CAPÍTULO
8. UN “ETEREOSEXUAL” CONVENCIDO Y EL
BINGO DE LA VIDA
Hay
olores que despiertan sensaciones diversas. Como el aroma de una etapa que se
encuentra en sus últimas, o como la pestilencia de un final inmediato y
lacerante. La fetidez, que surgía de la humedad de los charcos, y el
ambientador con aroma a lavanda de un salón de juegos componían la fragancia de
un lunes de febrero, cuando menos, extraño. Emilio se había obcecado en su
propósito de conseguir que su padre Fulgencio lo perdonara y que comprendiera
que lo seguía queriendo a él, por mucho que lo hubiera ingresado en una
residencia de ancianos o que hubiera cometido ciertos deslices. Llevarlo a un
salón de stripteases no funcionó: las
estríperes no fueron de su gusto. Reencontrarse con un amigo, que en realidad
no lo era, tampoco. Sólo quedaba por disparar una bala: llevarlo a un salón de juegos
para entretenerse con un par de partidas de bingo. No obstante, la buena fe de
Emilio quedó puesta en entredicho por su padre, cuando éste y sus dos amigos,
Francisco y Antonio, interrumpieron su baño. “Hijo mío, qué inoportuno –se
quejó Fulgencio-. Tres puñeteros días llevo haciéndome el enfermo para que me
duche una enfermera jovencita y ahora vienes tú”. Sin embargo, su negativa
inicial y tormentosa escampó, pues prefería vestirse que continuar con sus
vergüenzas al aire a los ojos de los tres caballeros. Con todo, el reparo que
le causaba su desnudez quedaba en una razón minúscula comparada con otra de
mayor envergadura: un auxiliar barbudo había llegado para ducharlo.
De
camino, esos cuatro hombres, de modales más similares a los caballos que a los
caballeros, hablaron de mujeres. Sin lugar a dudas, el rechazo del párroco a
embarcarse en un romance, a la sombra de los principios sacerdotales, vertebró
una retahíla de comentarios, reflexiones y chascarrillos. Resumiendo, les
confesó que se arrepentía de haber cedido, en cierto modo, a su pasión amorosa,
de haber cenado con aquella sesentona grosera y, sobre todo, de haber olvidado
las razones por las que decía dedicar su vida a la oración. Desde los seis años
ya lo tenía claro. Por aquella época aprovechaba los descuidos de su hermana
pequeña para robarle sus muñecos para, luego, bautizarlos, comulgarlos o,
incluso, unirlos en matrimonio. Asimismo, siempre mostró una gran querencia por
la Biblia, incluso, un mes antes de su séptimo cumpleaños, comenzó a leer el
Evangelio de San Mateo. A pesar de no ser capaz de descifrar el significado de
aquel entramado de sílabas, según él, caóticas e inconexas. Sea como sea, nunca
había visto tambalear sus convicciones más profundas, salvo en una ocasión. Don
Francisco declaró, con una vehemencia
encomiable, que sentía una unión con Dios que lo iluminaba y que lo alborozaba
tanto que una relación amorosa le resultaba un deleite inferior. Un deleite que
podría resistir con determinación, como cuando pasaba por el escaparate de una
pastelería y, aun oliendo el aroma suculento de la bollería recién salida del
horno, conseguía pasar de largo. “Que estás hecho un etereosexual”, resumió Emilio tajantemente. “Etereosexual convencido –sentenció el sacerdote-. A mí sólo me
atrae el cielo, lo etéreo y lo sagrado”.
Y
llegaron a la sala de bingo. Con sendos cartones esperaron impacientes hasta
que el cantor se dignara a cantar los primeros números. Todos, excepto Francisco.
Consideraba que el juego de azar era una suerte de olla a presión que cocía la
avaricia, la ilusión y la usura, a la par que enfriaba la cuantía de su cuenta
corriente. Y antes de un desaguisado, prefería ver los toros desde el balcón.
Por su parte, también se vislumbraba cierta reticencia en Antonio, quien
recordaba con total nitidez cómo malgastó veinte euros en un décimo de la
lotería de Navidad, porque había soñado con ese número. Con todo, gastar seis
euros en su cartón le pareció asequible, sobre todo, sabiendo que el premio
ascendía a mil euros.
