martes, 21 de abril de 2015

32 DÍAS PARA MORIR. «Las semillas son los gérmenes de la eternidad».

 

«Las semillas son los gérmenes de la eternidad. No pretendo ser eterna, ni siquiera ser la semilla de lo que nunca fue y nunca será. No, no busco eso y, a decir verdad, no creo que lo encuentre, porque he vivido y estoy viviendo ahora, soy consciente de mi existencia. Mi pensamiento crea el mundo; mi muerte lo destruye. Nada debo temer, pues si no existo, no pienso, y, si no pienso, el mundo no existe, ni la vida ni la muerte.

Plantar un árbol entronca con esa aspiración de trascender, de ahí que haya listas y listas de deseos antes de morir que no olvidan esta forma de eternidad. Empero, había en mí una motivación distinta, enraizada en dejar huella, puesto que no hay un Caravaggio que trascienda, sino El amor victorioso que derrota al olvido. ¿Acaso Comienzos de la primavera se depreciaría si se desconociera a su pintor? En absoluto. Ni Guo XI ni el emperador Shenzong han sobrevivido más allá de los libros de historia y las publicaciones sobre arte.

Con Carlos al volante, mis padres, mi hermano y yo nos dirigimos al Parque Natural Terras de Breixos, una reserva natural en que zorros, conejos, búhos y otras aves son abrigados por el amarillo del tojo y la retama, por la jara, que tiñe la verdura de flores blancas, o por los brezos violetas.

Las cinco horas de viaje las devoramos en silencio, no como en otros tiempos en que consumíamos el trayecto adivinando canciones con la sola pista del tarareo o sacando nuestra vena neurótica para inventar siglas de las letras de las matrículas de los vehículos. Cada viajero en ese Citroën poseía un objetivo distinto. Mi madre, leer las revistas de moda y decoración; mi padre, preguntar continuamente si habíamos olvidado algo; mi hermano, jugar con la tablet; y Carlos, conducir y responder mil veces que la pala estaba en el maletero dentro de un estuche de guitarra. Esa era la argucia para plantar una acacia en una reserva natural y, por ende, para golpear el decreto de estos espacios».

En tanto Angelines recogía los platos sucios de la cena, el matrimonio dejó los escritos de la difunta y comentó:
—Me salto los tres siguientes párrafos porque tienen pinta de tostón… ¡Cómo se enrolla! Si lo sé, la crío con la madre de Mowgli.
—Sí, ¿a quién le interesa la comida que echamos en las mochilas y que Miguel llevara semillas en el bolsillo? Sigue leyendo por aquí, que es cuando cuenta cómo buscamos hoyos para la acacia y ninguno nos convencía.

«Buscaba el lugar perfecto, mas ninguno cumplía con el esbozo de mi imaginación. Lo jodido de imaginar es que da lugar a comparaciones odiosas con las que no es fácil lidiar ante la frustración que acecha. Propuse, por cuarta vez, un espacio. Solitario, oculto entre la maleza y fuera del alcance de los ojos suspicaces de los guardas.
—Papá, aquí. Este es el sitio. Cava.
—¿Dónde? Prefiero cerveza.
—¿Me permites, Martín, un ataque de sinceridad? –interrumpió Carlos–. Espero que las peinetas se te den mejor que los chistes, si no quieres morir de hambre. Eres vomitivamente vomitivo.
—Repítemelo y te parto la cara. Aquí delante de mi hijo y de quien haga falta –amenazó mi padre.
—Vomitivo… ¿Y ahora qué? No hay huevos.
—Lo que hay es educación… Porque está aquí Miguel, que si no… ¡Puñetazo! –le atizó un buen golpe.
—Parad, idiotas. ¡Qué hombres! Esto es lo que se dice ser discretos –terció mi madre.
—Ese es tu marido, qué poco sentido del humor tiene.

