CAPÍTULO
2. EN CUEROS Y A LO LOCO
El mejor taller de chapa y pintura para las personas no es la
peluquería, ni tampoco una clínica de cirugía estética, sino el tiempo. Sólo el
tiempo es capaz de moldearnos a fuerza de satisfacciones y palos, y
convertirnos en yoes opuestos a los que un día fuimos. Éste, en calidad de
alfarero, ya se había puesto manos a la obra para transformar a don Francisco,
Emilio y Antonio en yoes, en ciertas cosas, descafeinados, y en otras, más
extremos.
En esta ocasión, el espacio de tiempo comprendido entre el seis de enero
y el uno de febrero alteró el curso de sus vidas. A sus sesenta y siete años y
tras descubrir la infidelidad de su esposa, Antonio se vio desterrado de su
propia casa por orden de ella, con las maletas rebosantes de ropa, con el
documento que acreditaba su divorcio, en las manos, y con la decepción, en la
mente. Conocer a mediados de año a Emilio y a Francisco palió su congoja hasta
que se dispersaron por aquella ciudad del levante español. Un día después de
Epifanía se mudó al apartamento de su hija, su yerno y su nieto, previendo que
esa nueva etapa sería más feliz. Pero, nunca se sintió integrado en el núcleo
familiar, sino, más bien, un átomo disperso. Por su parte, Emilio había
internado a su padre septuagenario en una residencia, porque intuía que, junto
a éste, llegaría a ser tan cascarrabias y sobreprotector como él. Se negaba a
posponer sus intereses para asistir a su progenitor. El casi cuadragenario lo
tenía claro: los únicos pañales que pondría y las únicas papillas que
prepararía serían para su retoño. Pero, muy a su pesar, ese retoño suyo parecía
condenado a engrosar su lista de deseos frustrados. Junto con su aspiración de
conocer a una mujer que lo amase, y de encontrar un trabajo con que sobrevivir,
sin tener que recurrir a la cuenta corriente de su padre. Así pues, Antonio y
Emilio se reencontraron en una cafetería y allí planearon instalarse en la casa
parroquial de don Francisco. Este párroco atravesó, durante la segunda mitad de
2013, una enorme crisis de fe, al contemplar cómo la sociedad se estaba
corrompiendo y había dejado en la retaguardia los valores morales. Sin duda,
ellos dos fueron su gran apoyo emocional.
De este modo, se pusieron al día surtiendo la charla de silencios
incómodos, caras de incredulidad y retazos de ilusión. Don Francisco les
permitió quedarse en la casa cural, siempre y cuando concibieran la discreción,
la compostura y el respeto como los pilares de su particular credo. La tarde
del dos de febrero daría el pistoletazo de salida a nuevas peripecias. Emilio
les propuso visitar la residencia de ancianos, donde su padre había ingresado
ocho días atrás. Fulgencio, que así se llamaba, mataba el tiempo despotricando,
día y noche, contra su vástago egoísta.
Dicho y hecho. 18.27, en el geriátrico. De la reticencia y el despecho iniciales, el viejo sucumbió ante la sugerencia de su hijo de salir a pasear. Hasta donde él quisiera, o, más bien, hasta donde sus piernas desgastadas por la edad le permitieran. Ocho piernas y un bastón, las del anciano, movieron a esos cuatro cuerpos tristes por la ciudad. “Papá, ¿te apetece ir al parque?”, le propuso su primogénito. “¿Parque? Demasiado parque?”, replicó. Y así entre proposiciones y réplicas idénticas, forjaron una conversación sin calificativos, salvo uno: patético. ¿Bar? Demasiado bar. ¿Cine? Demasiado cine. ¿Bolera? Demasiado bolera. ¿Tienda? Demasiado tienda. ¿Salón de stripteases? “Poco salón de striptease –contestó Fulgencio-. Me sabe a poco, pero te perdono esta mierda de paseo, si me prometes que las tías en cueros van a ser voluptuosas, porque con mis diez dioptrías voy a ver menos que un tuerto”.
