miércoles, 8 de abril de 2015

45 DÍAS PARA MORIR. «Si quieres morir, depende de alguien».

Si quieres morir, depende de alguien. Con esta reflexión y otras me desperté aquel lunes, y, además, con un frío que inducía a no apartar la frazada. No pudo ser así, porque, como el péndulo de un reloj, oscilaba entre quedarme en casa o salir a la calle y devorar este tiempo de descuento. Ganó lo segundo. Reconozco que mi principal motivación fue acicalarme para acudir a un programa de televisión vespertino. Admito que, a no ser por ello, habría dedicado el día a descansar, a dejar pasar las horas, como pasan las aguas del río, y a zambullirme en ellas. No creo que las personas sean más felices cuantos más viajes y más locuras realizan, sino cuando sus acciones y sus pensamientos se estrechan la mano, cuando entienden que la felicidad no es otra cosa que una decisión.

¿Yo en la tele? En pocas palabras, el doctor me había hablado de un tratamiento experimental. Tan caro como posiblemente poco efectivo. Pocas esperanzas, en fin, para 5500 euros. Mis padres pretendían pagármelo, sin embargo, me negué. Estoy cansada de depender económicamente de ellos. De ese padre que cree que sus ausencias constantes por trabajo se compensan con dinero, con regalos y con permisividad dilatada. De esa madre con sensibilidad de estropajo, que no repara en chascarrillos sobre mi muerte. Quiero ganarme algo por mí misma, sin ayudas, sin que nadie se sume un tanto. Además, este deseo figura en la lista de sueños que cumplir antes de que mi telón vital caiga.

16.30. En un programa casposo, morboso y con más espectadores en las gradas que tras los televisores, aparecí. Mientras luchaba por no deshidratarme con los focos encendidos, advertí que la máquina de hacer de las miserias un escaparate para la caridad y la compasión ya estaba en marcha. La música sensiblera de fondo, puesta. Los vídeos de testimonios enfocados en la lágrima fácil, preparados. El envejecido público, por su parte, parecía darlo todo, como si, a modo de comisión, repartieran recetas médicas para luego revender los medicamentos. Siendo honesta, yo también estaba preparada para dejar de serlo.

—Esta tarde conoceremos a Irene Meroño. Una pobre gallega de 19 años que conoce en sus propias carnes lo perra que puede llegar a ser la vida –me presentó la periodista–. Irene, cuéntanos por qué estás aquí.
—Me muero. En 45 días seré… O mejor, no seré… En el hospital no me dan esperanzas, sufro una enfermedad rara y, nada, muchas pruebas, muchos miedos, pero no hay cura. Imagina que hoy estás bien, con tu cuerpo y, de golpe, a la mañana siguiente te enteras de que dentro de unas semanas tus manos y tus piernas serán igual de útiles que las de un espantapájaros. Ese es mi caso. Me estoy muriendo poco a poco, siento que mi cuerpo está perdiendo fuerza y el proceso es irreversible. Supongo que los ancianos se van haciendo a la idea e, incluso, algunos pierden la conciencia, eso facilita la despedida, pero ¿cómo te enfrentas con menos de veinte años a la muerte?
—¡Uff! Irene, se me eriza la piel… Regidor, un pañuelo, no sé si continuaré con el programa. Me estoy llorando viva. Irene, ¿de dónde sacas fuerzas para levantarte cada mañana?
—¿Fuerzas? Ninguna, señora. Si me levanto, es para no pensar. Quiero mantener la mente ocupada. Pero, nunca lo consigo. ¡No sé cómo enfrentarme a la muerte! Estoy aterrada.
—Mira cómo estamos todos: conmocionados con tu caso. Escúchame: tienes que ser fuerte, no te rindas, ¿eh?, mi niña. La vida es un camino de lágrimas y solo nos queda aceptarlo. Padecimiento tras padecimiento. Bueno, ¿cómo podemos ayudarte desde el programa?
—Quisiera pedirle a los telespectadores seis mil euros para un tratamiento experimental. Sé que es mucho dinero, pero entre todos podéis darme un poco más de vida y, quién sabe, tal vez la cura a mi enfermedad.
—Irene, además de desgraciada, ¿no tienes a nadie que te pueda ayudar?
—La única familia que me queda es mi madre, y es una cocainómana arruinada que me vendería por cuatro lonchas de salchichón. ¡Estoy sola! ¡Sola y muerta! ¿Amigos? ¿Qué es un amigo? Vivo a expensas de la caridad y de cuatro monjas que me dan algo de comida, como esas ancianas que dejan las sobras en las esquinas para los gatos callejeros.

