«Carpe mortem, carpe agapem… Tomé con determinación
la jeringuilla, empujé el émbolo hasta desahuciar el aire y verifiqué que del
bisel de la aguja comenzaba a salir el líquido blanco. Era curioso que, de un
utensilio que otras veces había prorrogado mi despedida, esta vez tuviera un fin
tan distinto. Aprisioné en mis pulmones bocanadas incontables de aire; había
llegado el momento de hacerlo. Lo hice. La clavé e introduje en el cuerpo todo
el líquido mortal. Al pollo deshuesado no debió de importarle, es la ventaja de
estar muerto, como tampoco le agrió el carácter el hecho de que después lo
hinchiese de trozos de manzana golden y ciruelas secas. Seguí las instrucciones
de la receta a rajatabla, aunque admito que opté por la estimación de las
cantidades de mantequilla, de agua o de vino en vez de la medición exacta.
—Hija, ¿qué haces cocinando? Tenemos a Angelines
para estas cosas.
—Es mi siguiente deseo de la lista. Como os vais, voy
a invitar a mis amigos esta noche.
—Irene, con la poca vida que te queda, ¿cómo la
pierdes en hacer un pollo relleno? A ti no es que te queden dos telediarios, es
que en lo que tardas en rellenar otro pollo, estás incinerada.
Mi madre se quedó mirándome con extrañeza. Oteó los
edificios de cacerolas, cuencos y sartenes que levanté sobre la encimera. A la
altura del granito, los utensilios se escondían por esa ciudad metálica y
rehuían mis manos. El siguiente paso: coser el pollo con palillos e hilo.
—Irene, eso mismo te harán así. Te rajarán,
analizarán tus órganos y te coserán. Y al crematorio.
—¿Qué ganas removiendo el dolor que siento?
—Distanciarme. ¿Qué crees, que por mucho que no
hablemos del tema, no te harán la autopsia en 36 días, que no serás un puto
fiambre?
—¿Tanto te cuesta entender que quiero vivir?
—Pues vas lista.
Rociado con vino de Jerez y aceite de oliva,
salpimenté el pollo y lo metí al horno. Lo observé durante un par de minutos y
medité sobre la conveniencia de seguir las normas. Desprecié los siguientes
consejos: cubrir la pechuga con papel de aluminio, no cocinar una pieza
demasiado grande y asar con lentitud, sin superar los 180º. ¿Qué más da unos
grados más? Seguro que esas notas y esos trucos no eran más que trabas con que
sucumbir en el intento bajo los pies de la desgana».
Irene Meroño miró el reloj de la cocina fijamente,
como queriendo poner en práctica la telequinesia. Estrepitoso fracaso fue aquel.
El tiempo no da tregua, el pasado no vuelve o, tal vez, los que no volvemos
somos nosotros. La física cuántica afirma, incluso, que el tiempo no es lineal,
que lo que existen son los tiempos fractales lineales cuyos dueños somos
nosotros, los observadores. En siete horas daría comienzo la gran fiesta con
amigos que estaba preparando Irene. Mataría dos pájaros de un tiro o, más bien,
tacharía dos deseos más de su lista. Por teléfono, invitó a una veintena, pero,
muy a su pesar, el número de invitados se redujo a once, tras largas, excusas y
condescendencia.
A continuación, se dispuso a preparar su primera
tarta de tres chocolates con el espíritu de seguir con plena fidelidad la
receta, sin embargo, el procedimiento fue más laxo, más flexible, de lo
planeado. Del horno emanaba un olor magnífico, que le permitió creer que al fin
y al cabo se desenvolvía en la cocina con la soltura necesaria para que sus
platos fueran el punto de encuentro de la creatividad y la exquisitez.
Primero, comenzó triturando las galletas con un
rodillo. Sintió entonces un hormigueo por los brazos, el primer indicio de que
la enfermedad degenerativa ya no tendría ni un ápice de piedad. No le quedó
otro remedio que recurrir al robot de cocina. A lo triturado le sumó la
mantequilla derretida. En tanto compactaba con las manos la masa sobre el
molde, vinieron a su memoria su infancia y aquellas tardes entrañables junto a
Natalia, su mejor amiga, preparando coloridos pasteles de plastilina con el set
de Play-Doh.