Viendo que a mi padre le atizaba la ira, inusual en él, y que Carlos no daba su brazo a torcer, mi madre tomó el estuche de la guitarra para tomar la pala y ser ella quien hiciera el hoyo.
—¡Asco de hombres! ¿Por qué no se contagia el lesbianismo? Voy a tener que hacerlo yo…
—No la abras, Asun. Haré el hoyo con las manos...
—Está bien, excava como un perrillo.


Diez minutos más tarde, mi padre o, tal vez, ese señor desconocido que, vendiendo peinetas, pagaba mis gastos, ahondaba el hoyo. Sin embargo, al advertir que un guarda se enfilaba a nuestra zona, la urgencia y las prisas tomaron nuestros cuerpos y le instamos a que sus manos fueran más veloces y hábiles o a que dejaran de cavar y nos marcháramos de allí.
—Papá, papá, por ahí viene un hombre… –le tiraba mi hermano del abrigo.
—Soy catedrática en Biología, cariño, ¿quieres que sea la comidilla de toda la facultad? Déjalo estar y vámonos.
—De acuerdo, y luego decís que no hago nada por vosotros.
—Claro que lo haces, pero no con nosotros. Hay una gran diferencia, papá.

Mi hermano Miguel metió la mano en sus bolsillos y tomó todas las semillas, desconocidas, misteriosas, como el despertarse cada mañana sin saber cómo cambiará la suerte por la noche, confesando inquietudes con la almohada o balbuceando cosas. A veces, en sueños; otras tantas, en pesadillas. Le pregunté de qué eran.
—De la pajarería. Fui el martes con Carlos y cogí un puñado.
—No me refiero a qué planta sale de ellas.
—Ni pajolera idea. Dentro de tres meses venimos tú y yo, hermanita, y lo comprobamos.
—Miguel, veamos, cómo decirlo… Eso no va a ser… Posible…
—Nada es imposible, si lo deseas…
—Miguel, eso no siempre es así. O, más bien, casi nunca es así…
—Está bien, si no quieres acompañarme, vendré con papá y luego te diré de qué son.
—Miguel…
—Hijo, no seas pesado –terció mi madre–. Alejémonos de aquí, siendo discretos, sin levantar sospecha… Disimulad.

Así las cosas, andamos a la caza más de escapar del guarda y de sus posibles preguntas comprometidas que de un buen lugar para plantar la acacia. Pese a nuestras medidas, los resultados poco fructíferos fueron. Cegados por la necesidad de fingir una naturalidad inexistente, utópica, no nos percatamos de que a cincuenta metros una treintañera, morena, de buen parecer y sexi, nos pedía que nos detuviéramos.

«Deténganse, tengo que interrogarles. Hemos encontrado varias alteraciones en la tierra y mis compañeros y yo tenemos que dar con los responsables. Enséñenme qué guardan en el estuche de la guitarra», nos ordenó.
—¿Un obús? ¿Un telescopio? ¿El puto cadáver de tu respetable abuelo? No, guapa, ¿qué va a haber dentro de una estuche de guitarra? –ironizó mi madre.
—Una guitarra –respondió mi hermano.
—Hijo, no, cállate.
—Entonces, una pala.
—Ni caso, ¡qué cosas tiene mi niño! –le propinó un pescozón.
—Señores, no compliquen más la situación y déjenme ver la pala.
—Lo siento, pero no –intervino Carlos–.
—Enséñeme la pala…
—Joder, ¿quieres me la saque así, delante del niño y todo? Marchaos, familia, que tengo que arreglar unas cosas con esta mujer.
—¿Desacato a la autoridad? Ya está bien –le arrebató el estuche.

