CAPÍTULO
3. LA MALA ERECCIÓN DE TUTANKAMÓN
Remover
el café sin tregua suponía, para don Francisco, una buena coartada para
prolongar las conversaciones mañaneras con sus dos compañeros. Aún somnolientos.
A pesar de las cantidades exorbitadas de cafeína que constituían sus desayunos.
Quién se encargaría de las tareas domésticas, qué iban a comer o en qué faenas
emplearían la mañana. En resumen, conversaciones nimias. No menos vacuos
resultaban sus propósitos de dar una nueva mano de pintura, renovar los electrodomésticos
o, al menos, sustituir el mantel, agrietado y descolorido, por uno nuevo. Mas,
la cocina seguía en el mismo estado. Con unas paredes bien nutridas de grietas
diminutas, que conformaban una especie de mapa hidrográfico. Afluentes y ríos
recorrían la habitación de en torno a seis metros cuadrados. De superficie
rectangular. Respecto a la puerta, por la que se accedía al pasillo, se
encontraba, en el lado izquierdo, un frigorífico; en el fondo, pegados a la
pared, una serie de armarios que se prolongaban hasta la primera mitad de la
pared de la derecha. De izquierda a derecha, estaban dispuestos la lavadora, el
fregadero, el microondas y los fogones, bajo el cual estaba el horno y sobre
él, la campana extractora. A su lado, había una puerta corredera, por la cual
se entraba a la despensa. En el centro de la estancia, una mesa sencilla con un
hule blanco de lunares, en su origen, rojos y negros. Ahora, rosas y grises,
fruto de incalculables restregaduras.
Plano aproximado de la casa cural. Realizado por mí a través de http://floorplanner.com/ |
La
tranquilidad quedó atropellada cuando Emilio salió de la cocina con la adustez
manifiesta en su rostro. En el desayuno no medió palabra. Sólo un “buenos
días”. Don Francisco salió a buscarlo. Se dirigió, hacia la derecha, al fondo
del pasillo. Golpeó con los nudillos la puerta de su dormitorio. Abrió. Allí no
estaba. Inmediatamente, a su derecha, estaba el cuarto de Antonio. Abrió la
puerta. Nadie, tampoco. Dio dos pasos más, acercándose al principio del
pasillo, se paró frente a la puerta de su alcoba, situada frente a la cocina. Descartó
que él estuviera allí. Al lado, el cuarto de baño, pegado a la puerta
principal, y frente al salón. Un salón que a veces hacía de comedor, y otras de
sala de estar. Allí estaba. Recostado en un sofá violeta tapizado con lino.
Algún día debió de ser confortable y mullido. Sin embargo, hogaño, era tan
incómodo como la ropa interior de esparto o como un cojín relleno de piedras. Lo
encontró demasiado taciturno, así pues se vio obligado a anticipar sus
menesteres sacerdotales. El de la confesión, concretamente. Indagar en sus
sentimientos resultó una tarea más sencilla que de costumbre.
— Paco,
soy un mal hijo. Mi padre siempre me sobreprotegió, y se lo reprocho. Eso sí:
toda su vida me ha querido con locura. Hubiera preferido morir de hambre, antes
que mis fuerzas dieran síntoma de flaqueza. No sé… No sé… ¡Y yo lo abandono en
una residencia, con viejos con la cabeza ida! A este paso va a perder el juicio
como ellos. ¿Y para qué? ¿Para encontrar una novia? ¿O para ser padre? Ya me estoy
imaginando a mí mismo en un sillón solo. Sin nadie que me acompañe en los
últimos años de mi vida.
— De
verdad, Emilio. ¿En qué mundo vives? ¿No te das cuenta de que estás
desaprovechando tu vida? Estás sano; tienes dos amigos, un padre y… y… Bueno…
te tienes a ti mismo. Pero, tú, no. Con esa actitud ni tendrás pareja ni serás
padre… Ni nada. De hecho, ni siquiera eres tú en este momento.
