martes, 14 de abril de 2015

39 DÍAS PARA MORIR. «Nuestro único miedo es a nosotros mismos».

 «Nuestro único miedo es a nosotros mismos. Poco más de treinta despertares me quedan. El cómputo es simple si a cada día le atribuyes un amanecer, un cambio de turno entre la luna y el sol en su alternancia celeste. El cómputo se complica si intento medir mi miedo, que surge de la incertidumbre por no encontrar respuestas, después de jornadas buscando argumentos para defender en el Juicio Final –si lo hay– que aproveché mis días, convirtiendo los deseos en hechos y despidiéndome de mi casa, de mi calle, de Galicia, de España, del mundo y, sobre todo, de la vida.

Serían las nueve menos veinte cuando abrí los ojos y, sentada en la cama, tanteando con los pies, invertí cinco minutos en encontrar las pantuflas. Encendí la lámpara y tomé el cuaderno de la mesita de noche, con permiso de su luz, deslumbrante y cegadora. Repasé mi lista de deseos y taché los que satisfaría hoy: conducir un coche y conocer a un famoso.

No había nadie en casa. Mi hermano Miguel estaba en clase. De mis padres no podía indicar su paradero. En el garaje el coche de mi padre no estaba. Quizás habrían ido otra vez al hospital para consultar al médico cuán veloz era el proceso degenerativo de mi enfermedad rara y así prever cuándo mi cuerpo de carne y hueso tendría la misma independencia de un cuerpo de tela y botones, rendido a la voluntad de un ventrílocuo. Así las cosas, el único inconveniente para coger el Audi de mi madre era el carecer de permiso de conducir. No podía dejar pasar esa oportunidad. Poseía las nociones básicas. Mi padre me las proporcionó hace muchos años, cuando le pesaba más la familia que su negocio de peinetas. Giré la llave de contacto, esperé a que el motor diesel se calentara y salí. A decir verdad, antes de salir, lo calé un par de veces; después de eso, el embrague y mi pierna izquierda firmaron un armisticio y actuaron en consonancia con mis fines.

Soy una temeraria, una inconsciente. He puesto en peligro la vida de muchos –demasiados– viandantes, conductores y pasajeros, al conducir sin licencia y sin formación, pero necesito aventura, perder el control de mí misma y romper los límites que me he ido imponiendo a lo largo de estos años por miedo a sacar la versión más salvaje, más brutal, más perra, pero más honesta de mí. No obstante, conduje con precaución.

Leopoldo Marín, el famoso ensayista, médico y filósofo murciano estaba firmando copias de su último libro, Enfermedades raras: la disgregación de la ética en pos del capitalismo kamikaze en un hotel. En él reflexiona sobre los vínculos de la ciencia y la ética, cada vez menores, porque el dios Dinero, el Zeus del siglo XXI, pone a la ciencia no al servicio de los enfermos, sino al de las enfermedades y, en último extremo, a disposición del capital.

Atravesaba el corazón de la ciudad tensa, con la angustia con que boicotean las posibilidades. De inmediato, advierto que, en uno de los cruces, a la derecha, el coche de mi padre estaba detenido esperando a que el semáforo se pusiera verde. No subestimé el acelerador, no podían verme, temía más a mis padres que a la policía, o casi. Aceleré, salté semáforos en rojo, esquivé motoristas, transgredí el código de circulación de cabo a rabo y violé todo límite de civismo. Atropellé a una anciana, pero, bueno, no hay acción sin efecto, como tampoco hay libertades sin consecuencias (la muerta de esta fue mi consecuencia). Un daño colateral, un anécdota que comentar con las amigas.


En el aparcamiento del hotel, algo cansada por el ajetreo citadino, concluí esta huida hacia adelante aparcando con más cautela que prudencia, ratificando que la marcha atrás era mi asignatura pendiente. Entré al hotel; en la recepción percibí una cosa brillante y de tono gris. «Debe de ser el timbre, ve a tocarlo», me dije. Miré a la izquierda. Había un papel pegado sobre una suntuosa puerta de doble hoja. Avanzando tres metros, logré leer su contenido. «Firma de libros de Leopoldo Marín». Iba a abrir la puerta, pero escuché cómo unos pasos se acercaban a mí. Era, al parecer, la recepcionista, una sexagenaria con la vitalidad de una veinteañera y la experiencia de un dios cotilla, nutriéndose de la vida y los varapalos de los mortales. «Disculpe, joven, la firma ya ha acabado. El señor Marín ha subido a su habitación», me dijo.

Con ostensiva sensatez le pedí el número de su habitación. Si bien sus frases se ciñeron a los moldes de la cortesía, no aflojó su terquedad. A no ser por mis argucias y la laxitud de mi carácter, habría perdido la oportunidad de conocer a este autor. Un autor de sintaxis abrupta, de léxico más bien poco delicado, pero de frases certeras, que pintan con letras y signos de ortografía la frustración y la reflexión sobre la ciencia y los enfermos. La lectura se ha convertido para mí en un masaje para destensar los cargados músculos de la soledad, de descubrir que hay otros que sufren como yo. Otros que cierran los ojos por las noches temiendo que no haya más mañanas, más despertares. Otros en mi misma situación, con la misma edad y con la muerte a dos pies de distancia, o de cercanía. Golpeé la puerta de su habitación.

