«Las semillas son los gérmenes de la eternidad. No
pretendo ser eterna, ni siquiera ser la semilla de lo que nunca fue y nunca
será. No, no busco eso y, a decir verdad, no creo que lo encuentre, porque he
vivido y estoy viviendo ahora, soy consciente de mi existencia. Mi pensamiento
crea el mundo; mi muerte lo destruye. Nada debo temer, pues si no existo, no
pienso, y, si no pienso, el mundo no existe, ni la vida ni la muerte.
Plantar un árbol entronca con esa aspiración de
trascender, de ahí que haya listas y listas de deseos antes de morir que no
olvidan esta forma de eternidad. Empero, había en mí
una motivación distinta, enraizada en dejar huella, puesto que no hay un
Caravaggio que trascienda, sino El amor
victorioso que derrota al olvido. ¿Acaso Comienzos de la primavera se depreciaría si se desconociera a su
pintor? En absoluto. Ni Guo XI ni el emperador Shenzong han sobrevivido más
allá de los libros de historia y las publicaciones sobre arte.
Con Carlos al volante, mis padres, mi hermano y yo
nos dirigimos al Parque Natural Terras de Breixos, una reserva natural en que
zorros, conejos, búhos y otras aves son abrigados por el amarillo del tojo y la
retama, por la jara, que tiñe la verdura de flores blancas, o por los brezos
violetas.
Las cinco horas de viaje las devoramos en silencio,
no como en otros tiempos en que consumíamos el trayecto adivinando canciones
con la sola pista del tarareo o sacando nuestra vena neurótica para inventar
siglas de las letras de las matrículas de los vehículos. Cada viajero en ese
Citroën poseía un objetivo distinto. Mi madre, leer las revistas de moda y
decoración; mi padre, preguntar continuamente si habíamos olvidado algo; mi
hermano, jugar con la tablet; y Carlos,
conducir y responder mil veces que la pala estaba en el maletero dentro de un
estuche de guitarra. Esa era la argucia para plantar una acacia en una reserva
natural y, por ende, para golpear el decreto de estos espacios».
En tanto Angelines recogía los platos sucios de la
cena, el matrimonio dejó los escritos de la difunta y comentó:
—Me salto los tres siguientes párrafos porque
tienen pinta de tostón… ¡Cómo se enrolla! Si lo sé, la crío con la madre de
Mowgli.
—Sí, ¿a quién le interesa la comida que echamos en
las mochilas y que Miguel llevara semillas en el bolsillo? Sigue leyendo por
aquí, que es cuando cuenta cómo buscamos hoyos para la acacia y ninguno nos
convencía.
«Buscaba el lugar perfecto,
mas ninguno cumplía con el esbozo de mi imaginación. Lo jodido de imaginar es
que da lugar a comparaciones odiosas con las que no es fácil lidiar ante la
frustración que acecha. Propuse, por cuarta vez, un espacio. Solitario,
oculto entre la maleza y fuera del alcance de los ojos suspicaces de los
guardas.
—Papá, aquí. Este es el sitio. Cava.
—¿Dónde? Prefiero cerveza.
—¿Me permites, Martín, un ataque de sinceridad?
–interrumpió Carlos–. Espero que las peinetas se te den mejor que los chistes,
si no quieres morir de hambre. Eres vomitivamente vomitivo.
—Repítemelo y te parto la cara. Aquí delante de mi
hijo y de quien haga falta –amenazó mi padre.
—Vomitivo… ¿Y ahora qué? No hay huevos.
—Lo que hay es educación… Porque está aquí Miguel,
que si no… ¡Puñetazo! –le atizó un buen golpe.
—Parad, idiotas. ¡Qué hombres! Esto es lo que se
dice ser discretos –terció mi madre.
—Ese es tu marido, qué poco sentido del humor
tiene.
Viendo que a mi padre le atizaba la ira, inusual en
él, y que Carlos no daba su brazo a torcer, mi madre tomó el estuche de la
guitarra para tomar la pala y ser ella quien hiciera el hoyo.
