lunes, 30 de marzo de 2015

54 DÍAS PARA MORIR. «Tras lo amargo, siempre se esconde la fórmula de la dulzura».


Tras lo amargo, siempre se esconde la fórmula de la dulzura. Y es tan difícil encontrarla… The Bucket List me marcó no tanto por el contenido como por el planteamiento de una lista de deseos que cumplir antes de la muerte. Confeccioné el inventario días atrás. Para ello, fue fundamental desproveerme de imposibles y de aspiraciones vagas; concentrarme en deseos concretos también ayudó: saltar en paracaídas, componer una canción, volar en globo, dar rienda suelta a la perversión… Junto a estos deseos algo librescos, hay otros cotidianos, simples, asequibles, porque ser feliz es sencillo, lo difícil es querer serlo.

Deseaba rencontrarme con una de esas esponjas de harina, huevos y azúcar no muy grandes, abultadas, moldadas en conchas de papel rizado. Deseaba, exactamente, perderme en el sabor de una magdalena. Pero no en el de esas que nacen de los ardientes hornos de la fría industria alimentaria, que casi siempre acaban atrapadas en bolsas de plástico, como las muestras de un crimen rumbo al laboratorio. Destinadas principalmente a tomarlas mojadas en leche, como un mero acompañamiento. A veces incluso con rapidez y con inercia por el vasallaje de la rutina y el temor a llegar tarde a la escuela o al trabajo. Las magdalenas que deseaba eran aquellas que merecen toda la atención, que se comen por méritos propios, y no por acompañar el desayuno, con los ojos apenas abiertos y dando en cada bocado un paso más hacia el deleite, los recuerdos y, en definitiva, hacia uno mismo.

No me contentaba con cualquier magdalena: quería la más sabrosa, la más esponjosa, la mejor horneada, la mejor. Por ella acabé en Lugo, junto a Angelines, la doméstica, y a Roi, mi novio. Allí doce años atrás compré aquella magdalena, la culpable de que las demás me supieran a indiferencia y, cuando no, a desprecio. El problema es que allí en este caso abarcaba toda la ciudad de Lugo.

Recorrimos las calles como ya lo hice a mediados de junio de 2003 en medio del ambiente festivo del Arde Lucus. Los vecinos entregados, vestidos con ropas romanas, castreñas o las habituales; el bullicio, alimentado por turistas y curiosos; los restaurantes y bares sirviendo como si no hubiera un mañana raciones de pulpo a feira, lacón con cachelos, y raciones de empanada gallega. La distancia temporal me impidió recordar las coordenadas exactas de aquella confitería lucense, templo consagrado al artificio de la masa, a la repostería artesana, al arte.

Pasamos por la puerta de una confitería pequeña, que trajo un aroma familiar a mis narices. El tiempo es capaz de borrar las aristas de los momentos, pero las sensaciones, jamás. Ellas sobreviven, aunque a veces se camuflen bajo la indulgencia que nos dispensa el tiempo. Debía de ser la que buscaba. Entramos. Con delantal y gorro blancos la repostera nos atendió.
—Tres magdalenas, por favor –pedí.
—¿De qué tipo? –preguntó ella.
—Normales.
—¿Caseras o integrales?
—Integrales, que no quiero las sobras de nadie. Y caseras, obviamente, para comer magdalenas amortajadas ya tengo los supermercados.
—Señorita, magdalenas medio caseras y medio integrales no tenemos. Dígame, ¿las quiere al estilo tradicional o con ingredientes integrales?
—¡Ah, era eso! Caseras, al estilo tradicional.
—¿Normales o mini? ¿Con aceite de oliva o sin?
—Normales y… Con aceite… No sin él… Yo que sé, quiere magdalenas normales, como las haga no me importa.
—¿Normales o rellenas? Pueden ser de calabaza, chocolate, yogur…
—Normales, señora, y no me pregunte más. Si lo sé, me pido un cruasán.
—De acuerdo, hija, tres magdalenas normales caseras normales normales normales.
—Pobre señora –mascullé–, y que sea ella lo único anormal de la confitería. Un poco menos de iniciativa y ya tenemos presidenta del Gobierno.

Llegaron las tres en sendos platos bajo servilletas rojas. Mordí con ansia el bizcocho. Y sí, era ella, me supo a gloria… En el primer bocado. Tan desmesuradas eran mis ganas que quise engañarme. Sin éxito. La apariencia irresistible, el color apetecible y ese aroma a dulce casero no hundieron mis verdaderas percepciones. Era insulsa y amazacotada, a resultas de una cocción insuficiente. Pagué la cuenta con reticencia, diciéndole: «¿Tiene usted licencia por tenencia de armas? Sí, no me mire así: con esos tres mazacotes que nos ha despachado podría denunciarla por intento de homicidio».



Confitería Carmen Ruiz. Ese era el nombre de la pastelería que buscaba. No lo tuve claro hasta que, recorriendo la ciudad amurallada, repleta de musgo oportunista en las esquinas interiores del empedrado muro, descubrí el rótulo de la confitería. «Tres magdalenas normales, por favor», volví a pedir, esta vez, a una ecuatoriana cincuentona tan cortés como inexpresiva.

—Aquí tienen, señores, sus dulces. ¡Qué aproveche!

Miré de arriba abajo, de izquierda a derecha, acerqué mi nariz a diez centímetros de distancia para olerlos, y los ojos, a cinco.

—Camarera, ha habido un error. ¿Dónde está el copete tan elevadito y azucarado? ¿Dónde se ha dejado la levadura? Esto no son magdalenas.
—Aquí tenemos cupcakes y muffins, que son como las magdalenas pero con nata o yogur.
—Lo que aquí tienen es un ejemplo claro de que la mano de obra barata es lo único que importa. Un muffin no es una magdalena. ¿Dónde está el libro de reclamaciones?
—Señora, no se enoje. ¿Por qué lo pide?
—Porque podría pedirle algo de inteligencia, pero no me gusta preguntar por cosas inexistentes. Y ya sabe, tráigame el libro. Usted ha violado a las magdalenas con la nata y me ha querido dar gato por liebre.
—No, gato por liebre no, muffin por magdalena. No reclame, tengo cinco hijos que alimentar y luego mi hija está preñada y vienen gemelos. ¿Quiere ver las ecografías?
—Fetos, ¿por la mañana? Me hago una idea viéndola.

Tres horas después estaba en otra ciudad con Roi, Angelines y el hermano de mi madre. Carlos, que así se llamaba, nos llevó en coche a León. ¿Por qué? Es una larga historia, pero con un origen preciso: un vagabundo. Este nos avisó de que la confitería actual no era sino una copia barata de la confitería Carmen Ruiz, la cual echó el cierre por la crisis. Por suerte, la dueña dirigía otro local en Astorga, y el mendigo estuvo dispuesto a revelarme la dirección por algunas pelas. Cincuenta euros me distanciaban del deleite, del éxtasis. Me negué a rechazar tanto placer. Me negué a ser de esa clase de personas que nunca se dan un capricho, que ahorran y ahorran para ser ricos en el otro lado de la vida. ¡Qué tontos! ¿Acaso olvidan que el dinero pesa demasiado como para cruzar con él el charco que nos traslada a la muerte?

En la Plaza Mayor, anunciaba las cinco de la tarde la gran campana de bronce del ayuntamiento, repicada por los célebres maragatos de Astorga: Colasa y Perico. Nos sumergimos por las calles, que las tropas árabes y cristianas recorrieron en otro tiempo. Calles que aún emanaban ese aire medieval fruto del cruce del Camino de Santiago y de la ruta Vía de la Plata. La confitería, al parecer, se hallaba a tres calles del Palacio Episcopal.

En efecto, allí estaba. Era una confitería de las de siempre y de las de nunca, pequeña y humilde, tradicional, con un mostrador de madera y mesas elegantes, una de esas que rehúyen de los nuevos tiempos de franquicias de café y bollería industrial. Para no hacinarnos en un local tan pequeño, entramos primero Angelines y yo. Carlos y Roi esperaron en el coche. Abracé a la dueña y le dediqué una sonrisa con una efusividad tan grande que debió de confundir mi alegría con los síntomas de una esquizofrénica.

¡Grandioso! Coger esa magdalena con mis manos, aún no sometidas a los estragos de mi enfermedad mortal, fue grandioso, volcánico, enorme, un milagro, un himno no reproducible ni por el propio Mozart, un placer divino, mítico… Guardaba silencio, mientras la tenía en mis manos, bien amarrada, no quería que escapara de mi boca húmeda. Atada a mis deseos y yo a ella, la miraba, la desnudaba con los ojos. De arriba abajo, planeando cómo devorarla. Quería verla sonrojada, sudando, hasta el punto de que el azúcar de arriba se derritiera y fuera todo líquido, agua. Bebí un poco, mas mis ojos siguieron fijos en mi objetivo, en ella. Comencé a recorrer la geografía de su cuerpo con las yemas de mis dedos. Al principio me respaldé en la casualidad, en lo fortuito; luego descubrió que mis dedos no eran movidos por el azar, sino por el deseo, por placer, por mi ansia de cosquillear sus entrañas, de hacerla vibrar… Mordí y mordí. Intensa tensión. De la pura emoción, palpité. Al acabar, no cesaron los espasmos, ni mucho menos las oleadas de placer.

Como dice el proverbio chino, dale una magdalena a un hombre y le darás felicidad durante un día, enséñale a hacer magdalenas y lo harás feliz para el resto de su vida. Aunque compré treinta magdalenas, me resistí a regresar a Galicia sin la receta. Se la pedí a la confitera, casi rogando.


De nada sirvió. Me iba a morir y eso en este momento podía ayudarme. Dar pena y aprovecharse de la desgracia propia, y también de la ajena, es el deporte por excelencia en España. ¿Qué queráis que haga? ¡Si solo soy española! Una chica de a pie y de pie, aunque por poco tiempo.
—De acuerdo, anciana. No se preocupe, seguro que ha hecho todo lo que podía hacer por esta jovenzuela pobre, triste, angustiada, que va a morir pronto –fingí que mis piernas desfallecían e hice amago de desmayarme. Angelines me siguió el juego–. De verdad, no se sienta culpable de no poder endulzar mis últimos días de vida. ¿Ha visto mis piernas? Pues en pocas semanas dejarán de sostenerme, serán menos firmes que una marioneta, menos firmes incluso que la honestidad de un político ante un sobre con dinero negro. ¿Ha visto mis manos? Pues lo mismo, acabarán igual de rígidas como las púas de los peines. Por su culpa seré una amargada, y mis padres tendrán que esconderme las maquinillas de afeitar temiendo que me corte las venas. ¿Ve cuán triste sería mi adiós? 
—¡Niña, qué lástima! Rezaré por tu alma. Venga, llévate esta caja de magdalenas también. Pero la receta, no, no puedo dártela. Entiéndeme.
—Ya, ya, adiós, anciana. Perdona si no le digo hasta luego, pero en 54 días seré cadáver y, claro, en esas circunstancias…

Nada cobarde o enormemente incauta, proseguí mi lucha por la receta de las magdalenas. Esta vez, solo fui la directora. Una navaja, dos pelucas estrambóticas y dos máscaras de la película Scream. Con todo ello y con algo de chantaje emocional, Roi y Carlos simularon un atraco o, más bien, atracaron en la confitería no por hacerse con el dinero, sino con la receta.
—¿Qué desean? –preguntó la confitera boquiabierta.
—¿Alquilan aquí mujeres? –distorsionó su voz Carlos.
—Señor, lo más parecido a mujeres que vendemos son magdalenas –se dio la vuelta para mostrárselas.

Carlos aprovechó para colarse tras el mostrador y le puso la hoja de la navaja en la garganta. Ella quiso gritar, pero Carlos le tapó la boca.
—No grite, señora, danos la receta de las magdalenas.
—Yo vivo de esto, déjenme por caridad cristiana. Si se la doy, ¿qué como yo?
—Pues magdalenas, cruasanes y lo que venda. Mal te vendes, si luego no te lo comes lo que haces. Ahora, zorra, cállate y díctanosla –acercó aun más la navaja.
—Sí, sí, se la doy, pero no me mate… Medio kilo de harina, otro de azúcar, 6 huevos, levadura, 15 centilitros de aceite, ralladura de limón…
—Espere, señora –interrumpió Roi, quien apuntaba los ingredientes–, que aún voy por arina, ¿lleva tilde azúcar? Me he perdido. Repita, por favor.

Y repitió. De hecho, repitió la confitera mil veces la clave que diferencia esas magdalenas del resto de bollos industriales y de otros establecimientos donde el amor por la repostería es inversamente proporcional al apego a la máxima de rentabilidad. «Gracias, vieja decrépita. ¿Ha visto cómo hablando se entiende la gente? ¡Qué despiste! ¡Si le está sangrando el cuello! He debido de acercársela demasiado. Cuídese», exclamó entusiasmado Carlos. Objetivo logrado.

A decir verdad, al llegar a territorio galaico, descubrimos que la receta se había perdido. En otra fase de mi vida me habría enfadado con el mundo y conmigo misma, pero, a 54 días para morir, solo he sentido un pellizco, un pequeño empujón quizá. Estoy convencida de que la muerte estará revolviéndose en su tumba, porque la experiencia, el esfuerzo y las ganas de vivir no me las quita nadie.


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