de pasar las tardes entre clase y clase. Los lunes y los miércoles, dos horas de natación. El resto de días, clases de violín. Y toda la semana, clases de inglés. Hace tanto que no salgo a jugar con los niños…
—Al menos te gustará esa vida…
—No he tenido la oportunidad de escoger otra. Esta es mi edad para jugar, y cuando acabe, ya no hay vuelta atrás. A veces me pregunto si merece la pena tanto sacrificio.
—Lo merece, Sofía. Ya quisieran muchos tener unos padres que les paguen una educación de calidad, tener esa suerte…
—¿Qué suerte? Para ellos soy una barbie. ¿Fracasan si no hago las cosas que ellos han querido hacer y no han hecho?
—No seas tonta, todos los padres quieren lo mejor para sus hijos…
—¿Qué es lo mejor, loca sin nombre? Lo mejor para ellos.
—Irene, me llamo Irene.
—Solo les faltó escribir la puta poesía en vez de yo. ¿Por qué la gente necesita vivir a través de la vida de los demás?
—Tienes que ganar tú. Yo no lo merezco –dije abatida.
—¿Cómo que tú? Querrás decir tu hermano –me destapó–. ¡Has escrito tú el poema, tramposa!
—Me muero, Sofía, en 42 putos días.

 

La madurez a martillazos de la niña me sorprendió, me reconfortó. Con explicarle la caducidad inmediata de mi existencia le bastó para comprender los bandazos emocionales que sufría, la necesidad de dejar en la cuneta ciertos modales y los principios que se hallan en la frontera entre el egoísmo y la mezquindad. En realidad, no hay nadie que pueda atemorizarme con un destino espeluznante, no hay nada que temer porque no hay destino. En unos días me muero y, entonces, yo seré un cadáver, carne para gusanos y recuerdos que, en el trascurrir de los años, se olvidarán. 

—Sofía, sal ahora a recoger tu premio, enseguida te llamarán…
—No quiero, quiero joder a mis padres. Si quieren un premio, que se lo ganen ellos. ¿Por qué no aceptan que han fracasado?
—No existe el fracaso, sino la frustración…
—No me digas que eres de ese tipo de gente que comparte mensajes filosóficos de optimismo barato para camuflar la mierda de vida que llevan. ¿En serio?
—En serio. Pero no sabría decirte si las digo para convencerme a mí misma o realmente las siento.
—Te vas a morir sin conocerte, Irene.
—¿Y quién se muere sabiendo quién es de verdad? Tal vez te mueres haciéndote una idea, pero, como dicen…
—Irene, ve tú por el premio. Yo me quedo aquí.
—Que te arrastro, no me tientes, Sofía, no me tientes…
—A tu hermano le hará ilusión verte allí antes de morir.
—Él no sabe nada. ¡Tiene ocho años, joder! Sal de aquí, venga.
—¿No se lo has dicho? ¿Y qué le dirán tus padres cuando mueras? «Hijo, que tu hermana se ha apuntado a un curso de magia y el profesor, por error, la ha hecho desaparecer para siempre. Pero, de tristezas nada, que ha convertido un billete de 5 euros en uno de 100?».
—Se lo diré, pero ahora sal. Por mucho que quisiera, mi poema jamás será mejor. Ya no quiero más trampas.
—Irene, querida loca, sal o me chivo a tu hermano.
—Está bien, zorra diabólica, tú lo has querido –tomé de una estantería un serrucho.

Expulsé cualquier sentimiento de culpa, cualquier amenaza de remordimiento futuro, y la persuadí para que tocara la hoja dentada del serrucho. Debía sangrar, alarmarse, con el fin de obligarla a salir del cuarto de las limpiadoras y recoger su dichoso premio.
—¿Qué ha sido eso? ¿Qué me has hecho, loca? Tengo sangre.
—¿En el ojo? Es que estás resentida –disimulé.
—No, en el dedo. No te hagas la loca. Sabes de lo que te hablo.
—La letra con sangre entra… Así que sal y recoge tu premio.
—Ni muerta.
—Está bien –abrí la puerta, y no vi a nadie en el pasillo–. Como no salgas, voy a descuartizarte con este puto serrucho y, como llores, grites o suspires, te quemo la cara con salfumán. ¿Eh?, pero lo hago por tu bien: te mereces el premio.
—No me mates. Voy, voy.
—¡Qué es broma! ¿Cómo iba a matarte, tonta? ¡No estoy loca!

«Hablando se entiende la gente», pensé. Agarradas de la mano, como dos cerezas, porque realmente teníamos mucho en común y no solo las miserias de la naturaleza humana, atravesamos el pasillo, en silencio. Ella, callada y temerosa; yo, con el remordimiento y la sospecha de que mi yo era otro yo, o, quizá, el mismo yo, pero al límite. De pronto, la puerta del salón de actos enfrente. Mi hermano, en el escenario, recibió del alcalde un trofeo y un apretón de manos. Lloré de impotencia entre los aplausos del gentío y las corbatas cínicas en primera fila que solo acudían a actos culturales en año de elecciones.

«Sofía, perdóname por lo que te hecho pasar. Te daré el trofeo, pero, por favor, no digas nada a tus padres», le dije llorando y arrodillada. Lo rechazó. Ella seguiría alzando el trofeo más valioso, la vida, y no esos para inútiles que se consuelan engañando al ego, como la comida rápida al estómago, a sabiendas de que colgarse medallas, al final, acaba pesando mucho».


39 DÍAS PARA MORIR. MARTES 14 DE ABRIL A LAS 11.00 NUEVO CAPÍTULO

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