Tras lo amargo, siempre se esconde la fórmula de la dulzura. Y es tan difícil encontrarla… The Bucket List me marcó no tanto por el contenido como por el planteamiento de una lista de deseos que cumplir antes de la muerte. Confeccioné el inventario días atrás. Para ello, fue fundamental desproveerme de imposibles y de aspiraciones vagas; concentrarme en deseos concretos también ayudó: saltar en paracaídas, componer una canción, volar en globo, dar rienda suelta a la perversión… Junto a estos deseos algo librescos, hay otros cotidianos, simples, asequibles, porque ser feliz es sencillo, lo difícil es querer serlo.
Deseaba rencontrarme con una de esas esponjas de
harina, huevos y azúcar no muy grandes, abultadas, moldadas en conchas de papel
rizado. Deseaba, exactamente, perderme en el sabor de una magdalena. Pero no en
el de esas que nacen de los ardientes hornos de la fría industria alimentaria,
que casi siempre acaban atrapadas en bolsas de plástico, como las muestras de
un crimen rumbo al laboratorio. Destinadas principalmente a tomarlas mojadas en
leche, como un mero acompañamiento. A veces incluso con rapidez y con inercia
por el vasallaje de la rutina y el temor a llegar tarde a la escuela o al
trabajo. Las magdalenas que deseaba eran aquellas que merecen toda la atención,
que se comen por méritos propios, y no por acompañar el desayuno, con los ojos
apenas abiertos y dando en cada bocado un paso más hacia el deleite, los
recuerdos y, en definitiva, hacia uno mismo.
No me contentaba con cualquier magdalena: quería la
más sabrosa, la más esponjosa, la mejor horneada, la mejor. Por ella acabé en
Lugo, junto a Angelines, la doméstica, y a Roi, mi novio. Allí doce años atrás
compré aquella magdalena, la culpable de que las demás me supieran a
indiferencia y, cuando no, a desprecio. El problema es que allí en este caso abarcaba toda la ciudad de Lugo.
Recorrimos las calles como ya lo hice a mediados de
junio de 2003 en medio del ambiente festivo del Arde Lucus. Los vecinos
entregados, vestidos con ropas romanas, castreñas o las habituales; el
bullicio, alimentado por turistas y curiosos; los restaurantes y bares
sirviendo como si no hubiera un mañana raciones de pulpo a feira, lacón con cachelos, y raciones de empanada gallega. La
distancia temporal me impidió recordar las coordenadas exactas de aquella
confitería lucense, templo consagrado al artificio de la masa, a la repostería
artesana, al arte.
Pasamos por la puerta de una confitería pequeña,
que trajo un aroma familiar a mis narices. El tiempo es capaz de borrar las
aristas de los momentos, pero las sensaciones, jamás. Ellas sobreviven, aunque
a veces se camuflen bajo la indulgencia que nos dispensa el tiempo. Debía de
ser la que buscaba. Entramos. Con delantal y gorro blancos la repostera nos
atendió.
—Tres magdalenas, por favor –pedí.
—¿De qué tipo? –preguntó ella.
—Normales.
—¿Caseras o integrales?
—Integrales, que no quiero las sobras de nadie. Y
caseras, obviamente, para comer magdalenas amortajadas ya tengo los
supermercados.
—Señorita, magdalenas medio caseras y medio integrales
no tenemos. Dígame, ¿las quiere al estilo tradicional o con ingredientes
integrales?
—¡Ah, era eso! Caseras, al estilo tradicional.
—¿Normales o mini? ¿Con aceite de oliva o sin?
—Normales y… Con aceite… No sin él… Yo que sé,
quiere magdalenas normales, como las haga no me importa.
—¿Normales o rellenas? Pueden ser de calabaza,
chocolate, yogur…
—Normales, señora, y no me pregunte más. Si lo sé,
me pido un cruasán.
—De acuerdo, hija, tres magdalenas normales caseras
normales normales normales.
—Pobre señora –mascullé–, y que sea ella lo único anormal de la confitería. Un poco menos de iniciativa y ya tenemos
presidenta del Gobierno.
Llegaron las tres en sendos platos bajo servilletas
rojas. Mordí con ansia el bizcocho. Y sí, era ella, me supo a gloria… En el
primer bocado. Tan desmesuradas eran mis ganas que quise engañarme. Sin éxito.
La apariencia irresistible, el color apetecible y ese aroma a dulce casero no
hundieron mis verdaderas percepciones. Era insulsa y amazacotada, a resultas de
una cocción insuficiente. Pagué la cuenta con reticencia, diciéndole: «¿Tiene
usted licencia por tenencia de armas? Sí, no me mire así: con esos tres
mazacotes que nos ha despachado podría denunciarla por intento de homicidio».
