> CAPÍTULO 7. ÉRASE UNA MUERTE DULCE Y DOS SUCESORES DEL CID CAMPEADOR
CAPITULO 8. TRES REYES NADA MAJOS
Cinco días. Tan sólo cinco días hicieron falta para que el primer revés de 2014 llegara a sus vidas. Y, su envergadura fue tal que el júbilo de Antonio, por haber conocido a su nieto, y la cólera de Emilio, al descubrir que La Pili era una mujer de moral relajada, se desvanecieron nada más chocar contra la realidad. Hace dos días el jubilado sexagenario fue a casa de su hija Laura a conocer a su nieto. Rodeado de biberones, sonajeros y pañales pestilentes, su hija le confesó que estaba muy angustiada por todo lo que estaba sufrimiento. “Papá, ¿cómo no me has contado que estás sin un duro? He leído en un blog todo lo que os está ocurriendo, a ti y a tus compañeros, y no quiero que sigas así, ¿me oyes? Aquí me tienes para todo lo que necesites”, le dijo. En efecto, se trataba de un blog humilde, de recursos limitados y de publicaciones abundantes. Con la tableta de su hija, agudizó el ingenio hasta comprender el funcionamiento básico de aquel aparatejo, a su parecer, diabólico. Finalmente, entró en aquel blog, “elacantiladodelaspalabras.blogspot.com”. “¡Me cago en la puta! Pero, ¿quién se cree el que ha escrito esto para entrometerse en mi vida y hablar de mí en Internet? Ni que fuera yo La Pantoja. ¡Vaya sinvergüenzas!”, dijo Antonio embriagado por la ira.
CAPITULO 8. TRES REYES NADA MAJOS
Cinco días. Tan sólo cinco días hicieron falta para que el primer revés de 2014 llegara a sus vidas. Y, su envergadura fue tal que el júbilo de Antonio, por haber conocido a su nieto, y la cólera de Emilio, al descubrir que La Pili era una mujer de moral relajada, se desvanecieron nada más chocar contra la realidad. Hace dos días el jubilado sexagenario fue a casa de su hija Laura a conocer a su nieto. Rodeado de biberones, sonajeros y pañales pestilentes, su hija le confesó que estaba muy angustiada por todo lo que estaba sufrimiento. “Papá, ¿cómo no me has contado que estás sin un duro? He leído en un blog todo lo que os está ocurriendo, a ti y a tus compañeros, y no quiero que sigas así, ¿me oyes? Aquí me tienes para todo lo que necesites”, le dijo. En efecto, se trataba de un blog humilde, de recursos limitados y de publicaciones abundantes. Con la tableta de su hija, agudizó el ingenio hasta comprender el funcionamiento básico de aquel aparatejo, a su parecer, diabólico. Finalmente, entró en aquel blog, “elacantiladodelaspalabras.blogspot.com”. “¡Me cago en la puta! Pero, ¿quién se cree el que ha escrito esto para entrometerse en mi vida y hablar de mí en Internet? Ni que fuera yo La Pantoja. ¡Vaya sinvergüenzas!”, dijo Antonio embriagado por la ira.
El enfado de sus amigos no fue menor. “Se creerá
muy gracioso y un escritor ilustre este bloguero de mierda. Si Carmen de
Mairena tiene más sentido literario que este metomentodo. ¡Qué vergüenza! No
voy a salir a la calle hasta que los sapos canten copla o, peor aún, hasta que no
haya ni un político corrupto.”, exclamó Emilio ante la mirada atónita de sus
compañeros de piso. Por su parte, a don Francisco las habladurías le resultaron
baladíes frente a las consecuencias de sus actos. Denuncias, multas, suspensión
a divinis o prisión, por ejemplo. La
posibilidad de que uno de ellos fuera un chivato traidor quedó descartada: los
tres salían malparados y ninguno podría escabullirse de una estancia en la
cárcel o del desprecio de familiares y conocidos por culpa de esas líneas, cada
vez más numerosas e insidiosas. También desecharon la posibilidad de que hubiera
cámaras ocultas en casa, tras rastrear esquinas, techos, paredes, huecos,
estanterías y el resto de la vivienda, y no encontrar nada. “Escuchad, -dijo
don Francisco-, se acabaron los insultos y la maldad. De aquí en adelante, seremos
unos santos. Nuestro piso se convertirá en el templo de la educación”. Bajo
este propósito, los tres se esforzaron, de modo encomiable, por sustituir en
sus charlas “hijo de puta” por “amigo”; las normas descorteses, por las
peticiones educadas y precedidas de un “por favor”; las jornadas maratonianas
de Sálvame, por los documentales de
La 2; o los lingotazos de güisqui, por agua mineral.
