viernes, 14 de febrero de 2014

"Un San Valentín entre cerrojos" - Febrero y villanos (VII)


CAPÍTULO 7. UN SAN VALENTÍN ENTRE CERROJOS  
Corazones escarlata habían irrumpido en escaparates, carteles publicitarios y en pastelerías, cuyos propietarios elaboraban cantidades ingentes de dulces acorazonados. Procurando que los beneficios del día resultasen lo más acaudalados posible. San Valentín estaba en el aire y en la billetera de empresarios; el amor, en paradero desconocido. A simple vista, para un jubilado divorciado y cornudo, un soltero rozando los cuarenta años y para un sacerdote a punto de conculcar el voto del celibato, la visión del 14 de febrero debía de ser, cuando menos, desoladora. En efecto, lo era. No obstante, el discurrir de los acontecimientos propició que la ausencia de una mujer a quien amar fuera algo más condescendiente que años atrás. El motivo radicaba en que hubo problemas más graves que sortear. El primero tenía nombre propio: Antonio. Después de dos días, ingresado en el hospital, sometido a diferentes pruebas y avasallado por la fiereza de su arrepentimiento, le dieron el alta médica.

“Se acabó. Casi me muero por querer sentirme como un joven. Ahora toca aceptarse”, pensó de camino a casa, mientras sus dos amigos trufaban los silencios con reproches por su insensatez. Esta vez estaba de acuerdo. Luchar contra el tiempo es una batalla extenuante, infructuosa y absurda. Ni siquiera con osadía se puede evitar que tras enero llegue febrero, que el otoño fagocite al verano o que de un sauce llorón no caigan sus hojas. Por mucho pegamento que le apliquemos, incluso aunque se tratara de Super Glue, el follaje está condenado a caer, y en caso contrario, sería un engaño. No hacia la naturaleza, sino hacia uno mismo. Probablemente, la quintaesencia de la felicidad resida en saber asumir no sólo las victorias, sino también las derrotas, en ser capaz de transformar estas últimas en eso que algunos llaman “experiencia”, en comprender que no siempre las cosas suceden como se habían fraguado al principio, y en ambicionar y luchar por la consecución de tales ambiciones, apreciando más el intento per se que el resultado final.

Con todo, las horas en el hospital inyectaron algo de oxígeno en el ánimo asfixiado de Emilio. Las esperas, el tedio imbatible y compartir habitación con otro enfermo durante el ingreso hospitalario constituyeron el caldo de cultivo de conversaciones. A ratos, baladíes, a ratos, reveladoras. El clima, la anatomía de ciertas enfermeras o los quebraderos de cabeza de Francisco y Emilio suministraban temas de los que charlar durante horas. Sin importar si repetían las mismas ideas una y otra vez. Al párroco, por ejemplo, le aconsejaron sus dos amigos que se despidiera de Rosa, porque los celos de ésta serían mucho más corrosivos que el trifluoruro de boro. Pese a ello, don Francisco no estaba dispuesto a corromper su voluntad por aquellas opiniones cáusticas e hirientes. Rosa lo había llamado para celebrar San Valentín a su lado y él actuaría como considerase oportuno. Lo más destacable de la estancia, entre camillas, medicamentos, jeringuillas y batas blancas, llegó cuando mencionaron a Manuel, el amigo de la mili de Fulgencio, el padre de Emilio, y el compañero de habitación de Antonio les interrumpió diciéndoles que lo conocía, que era de su pueblo… “Si se saca provecho de un pecaminoso error, ¿por qué no perdonar al pecador?”, pensó Emilio de manera hipócrita. Apuntó la dirección en una aplicación de su smartphone.