El público lloraba, la presentadora ponía cara de circunstancia y adoptaba la postura de la compasión, yo seguí mintiendo, haciéndome la víctima. Dar lástima es una droga, sin duda. Mientras lo haces, disfrutas de ese placer de echar la culpa a los demás, al mundo, e, incluso a cualquier cachivache. Pero, luego, esa mierda siempre vuelve a ti, a su origen, y te destruye. El fin justifica a Maquiavelo; los medios tienen el mismo interés que para un biólogo la cigüeña que trae niños de París. Si existiera, ya la habrían fichado para llevar comidas a domicilio. Cero gasto en gasoil, un jornal a base de lombrices de tierra, una rentabilidad magna. Era el turno de las llamadas.

Llegó la primera. Un señor de Lugo al teléfono.
—¿Pepe de Lugo? ¿De dónde llama? –saludó la presentadora.
—Sí, Pepe, de Lugo.
—Pero, ¡dime de dónde llamas!
—De Lugo.
—Vale, Dios mío, ¡qué espesa estoy esta tarde!
Madia leva. Mientras, se aclara, llamo para donar 75 euros.

«¡Menudo hijo de puta!», pensé. Con todo le di las gracias, lloré, porque, como dice la sociedad, a más lágrimas, mayor el sentimiento. Trucos de hipócritas, al fin y al cabo.

Segunda llamada. Una señora de A Coruña.
—¿María de A Coruña?
—Sí, buenas tardes. No me pierdo el programa. Estáis haciendo una gran labor, de verdad. Aunque, el gobierno debería evitar que el Estado de Bienestar se fuera al garete, y no los ciudadanos.
—No estamos aquí para criticar al gobierno, sino para ayudar a esta pobre gente.
Mexan por nós e temos que dicir que chove.
—María, ¿por qué has llamado?
—Porque quiero ayudar a Irene.
—¡Qué pregunta más tonta hago! ¿Por qué quieres ayudar?
—Porque con lo que me desgravo cada año hago obras de beneficencia. Me comprometo a pagarle todo el tratamiento a la señorita.
—¿¡Me está diciendo que ya tenemos los 6000 euros!? ¡Lo hemos conseguido! Gracias, María.
—Muchas gracias, de verdad. Ojalá hubiera más empresarios como tú.
—Dáselas a quienes hacen las leyes –interrumpió un señor del público–. Gracias a ellos, nosotros, los pobres, nos echamos a la espalda todos los impuestos, mientras los más ricos pagan una mierda.

Salí llorando del plató. No sabía que podía ser más creíble que los informativos de ciertas cadenas. Reflexioné sobre los gastos fiscalmente deducibles y la picaresca española hasta que me dieron la lista de teléfonos para contactar con Pepe y María. Con el dinero en la mente, el compromiso social y el sentido de la justicia salieron por la ventana. Enseguida tendría mi medicamento sin pedir ni un céntimo a mi familia. Había llegado el momento de hacer caja.


—¿Pepe? ¿Pepe?
—No me llame más, no voy a contratar su póliza de seguros.
—Perdone, Pepe, se confunde. Soy la chica del programa, la que se muere y está sola y amargada en esta vida. ¿Cómo me pasa el dinero?
—No, jovenzuela, la que se confunde eres tú. No le pienso dar nada.
—¿Nada, señor?
—Bueno, sí, te doy el pésame y buen viaje.
—¡Hijo de perra! ¡Ojalá te dé un ictus! Ese va a ser mi souvenir. Jugar con el dolor ajeno. Muérete.

Llamé, desilusionada, al segundo y último número. Contuve mi ira como jamás imaginé que haría.
—Hija, ¿qué quieres? ¿Ya te estarás muriendo? ¡Qué inoportuna siempre! Tú no eres una hija, eres un herpes.
—Nada como el cariño de una madre. Me he confundido. Pensaba que había llamado a María.
—¡Sorpresa! ¡María soy yo!
—No bromees, mamá, que con estas cosas no se juegan.
—Ya, Irene, yo solo juego contigo y tu enfermedad. Yo soy la empresaria de A Coruña. Papá y yo somos quienes vamos a pagar tu tratamiento y punto.
—¡Asco de madre! A ti la abuela no te engendró en el útero, sino el intestino grueso.

—Cállate, cariño, que si no fuera por tus padres, no estarías en este mundo. Bueno, ahora que lo pienso, sería más correcto decir que “no estuviste”. El tiempo te devora –se partía de risa–. Tic-tac. Tic-tac. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario