miércoles, 22 de abril de 2015

31 DÍAS PARA MORIR. «Las cosas no son viejas; los viejos son los ojos».



Las cosas no son viejas; los viejos son los ojos. Desperté. Hacía frío, demasiado para mis entrañas, poco para mi esperanza helada. Mi madre me abofeteaba con el propósito oficial de que yo superara mi desmayo. Miguel me hacía cosquillas en los pies incitando a mi sistema nervioso a responder a los estímulos. Mi padre miraba el reloj y Carlos bebía cerveza.

«Uff, ¡qué dolor de cabeza, mamá! ¿Qué hora es?», mascullé para alivio de mi familia. Era medianoche y estábamos en el Parque Natural Terras de Breixos. Extendí los brazos. Toqué algo. Pequeño, con plumas, garras amenazantes y con un pico curvado y afilado.
—¿Qué es esto? ¿Un pájaro?
—Es un búho.
—Está muerto, mamá. ¡No respira! –exclamé.
—No seas tiquismiquis, que en un mes estarás igual y, por eso, no te dejaremos de querer.
—Ante esto, ¿qué tengo que hacer, odiarte o amarte? 
—Vive, Irene, no pierdas el tiempo en pensar en que debes pensar…
—Bueno, ¿y me dirás ahora qué hace aquí un búho muerto?
—Carlos, que es un idiota. Sin querer, o eso dice, le ha pegado un golpe con la guitarra y lo ha matado, el muy subnormal.
—¿Quieres que me sienta culpable? –terció Carlos–. Ya os he dicho que lo siento, ¡lo siento! ¿Qué queréis que haga? ¿Acaso la culpabilidad sirve para solucionar el problema?

Fraguamos el plan para deshacernos del búho y las respuestas a los guardas en caso de que nos pillaran con las manos en la masa. A continuación, dormimos tumbados y haciendo de los abrigos, mantas y colchones, tan improvisados como ineficaces para resguardarnos del frío. Personalmente, más que dormir fui solapando cabezadas, en tanto a mi cabeza venían imágenes. Lúgubres,  vegetales, herméticas.

Un hecho inopinado nos desveló a todos a las siete y veinte. Alguien golpeaba la puerta y era tal la energía que invertía que me asombró que la caseta no hubiera acabado con el alicaído destino del primer cerdito del cuento, el incondicional a las pajas. «Abra la puerta», exigía una voz grave. Guardamos silencio. No cejó en su empeño de amedrentarnos. Silencio, silencio y dos toneladas de silencio. Sin embargo, el azar es tan cruel que mi padre calculó mal dónde poner el pie y le pisó los dedos a mi madre.
—¡Me cago en tus putos muertos! –gritó.
—¿Desacato a la autoridad, señora? No complique más la situación. Haga el favor.
—Aquí en la cabaña no hay nadie –contestó con acento argentino faltando a la coherencia tanto como confiando en la escasez de inteligencia del guarda.
—¿Entonces con quién hablo? ¿Con un fantasma?
—En efecto, señor. Es lo que lleva haciendo en su mísera existencia: hablar solo. Nadie le quiere, acéptelo –le espetó con un tono afectado.
—¿Usted cómo sabe eso? No me conoce. Salga o traigo refuerzos.
—Solo con escucharle sé que no es feliz, boludo. Con esa voz de amargado, con esa poca gracia para dirigirse a una mujer… Si fuera feliz, no estaría con ese humor de perros.
—Celia, Rafa, venid a la caseta 3, tenemos problemas… –habló por teléfono–. Mujer –se dirigió de nuevo a mi madre–, dígame quién se levanta de buen humor por las mañanas.
—Muy pocos. Muy pocos llevan una vida feliz… Ahora, déjeme dormir y váyase.
—Se arrepentirá, señora. Si no abre, esperaré frente a la puerta. Le va a salir muy caro haber hecho fuego y haber matado a un búho. Además, ahora vienen mis compañeros.
—Otario, pavo, gil…
—¿Quién en ese?
—Abombado, trolo, maraca, no me traiga aquí a una maturrangada.


En el lapso de tiempo comprendido entre esto y la llegada de estos guardas, me sentí responsable de haberme empecinado en plantar un árbol. Por un lado, consideré sobre lo necesidad de plantar la acacia. ¿Acaso iba a cambiar mi vida por ello? No. Mas, por otro lado, quería convencerme de que no solo lo material, lo tangible, es lo que alimenta. ¿Pueden vivir los hombres sin cultura, sin música, sin literatura? En efecto, sí, mas de un modo reducido, como la versión gratuita de un videojuego. Tener el estómago lleno y la ropa apropiada para cada estación te permite vivir, mas no llegar a la plenitud que ansiamos día tras día. Hay que cuidar el espíritu. Con esa acacia pretendo devolver a la naturaleza lo que ella me ha dado: vida, alimento, bellos paisajes, refugio, paz, aire puro… La vida se halla en perpetua evolución, formamos parte de un ciclo. Participamos de la muerte y la regeneración. Tu muerte, la mía, la de todos, es la poda del ciclo. Es necesario podar los árboles, mutilarlos, para asegurar la floración y su fructificación. Con un efecto balsámico o funesto, quién sabe, no deberíamos olvidar que, por mucho que nos pese, no somos el castaño, sino una de sus hojas, una de sus caducas hojas.