“Señoras
y señores, comenzamos con el bingo. Como ya conoceréis, esta semana vamos a
celebrar el quinto aniversario con un premio «gastronómico», 1005 euros. Mucha
suerte a todos”, se presentó el cantor, un tanto intimidado por contar con un
público notablemente superior al habitual. El bombo comenzó a girar y a mezclar
las bolas. “Veintiséis, vint-i-sis, vinte e seis, hogeita sei, twenty-six,
vingt-six, sechsundzwanzig, veintisei, veintiséis”, comenzó a cantar.
—
Descerebrado, comemierdas, un poco más lento, que has dicho treinta números en
un segundo –le gritó Fulgencio al trabajador- y pronuncia mejor que hasta un
drogadicto mellado lo hace mejor.
—
Papá, cállate, no me dejes en evidencia –le rogó Emilio-. Los está cantando en
varios idiomas.
—
Pero, ¿qué idiomas, hijo? ¡Si los que vienen aquí no saben ni español! Mucha
modernidad y globalización y esas mierdas, y luego a su propio idioma, que le den
por saco.
Tras
salir los once primeros, una señora gritó “bingo” para, después, insultar al
gerente del salón de juegos por el mísero premio que le correspondía: un tambor
de detergente para 36 lavados. La decepción de Antonio y Emilio también se preveía.
A ambos les quedaba un número para ganar, pero recordando su relación histórica
con la suerte, preferían alimentar las esperanzas mínimas. Sólo las justas,
para alimentar la emoción de la partida. “Dos, dues, dous, bi…”. “¡Bingooo,
bingooo!”, gritó con una alegría extrema alzando su cartón. Como la Libertad
semidesnuda sostiene la bandera tricolor en La
Libertad guiando al pueblo de Delacroix. Unas fotografías, un talonario y
varios apretones de mano sucedieron. Para desgracia de ellos, la alegría viró a
desconcierto, sorpresa, odio y abominación cuando en la siguiente ronda del
bingo, una mujer de sesenta años cantó “línea”.
—
Mirad, ésa es Rosa, mi Rosa –exclamó Francisco.
—
¿Cómo que Rosa? Ésa es Pilar, la zorra de mi exmujer –dijo Antonio-. Sí, la que
me puso una cornamenta de las grandes. Pero, lo peor es que tú eres una
sabandija, Francisco. Entre amigos hay una norma: “nunca saldrás con ex de un
amigo”. Te las has pasado por el forro.
Como
resultado, su amistad se hizo trizas como el cristal más frágil al precipitarse
al suelo. Tal vez para recomponer los añicos de su relación haría falta que el
odio repentino de Antonio amainara. Había que poner tierra de por medio. Por
ello, invitó a Emilio a pasar un par de semanas en Ibiza. Con los mil euros del
bingo y sus ahorros escuetos podrían disfrutar del merecido descanso que la
vida se había obstinado en no otorgarles. Emilio aceptó sin dudarlo no sólo
porque la idea le plugo, sino porque se había percatado de que, por muchos
intentos que hiciera por demostrar cuánto quería a su padre, éste seguiría
empecinado en que su hijo no era más que un egoísta, capaz de venderlo al mejor
postor. Esta vez el soltero se negó. Ya estaba hastiado de buscar la aprobación
de los demás, de ser un monigote a merced del gusto y la voluntad de sus seres
cercanos, y de arrinconar más tiempo lo que él quiso ser y nunca pudo. Se
acabó. Desde ahora, él actuaría por él y para él, sin atender a la reacción de
los otros, sino tan sólo a la suya propia. De esta manera, los tres volvieron a
apostar por la felicidad. Con un boleto distinto, pero con la esperanza de un
resultado más próspero. Al fin y al cabo la vida es un bingo que, por muchas
partidas perdidas a la espalda y unas pocas ganadas, merece la pena seguir
jugando, día tras día, porque en cada jugada siempre se esconde un ápice de
felicidad y una parte enorme de experiencia. Y, esto no es sino la mayor de las
recompensas. FIN.
>> GRACIAS POR HABER LEÍDO FEBRERO Y VILLANOS.
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