CAPÍTULO
7. UN SAN VALENTÍN ENTRE CERROJOS
Corazones
escarlata habían irrumpido en escaparates, carteles publicitarios y en
pastelerías, cuyos propietarios elaboraban cantidades ingentes de dulces
acorazonados. Procurando que los beneficios del día resultasen lo más acaudalados
posible. San Valentín estaba en el aire y en la billetera de empresarios; el
amor, en paradero desconocido. A simple vista, para un jubilado divorciado y
cornudo, un soltero rozando los cuarenta años y para un sacerdote a punto de
conculcar el voto del celibato, la visión del 14 de febrero debía de ser,
cuando menos, desoladora. En efecto, lo era. No obstante, el discurrir de los
acontecimientos propició que la ausencia de una mujer a quien amar fuera algo
más condescendiente que años atrás. El motivo radicaba en que hubo problemas
más graves que sortear. El primero tenía nombre propio: Antonio. Después de dos
días, ingresado en el hospital, sometido a diferentes pruebas y avasallado por
la fiereza de su arrepentimiento, le dieron el alta médica.
“Se
acabó. Casi me muero por querer sentirme como un joven. Ahora toca aceptarse”,
pensó de camino a casa, mientras sus dos amigos trufaban los silencios con
reproches por su insensatez. Esta vez estaba de acuerdo. Luchar contra el
tiempo es una batalla extenuante, infructuosa y absurda. Ni siquiera con osadía
se puede evitar que tras enero llegue febrero, que el otoño fagocite al verano
o que de un sauce llorón no caigan sus hojas. Por mucho pegamento que le
apliquemos, incluso aunque se tratara de Super Glue, el follaje está condenado
a caer, y en caso contrario, sería un engaño. No hacia la naturaleza, sino
hacia uno mismo. Probablemente, la quintaesencia de la felicidad resida en
saber asumir no sólo las victorias, sino también las derrotas, en ser capaz de
transformar estas últimas en eso que algunos llaman “experiencia”, en
comprender que no siempre las cosas suceden como se habían fraguado al
principio, y en ambicionar y luchar por la consecución de tales ambiciones,
apreciando más el intento per se que
el resultado final.
Con
todo, las horas en el hospital inyectaron algo de oxígeno en el ánimo asfixiado
de Emilio. Las esperas, el tedio imbatible y compartir habitación con otro
enfermo durante el ingreso hospitalario constituyeron el caldo de cultivo de
conversaciones. A ratos, baladíes, a ratos, reveladoras. El clima, la anatomía
de ciertas enfermeras o los quebraderos de cabeza de Francisco y Emilio
suministraban temas de los que charlar durante horas. Sin importar si repetían
las mismas ideas una y otra vez. Al párroco, por ejemplo, le aconsejaron sus
dos amigos que se despidiera de Rosa, porque los celos de ésta serían mucho más
corrosivos que el trifluoruro de boro. Pese a ello, don Francisco no estaba
dispuesto a corromper su voluntad por aquellas opiniones cáusticas e hirientes.
Rosa lo había llamado para celebrar San Valentín a su lado y él actuaría como
considerase oportuno. Lo más destacable de la estancia, entre camillas,
medicamentos, jeringuillas y batas blancas, llegó cuando mencionaron a Manuel,
el amigo de la mili de Fulgencio, el padre de Emilio, y el compañero de
habitación de Antonio les interrumpió diciéndoles que lo conocía, que era de su
pueblo… “Si se saca provecho de un pecaminoso error, ¿por qué no perdonar al
pecador?”, pensó Emilio de manera hipócrita. Apuntó la dirección en una
aplicación de su smartphone.
Hoya
del Naranjo. Calle Miró Ferror, nº 29. Hasta allí fueron, una vez salieron del
hospital. Directamente, sin pasar por casa a dejar el neceser, la ropa y otros
enseres que había llevado en su corta, pero casi trágica estancia en el
hospital. Golpearon la aldaba, se sintieron observados por la mirilla y
escucharon a un hombre gritar desde el interior, cuando la tos no se lo impedía.