—
¿Y, entonces, quién soy? ¿Tutankamón o Don Limpio? –respondió con un humor
ácido, rompiendo la melancolía que le había embriagado minutos antes.
—
Don Limpio, lo que se dice Don Limpio, no. Porque hueles a choto, sinceramente.
Más que Don Limpio, Don Guarro. A Tutankamón, sí. Bueno, no -rectificó-. La
momia tiene más vida que tú... –calló-.Te propongo que te entregues a los
demás, como hizo Jesús. Lo dicho: caridad –miró el reloj. Bueno, me marcho, que
Dios y los feligreses me demandan.
Desde
luego, no se equivocaba: la demanda era literal. Una señora, que frisaría los
cincuenta y nueve años, lo esperaba impaciente en la puerta colosal de la
iglesia. Sin quitar la vista de su reloj de muñeca, cronometraba segundo a
segundo la demora del párroco. Daba vueltas frente a la fachada de la casa del
Señor, de lado a lado, o sobre sí misma, e, incluso, vueltas sobre la
palabrería que le soltaría. Tampoco desdeñó la oportunidad para volver a
arreglarse con un pintalabios carmesí. Ya iban diez veces. U once. Se llamaba
Rosa, o eso afirmaba. Era de esas señoras beatas que acuden a la iglesia cada
día. Bien para alimentar su hambre espiritual, bien para no acumular demasiados
pecados por expiar con el fin de no hacer engorroso el acto de la contrición, o
bien, sencillamente, por ambas razones. Rosa se encontraba en la lista de las
pecadoras empedernidas. Tantos pecados acumulaba en veinticuatro horas que en
una semana y media, sin recibir penitencia, ya habría material suficiente para
redactar una novela más extensa que la saga completa de Harry Potter.
—
Ave María Purísima –saludó Rosa, arrodillada en el confesonario.
—
Sin pecado concebida –respondió don Francisco.
—
Hace 15 horas, 32 minutos, 57 segundos que no me confieso, padre y he pecado, y
mucho.
—
Bueno, usted me dirá…
—
1,53 m.
— Me
refería a sus pecados, señora.
Y
comenzó a admitir sus errores. Que en el supermercado se peleó con una señora
por los últimos yogures con bífidus, que los empujones y los roces con aquella
fémina guerrera encendieron su lado lésbica, que frente en la sección del papel
higiénico se comieron los morros, o que frente a los detergentes se metieron
mano… En fin, un culebrón sáfico menos creíble que los resultados de un
programa televisivo. Mientras tanto, el párroco pensaba: “Baja, Francisco II,
que estamos en el templo del Señor –rogó don Francisco a su pene erecto. Mente fría, mente fría…
Piensa en otra cosa… ¡Los reyes visigodos! A ver si me acuerdo… Ataúlfo,
Teodorico, Leovigildo, Agila, Recaredo… ¡No me acuerdo de más! Intento recordar
para olvidar lo que no olvido, y mientras menos recuerdo, menos olvido. A ver
si hay plástico a mano para chuparlo… Eso servirá como castrador químico,
pienso. O la madera, que es un mal conductor del calor… Nada, nada, no sirve.
¿Y si pruebo la posición fetal? ¡No! ¡Dios, eso no es un escote, eso es un
balcón! Un mirador para contemplar el Everest y el Kangchenjunga. Ya está, ya
está: imagina que mientras duermes una loca te perfora los testículos con un
destornillador y con una motosierra y te arranca los genitales–pensaba mientras
sentía escalofríos-. Solucionado. ¡Uff! A este paso iba a acabar como
Tutankamón y su erección.”
— Mientras Dios perdona tus pecados, reza tres padres nuestros; y golpéate el pecho, diciendo de corazón:
“¡Perdóname, Señor!”. Además, sepa, usted, que tras confesarse ya ha hecho la
mitad del trabajo.
— Ave María Purísima. He pecado mucho, Padre. Llevo
sin confesarme desde hace dos segundos –comenzó de nuevo a confesarse.
— ¿Qué hace, doña Rosa? Ya le ha dado la bendición.
— ¡Pues la otra mitad!
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