—Abran la puerta. Han matado a un búho y han hecho fuego. Ya estamos aquí los tres.
—El banco nos ha quitado la casa, nuestra casa. ¿También nos van a robar, a ajeniar la caseta? –improvisó mi madre.
—Solo me limito a hacer valer la ley. Soy un mandado.
—Tú eres limitado a secas. Acatar a veces es otra forma de robo.
—Salgan ya, o le prendo fuego a la caseta. Luchen contra los abusos del sistema, pero sin joder al prójimo –terció una voz femenina».

Huérfanos de hija, huérfanos del calor de un hogar feliz en otros tiempos, Asun y Martín leyeron unos párrafos en silencio con el rubor en las mejillas, coloreando tibiamente la palidez de sus caras. La crueldad de tal acto de mutismo me impide reproducir la escena. 

«Dichas palabras, pronunciadas con la soberbia de un tahúr descubierto en su engaño y con la imprudencia de un faquir carente de técnica introduciéndose cuchillos en la boca, levantaron una polvareda enorme, colosal, acrecentada por un par de organizaciones ecologistas. El volumen de la vocinglería alertaba de que sus creadores no podían ser menos de treinta. Los golpes amenazantes y el temblor del terreno anunciaban que debían ser gigantes.
—Papá, estos parecen gigantes.
—¿Qué gigantes? –dijo Martín Meroño.
—Estos que aquí escuchas.
—Quijotilla, estás muerta de miedo.

Para bien o para mal, los guardas de la reserva pidieron silencio, dado que el alboroto afectaba a la fauna y a la flora de aquel espacio, donde la paz y la calma propias habían hecho las maletas deprisa para tomarse unas vacaciones forzadas. Nada es impasible al devastador vendaval de hechos trágicos, del puro azar; las personas, menos aún.

—Carlos, sal por la ventana y haz lo que te digo –le susurró mi madre.
—Okupas, salgan de la caseta. No se lo repito –amenazó un guarda.
—Asun –apeló Carlos al mismo tiempo–, ¿dónde dejo el búho?.
—Fuera, déjame en paz.
—¿Me está echando, señora?
—Por Dios, ¡qué puto lío! Fuera, Carlos, sal por la ventana –ordenó en voz baja–. Pendejo, sos un salame, un perejil, no pare más la oreja.

De pronto y tras tomar una generosa bocanada de aire, tomó la guitarra y el búho muerto, e intentó salir por la ventana, que estaba por el lado izquierdo de la caseta. Alguien podría verlo. No podía ni quería arriesgarse a salir de esta aventura surrealista con una mancha, en forma de antecedente policial, en su expediente. Precisábamos de una baza y esa era mi hermano. «Miguel, cariño, sal y diles a todos pendejos, que vean que eres argentino», le ordenó mi madre en vistas a que Carlos pudiera salir sin ser visto. Lo cierto es que lo conseguimos, y lo celebramos días después, no tanto por el pequeño éxito, sino por el ataque de risa que sufrimos cuando mi hermano salió.
—¡Ha salido un niño de la caseta! –dijo la guarda.
—Pendejo.
—¡No, hijo! –le chivó la madre.
—Pellejo.
—Pendeja, hijo, pendeja, que es una mujer –le corrigió su madre.
—¿Cómo te llamas, pequeño?
—Pendeja, pendeja».


Angelines, después de terminar las labores y de dar las buenas noches a los señores, se sentó en el sofá con ellos, no por su voluntad, sino por ofrecimiento de Asun. Ella les comentó qué hizo Carlos por la reserva, con la guitarra en los brazos y un búho asesinado, escondido en su abrigo. «Aprovechó el jaleo que se montó con la salida de Miguel y subió una gran pendiente, siguió una senda y al ver a uno que no tragaba desde que una italiana lo rechazó por este, le golpeó en la cabeza. Su víctima cayó al suelo, y tendido, le colocó el búho en sus manos. Y ya que estaba allí le pegó una patada en los huevos, y le dio un guitarrazo más en la cara. Era tan guapo que dolía, me dijo».

«Las amenazas no es que cesaran, sino que ahora una voz grave y un cuerpo corpulento, al parecer, comenzaron a lanzarse contra la puerta, para derribarla. El pestillo era pequeño, mínimo, minúsculo. Temí por mi integridad; no descarté la posibilidad de que el cómputo de días para morir acabara en el acto. Mi madre ideó un plan.
—Irene, finge que te has muerto.
—No sé cómo se hace eso.
—Oye, pues si no lo sabes tú, que estás más muerta que viva, ¿quién lo va a saber? No respires, cierra los ojos y que no te entre la risa. Ve practicando, que en un mes te saldrá genial.
—Gracias, mamá. Lo haré. Solo me queda una vida y no pienso gastarla aquí, encerrada. Temiendo.
—¿Una vida? Ilusa. 31 días. No, miento. Treinta y unas pocas horas, y eso siendo optimistas.

Así lo hicimos.
—Abran cancha, mi hija entregó el rosquete, espichó, estiró la jeta, cantó para el carnero –dijo mi madre al salir de la caseta sujetando mi cuerpo, con la ayuda de mi padre.
—Pero, ¿qué dices?
—Que mi hija está dijunta, pendejo. ¿Está ciego? ¿Por qué cree vos que la llevamos así? ¿Es un frigorífico, so perejil?».

Con el parapeto de los ayeres conocidos, la familia Meroño visitaba cada cierto tiempo aquel escenario en que actuó la desesperación, la angustia y una muerte latente y más próxima que nunca. Allí siguió creciendo la acacia; allí siguió el kien-mu de su hija. Un árbol, el centro del mundo para la difunta. Una retribución, un favor devuelto, un resto de eternidad, una hija muerta.
27 DÍAS PARA MORIR.  ESTRENO 26 de abril a las 9.00

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