Hoya del Naranjo. Calle Miró Ferror, nº 29. Hasta allí fueron, una vez salieron del hospital. Directamente, sin pasar por casa a dejar el neceser, la ropa y otros enseres que había llevado en su corta, pero casi trágica estancia en el hospital. Golpearon la aldaba, se sintieron observados por la mirilla y escucharon a un hombre gritar desde el interior, cuando la tos no se lo impedía.
— ¿Sois testigos de Jehová? Marcharse, estoy muy contento con mi religión.
— No lo somos. Ábrenos, por favor –rogó Emilio.
— Entonces, no quiero aspiradores. Estoy muy contento con mi fregona, no la cambio por nada.
— No vendemos aspiradores. ¿Es usted, don Manuel, verdad?
— ¿Libros? Pues, entonces, estoy muy contento con mi entriciclopedia. Tampoco la cambio por nada.
— No, señor, se equivoca. No vendemos enciclopedias, sino compresas –improvisó sin saber por qué.
— Pues… También estoy contento con mis compresas, no las cambio por nada.
— Por favor, ábrenos. ¿Qué es lo próximo que nos va a decir que le satisface? Es que esto es de manual… -se quejó.
— Se equivocan, señores, yo soy Manuel, no Manual. Ahora dejadme que estoy viendo la Ruleta de la suerte.
— Espere un momento. Le cuento. Soy Emilio, el hijo de Fulgencio. ¿Se acuerda de él? Fue su amigo de la mili. He venido para que se reencuentren. A él le haría mucha ilusión.

Veintiséis segundos de silencio. De pronto, uno, dos, tres, cinco, nueve, catorce cerrojos fueron descorridos. Un anciano, retaco, rollizo y encorvado con un manojo de llaves, salió al zaguán. “Vámonos –les dijo-, estoy deseando ver a Frugencio. Por cierto, perdonar mi desconfianza. Es que el Gobierno lo está recortando todo. Recortes en los hospitales, en los colegios, en las pensiones… ¿Dónde van a meter el tirejetazo después? Ya sólo les falta matar a los pensionistas para ahorrarse los cuartos. Estoy muerto de miedo. ¡Si supierais que he puesto una quincena de cerrojos en la puerta por si los ministros me mandan a un sicario para que me mate!”. “No me digas -ironizó Emilio”.

Fulgencio también descorrió los cerrojos de la mesura con la visita vespertina de Manuel. Él estaba viendo Ahora caigo en Antena 3 en su dormitorio, cuando de repente Emilio y sus dos compañeros irrumpieron en su habitación. “Papá, ¿a qué no sabes quién ha venido con nosotros? –Emilio pretendió intrigarlo- Piensa, piensa… ¡Manuel García Sánchez, tu amigo de la mili!”
— ¡Cómo dices, descerebrado! Me cago en tu puta madre, que en gloria esté, en tu puto padre, que soy yo, en ti, en tus amigos, en todo y, sobre todo, en ese hijo de la gran puta. Sal, capullo. Me voy a cagar tanto en tus muertos que los ganaderos van a venir a comprarme abono.
Flugencio, Flugencio. Yo que me moría por verte y tú me recibes ansí.
— ¡Mentiroso! Y entonces, ¿por qué no te has muerto? Podrías haber cumplido una promesa por una vez en tu puta vida. Déjate de pamplinas y dime qué quieres.
— Está bien –reconoció Manuel, sacándose un décimo del bolsillo-. He venido para que me pagues las doscientas pesetas de este décimo. Quedemos en comprarlo a medias y al final no pusistes ni un duro.
Fulgencio anduvo hasta un pequeño cajón aceptando el propósito del anciano y fingiendo que iba por las monedas. Aprovechó que Manuel estaba de espaldas a él y con un florero de porcelana le golpeó la cabeza. “¿No queréis cobrar, hijo de perra? Pues aquí tienes. Te puedes quedar hasta con el cambio”. Entre los cuatro hombres, lo llevaron a otra habitación, lo encerraron en un armario y lo rociaron con unas gotas de güisqui. Ahora era cuestión de disimular. Nadie podía sospechar qué había pasado allí. “Hijo, la próxima vez que me quieras sorprender así, tráeme a la parca –afirmó Fulgencio-. Antes muerto que soportar a este gilipollas que me acusó de algo que no hice y por su culpa pasé una semana en el calabozo. La peor de mi vida.”

Horas después, a las nueve de la noche, Antonio quedó con Rosa para celebrar San Valentín. O, más bien, no celebrarlo. “Rosa, he reflexionado mucho sobre nosotros. No puedo. Toda la vida quise ser sacerdote y no voy a tirar por la borda todos mis esfuerzos y creencias por tus celos, tu desconfianza y por ti, en general. Cuando fui ordenado sacerdote, sopesé virtudes y desventajas y debo ser consecuente con ello. Espero que no te enfades, pero para mí mis San Valentín deben estar entre cerrojos hasta que muera.”

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