Confitería Carmen Ruiz. Ese era el nombre de la pastelería que buscaba. No lo tuve claro hasta que, recorriendo la ciudad amurallada, repleta de musgo oportunista en las esquinas interiores del empedrado muro, descubrí el rótulo de la confitería. «Tres magdalenas normales, por favor», volví a pedir, esta vez, a una ecuatoriana cincuentona tan cortés como inexpresiva.
—Aquí tienen, señores, sus dulces. ¡Qué aproveche!
Miré de arriba abajo, de izquierda a derecha,
acerqué mi nariz a diez centímetros de distancia para olerlos, y los ojos, a
cinco.
—Camarera, ha habido un error. ¿Dónde está el
copete tan elevadito y azucarado? ¿Dónde se ha dejado la levadura? Esto no son
magdalenas.
—Aquí tenemos cupcakes
y muffins, que son como las
magdalenas pero con nata o yogur.
—Lo que aquí tienen es un ejemplo claro de que la
mano de obra barata es lo único que importa. Un muffin no es una magdalena. ¿Dónde está el libro de reclamaciones?
—Señora, no se enoje. ¿Por qué lo pide?
—Porque podría pedirle algo de inteligencia, pero
no me gusta preguntar por cosas inexistentes. Y ya sabe, tráigame el libro.
Usted ha violado a las magdalenas con la nata y me ha querido dar gato por
liebre.
—No, gato por liebre no, muffin por magdalena. No reclame, tengo cinco hijos que alimentar y
luego mi hija está preñada y vienen gemelos. ¿Quiere ver las ecografías?
—Fetos, ¿por la mañana? Me hago una idea viéndola.
Tres horas después estaba en otra ciudad con Roi,
Angelines y el hermano de mi madre. Carlos, que así se llamaba, nos llevó en
coche a León. ¿Por qué? Es una larga historia, pero con un origen preciso: un
vagabundo. Este nos avisó de que la confitería actual no era sino una copia
barata de la confitería Carmen Ruiz, la cual echó el cierre por la crisis. Por
suerte, la dueña dirigía otro local en Astorga, y el mendigo estuvo dispuesto a
revelarme la dirección por algunas pelas. Cincuenta euros me distanciaban del
deleite, del éxtasis. Me negué a rechazar tanto placer. Me negué a ser de esa
clase de personas que nunca se dan un capricho, que ahorran y ahorran para ser ricos
en el otro lado de la vida. ¡Qué tontos! ¿Acaso olvidan que el dinero pesa
demasiado como para cruzar con él el charco que nos traslada a la muerte?
En la Plaza Mayor, anunciaba las cinco de la tarde
la gran campana de bronce del ayuntamiento, repicada por los célebres maragatos
de Astorga: Colasa y Perico. Nos sumergimos por las calles, que las tropas
árabes y cristianas recorrieron en otro tiempo. Calles que aún emanaban ese
aire medieval fruto del cruce del Camino de Santiago y de la ruta Vía de la
Plata. La confitería, al parecer, se hallaba a tres calles del Palacio
Episcopal.
En efecto, allí estaba. Era una confitería de las
de siempre y de las de nunca, pequeña y humilde, tradicional, con un mostrador
de madera y mesas elegantes, una de esas que rehúyen de los nuevos tiempos de
franquicias de café y bollería industrial. Para no hacinarnos en un local tan
pequeño, entramos primero Angelines y yo. Carlos y Roi esperaron en el coche.
Abracé a la dueña y le dediqué una sonrisa con una efusividad tan grande que
debió de confundir mi alegría con los síntomas de una esquizofrénica.
¡Grandioso! Coger esa magdalena con mis manos, aún
no sometidas a los estragos de mi enfermedad mortal, fue grandioso, volcánico,
enorme, un milagro, un himno no reproducible ni por el propio Mozart, un placer
divino, mítico… Guardaba silencio, mientras la tenía en mis manos, bien
amarrada, no quería que escapara de mi boca húmeda. Atada a mis deseos y yo a
ella, la miraba, la desnudaba con los ojos. De arriba abajo, planeando cómo
devorarla. Quería verla sonrojada, sudando, hasta el punto de que el azúcar de
arriba se derritiera y fuera todo líquido, agua. Bebí un poco, mas mis ojos
siguieron fijos en mi objetivo, en ella. Comencé a recorrer la geografía de su
cuerpo con las yemas de mis dedos. Al principio me respaldé en la casualidad,
en lo fortuito; luego descubrió que mis dedos no eran movidos por el azar, sino
por el deseo, por placer, por mi ansia de cosquillear sus entrañas, de hacerla
vibrar… Mordí y mordí. Intensa tensión. De la pura emoción, palpité. Al acabar,
no cesaron los espasmos, ni mucho menos las oleadas
de placer.
