CAPÍTULO
5. EPITAFIO DE UN CELIBATO
Domingo
9 de febrero. 8:45. En la casa cural dormían aún Antonio y don Francisco.
Emilio, en cambio, efectuaba una expedición por toda la vivienda. Buscaba y
buscaba, sin saber exactamente qué. Tal vez buscaba cómo obtener el perdón de
su padre; tal vez, los calcetines. En cualquier caso, se buscaba a sí mismo. No
halló nada. Salvo una carta, que se había deslizado por debajo de la puerta
principal. Rápidamente, salió a la calle. Pero, sólo había un mendigo durmiendo
bajo una manta harapienta y un par de cartones. Descartó que fuera el remitente
de la misma. Suspiró y se acuclilló para recogerla. Extrajo un papel del sobre
en blanco y leyó:
“Amor mío, te escribo
porque siento en mi pecho
un dolor intenso que
no son gases sino tormento.
Si me rechazas,
cultivarás en mí el mayor de los despechos,
porque sin ti yo
inexorablemente muero.
Te propongo ir a un
restaurante elegante,
para comer almejas,
pollo o bogavantes,
pues mi corazón
sincero está ardiendo en el fuego
y necesita que unamos
nuestros labios y nos contemos
que no somos nuestra
media naranja, sino el naranjo entero.
Abandona tu sotana,
pues,
que en el restaurante
de Miguel nos vemos. Mañana, 21:30.”
“¡Vaya
poeta es esta mujer! Tiembla Rosalía de Castro”, ironizó. Corrió hasta el
cuarto del sacerdote y lo despertó leyéndole la misiva.
—
Cállate, Emilio, por lo que más quieras. ¿Eso lo has sacado de una canción de
Bustamante?
—
Podría ser, pero no, Paco. Es de un orco, porque para escribir una carta de
amor, ¿de quién va a ser si no?
Oír
“carta de amor” lo despertó definitivamente. Leídos los versos, confesó la
pasión que lapidaba su fe y su voto de celibato: “Emilio, no puedo más. Llevo
casi 34 años ejerciendo de sacerdote y jamás había sentido esto. Como mucho, me
quedaba embobado mirando escotes de ancianas cuando se confesaban, pero me daba
una ducha fría y se me pasaba. Ahora todo es distinto. Me encanta que cada día
venga a confesarse como excusa para verme; me encanta que me sonría y que me
riña cuando me demoro… Si Dios quiere que nos amemos, ¿por qué prohíbe la
Iglesia este amor auténtico?”. Emilio le respondió con una amenaza incluida: “Otra
cursilería más y me hago en un plis-plas
cura, porque estás para que te den de hostias. En serio, te lo digo”. Para bien
o para mal, le aconsejó a su amigo que acudiera a la cita. En cuanto al
celibato, le sugirió saltárselo, pues consideraba que con dos lágrimas, una
confesión y un rezo el Santísimo lo perdonaría.
El
domingo trascurrió sin más sobresaltos. Francisco quemó la carta, concretó la
cita tras la misa del Señor y aprovechó la tarde para comprar ropa en Zara.
Quería ir hecho un pincel. Emilio lo acompañó; Antonio, no, ya que no podía
levantarse de la cama por culpa de las descomunales agujetas.
Y,
llegó por el fin el lunes 10 de febrero. A pesar de la madurez y la mesura que
otorgan los años, el párroco estaba más nervioso que un adolescente imberbe
ante los segundos antes del primer beso. Con todo, su zozobra no fue efímera, sino
que amenizó de principio a fin la orquesta desafinada de su mente y corazón.
