CAPÍTULO
6. UN DROGATA EN PRÁCTICAS
Dinamitar
el último reducto del pasado puede resultar, a primera vista, una tarea ardua,
bizarra y traumática. Antonio estaba inmerso en el proceso de romper de una vez
por todas un pasado, que lo esclavizaba y perfilaba su presente a gusto y
capricho suyos. En su caso, no se trataba de valentía, sino de inconsciencia.
Aprovisionado de una insensatez enorme, cambió la dirección de su existencia y
ahora mismo se hallaba en las antípodas. La soledad, el fallecimiento de un
amigo de su misma edad, el divorcio reciente y la ansiedad por disfrutar de una
vida, cada vez más marchita, constituían los pilares básicos de esa vuelta de
tuerca. Una vuelta de tuerca tan radical que podría acabar peor que como
comenzó. El primer indicio no tardó en llegar: cinco días atrás empezó a hablar
insertando de un modo brusco cientos de expresiones modernas para él, pero
trasnochadas hasta para una abuela bicentenaria. Se había convertido en el
hazmerreír de Emilio y don Francisco, y no sólo por eso, sino también por su
interés injustificado en hacer jogging
y por sus correspondientes agujetas. Y las molestias, provocadas por la
presencia de ácido láctico cristalizado en sus músculos, fueron tales que se
vio obligado a guardar cama. Éstas, a su vez, le forzaban a moverse más
bruscamente que el Mario Bros de 1981. Evolucionar es lógico y saludable;
revolucionar, descabellado y sospechoso.
El
amanecer de aquel miércoles de febrero despertó la juventud de Antonio mucho
más de lo que acostumbraba. Cansado de reposar sus dolores y sus anhelos en el
colchón, decidió desempolvarlos y gozar de su juventud, la cual había partido
muchos años atrás. “Más vale tarde que nunca”, pensó, y así se lo hizo saber a
sus dos amigos en el desayuno.
—
¡Qué pa’, qué pasaaa! – entró a la cocina y berreó como un yonki haciendo un
submarino.
—
Buenos días, Antonio. ¿Todavía sigues con la tontería? ¿Me juras que no te
golpeaste la crisma? –preguntó el párroco.
—
¡Te has pasao, bacalao! Ni un solo
golpe. Te lo juro por Arturo.
—
¿De quién cojones me hablas? ¿Es tu camello?
— Yo
fui rey mago en Navidad, ¿es que no te acuerdas? ¡Claro! Y luego soy yo el
viejo antiguo.
—
Ahora entiendo a la santa de tu exmujer. ¡Lo que tuvo que aguantar! –terció
Emilio mientras removía el café.
— ¡Hey,
chaval! Tú, ¿de qué vas? –dijo el jubilado.
— De
barrabás, que mola más –Emilio le siguió el juego.
—
Pues yo de chicle, que mola el triple. En fin, Serafín. ¿Os apetece ir a la
disco a bailar y a ligar?
— Es
miércoles. Hoy sólo habrá fumetas y chonis con un moño más grande que una
antena parabólica –rehusó el sacerdote la propuesta.
— Ya
vez truz… -replicó Antonio.
—
Pues a mí sí me apetece. Estamos siempre encerrados y comiéndonos el tarro. Así
que, cuenta conmigo, Antonio –indicó Emilio.
—
Dabuten, mola cantidubi. Entonces, ¿Francisco, vienes o no?
— De
acuerdo, me apunto. Pero, a las tres estamos de vuelta, ¿vale?
—
Okey makei, efectiviwonder –respondió entusiasmado Antonio.
En
esa misma cocina, después de que el reloj diera una vuelta completa, estaban
preparados para salir. Vaqueros oscuros y una camiseta de polo vestía Emilio;
pantalones con pinzas y una camisa negra, don Francisco, y, por último, un
pantalón de pana gris, un jersey de lana y una americana fucsia, Antonio. Tenía
un aire de friki y un huracán hiperbólico de lerdo. Con esas pintas, por alguna
razón, desconocida sintieron un déjà vu.