Como dice el proverbio chino, dale una magdalena a un hombre y le darás felicidad durante un día, enséñale a hacer magdalenas y lo harás feliz para el resto de su vida. Aunque compré treinta magdalenas, me resistí a regresar a Galicia sin la receta. Se la pedí a la confitera, casi rogando.
—De acuerdo, anciana. No se preocupe, seguro que ha
hecho todo lo que podía hacer por esta jovenzuela pobre, triste, angustiada,
que va a morir pronto –fingí que mis piernas desfallecían e hice amago de
desmayarme. Angelines me siguió el juego–. De verdad, no se sienta culpable de
no poder endulzar mis últimos días de vida. ¿Ha visto mis piernas? Pues en
pocas semanas dejarán de sostenerme, serán menos firmes que una marioneta,
menos firmes incluso que la honestidad de un político ante un sobre con dinero
negro. ¿Ha visto mis manos? Pues lo mismo, acabarán igual de rígidas como las
púas de los peines. Por su culpa seré una amargada, y mis padres tendrán que
esconderme las maquinillas de afeitar temiendo que me corte las venas. ¿Ve cuán
triste sería mi adiós?
—¡Niña, qué lástima! Rezaré por tu alma. Venga,
llévate esta caja de magdalenas también. Pero la receta, no, no puedo dártela.
Entiéndeme.
—Ya, ya, adiós, anciana. Perdona si no le digo hasta luego, pero en 54 días seré
cadáver y, claro, en esas circunstancias…
Nada cobarde o enormemente incauta, proseguí mi
lucha por la receta de las magdalenas. Esta vez, solo fui la directora. Una
navaja, dos pelucas estrambóticas y dos máscaras de la película Scream. Con todo ello y con algo de
chantaje emocional, Roi y Carlos simularon un atraco o, más bien, atracaron en
la confitería no por hacerse con el dinero, sino con la receta.
—¿Qué desean? –preguntó la confitera boquiabierta.
—¿Alquilan aquí mujeres? –distorsionó su voz
Carlos.
—Señor, lo más parecido a mujeres que vendemos son
magdalenas –se dio la vuelta para mostrárselas.
Carlos aprovechó para colarse tras el mostrador y
le puso la hoja de la navaja en la garganta. Ella quiso gritar, pero Carlos le
tapó la boca.
—No grite, señora, danos la receta de las
magdalenas.
—Yo vivo de esto, déjenme por caridad cristiana. Si
se la doy, ¿qué como yo?
—Pues magdalenas, cruasanes y lo que venda. Mal te
vendes, si luego no te lo comes lo que haces. Ahora, zorra, cállate y
díctanosla –acercó aun más la navaja.
—Sí, sí, se la doy, pero no me mate… Medio kilo de
harina, otro de azúcar, 6 huevos, levadura, 15 centilitros de aceite, ralladura
de limón…
—Espere, señora –interrumpió Roi, quien apuntaba los
ingredientes–, que aún voy por arina,
¿lleva tilde azúcar? Me he perdido.
Repita, por favor.
Y repitió. De hecho, repitió la confitera mil veces
la clave que diferencia esas magdalenas del resto de bollos industriales y de
otros establecimientos donde el amor por la repostería es inversamente
proporcional al apego a la máxima de rentabilidad. «Gracias, vieja decrépita.
¿Ha visto cómo hablando se entiende la gente? ¡Qué despiste! ¡Si le está
sangrando el cuello! He debido de acercársela demasiado. Cuídese», exclamó
entusiasmado Carlos. Objetivo logrado.
A decir verdad, al llegar a territorio galaico,
descubrimos que la receta se había perdido. En otra fase de mi vida me habría
enfadado con el mundo y conmigo misma, pero, a 54 días para morir, solo he
sentido un pellizco, un pequeño empujón quizá. Estoy convencida de que la
muerte estará revolviéndose en su tumba, porque la experiencia, el esfuerzo y
las ganas de vivir no me las quita nadie.
57 DÍAS PARA MORIR. «Descree como Dios manda».
54 DÍAS PARA MORIR. «Tras lo amargo, siempre se esconde la fórmula de la dulzura».
50 DÍAS PARA MORIR. ESTRENO EL PRÓXIMO VIERNES 3 DE ABRIL A LAS 11.
54 DÍAS PARA MORIR. «Tras lo amargo, siempre se esconde la fórmula de la dulzura».
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