Rosa lo recogió en su coche sobre las 21.30. Doce minutos después estaban ante
la puerta del restaurante. Cualquier comensal hubiera pensado que la pareja era
el dúo cómico de la noche. Él, emperejilado con sus mejores galas, pero con un
barroquismo extremo. Ella, basta. Más basta que hacer croquetas con guantes de
boxeo. De todas maneras, no iban demasiado desencaminados. El restaurante era
de esos que algunos llaman “modernos”, de esos en donde los nombres larguísimos
de los platos resultan inversamente proporcionales a la cantidad de comida. El
primer indicio de la fatalidad de la noche hizo acto de presencia cuando en la
recepción, la recepcionista le sugirió a Rosa guardar su abrigo de polipiel, y
ésta rehusó diciendo: “Ni loca, ¿para qué te lo quedes tú, muerta de hambre?
Serás muy refinada, pero estás en los huesos, nena. Pues eso, que no te lo
pienso dar, porque sé lo que quieres para vendérselo a una yonki o cambiárselo
por marihuana”. Anodada se quedó la empleada, quien subyugó su dignidad y optó
por el silencio con el fin de no perder su empleo. Aunque, ganas le dieron de
arrancarle la cabeza a esa maleducada. Acto seguido, el maître les indicó cuál era su mesa y pidió a una camarera, mediante
señas, que los atendiera.
La
mesa cuadrada, a la izquierda del local y pegada a la pared, se encontraba
saturada de distintos cuchillos, tenedores, diferentes copas de vidrio
transparente, cucharas y varios platos. Un candelabro con velas color marfil en
el centro. Don Francisco se sentó cometiendo el gran error de no ayudarla a
tomar asiento. Rosa le espetó: “Galán de pacotilla, ¿cómo te atreves a
insultarme de esa manera cual guarrilla de polígono? Levántate ahora mismo y
acércame la silla”. Don Francisco se sentía perdido en el terreno amatorio y
aceptó pusilánime con un “de acuerdo”. Tras la desavenencia consultaron la
carta y, después de descifrar los jeroglíficos con que eran nombrados los
platos, aguardaron hasta que alguien les tomara nota. Llegó una camarera joven,
atractiva, afectuosa, esbelta y rebosante de vida.
—
¿Qué van a pedir los señores? –preguntó.
—
¿Cómo que “señores”? Señor y señora, niñata –replicó ofendida Rosa.
—
Permitidme recomendaros solomillo –sugirió la chica.
—
¿Viene solo el solomillo? –inquirió Francisco.
—
No, señor, se lo traigo yo.
—
¡Esta tía es tonta! En fin… Déjalo a ver si de tanto pensar le va a estallar la
cabeza delante de mí y me mancha la ropa. Queremos un filete vienés con nido de pommes soufflées al aroma de laurel, un je…jeba…tene fleisg…
— Gebratene Fleisch, querrá decir, señora
–ayudó la empleada a pronunciar ese plato alemán.
—
¡Quién te crees para corregirme? Pues, eso, quiero una jebrichajflaij guarnecida con orquesta de pimientos al papillote.
— ¿Vino
de la casa?-preguntó la trabajadora.
— Y,
a ti qué te importa de dónde vengo, niñata.
—
Pónganos una jarra de cerveza –terció el párroco intentando poner algo de paz.
La
camarera se marchó aniquilando su orgullo. Con la crisis sus derechos como
trabajadora se habían visto supeditados a los antojos del Gobierno y a los caprichos
de jefes y clientes.
— ¿Te
gusta esa pelandusca, verdad? -se dirigió Rosa a don Francisco, quien a su
parecer, se deleitaba en analizar su culo y el grosor de su tanga, oculto bajo
un pantalón negro-. ¡Claro! ¡Con ese culo puesto en su sitio! Pues, ¡qué sepas
una cosa! Ya le gustaría a esa zorra estar igual de buena a mis cincuenta tacos”.
— ¿Y
los otros diez dónde te los has dejado? ¿En el maletero? –ironizó el sacerdote.
