Las cosas no son viejas; los viejos son los ojos. Desperté. Hacía frío, demasiado para mis entrañas, poco para mi esperanza helada. Mi madre me abofeteaba con el propósito oficial de que yo superara mi desmayo. Miguel me hacía cosquillas en los pies incitando a mi sistema nervioso a responder a los estímulos. Mi padre miraba el reloj y Carlos bebía cerveza.
«Uff, ¡qué dolor de cabeza, mamá! ¿Qué hora es?»,
mascullé para alivio de mi familia. Era medianoche y estábamos en el Parque
Natural Terras de Breixos. Extendí los brazos. Toqué algo. Pequeño, con plumas,
garras amenazantes y con un pico curvado y afilado.
—¿Qué es esto? ¿Un pájaro?
—Es un búho.
—Está muerto, mamá. ¡No respira! –exclamé.
—No seas tiquismiquis, que en un mes estarás igual
y, por eso, no te dejaremos de querer.
—Ante esto, ¿qué tengo que hacer, odiarte o
amarte?
—Vive, Irene, no pierdas el tiempo en pensar en que
debes pensar…
—Bueno, ¿y me dirás ahora qué hace aquí un búho
muerto?
—Carlos, que es un idiota. Sin querer, o eso dice,
le ha pegado un golpe con la guitarra y lo ha matado, el muy subnormal.
—¿Quieres que me sienta culpable? –terció Carlos–.
Ya os he dicho que lo siento, ¡lo siento! ¿Qué queréis que haga? ¿Acaso la
culpabilidad sirve para solucionar el problema?
Fraguamos el plan para deshacernos del búho y las
respuestas a los guardas en caso de que nos pillaran con las manos en la masa.
A continuación, dormimos tumbados y haciendo de los abrigos, mantas y
colchones, tan improvisados como ineficaces para resguardarnos del frío.
Personalmente, más que dormir fui solapando cabezadas, en tanto a mi cabeza
venían imágenes. Lúgubres, vegetales,
herméticas.
Un hecho inopinado nos desveló a todos a las siete
y veinte. Alguien golpeaba la puerta y era tal la energía que invertía que me
asombró que la caseta no hubiera acabado con el alicaído destino del primer
cerdito del cuento, el incondicional a las pajas. «Abra la puerta», exigía una
voz grave. Guardamos silencio. No cejó en su empeño de amedrentarnos. Silencio,
silencio y dos toneladas de silencio. Sin embargo, el azar es tan cruel que mi
padre calculó mal dónde poner el pie y le pisó los dedos a mi madre.
—¡Me cago en tus putos muertos! –gritó.
—¿Desacato a la autoridad, señora? No complique más
la situación. Haga el favor.
—Aquí en la cabaña no hay nadie –contestó con
acento argentino faltando a la coherencia tanto como confiando en la escasez de
inteligencia del guarda.
—¿Entonces con quién hablo? ¿Con un fantasma?
—En efecto, señor. Es lo que lleva haciendo en su
mísera existencia: hablar solo. Nadie le quiere, acéptelo –le espetó con un
tono afectado.
—¿Usted cómo sabe eso? No me conoce. Salga o traigo
refuerzos.
—Solo con escucharle sé que no es feliz, boludo.
Con esa voz de amargado, con esa poca gracia para dirigirse a una mujer… Si
fuera feliz, no estaría con ese humor de perros.
—Celia, Rafa, venid a la caseta 3, tenemos
problemas… –habló por teléfono–. Mujer –se dirigió de nuevo a mi madre–, dígame
quién se levanta de buen humor por las mañanas.
—Muy pocos. Muy pocos llevan una vida feliz… Ahora,
déjeme dormir y váyase.
—Se arrepentirá, señora. Si no abre, esperaré
frente a la puerta. Le va a salir muy caro haber hecho fuego y haber matado a
un búho. Además, ahora vienen mis compañeros.
—Otario, pavo, gil…
—¿Quién en ese?
—Abombado, trolo, maraca, no me traiga aquí a una
maturrangada.
—Abran la puerta. Han matado a un búho y han hecho
fuego. Ya estamos aquí los tres.
—El banco nos ha quitado la casa, nuestra casa.
¿También nos van a robar, a ajeniar la caseta? –improvisó mi madre.
—Solo me limito a hacer valer la ley. Soy un
mandado.
—Tú eres limitado a secas. Acatar a veces es otra
forma de robo.
—Salgan ya, o le prendo fuego a la caseta. Luchen
contra los abusos del sistema, pero sin joder al prójimo –terció una voz
femenina».
Huérfanos de hija, huérfanos del calor de un hogar
feliz en otros tiempos, Asun y Martín leyeron unos párrafos en silencio con el
rubor en las mejillas, coloreando tibiamente la palidez de sus caras. La
crueldad de tal acto de mutismo me impide reproducir la escena.