—¡Asco de hombres! ¿Por qué no se contagia el
lesbianismo? Voy a tener que hacerlo yo…
—No la abras, Asun. Haré el hoyo con las manos...
—Está bien, excava como un perrillo.
Diez minutos más tarde, mi padre o, tal vez, ese
señor desconocido que, vendiendo peinetas, pagaba mis gastos, ahondaba el hoyo.
Sin embargo, al advertir que un guarda se enfilaba a nuestra zona, la urgencia
y las prisas tomaron nuestros cuerpos y le instamos a que sus manos fueran más
veloces y hábiles o a que dejaran de cavar y nos marcháramos de allí.
—Papá, papá, por ahí viene un hombre… –le tiraba mi
hermano del abrigo.
—Soy catedrática en Biología, cariño, ¿quieres que
sea la comidilla de toda la facultad? Déjalo estar y vámonos.
—De acuerdo, y luego decís que no hago nada por
vosotros.
—Claro que lo haces, pero no con nosotros. Hay una
gran diferencia, papá.
Mi hermano Miguel metió la mano en sus bolsillos y
tomó todas las semillas, desconocidas, misteriosas, como el despertarse cada
mañana sin saber cómo cambiará la suerte por la noche, confesando inquietudes
con la almohada o balbuceando cosas. A veces, en sueños; otras tantas, en
pesadillas. Le pregunté de qué eran.
—De la pajarería. Fui el martes con Carlos y cogí
un puñado.
—No me refiero a qué planta sale de ellas.
—Ni pajolera idea. Dentro de tres meses venimos tú
y yo, hermanita, y lo comprobamos.
—Miguel, veamos, cómo decirlo… Eso no va a ser…
Posible…
—Nada es imposible, si lo deseas…
—Miguel, eso no siempre es así. O, más bien, casi
nunca es así…
—Está bien, si no quieres acompañarme, vendré con
papá y luego te diré de qué son.
—Miguel…
—Hijo, no seas pesado –terció mi madre–. Alejémonos
de aquí, siendo discretos, sin levantar sospecha… Disimulad.
Así las cosas, andamos a la caza más de escapar del
guarda y de sus posibles preguntas comprometidas que de un buen lugar para
plantar la acacia. Pese a nuestras medidas, los resultados poco fructíferos
fueron. Cegados por la necesidad de fingir una naturalidad inexistente,
utópica, no nos percatamos de que a cincuenta metros una treintañera, morena,
de buen parecer y sexi, nos pedía que nos detuviéramos.
«Deténganse, tengo que interrogarles. Hemos
encontrado varias alteraciones en la tierra y mis compañeros y yo tenemos que
dar con los responsables. Enséñenme qué guardan en el estuche de la guitarra»,
nos ordenó.
—¿Un obús? ¿Un telescopio? ¿El puto cadáver de tu
respetable abuelo? No, guapa, ¿qué va a haber dentro de una estuche de
guitarra? –ironizó mi madre.
—Una guitarra –respondió mi hermano.
—Hijo, no, cállate.
—Entonces, una pala.
—Ni caso, ¡qué cosas tiene mi niño! –le propinó un
pescozón.
—Señores, no compliquen más la situación y déjenme
ver la pala.
—Lo siento, pero no –intervino Carlos–.
—Enséñeme la pala…
—Joder, ¿quieres me la saque así, delante del niño
y todo? Marchaos, familia, que tengo que arreglar unas cosas con esta mujer.
—¿Desacato a la autoridad? Ya está bien –le
arrebató el estuche.
Empezó a abrir la cremallera, despacio, como un
presentador cruel que posterga hasta el infinito la proclamación del ganador.
Saltarse las normas es un riesgo, pero merece la pena cuando consigues lo que
te propones. Pero, en mi caso, la acacia seguía guardada en mi mochila. Por
esta razón, mi rebeldía era como la semilla que nunca cae al suelo, a tierra,
que teme el cambio, el carácter cíclico de la existencia, que, teme, al fin y
al cabo, la vida.