—
¡Maleducado! –gritó mientras golpeaba la mesa provocando que la cubertería y la
vajilla vibraran, hasta que advirtió que el resto de comensales la observaban
con cara de desprecio-. Bueno, cariño, no discutamos, por favor. Por cierto, la
camarera ha de debido equivocarse, porque aquí tengo cuatro platos, cuatro
copas, cuatro tenedores y dos cucharas. Me imagino… Está más drogada que
Caperucita, porque ya hay que estar colocada como para ponerse a hablar con el
lobo y no distinguir, luego, entre el lobo y la abuela…
—
¡Qué no! –sonrió el cura sonrojado por el espectáculo que estaban
protagonizando-. Cada cosa es para lo suyo… Hay copas para agua, para vino,
para champán… Y con los tenedores, lo mismo. Etcétera, etcétera…
—
Ummm, ¡ya entiendo! Este tenedor de tres púas es para comer; este de cuatro,
para clavárselo a la zorra de la recepcionista, y éste, a la camarera idiota.
—
Rosa, ¿lo dirás en broma?
—
Pues, ¡claro! Yo nunca asesinaría, a no ser que fuera por amor –indicó con
cierto aire diabólico.
La
camarera les trajo las viandas y cortó la conversación tensa entre la pareja.
O, más bien, su esbozo, pues aún sus lazos afectivos podían ser desanudados con
la misma facilidad con que un niño olvida sus viejos juguetes con la llegada de
uno nuevo. No obstante, la charla se avivó más.
—
Aquí tienen, señor y señora –indicó la joven mientras colocaba los platos.
—
Gracias, guapa –dijo amablemente don Francisco.
—
¡Ajá! Te pillé. Tú querías venir aquí para seducir a esta lagarta –sospechó
Rosa.
—
Pero, ¿qué dices? ¡Si fuiste tú quien propuso venir aquí!
—
¿Acaso eso es un buen motivo? –expresó cínicamente.
—
Sí.
— Rosa,
déjalo –se dijo a sí misma-. Está bien, pero que nos sirva otra persona, no
quiero ver más a este zorra.
— Se
equivoca, señora. Yo soy sólo una estudiante que echa unas horas sirviendo a
las mesas para pagarme mis estudios. No me insulte más, se lo ruego –añadió la
camarera.
—
¡Oh! ¡Qué conmovedor! –ironizó la celosa mujer-. ¡Qué no me engañas! Sé que has
puesto muchos más cubiertos y copa, y ese candelabro, para que no me pueda ver
bien el escote. Pues te equivocas, niñata. ¡Quítamelos ya!
Los
otros clientes se sintieron como en un espectáculo del Cirque du Soleil, igual
de boquiabiertos y admirados, pero, en esta ocasión, no por la complejidad y la
gentileza de sus integrantes, sino por el poder corrosivo de los celos y el
carácter neurótico de Rosa. Mientras la camarera recogía las piezas que la
sesentona le había ordenado llevarse, el maître
les preguntó qué problema tenían con Noemí, que así era como se llamaba la
camarera. Como era de esperar, Rosa la despellejó y reinterpretó los hechos a
su manera. Tan libremente que a su lado Cervantes sería de todo menos
imaginativo. La consecuente e inmerecida reprimenda de éste a la camarera no se
postergó.
Una
vez que se quedaron solos, frente a frente, Rosa prosiguió con su espectáculo.
Pero, esta vez, con mayor discreción.
— ¡Francisco,
¿has visto el culo que tiene el maître?
Eso sí que es un señor culo. Para enmarcarlo y todo.
— Y,
¿por qué tendría yo que mirarle el culo a otro hombre? Como si no tuviera nada
mejor que hacer…
—
¡Claro! Tú ya tienes otro culo en qué pensar: en el de esa puta que nos está
sirviendo –gritó Rosa.
—
¿Entonces prefieres que se lo mire al maître?
Yo no entender.
— Tú
entiendes lo que quieres. ¿Es que no te das cuenta de que yo te demuestro mis
celos como señal de que te amo de verdad? Quien no ha sentido celos en su vida
es que nunca ha estado enamorado.
— No
estoy de acuerdo. Cuando dos personas se aman debe haber una confianza mutua.
El amor es el exprimidor más eficaz para sacarle todo el jugo a la libertad, en
tanto los celos son las cadenas que oprimen la voluntad.
