miércoles, 1 de enero de 2014

Villancicos y villanos: "Érase una muerte dulce y dos sucesores del Cid Campeador" (VII)

>  CAPÍTULO 1. EN BUSCA DE LA SUERTE PERDIDA (Para leer los capítulos, pinchad sobre su título)

CAPÍTULO 7. ÉRASE UNA MUERTE DULCE Y DOS SUCESORES DEL CID CAMPEADOR.
Bajo la mísera luz de una bombilla pelada que colgaba del techo, la vida en aquel apartamento a las afueras de la ciudad continuaba resultando sombría, fría y pesada como un abrigo de plomo. Con la llegada del nuevo año se habían propuesto cambiar ciertos hábitos: practicar más deporte, no beber tanto alcohol… Pero, lo cierto es que lo único que iba a cambiar en sus vidas era el almanaque.

- ¡Feliz año, compañeros! A ver si en el 2014 nos van las cosas algo mejor, o bien, como mínimo –dijo Antonio.
- Igualmente. Al menos, tenemos el dinero de tu pensión. ¡Benditos mil euros! –contestó don Francisco.
- Efectivamente, benditos euros y bendito yo, que os mantengo por lástima. ¿Acaso a ti no te pagan por dar cuatro Misas? Y, tú, Emilio, ¿y el dinero del paro que recibes?
- ¿Nos estás llamando muertos de hambre? –replicó Emilio.
- Muertos de hambre, lo que se dice “muertos de hambre”, no. Pero pobres, bastante –asintió el párroco-. Pero, ¿sabes por qué? Porque tengo que respetar el voto de pobreza. Con mi sueldo pago las facturas de la parroquia y los recibos de la luz y el agua. Lo que sobra lo dono a una ONG.
- ¡Qué chiste más malo! A una ONG… Y, ¿cómo se llama esa ONG? ¿PEN, Putas En Cueros? –se burló Antonio.
- No, a CDCI, es decir, al Club Del Cornudo Ibérico, no te jode –replicó con socarronería el cura.

Emilio, por su parte, se negó a confesar en qué gastaba los cuatrocientos euros de la prestación de desempleo, pero sacó a colación que él colaboraba con el más con las tareas domésticas. El final de aquel altercado mañanero se preveía turbulento. Cardenales en los ojos, magulladuras y contusiones. Sin embargo, el amor contribuyó a la resolución pacífica del conflicto. “Paco, ¿tienes por ahí el teléfono de Pilar? Necesito volver a verla, pero no tengo ni su twitter.”, preguntó Emilio. Don Francisco no pensaba soltar ni un euro más, ni tampoco desvelarle la verdadera identidad de aquella prostituta rastrera. “No te lo he querido decir para que no sufrieras, pero Pilar ha… ha… ha muerto. ¡Pilar ha muerto!”, se inventó. “¡Ha muerto! Su cuerpo dejará no su cuidado; serán ceniza, más no tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado.”, reaccionó el pobre iluso, con unos versos de Quevedo y un dramatismo desmesurado, propio de una actriz trasnochada y carente de talento.

A las diez de la mañana Antonio y Emilio acompañaron al sacerdote a la iglesia. Durante el trayecto, éste les detalló la tan grotesca como inventada muerte de La Pili. Que murió a las diez de la noche, cuando, compitiendo con su padre por quien se zampaba más polvorones en un minuto, ingirió dieciséis y se atragantó. Esa noche consiguió tres cosas: batió la marca del año pasado, ganó la victoria contra su progenitor y perdió la batalla contra la muerte. “¡Vaya por Dios! No me pude inventar otra historia más disparatada.”, pensó el cura. Emilio, por suerte, se tragó toda esa farsa; pero, por desgracia, quería despedirse de esa mujer y velar su cuerpo. El amor es ciego.

Celebrada la misa, se encaminaron hacia el tanatorio más cercano. Don Francisco apresuró el paso; tenía que llegar antes que ellos para planificar la estrategia. Pidió a Dios que hubiera fallecido alguna Pilar: habría carteles, habría familiares pronunciando ese nombre… En realidad, ayudaría a la hora de ejecutar la argucia. Luis, Julián, Concepción, Antonio, Adela, Amalia, Pascual, Julio y Encarnación. “Ostias, ni una puta Pilar”, pensó. Nueve salas repartidas en dos plantas, una salita poblada de ataúdes y urnas funerarias, una capilla multiconfesional, una cafetería y una floristería. Consideró que la mejor opción era acompañar a sus dos amigos a la sala 6. Allí yacían los restos mortales de Amalia, una señora de treinta años y con un parecido más que razonable a La Pili. Enseguida llegaron sus dos compañeros de apartamento. Uno, llorando a moco tendido y de luto riguroso; otro, consolándolo.

No obstante, el destino es impredecible. Ellos lo sabían de sobra. Y lo imprevisible llegó a cotas tan altas que, dos minutos después, se encontraban en la sala 2. El sacerdote, sin percatarse de ello, irrumpió en la zona donde los familiares observaban el cadáver desde la vitrina. Tal vez el hecho de velar a un difunto no es tan trágico por el fallecimiento en sí, sino por sentir que la muerte está tan cerca de nosotros que cuesta percibirla, y que sólo somos un trozo de carne animado que lucha durante años y años para acabar en el foso del olvido, y en un ataúd, consumido por la naturaleza y organismos carroñeros. El patetismo existencial de don Francisco se triplicó cuando descubrió que el cadáver no pertenecía a una tal Amalia, sino a un caballero decrépito, bajo y enjuto. “Pero, ¡qué fiambre es este!”, exclamó. Ante las miradas acechantes de los presentes, que le hubieran degollado la yugular cual vampiro ávido de sangre. Rectificó con bastante solvencia: “Perdón, me ha impresionado ver a este hijo de Dios de este modo. Yo siempre digo a mis fieles parroquianos que no teman el más allá. El cuerpo se marchitará, cual fiambre perecedero; pero el alma nunca morirá, porque es amor y el amor no se agota, se transforma”.

- Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, y más la piedra dura porque esa ya no siente, pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente.-recitó Emilio unos versos de Rubén Darío mientras lloraba.
- Oye, no exageres tanto. Que la conoces de menos de dos horas y un polvo –reprendió el jubilado a su compañero-. Por cierto, ¿de dónde has aprendido tanto poema, si tú eras tan malo en los estudios como yo imponiendo mi criterio en casa?
- Es que a los quince años participé en una obra de teatro, para conquistar a la que fue mi novia en aquellas fechas, bueno la única que he tenido. Era una historia de amor guionizada a base de fragmentos de poemas. Quevedo, Garcilaso, Rubén Darío… Pero el día de la representación se canceló porque no vendimos ni veinte entradas. Y, como dicen, lo que nunca ocurre es lo que se recuerda con más fuerza.

“Murió de muerte dulce”, escuchó el cuarentón enamorado en medio del guirigay. La nitidez del mensaje le llevó a identificar de qué boca procedían esas palabras. Procedía de una señora con gafas de sol y un pañuelo de tela que lloraba sin consuelo alguno. Emilio se acercó y le dijo, sin abandonar ese deje poético, cadencioso y pedante: “¡Cuánto lo siento, señora! ¡Yo tampoco puedo contener mis lágrimas! Para ser una muerte dulce, mi aflicción es demasiado amarga. Si no se hubiera zampado todos esos polvorones… ¿Quién le incitó a participar en ese concurso! ¡Maldigo la harina, la manteca y el azúcar que asesinaron su corazón lastimero!”. “¡Oye, caballero! ¿Qué dice usted? Me refiero, con la muerte dulce, a que se quedó durmiendo con el brasero de leña y sin ventilación.”, interrumpió la mujer. “¡Qué confusión más tonta, eh, Emilio –terció el padre don Francisco-. Al menos, Pilar no sufrió”. La situación empeoraba a la par que los nervios de sus dos compañeros de piso se incrementaban, cuando en un despiste de ellos, Emilio se acercó a la vitrina.

- ¡Ostias, pero qué es esto! ¡Qué hace aquí este viejo bajito! –preguntó asombrado a Antonio.
- Emilio, ¿cómo va a ser un hombre? Es Pilar, lo que pasa es cuando se muere, uno se arruga más que una pasa, se encoge como la carne a la plancha, y, además, los maquilladores cortan el pelo, porque luego el cabello es estupendo para hacer pinceles y brochas.
- ¿Cómo? ¡Belleza traicionera, me engatusas y cuando te alcanzo, huyes como un vendedor de cedés piratas que sale corriendo, cuando ve llegar a un policía, por el miedo a acabar en la cárcel, entre desalmados con tatuajes, y comiendo con tenedores de plástico, por el temor del asqueroso responsable de la prisión a que corten los barrotes, a que amenacen a otros presos, o incluso, a que excaven un túnel secreto, cual topo ciego que hace galerías subterráneas por el gran tedio que le embriaga día tras día! –dijo Emilio creyéndose todos los disparates de su amigo-.
- Pero, ¿qué ruido es este? Un respeto, señores, que está aquí el cadáver de cuerpo presente –interrumpió la mujer gorda y cincuentona de antes-. ¿Quiénes sois vosotros? –se dirigió a Antonio y a Emilio, mientras don Francisco contemplaba la escena y rezaba el rosario, en medio de la sala, con el pretexto de que el alma del difunto volara hasta el cielo.
- Emilio, soy yo el novio de esa persona, hermosa y vivaracha, que iluminó mi corazón oscuro. ¡Qué voy a hacer sin ella! ¡Ella es la reina de mi vida!
- ¡Me cago en tus muertos, granuja, canalla, hijo de perra! ¿Estás llamando a mi padre maricón? Mi padre sólo tuvo un amor: mi madre, que en gloria esté, la pobre. Mariconeos cero. Un hombre en mayúsculas. Y, no, como tú, ¡so bribón!, ¡so gilipollas! Te voy a arrancar el pescuezo. Hijos, hijos, venid i partidle las piernas que dice que el abuelo era un julay.


Pasó la mañana, pasó la tarde y regresó la noche, como siempre. Un año más, un año menos, pero todo seguía igual, incluida la luna. Sentados en el sofá y atentos a las noticias deportivas de Cuatro, repasaron las vicisitudes del día. Pusieron énfasis en la escena ridícula del tanatorio. Y don Francisco se burló de ellos, tras recordarles que habían salido corriendo de la sala, con los dos nietos de aquel viejo difundo pisándoles los talones, mientras gritaban “perdonad, ha sido un error, no nos hagáis nada”. Para más inri, el sacerdote les dijo irónicamente: “Valientes, qué valientes, madre mía del amor hermoso, sois los justos sucesores del Cid Campeador”.

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