—¡Una guitarra! Efectivamente. Circulen…
—¿En serio? –me sorprendí.
—Pero, si yo… –musitó Carlos. Querida, tú me has
visto y has venido aquí a seducirme –afirmó con picardía.
—Eso no es verdad.
—Tus pechos no dicen lo mismo.
—Me retiro, señores, a las nueve cerramos –dijo la
guarda, mientras se abotonaba la chaqueta.
—Adiós –dijimos al unísono.
—Y a ti, Carlos, ya te vale –terció mi madre–
ligando con putillas forestales.
—Deja a tu hermanastro que haga le apetezca, ¡ni
que estuvierais liados!
De salir victoriosos de aquel aprieto pasamos a
otra fase no menos embarazosa. Hallamos una caseta, un
rastro humano en medio de la espesura y las inscripciones infrecuentes de
itinerarios ecológicos. Tres metros cuadrados. Tres malditos metros en los que
convivimos, junto a la noche, el frío, la humedad, el arrullo del río, los
búhos o los cedros del Líbano. La razón era caprichosa, como su poseedora. No
podía irme de allí sin plantar la acacia, esa fuerza vegetal nutritiva y, al
mismo tiempo, devorante. Nos quedamos, pues, a dormir en la reserva
natural».
El matrimonio se detuvo, volvió a comentar que el
capítulo pecaba más de la falta de grano que de la calidad de la paja. Por
ello, saltaron cinco párrafos sobre la oscuridad, el miedo a la soledad y la
textura de las hojas de los árboles. Como digo, prosiguieron la lectura en el
pasaje en que, una hora y media después, Carlos regresó del coche con
provisiones, que se reducían a un pack de cervezas y una bolsa de magdalenas.
—Olé, tus huevos, Martín. Haciendo fuego. Con un
par.
—Carlos, ¿qué va a pasar? Nada, si con la crisis no
habrá guardas por la noche… Esto es España.
—Sí, que los hay, pero durmiendo. Bueno, así nos
calentamos, que hace aquí un frío… Pero, entre los animales y los cinco hoyos
que hemos hecho, parece esto el dale al
topo.
—Solo nos falta usar megáfonos e incendiar esto
para nos enchironen.
—¿Están los tres en la caseta? –tomó la guitarra,
que estaba apoyada en un árbol.
—Asun y el crío, sí; Irene, todavía, no ha vuelto
de plantar la acacia…
A trescientos metros de allí, plantado el árbol,
Irene, con el abrigo lleno de pañuelos usados, temblando de frío y extrañando
los favores del gas natural, enfilaba hacia la caseta.
Comenzó a sentirse extraña, con cierto malestar,
cada vez peor. Sintió una sudoración fría por el cuerpo. ¿Era miedo a la
oscuridad? No, ella jamás había temido la negrura de la noche. Los árboles
zigzagueaban con sutileza, al principio, y, luego, con descaro. Los cipreses
daban vueltas, giraban. La luna parecía metida en una tragaperras en marcha.
¿Se estaba tambaleando? Sujetó su cabeza con las manos, con dificultad. Tropezó
varias veces hasta que por desmayo cayó.
Mientras tanto, mientras que Irene estaba en el
suelo a merced de la voluntad de los lobos, y mientras su hermano Miguel dormía
plácidamente en la caseta, los tres adultos hablaban acaloradamente frente al
fuego, y Carlos intentó tocar la guitarra. Sin gracia, sin talento, siguiendo,
en resumen, su personalidad.
«¡Socorro! ¡Socorro! ¿Carlos? ¿Mamá? ¿Papá? Ayuda,
ayuda», vociferó Irene Meroño con las fuerzas que le quedaban.
De inmediato, un búho pretendió sobrevolar sus cabezas.
Del puro susto, tanto por los gritos de Irene como por el ave rapaz, empuñó la
guitarra, como Don Quijote en la espantable
y jamás imaginada aventura de los molinos de viento.
—Ha muerto.
31 DÍAS PARA MORIR. ESTRENO Mañana 22 de abril de 2015 a las 11h.
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