— Francisco, Francisco de mi vida. Tú sabrás
mucho de la Biblia, Santos y demás, pero no sabes nada de la vida. En la calle
es donde se aprende de verdad. Hazme caso a mí, que yo te voy a enseñar a ser
un hombre con todas las letras.
—
Perdóname, Rosa. ¡¿Cómo he podido dudar de tu amor?! –dijo cabizbajo y
avergonzándose de sí mismo.
— Me
alegra eso que dices, pero levanta la cabeza… y ¡qué me mires las tetas! Yo
toda la tarde poniéndome guapa para ti, como lo oyes, para ti. Con el rímel, el
colorete y el pintalabios. Y encima me preocupaba por no ponerme demasiado
guapa, porque con lo feo que eres, hubieran creído que esta hermosa mujer que
tienes enfrente de ti, o sea, yo, era en realidad Ann Darrow, acompañada con el
desagraciado y peludo Kong, en la Isla Calavera. Pues, ¡qué me mires las tetas
y punto! –comenzó a gritar tocándose el escote-.
— ¿Me
estás comparando con el gorila de King Kong?
—
Efectivamente, pero tómalo como un piropo. ¡Qué morbo me daba King Kong
trepando la torre esa!
— El
Empire State Building…
—
Calla, no me interrumpas. Y ya ni te cuento con Cheetah, el chimpancé de Tarzán.
¡Qué varonil y no como el mono repelente y amanerado de Dora la Exploradora.
Potas, Podas, Porras, Potras, Patos, Rotas, Robas… Bueno, ese bicho peludo con
patas.
—
Querrás decir Botas.
— Y,
¿qué es lo que he dicho? ¿¡A qué me suicido!? Si este cuchillo que me han
puesto pudiera cortar algo más que el polvo de talco, ten por seguro que me
hubiera cortado las venas, aquí mismo. Pero para hacer el ridículo, como un
friki en Tu sí que vales, para eso, me
quedo con las venas en mi sitio. Pero, que sepas que por ti mato y me mato si
hace falta. Y, ¿sabes por qué? Porque yo soy auténtica, porque los celos y la
desconfianza nos convertirán en una pareja más famosa y mítica que Romeo y
Julieta.
Disparate
tras disparate, transcurrió la cita. Romántica, para un admirador de Goethe;
esquizofrénica, para cualquiera con dos dedos de frente. O uno, siendo más
justos. La cantidad de comida fue tan reducida que don Francisco en un
principio pensó que en lugar de su plato, le habían traído las sobras de otro cliente.
Se quedó con hambre y, cuando estaba dispuesto, a pedir un festival de no sé qué con no sé cuántos, Rosa le
espetó en toda la cara: “Te voy a dar un consejo, de chica a futuro novio. Por
el hambre no te preocupes, que cuando veas la factura se te quitará el hambre,
el hipo y el riñón, tal vez. Es que te he elegido este restaurante para que me
invitaras y te estirases un poco, que voy a tu Iglesia todos los días y te dejo
siempre un euro en el cepillo, y tú cómo me respondes, ¿con una hostia? Pues hoy
me merecía una señora cena”. En efecto, la factura le dio sed. Tanta que llegó
a preguntar a la camarera si estaba calculada en pesetas, pero no, la cifra con
sus tres dígitos eran euros. Con todo, al advertir que aquella mujer lo amaba y
que se lo había demostrado a través de los celos y una propuesta de suicidio,
pagar esa onerosa cena le pareció un daño menor. A él siempre le gustaron las
mujeres alocadas, aunque las hubiera visto siempre desde el escaparate de “se
pueden ver, pero no tocar”. Y, por más desgracia que suerte, había acertado de
pleno. Esa loca celosa o esa celosa loca iba detrás de él. Tras la cena, cada
uno se fue a su casa, pues el sacerdote necesitaba pensar, o más bien, hacerse
el machote entre esos dos desgraciados que tenía como amigos.
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