«Irene, nos vamos, te quedas sola en casa. Que la
suerte te acompañe, porque la muerte ya lo hace», se despidió su madre. Una tabla de chocolate negro, un brik pequeño de nata líquida,
algo menos de un vaso de leche y un sobre de cuajada. Era el turno de preparar
la primera capa y, también, al mismo tiempo, la segunda, la de chocolate con
leche. Dos cazos a los que atender, dos brazos con que mezclar los
ingredientes. «Estaba claro, las recetas no hace falta seguirlas; con un poco
de intuición y atrevimiento haces dos pasos a la vez», reflexionaba. ¿Cómo iba
ella a acatar las normas? ¿Dónde está la intuición, la rebeldía o, simplemente,
la seguridad en uno mismo? No, ni hablar, preparó las dos capas a la vez y
subió el fuego. Tenían que hervir, ¿qué podría salir mal?
—Mierda, mierda, se está quemando el chocolate negro…
Me duelen los brazos. Joder, el chocolate con leche tiene grumos… Bueno, seguro
que se lo comen todo, porque, claro, a los enfermos terminales hay que
dejárselo pasar todo… Como si estar a punto de morir te hiciera menos hijo de
puta.
A continuación, vertió cada capa en el molde
directamente, y no como su madre y el recetario le indicaban, esto es,
vertiendo el contenido de cada cazo sobre una cuchara para que amortiguara la
caída y no se mezclara con la anterior. Subestimó las leyes de la física en relación
a la energía potencial y a la energía cinética, pero, también, las de la
tradición. De hecho, sus padres comentan esto en el sofá después, en un momento
en que la vida ya no forma parte de ella.
—Nunca aceptó el sistema. Siempre rebelde, siempre
intentando poner la zancadilla a lo preestablecido, y ahora mira, Asun, dónde
está.
—Cariño, ¿otra vez? Claro que hizo bien siendo
crítica, hay más de 7000 millones de personas en el mundo, pero ni un millón de
cerebros activos.
—¡Tonterías! Las cosas son como son. Irene siempre
quiso cambiarlas, aunque fueran inamovibles, fijas.
—La adolescencia, esa es la culpable. Tengo la
impresión de que en sus últimos sesenta días de vida iba perdiendo madurez: de
ser una joven adulta, pasó a una adolescente y, luego, a una niña.
—Hizo lo mismo que todos. Creyó que podía cambiar
el mundo, el sistema, desde fuera, pero ¿cómo hacerlo cuando formas parte de
él? Las revoluciones deberían iniciarse desde dentro…
Los padres siguieron leyendo el capítulo 26 de su
adiós anunciado.
«Por último, la capa superior, la de chocolate
blanco, la hice con toda mi dedicación, oteando la mezcla. Empero, las prisas
me arrastraron a apagar el fuego antes de que hirviera. Para más inri, tampoco
arañé la capa central con un tenedor a riesgo de que se mezclara con esta.
A la hora de la cena desmoldé la tarta y comprobé
que saltarse ciertas normas tiene consecuencias, que las capas aparecían tan
mezcladas como mi mente, y que la capa de chocolate blanco no se había cuajado.
Antes de que esto ocurriera, cuando aún faltaban
cinco horas para recibir a los amigos y celebrar mi fiesta, la última,
sucedieron otras cosas. Resumiendo, preparé la mesa, encendí el reproductor de
música y metí un cedé con una lista de canciones festivas. Hoy no era día de
llantos, de tristeza, ya había llorado muchas veces a lo largo de mi vida y
especialmente este último mes. Quería ser feliz durante tres horas sin pensar
en que dentro de unos días mis padres celebrarían en torno a mí otro
aniversario, el de mi muerte. Necesitaba ser feliz con mis amigos, despedirme
de ellos. No pedía tanto.
