¿Yo en la tele? En pocas palabras, el doctor me
había hablado de un tratamiento experimental. Tan caro como posiblemente poco
efectivo. Pocas esperanzas, en fin, para 5500 euros. Mis padres pretendían
pagármelo, sin embargo, me negué. Estoy cansada de depender económicamente de
ellos. De ese padre que cree que sus ausencias constantes por trabajo se
compensan con dinero, con regalos y con permisividad dilatada. De esa madre con
sensibilidad de estropajo, que no repara en chascarrillos sobre mi muerte.
Quiero ganarme algo por mí misma, sin ayudas, sin que nadie se sume un tanto. Además,
este deseo figura en la lista de sueños que cumplir antes de que mi telón vital
caiga.
16.30. En un programa casposo, morboso y con más
espectadores en las gradas que tras los televisores, aparecí. Mientras luchaba
por no deshidratarme con los focos encendidos, advertí que la máquina de hacer
de las miserias un escaparate para la caridad y la compasión ya estaba en
marcha. La música sensiblera de fondo, puesta. Los vídeos de testimonios
enfocados en la lágrima fácil, preparados. El envejecido público, por su parte,
parecía darlo todo, como si, a modo de comisión, repartieran recetas médicas
para luego revender los medicamentos. Siendo honesta, yo también estaba
preparada para dejar de serlo.
—Esta tarde conoceremos a Irene Meroño. Una pobre
gallega de 19 años que conoce en sus propias carnes lo perra que puede llegar a
ser la vida –me presentó la periodista–. Irene, cuéntanos por qué estás aquí.
—Me muero. En 45 días seré… O mejor, no seré… En el
hospital no me dan esperanzas, sufro una enfermedad rara y, nada, muchas
pruebas, muchos miedos, pero no hay cura. Imagina que hoy estás bien, con tu
cuerpo y, de golpe, a la mañana siguiente te enteras de que dentro de unas
semanas tus manos y tus piernas serán igual de útiles que las de un
espantapájaros. Ese es mi caso. Me estoy muriendo poco a poco, siento que mi
cuerpo está perdiendo fuerza y el proceso es irreversible. Supongo que los
ancianos se van haciendo a la idea e, incluso, algunos pierden la conciencia,
eso facilita la despedida, pero ¿cómo te enfrentas con menos de veinte años a
la muerte?
—¡Uff! Irene, se me eriza la piel… Regidor, un
pañuelo, no sé si continuaré con el programa. Me estoy llorando viva. Irene, ¿de dónde sacas fuerzas para
levantarte cada mañana?
—¿Fuerzas? Ninguna, señora. Si me levanto, es para
no pensar. Quiero mantener la mente ocupada. Pero, nunca lo consigo. ¡No sé
cómo enfrentarme a la muerte! Estoy aterrada.
—Mira cómo estamos todos: conmocionados con tu
caso. Escúchame: tienes que ser fuerte, no te rindas, ¿eh?, mi niña. La vida es
un camino de lágrimas y solo nos queda aceptarlo. Padecimiento tras
padecimiento. Bueno, ¿cómo podemos ayudarte desde el programa?
—Quisiera pedirle a los telespectadores seis mil
euros para un tratamiento experimental. Sé que es mucho dinero, pero entre
todos podéis darme un poco más de vida y, quién sabe, tal vez la cura a mi
enfermedad.
—Irene, además de desgraciada, ¿no tienes a nadie
que te pueda ayudar?
—La única familia que me queda es mi madre, y es
una cocainómana arruinada que me vendería por cuatro lonchas de salchichón.
¡Estoy sola! ¡Sola y muerta! ¿Amigos? ¿Qué es un amigo? Vivo a expensas de la
caridad y de cuatro monjas que me dan algo de comida, como esas ancianas que
dejan las sobras en las esquinas para los gatos callejeros.
El público lloraba, la presentadora ponía cara de
circunstancia y adoptaba la postura de la compasión, yo seguí mintiendo,
haciéndome la víctima. Dar lástima es una droga, sin duda. Mientras lo haces,
disfrutas de ese placer de echar la culpa a los demás, al mundo, e, incluso a
cualquier cachivache. Pero, luego, esa mierda siempre vuelve a ti, a su origen,
y te destruye. El fin justifica a Maquiavelo; los medios tienen el mismo
interés que para un biólogo la cigüeña que trae niños de París. Si existiera,
ya la habrían fichado para llevar comidas a domicilio. Cero gasto en gasoil, un
jornal a base de lombrices de tierra, una rentabilidad magna. Era el turno de
las llamadas.