Concretamente, les vino a la mente el día en que se conocieron. Con todo, ahora
optaron enterrar para siempre aquel día, cuyo recuerdo les seguía provocando
una vergüenza extrema. Llamaron a un taxi y en menos de diez minutos, llegaron
hasta el corazón de la vida nocturna de la ciudad. No obstante, su flujo
sanguíneo escaseaba. Las calles se habían convertido en el Sahara: desierto,
desierto y más desierto. Con el frío que hacía, la única idea que le satisfizo
fue entrar a una discoteca. Ilusos fueron: nadie, sólo una camarera escotada, que
mataba el tedio, contando los rasguños de la barra desde la apertura del local.
Se impresionó al advertir que algunos eran tan profundos que sería difícil
jurar que por allí no se producían duelos a espada.
El
duelo de aquella noche tampoco difería mucho de éstos: Antonio se enfrentaba al
paso implacable de la muerte; Francisco, a sus deseos contradictorios, que
oscilaban entre seguir adelante o no en su relación afectiva con Rosa, y
Emilio, por su parte, a vencer el temor de una nueva derrota en el amor, pero
sobre todo se enfrentaba a la decepción que su padre sentía hacia él. Quisieron
salir. Para acudir a una fiesta muerta como aquella, podrían haberse quedado en
casa. Al menos, hubiera resultado un
plan más acertado y económico. No pudieron: un gorila de la discoteca les indicó que antes debían gastar su
consumición. “¡Qué imbéciles! Si les pagamos por algo y no lo gastamos, pues
eso que se llevan ellos”, masculló Francisco. El razonamiento poseía su lógica.
Empero, se inclinaron por acatar la norma, temiendo que algún portero, membrudo
y de bíceps abultados, les adiestrara en las nociones básicas de esta
disciplina, a base de puñetazos y mamporros. Sin embargo, sí que recibieron
sendas “caricias violentas” de la camarera, cuando aprovecharon para despertarla
tocándole uno de los senos, como si se tratase de un timbre de recepción.
Bajo
el lema “Que siga la fiesta”, Antonio no estaba dispuesto a regresar a casa.
Había llegado el momento de experimentar nuevas sensaciones, y recrear la
ciclogénesis explosiva de la adolescencia. Sus hormonas en ebullición le
reclamaban emociones fuertes. Sin más dilación, buscaron a un camello para
pillar droga. Nadie los tomó en serio. Excepto dos veinteañeros. Uno de ellos
era bajo, escuchimizado, con aspecto somnoliento, con la cara consumida y acartonada,
y con un cuerpo a modo de surtidor de movimientos bruscos; el otro, espigado,
tartamudo y con más marcas en los brazos que el alfiletero de una modista.
—
¿Qué quieres, abuelo? –insultó el bajo a Antonio.
—
Tronkis, ¿qué tenéis? A mí no me hagáis el lío… -dijo el jubilado.
—
Disculpa, que ahora te traigo la carta… Pero, ¿¡qué te crees anciano decrépito,
que esto es un restaurante!?
— Po-pollo,
an-anchoas, cho-cho-choco-chocolate… -intercedió el tartamudo.
—
Pero, ¿¡qué mierda de camellos sois vosotros?! Para comprar eso, me voy a un
supermercado.
—
Tete -le dijo el bajo a su compañero-, vámonos que éstos tienen pinta de
chivatos.
—
No, no, de verdad –saltó el párroco-. Es que mi amigo está en una edad difícil
y quiere experimentar con la droga, pero, por decirlo de alguna manera, es un
drogata en prácticas.
De
repente, a esos jóvenes traficantes les vino a la mente el jubilado con una L en la cabeza, como los
coches de autoescuela. Y, rieron a carcajada tendida hasta que volvieron en sí.
—
Entonces, te cuento –explicó el escuchimizado-. El pollo y las anchoas son
cocaína; el chocolate, hachís.