Dicho y hecho. 18.27, en el geriátrico. De la reticencia y el despecho iniciales, el viejo sucumbió ante la sugerencia de su hijo de salir a pasear. Hasta donde él quisiera, o, más bien, hasta donde sus piernas desgastadas por la edad le permitieran. Ocho piernas y un bastón, las del anciano, movieron a esos cuatro cuerpos tristes por la ciudad. “Papá, ¿te apetece ir al parque?”, le propuso su primogénito. “¿Parque? Demasiado parque?”, replicó. Y así entre proposiciones y réplicas idénticas, forjaron una conversación sin calificativos, salvo uno: patético. ¿Bar? Demasiado bar. ¿Cine? Demasiado cine. ¿Bolera? Demasiado bolera. ¿Tienda? Demasiado tienda. ¿Salón de stripteases? “Poco salón de striptease –contestó Fulgencio-. Me sabe a poco, pero te perdono esta mierda de paseo, si me prometes que las tías en cueros van a ser voluptuosas, porque con mis diez dioptrías voy a ver menos que un tuerto”.
Entraron.
Se sentaron en la mesa más lejana del escenario y agradecieron que en aquel
local se respetara la ley antitabaco. El espectáculo había comenzado. Una joven
de color, vestida de enfermera, en tanto que bailaba Roxanne de The Police, se quitaba el liguero, sin prisa, con
parsimonia, lenta y sensualmente, de manera ingenua y lujuriosa. Al agacharse,
su tanga lascivo se vislumbraba con todo
detalle.
— Me
he puesto malo… Así. De repente… -dijo Emilio.
—
Pues me da a mí que ésta te va a poner peor… Vas a coger calentura –respondió
Antonio.
— Si
es que estás golfas son la peste, la enfermedad de la sociedad… Vámonos de
aquí… Por favor… -interrumpió el cura no muy convencido de sus palabras.
—
¡Ostras! Pero, ¡qué broma es ésta! ¡Si no se le ve nada! –se sobresaltó
Fulgencio al ver a la joven totalmente desnuda- Yo no soy racista, pero…
Tendrían que prohibir que las negras hicieran stripteases, porque para verles
la dentadura, para eso, ya tengo las de las viejas de la residencia, y encima
desmontables.
—
¿Las viejas o las dentaduras? –preguntó Emilio en un momento de escasa
lucidez-.
— En
fin… Hijo, ¿qué van a ser? ¡Pues las dentaduras!
—
¡Olé, olé! Negraca, esta noche, en tu honor me haré un Colacao –terció el
jubilado cornudo.
— Descerebrado,
como no te calles, Colacao no sé, pero te juro por lo más sagrado, el Athletic,
que esta noche te dejo los huesos como el Nesquik.
La
velada prosiguió con un nuevo tema, Lady
(Hear Me Tonight) de Modjio, y otra chica, esta vez, embutida en un vestido
ceñido de cuero negro.
—
¡Otra negra! ¡Venga ya! ¿Dónde está la cámara oculta? ¡Dónde! –gritó Fulgencio
como un poseso. ¿Qué va a ser lo próximo? ¿Qué va a ser lo próximo? Me da
pánico pedir un vaso de leche, porque son capaces de traerme leche negra,
azúcar negra, una servilleta negra y una cucharilla negra.
—
¡Qué no, hermano! –respondió don Francisco- Que es blanca. Lo que ves es su
vestido tan ajustadito, tan… perverso…
¡Vámonos ya, joder!
El
show prosiguió con la tercera chica. Fingía ser una muchacha ingenua que se
entretenía haciendo pompas de jabón con un especie de aro de veinte centímetros
de diámetro. El éxito de su propuesta consistía en hacer una burbuja y
lanzarla, e intentar quitarse una pieza de su lencería antes de que ésta
impactara contra el suelo. Primero, se quitaba seis bragas de cuello vuelto,
luego, cinco bragas sexis y, por último, dos tangas hasta desesperar a hombres
y mujeres.
—
¡Qué pompas! –profirió el párroco-. Quiero decir –intentó justificar sus
palabras al advertir la estupefacción de sus amigos-, ¡vaya control!, ¡cómo
sopla! Mis niños de la comunión también hacen pompas, pero ninguna como éstas…
Tan redonditas, con tantas curvas... Es como una manzana pero de carne…
>> Si quieres leer el capítulo anterior: "CAPÍTULO 1. EN CUEROS Y A LO LOCO", pulsa aquí.
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