Acicalada más de ilusiones que de afeites, fui
recibiendo pequeños, educados, tiernos, dulces y afectuosos mensajes, llamadas
y wasaps.
“Se me ha roto el coche, no puedo ir. Lo siento,
cariño”.
“No puedo dejar el perro solo en casa, que ladra y
los vecinos se quejan. Nos vemos pronto”.
“Nos han puesto un examen sorpresa, no iremos a tu
fiesta”.
“Al final no voy a tu fiesta, perdóname, amor”.
“Me ha venido la regla, Irene, no estoy de humor,
otra vez será”. Sí, en el infierno, hija de perra, pensé.
“No puedo ir a tu fiesta, mi novia tiene un
retraso, vamos al médico”. ¡Y si se sorprende ahora el muy mamón! Tu novia es
retrasada y te pone los cuernos, orco de metabolismo lento, me dije para sí
misma.
“No voy a tu fiesta, tengo que comprar un mantel
con mi madre”.
“Me he levantado con diarrea, te envío una foto
como prueba”. Ojalá te mueras antes, Natalia, para ir al cementerio y escupirte
o vomitarte en la tumba, la maldije.
La fiesta se desmoronó como mi tarta de tres
chocolates, como yo misma. La estabilidad parece que no existe; la felicidad,
tampoco. En cada alegría, siempre hay tristeza; en cada comienzo, una
despedida; en cada cena, un hambriento; en cada casa, un sin techo; en cada
camino, alguien que está corriendo y no encuentra un lugar donde parar, alguien
que se busca y busca y descubre que está solo en el mundo como los otros
habitantes de la Tierra. Cené con la soledad de Alicia y Marcos, los únicos que
se dignaron a venir, quizá los menos cercanos a mí de los once invitados, pero
quizá los más fieles, los más amigos. Alicia siempre ha sido como las ayudantes
de los magos, que aparecen y desaparecen, pero que, en el fondo, siempre están.
Marcos, por su parte, es el eterno soltero, el plan B cuando los amigos
discuten o rompen con las novias.
Podría decir que disfruté, que no me importó cenar
casi a solas en mi última fiesta pese a ser tres gatos, que bailamos como si no
hubiera un mañana, que bebimos hasta reventar, que jugamos al strip poker, o que nos acostamos hasta
las tantas, pero no recurriré a la mentira. Hablamos más por cumplir que por
deseo, nos contamos miserias, y escuchamos música propia de juergas y garitos,
sentados en el sofá jugando al parchís. Intentando matar las fichas de mis
adversarios a la vez que pretendía asesinar la idea de que los que creí amigos
eran unos traidores egoístas.
Recuerdo que Marcos me dijo: “No pienses eso de
ellos, quizá no están preparados para sufrir tanto, quizá temen hacerte daño
con ciertas palabras, quizá la situación los supera. Nadie está preparado para
decir adiós con serenidad y fuerza aparentes cuando se llora desesperado por no
encontrar el modo para que nunca te marches”. ¿Y por qué no? Tal vez los
ausentes no fueron malos amigos en su momento. Que el aquí y el ahora me
demuestren la crueldad, la falta de amor y el rechazo, no significa que antes
no me quisieran. O no. Fui feliz en su compañía y me consta que ellos conmigo
también lo fueron. Soñé que estaríamos siempre unidos y me consta que ellos
también lo soñaron. Descarté la posibilidad de acabar abandonada por ellos, y
aquí estoy, descartada, abandonada. La gente te deja en la cuneta o eres tú quienes
los deja, no sé. No sé si quiera qué hago en esta vida, escribiendo, cuando
estoy tocada de vida, o tocada de muerte. Siento frío, tengo frío. Ya es tarde».
Irene cayó al suelo. Los dos amigos intentaron
reanimarla. Perdió el conocimiento. Avanzó hacia su epitafio.
32 DÍAS PARA MORIR. PRÓXIMO CAPÍTULO, martes 21 de abril a las 11.00.
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