«Dichas palabras, pronunciadas con la soberbia de
un tahúr descubierto en su engaño y con la imprudencia de un faquir carente de
técnica introduciéndose cuchillos en la boca, levantaron una polvareda enorme,
colosal, acrecentada por un par de organizaciones ecologistas. El volumen de la
vocinglería alertaba de que sus creadores no podían ser menos de treinta. Los
golpes amenazantes y el temblor del terreno anunciaban que debían ser gigantes.
—Papá, estos parecen gigantes.
—¿Qué gigantes? –dijo Martín Meroño.
—Estos que aquí escuchas.
—Quijotilla, estás muerta de miedo.
Para bien o para mal, los guardas de la reserva
pidieron silencio, dado que el alboroto afectaba a la fauna y a la flora de
aquel espacio, donde la paz y la calma propias habían hecho las maletas deprisa
para tomarse unas vacaciones forzadas. Nada es impasible al devastador vendaval
de hechos trágicos, del puro azar; las personas, menos aún.
—Carlos, sal por la ventana y haz lo que te digo
–le susurró mi madre.
—Okupas, salgan de la caseta. No se lo repito
–amenazó un guarda.
—Asun –apeló Carlos al mismo tiempo–, ¿dónde dejo
el búho?.
—Fuera, déjame en paz.
—¿Me está echando, señora?
—Por Dios, ¡qué puto lío! Fuera, Carlos, sal por la
ventana –ordenó en voz baja–. Pendejo, sos un salame, un perejil, no pare más
la oreja.
De pronto y tras tomar una generosa bocanada de
aire, tomó la guitarra y el búho muerto, e intentó salir por la ventana, que
estaba por el lado izquierdo de la caseta. Alguien podría verlo. No podía ni
quería arriesgarse a salir de esta aventura surrealista con una mancha, en
forma de antecedente policial, en su expediente. Precisábamos de una baza y esa
era mi hermano. «Miguel, cariño, sal y diles a todos pendejos, que vean que eres argentino», le ordenó mi madre en
vistas a que Carlos pudiera salir sin ser visto. Lo cierto es que lo
conseguimos, y lo celebramos días después, no tanto por el pequeño éxito, sino
por el ataque de risa que sufrimos cuando mi hermano salió.
—¡Ha salido un niño de la caseta! –dijo la guarda.
—Pendejo.
—¡No, hijo! –le chivó la madre.
—Pellejo.
—Pendeja, hijo, pendeja, que es una mujer –le
corrigió su madre.
—¿Cómo te llamas, pequeño?
—Pendeja, pendeja».
Angelines, después de terminar las labores y de dar las buenas noches a los señores, se sentó en el sofá con ellos, no por su voluntad, sino por ofrecimiento de Asun. Ella les comentó qué hizo Carlos por la reserva, con la guitarra en los brazos y un búho asesinado, escondido en su abrigo. «Aprovechó el jaleo que se montó con la salida de Miguel y subió una gran pendiente, siguió una senda y al ver a uno que no tragaba desde que una italiana lo rechazó por este, le golpeó en la cabeza. Su víctima cayó al suelo, y tendido, le colocó el búho en sus manos. Y ya que estaba allí le pegó una patada en los huevos, y le dio un guitarrazo más en la cara. Era tan guapo que dolía, me dijo».
«Las amenazas no es que cesaran, sino que ahora una
voz grave y un cuerpo corpulento, al parecer, comenzaron a lanzarse contra la
puerta, para derribarla. El pestillo era pequeño, mínimo, minúsculo. Temí por
mi integridad; no descarté la posibilidad de que el cómputo de días para morir
acabara en el acto. Mi madre ideó un plan.
—Irene, finge que te has muerto.
—No sé cómo se hace eso.
—Oye, pues si no lo sabes tú, que estás más muerta
que viva, ¿quién lo va a saber? No respires, cierra los ojos y que no te entre
la risa. Ve practicando, que en un mes te saldrá genial.
—Gracias, mamá. Lo haré. Solo me queda una vida y
no pienso gastarla aquí, encerrada. Temiendo.
—¿Una vida? Ilusa. 31 días. No, miento. Treinta y
unas pocas horas, y eso siendo optimistas.
Así lo hicimos.
—Abran cancha, mi hija entregó el rosquete,
espichó, estiró la jeta, cantó para el carnero –dijo mi madre al salir de la
caseta sujetando mi cuerpo, con la ayuda de mi padre.
—Pero, ¿qué dices?
—Que mi hija está dijunta, pendejo. ¿Está ciego? ¿Por qué cree vos que la llevamos
así? ¿Es un frigorífico, so perejil?».
Con el parapeto de los ayeres conocidos, la familia
Meroño visitaba cada cierto tiempo aquel escenario en que actuó la
desesperación, la angustia y una muerte latente y más próxima que nunca. Allí
siguió creciendo la acacia; allí siguió el kien-mu
de su hija. Un árbol, el centro del mundo para la difunta. Una retribución, un
favor devuelto, un resto de eternidad, una hija muerta.
27 DÍAS PARA MORIR. ESTRENO 26 de abril a las 9.00
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