— ¿Sois
testigos de Jehová? Marcharse, estoy
muy contento con mi religión.
— No
lo somos. Ábrenos, por favor –rogó Emilio.
—
Entonces, no quiero aspiradores. Estoy muy contento con mi fregona, no la
cambio por nada.
— No
vendemos aspiradores. ¿Es usted, don Manuel, verdad?
—
¿Libros? Pues, entonces, estoy muy contento con mi entriciclopedia. Tampoco la cambio por nada.
—
No, señor, se equivoca. No vendemos enciclopedias, sino compresas –improvisó
sin saber por qué.
—
Pues… También estoy contento con mis compresas, no las cambio por nada.
—
Por favor, ábrenos. ¿Qué es lo próximo que nos va a decir que le satisface? Es
que esto es de manual… -se quejó.
— Se
equivocan, señores, yo soy Manuel, no Manual. Ahora dejadme que estoy viendo la
Ruleta de la suerte.
—
Espere un momento. Le cuento. Soy Emilio, el hijo de Fulgencio. ¿Se acuerda de
él? Fue su amigo de la mili. He venido para que se reencuentren. A él le haría
mucha ilusión.
Veintiséis
segundos de silencio. De pronto, uno, dos, tres, cinco, nueve, catorce cerrojos
fueron descorridos. Un anciano, retaco, rollizo y encorvado con un manojo de
llaves, salió al zaguán. “Vámonos –les dijo-, estoy deseando ver a Frugencio. Por cierto, perdonar mi
desconfianza. Es que el Gobierno lo está recortando todo. Recortes en los
hospitales, en los colegios, en las pensiones… ¿Dónde van a meter el tirejetazo después? Ya sólo les falta
matar a los pensionistas para ahorrarse los cuartos. Estoy muerto de miedo. ¡Si
supierais que he puesto una quincena de cerrojos en la puerta por si los
ministros me mandan a un sicario para que me mate!”. “No me digas -ironizó
Emilio”.
Fulgencio
también descorrió los cerrojos de la mesura con la visita vespertina de Manuel.
Él estaba viendo Ahora caigo en
Antena 3 en su dormitorio, cuando de repente Emilio y sus dos compañeros
irrumpieron en su habitación. “Papá, ¿a qué no sabes quién ha venido con
nosotros? –Emilio pretendió intrigarlo- Piensa, piensa… ¡Manuel García Sánchez,
tu amigo de la mili!”
—
¡Cómo dices, descerebrado! Me cago en tu puta madre, que en gloria esté, en tu
puto padre, que soy yo, en ti, en tus amigos, en todo y, sobre todo, en ese
hijo de la gran puta. Sal, capullo. Me voy a cagar tanto en tus muertos que los
ganaderos van a venir a comprarme abono.
— Flugencio, Flugencio. Yo que me moría por verte y tú me recibes ansí.
—
¡Mentiroso! Y entonces, ¿por qué no te has muerto? Podrías haber cumplido una
promesa por una vez en tu puta vida. Déjate de pamplinas y dime qué quieres.
—
Está bien –reconoció Manuel, sacándose un décimo del bolsillo-. He venido para
que me pagues las doscientas pesetas de este décimo. Quedemos en comprarlo a medias y al final no pusistes ni un duro.
Fulgencio
anduvo hasta un pequeño cajón aceptando el propósito del anciano y fingiendo
que iba por las monedas. Aprovechó que Manuel estaba de espaldas a él y con un
florero de porcelana le golpeó la cabeza. “¿No queréis cobrar, hijo de perra?
Pues aquí tienes. Te puedes quedar hasta con el cambio”. Entre los cuatro
hombres, lo llevaron a otra habitación, lo encerraron en un armario y lo
rociaron con unas gotas de güisqui. Ahora era cuestión de disimular. Nadie
podía sospechar qué había pasado allí. “Hijo, la próxima vez que me quieras
sorprender así, tráeme a la parca –afirmó Fulgencio-. Antes muerto que soportar
a este gilipollas que me acusó de algo que no hice y por su culpa pasé una
semana en el calabozo. La peor de mi vida.”
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