Empezó a abrir la cremallera, despacio, como un presentador cruel que posterga hasta el infinito la proclamación del ganador. Saltarse las normas es un riesgo, pero merece la pena cuando consigues lo que te propones. Pero, en mi caso, la acacia seguía guardada en mi mochila. Por esta razón, mi rebeldía era como la semilla que nunca cae al suelo, a tierra, que teme el cambio, el carácter cíclico de la existencia, que, teme, al fin y al cabo, la vida.
—¡Una guitarra! Efectivamente. Circulen…
—¿En serio? –me sorprendí.
—Pero, si yo… –musitó Carlos. Querida, tú me has visto y has venido aquí a seducirme –afirmó con picardía.
—Eso no es verdad.
—Tus pechos no dicen lo mismo.
—Me retiro, señores, a las nueve cerramos –dijo la guarda, mientras se abotonaba la chaqueta.
—Adiós –dijimos al unísono.
—Y a ti, Carlos, ya te vale –terció mi madre– ligando con putillas forestales.
—Deja a tu hermanastro que haga le apetezca, ¡ni que estuvierais liados!


De salir victoriosos de aquel aprieto pasamos a otra fase no menos embarazosa. Hallamos una caseta, un rastro humano en medio de la espesura y las inscripciones infrecuentes de itinerarios ecológicos. Tres metros cuadrados. Tres malditos metros en los que convivimos, junto a la noche, el frío, la humedad, el arrullo del río, los búhos o los cedros del Líbano. La razón era caprichosa, como su poseedora. No podía irme de allí sin plantar la acacia, esa fuerza vegetal nutritiva y, al mismo tiempo, devorante. Nos quedamos, pues, a dormir en la reserva natural».

El matrimonio se detuvo, volvió a comentar que el capítulo pecaba más de la falta de grano que de la calidad de la paja. Por ello, saltaron cinco párrafos sobre la oscuridad, el miedo a la soledad y la textura de las hojas de los árboles. Como digo, prosiguieron la lectura en el pasaje en que, una hora y media después, Carlos regresó del coche con provisiones, que se reducían a un pack de cervezas y una bolsa de magdalenas.
—Olé, tus huevos, Martín. Haciendo fuego. Con un par.
—Carlos, ¿qué va a pasar? Nada, si con la crisis no habrá guardas por la noche… Esto es España.
—Sí, que los hay, pero durmiendo. Bueno, así nos calentamos, que hace aquí un frío… Pero, entre los animales y los cinco hoyos que hemos hecho, parece esto el dale al topo.
—Solo nos falta usar megáfonos e incendiar esto para nos enchironen.
—¿Están los tres en la caseta? –tomó la guitarra, que estaba apoyada en un árbol.
—Asun y el crío, sí; Irene, todavía, no ha vuelto de plantar la acacia…

A trescientos metros de allí, plantado el árbol, Irene, con el abrigo lleno de pañuelos usados, temblando de frío y extrañando los favores del gas natural, enfilaba hacia la caseta.

Comenzó a sentirse extraña, con cierto malestar, cada vez peor. Sintió una sudoración fría por el cuerpo. ¿Era miedo a la oscuridad? No, ella jamás había temido la negrura de la noche. Los árboles zigzagueaban con sutileza, al principio, y, luego, con descaro. Los cipreses daban vueltas, giraban. La luna parecía metida en una tragaperras en marcha. ¿Se estaba tambaleando? Sujetó su cabeza con las manos, con dificultad. Tropezó varias veces hasta que por desmayo cayó.

Mientras tanto, mientras que Irene estaba en el suelo a merced de la voluntad de los lobos, y mientras su hermano Miguel dormía plácidamente en la caseta, los tres adultos hablaban acaloradamente frente al fuego, y Carlos intentó tocar la guitarra. Sin gracia, sin talento, siguiendo, en resumen, su personalidad.

«¡Socorro! ¡Socorro! ¿Carlos? ¿Mamá? ¿Papá? Ayuda, ayuda», vociferó Irene Meroño con las fuerzas que le quedaban.

De inmediato, un búho pretendió sobrevolar sus cabezas. Del puro susto, tanto por los gritos de Irene como por el ave rapaz, empuñó la guitarra, como Don Quijote en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento.

—Ha muerto.


31 DÍAS PARA MORIR. ESTRENO Mañana 22 de abril de 2015 a las 11h.
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