—
Pues háblame en cristiano, y no en sueco. Entonces, coca. Unos doscientos
gramos.
—
Pe-pe-pero, ¡te cre-e-es que es-esto es co-co-co-como alm-almen-al-almendras!
–dijo por fin el tartajoso.
—
Póngale otra cosa –terció Emilio-. Que si no, va a tener que pagar con un
riñón, si es que antes no se lo chupa la droga…
—
Si no queréis nieve, trincad cristal, que es como el éxtasis pero en polvo, y
una trompeta. Todo, 75 euros.
—
¿Y para qué quiero una trompeta? –inquirió Antonio.
—
Vir-virgen Santa-ta, ¡va-va-vaya pano-no-li! –murmuró-. Una trompeta –le dijo-
es un porrillo.
—
Oki, doki –sacó el dinero de la billetera y se lo entregó-. Y, no me engañéis.
—
Tranquilo, anciano decrépito, que esto es canela fina. Quiero decir, droga de
la buena.
Al
grito de “farlopa pa’ la tropa” y de “que rule esa trompeta, lara, lara,
lareta”, Antonio compartió el cigarro de maría con Emilio, mientras que don
Francisco nadaba entre dos aguas: prohibirles que se drogaran o aceptar con
resignación que sus dos amigos eran unos lerdos de mucho cuidado. Al final,
optó por la segunda opción: ya eran lo suficientemente adultos como para ir tras
ellos como así lo hacía sus conciencias, si bien con nula eficacia. Más tarde,
Francisco y Emilio dejaron solo a Antonio, sentado en la acera y entre botellas
de alcohol. La necesidad de miccionar imperaba, así que entre que buscaban un
lugar oscuro y regresaban, el jubilado cornudo cometió el mayor error de su
vida. Tomó una bolsita transparente con un polvo blanco y comenzó a consumir el
cristal. Mojándose los dedos; impregnándoselos, luego, con el polvo y
llevándoselo a la boca. Una, dos, tres, cuatro veces… Hasta diez.
Los
otros dos regresaron. Mientras que se aproximaban, vieron cómo el casi
septuagenario de su amigo se movía de manera rara, combinando posturas
improvisadas de yoga con la coreografía de La
Macarena. A treinta centímetros de distancia, advirtieron que a éste un
sudor frío le recorría el cuerpo, que la cara le ardía, que sus ojos estaban
más enrojecidos que el bermellón o que su corazón latía a trescientas
pulsaciones por minuto.
—
¡No me digas que ya te has acabado toda la droga! –dijo sorprendido Emilio.
—
Pues, ¡claro! Me quedaba un poco y me he dicho “Antonio, para qué te vas a
dejar una chispa”, y pues nada… me lo he tomado todo…
—
¡Di que sí! ¡Qué es éxtasis, chalao!
Y yo que quería estar en casa temprano… -comentó Francisco.
—
¡Qué exageraos, por el amor de… bueno
de quién sea! Si el polvillo ese es como el pica-pica de las gominolas… ¡Os
alarmáis por nada! ¡Dramáticos, teatrales, hipócritas! –enmudeció de repente,
mientras luchaba por mantenerse en pie-. ¡Qué es eso que ven mis ojos! ¡Oh, es
un unicornio! ¡Hey, unicornio, llévanos a casa, somos tres pasajeros! ¿Cómo que
te vas? ¡Malnacido! ¡Qué no llevamos dinero, pero te hubiera pagado con pastis! ¡Te vas a cagar! Te voy a quemar
la casa contigo dentro; te voy a arrancar tu cuerno y te lo voy a meter por
donde te quema, so capullo.
De
súbito, Antonio se desplomó y no hubo manera de despertarlo. Se hallaba, pues,
en la raya que separaba la vida de la muerte, y la línea era tan delgada que no
era de extrañar que horas después estuviera tapado con una mortaja y durmiendo
eternamente bajo el epitafio de “Tu familia y amigos no te olvidan”.
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