—Pasa, Johana –me invitó a entrar.
—Leopoldo… ¿Le pillo en un mal momento? –llevaba solo un albornoz.
—No te preocupes, ahora me lo quito.
—Me muero en 39 días, le admiro y querría que me lo firmara –le mostré mi libro y, al mismo tiempo, suyo.
—Claro, claro, ponte cómoda. ¿Te hace el vodka?
—No, gracias.
—No insistiré entonces. Anda, desnúdate. No hay tiempo que perder.
—¿Me va a reconocer, doctor?
—Te ayudo –me quitó el pantalón y las bragas rápidamente, de un modo instintivo, delicadamente salvaje y de una manera vigorosa.
—Ojalá encuentre una medicina, algo, una solución, o, al menos… Qué se yo… Como dice en su libro, la ciencia es un negocio, las empresas farmacéuticos lo son. ¿Que la ciencia está al servicio de los enfermos? ¡Mentira! Solo de la enfermedad…
—Cállate –se quitó el albornoz y me mostró su cuerpo desnudo, totalmente desnudo–. Voy a inspeccionarte a fondo el lugar donde la vida comienza, o donde das vida a mi otro yo.
—Pero, doctor, ¡qué me saca veinte años!
—Silencio, ahora lo meto todo y te compenso.
—Muy interesante su reflexión sobre que a las farmacéuticas no les interesa curarnos, sino hacernos esclavos no tanto de nuestros males como de su codicia, de sus medicamentos crónicos en lugar de erradicar las enfermedades con una sola pastilla. Trafican con nuestro dolor –comencé a enrojecerme, a sentir calor en la cara y en lo que no es la cara, mis pezones cobraron vida y animaron su miembro viril, pero intenté resistirme o, más bien, intenté fingir que me resistía.
—Silencio, putita –bajó sus manos a mi hendidura–, ¡qué seca estás!
—Pues como mucho y bien…
—Me gusta que no pierdas el apetito, pero mucho.
—Enseguida la enfermedad hará estragos, eso será lo más duro, ver mi caída en cámara lenta, acostarme hecha polvo, y levantarme peor, y saber que cada día seré más mierda…
—Se nota que no eres rusa, hija mía. Cállate y déjate hacer… Llévate una alegría a la tumba…
—¿Conque besuqueos por el cuello? Usted lo ha querido… –lo empujé hasta el colchón y trepé por el trigal de sus pectorales, por su cuerpo velludo.
—Irene, Irene –suspiraba–, hazte pasar por tetrapléjica. Menudo morbo…

Casi una hora después acabé hecha polvo, saboreando más el haber transgredido los límites de la moralidad que el goce sexual. Tenemos un solo miedo y ese es a nosotros mismos. Miedo a abandonarnos a merced de lo visceral, lo sensual, lo pasional; temor a arrancarnos el qué dirán o, más bien, a despojarnos de lo que queremos ser y, no somos por mucho que lo intentemos. Yo me moriré en unos días, es cierto, pero tú, que estás leyendo, seguirás vivo, o no. Tal vez mueras antes, solo, hundido en la miseria, en la más puta de las soledades. Tal vez me odies, pero tú no vivirás el éxtasis que siento por las cosas y las libertades que me regala el saberme mortal, el vivir a diario la degradación de la muerte. Tú no sabes que es vivir porque estás muerto.

Tan pronto como acabamos Leopoldo y yo, me vestí con prisa. Me repudiaba incluso lo que hace unos minutos me excitaba. Así que, en mangas de camisa, me dispuse a despedirme de él. «Entonces, ¿me firmas el libro o no?», le pedí. Me escribió la dedicatoria y, acto seguido, me entregó un fajo de billetes, de un modo rápido, casi clandestino. Qué era aquello, por qué me dio setecientos pavos, me pregunté.
—¡¿Cómo me das esto?!
—Por el servicio, ¿es poco? Toma uno verde.
—¿Qué servicio? Un momento… ¿Me estás llamando puta?
Puta no, escort… Mi mánager te buscó… Oye, que si no lo quieres, me lo quedo.
—¡Ay! Tonta de mí, ha sido un lapsus… Los ochocientos pavos, para el ataúd».


Asun dejó, atónita, los escritos de su hija sobre la mesa de centro. No logró articular palabra, así que descargó la tensión por el relato sobando la esponjosidad de un cojín.
—Asun, di algo.
—Nuestra hija era una puta.
—Respétala, está muerta, ¿me entiendes?
—¡Claro, que te entiendo! A la que no entiendo es a ella, y no solo porque esté muerta, que también, sino porque nunca tuvimos una conversación de corazón, profunda.
—La quisiste mucho, ¿verdad?
—Y pensar en cómo estará su cuerpecito… Ahora mismo tiene los globos oculares contraídos, sin brillo y sin la turgencia habitual; en tanto la rigidez de sus músculos se atenúa, aumenta la temperatura de su cuerpo. Está sufriendo la distensión del abdomen y la vulva se está estirando a lo bestia, los microbios anaeróbicos la están llenando de gases y haciendo de sus tejidos masas viscosas de tono verdoso y grasa corrompida y su actividad no cesará hasta acabar desfigurándole su anatomía. Y la red venosa superficial… ¡Tengo hambre! ¿Le pido a Angelines que nos sirva la comida?

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