Llegó la primera. Un señor de Lugo al teléfono.
—¿Pepe de Lugo? ¿De dónde llama? –saludó la
presentadora.
—Sí, Pepe, de Lugo.
—Pero, ¡dime de dónde llamas!
—De Lugo.
—Vale, Dios mío, ¡qué espesa estoy esta tarde!
—Madia leva.
Mientras, se aclara, llamo para donar 75 euros.
«¡Menudo hijo de puta!», pensé. Con todo le di las
gracias, lloré, porque, como dice la sociedad, a más lágrimas, mayor el
sentimiento. Trucos de hipócritas, al fin y al cabo.
Segunda llamada. Una señora de A Coruña.
—¿María de A Coruña?
—Sí, buenas tardes. No me pierdo el programa.
Estáis haciendo una gran labor, de verdad. Aunque, el gobierno debería evitar
que el Estado de Bienestar se fuera al garete, y no los ciudadanos.
—No estamos aquí para criticar al gobierno, sino
para ayudar a esta pobre gente.
—Mexan por
nós e temos que dicir que chove.
—María, ¿por qué has llamado?
—Porque quiero ayudar a Irene.
—¡Qué pregunta más tonta hago! ¿Por qué quieres
ayudar?
—Porque con lo que me desgravo cada año hago obras
de beneficencia. Me comprometo a pagarle todo el tratamiento a la señorita.
—¿¡Me está diciendo que ya tenemos los 6000 euros!?
¡Lo hemos conseguido! Gracias, María.
—Muchas gracias, de verdad. Ojalá hubiera más empresarios
como tú.
—Dáselas a quienes hacen las leyes –interrumpió un
señor del público–. Gracias a ellos, nosotros, los pobres, nos echamos a la
espalda todos los impuestos, mientras los más ricos pagan una mierda.
Salí llorando del plató. No sabía que podía ser más
creíble que los informativos de ciertas cadenas. Reflexioné sobre los gastos
fiscalmente deducibles y la picaresca española hasta que me dieron la lista de
teléfonos para contactar con Pepe y María. Con el dinero en la mente, el
compromiso social y el sentido de la justicia salieron por la ventana.
Enseguida tendría mi medicamento sin pedir ni un céntimo a mi familia. Había
llegado el momento de hacer caja.
—¿Pepe? ¿Pepe?
—No me llame más, no voy a contratar su póliza de
seguros.
—Perdone, Pepe, se confunde. Soy la chica del
programa, la que se muere y está sola y amargada en esta vida. ¿Cómo me pasa el
dinero?
—No, jovenzuela, la que se confunde eres tú. No le
pienso dar nada.
—¿Nada, señor?
—Bueno, sí, te doy el pésame y buen viaje.
—¡Hijo de perra! ¡Ojalá te dé un ictus! Ese va a
ser mi souvenir. Jugar con el dolor ajeno. Muérete.
Llamé, desilusionada, al segundo y último número.
Contuve mi ira como jamás imaginé que haría.
—Hija, ¿qué quieres? ¿Ya te estarás muriendo? ¡Qué
inoportuna siempre! Tú no eres una hija, eres un herpes.
—Nada como el cariño de una madre. Me he
confundido. Pensaba que había llamado a María.
—¡Sorpresa! ¡María soy yo!
—No bromees, mamá, que con estas cosas no se
juegan.
—Ya, Irene, yo solo juego contigo y tu enfermedad.
Yo soy la empresaria de A Coruña. Papá y yo somos quienes vamos a pagar tu
tratamiento y punto.
—¡Asco de madre! A ti la abuela no te engendró en
el útero, sino el intestino grueso.
—Cállate, cariño, que si no fuera por tus padres,
no estarías en este mundo. Bueno, ahora que lo pienso, sería más correcto decir
que “no estuviste”. El tiempo te devora –se partía de risa–. Tic-tac. Tic-tac.
50 DÍAS PARA MORIR. «En el amor hay que saber cuándo decir adiós».
45 DÍAS PARA MORIR. «Si quieres morir, depende de alguien».
42 DÍAS PARA MORIR. PRÓXIMO CAPÍTULO A LAS 11.00 ESTE SÁBADO 11 DE ABRIL45 DÍAS PARA MORIR. «Si quieres morir, depende de alguien».
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