A las nueve de la mañana, el cura desilusionado, el
soltero casi cuarentón y el jubilado cornudo salieron de casa. El primero se dirigió
a su parroquia para celebrar el día del Señor, y los otros dos, hacia el centro
comercial. Los habían elegido para que los niños entregaran a sus Majestades
de Oriente las cartas con el listado de regalos que esperaban de ellos. Aquel
lugar estaba configurado por catorce salas de cine, dos salas de juegos, una
bolera solitaria, un karaoke, una decena de restaurantes y más de veinte
tiendas de ropa y calzado, repartidos en dos plantas. Villancicos, sonando
desde altavoces enormes, y árboles de Navidad, acicalados con guirnaldas
brillantes, bolas de brillo argénteo y lucecitas de colores, incitaban a los
consumidores a vivir el espíritu navideño y, por qué no decirlo, a despilfarrar
el dinero en ofertas falaces o en vestidos, que, tras adquirirlos, quedarían
relegados en el armario, protegidos sólo por bolitas de naftalina y
desamparados de la atención de quienes los pagó.
La concurrencia aumentó progresivamente hasta que Melchor,
Gaspar y Baltasar salieron de una tienda de juguetes. Los niños, boquiabiertos,
se colocaron en fila, mientras sus padres, que esperan también junto ellos, miraban el reloj e imploraban al cielo marcharse lo antes posible. El
gerente de la juguetería habló desde un micrófono de petaca: “Bienvenidos niñas
y niños, madres y padres. A nuestra juguetería, han llegado los Reyes Magos y
están aquí para que les entreguéis vuestras cartas y peticiones, y os echéis
fotos con ellos. Y, no dudéis en visitar nuestra tienda, el proveedor oficial
de sus Majestades.”. Melchor y Gaspar, o lo que es lo mismo: Antonio y Emilio jamás
olvidaron las ocurrencias de los niños.
Uno de ellos, un tal Javier, se sentó en el regazo
de Antonio, y pronunció unas palabras que pudieron suponerle a aquel rey
Melchor que su trabajo acabara tan rápido como una estrella fugaz que se
desliza por el firmamento.
- Hola, rey Melchor –dijo el chico.
- Hola, chiquillo, ¿cómo te llamas? –preguntó
Antonio.
- ¿Yo? Pues Javier, ¿acaso tengo cara de llamarme
de otra manera? –contestó con aspavientos y un deje afeminado-.
- Si te dijera yo de qué tienes cara… Pues tienes
cara de ser un niño obediente y muy versátil… ¡Qué arte tienes, chiquillo!
–rectificó al recordar qué debía guardar la compostura y ser educado, y más
ahora que estaba rodeado de niños y vigilado por alguien que narraba en
Internet todo lo que le acontecía-. ¿Has sido bueno este año?
- Bueno, buenísimo, rey mío. Pero, discuto mucho
con papá, porque no quiere que yo juegue con muñecas.
- ¿Quieres decir muñecos, verdad? –estalló en
carcajadas-. Por cierto, ¿qué regalos nos has pedido este año?
- Muñecos no, muñecas, con sus trenzas, sus
vestiditos… Este año quiero la Nancy y su tienda de perlas, para hacer mis
collares, muy monos ellos, un palacio de princesas, y un set de maquillaje.
- ¡Será julay! Este más que muñecas quiere a un
soplanucas –murmuró Melchor.
- Señor, ¿qué significa julay? Y, ¿soplanucas?
- Javier, Javier de mi alma… Un julay es un niño, muy responsable, que
se porta muy bien con sus papás y, por eso, ellos le aumentan la paga. Y un soplanucas es un caramelo de chocolate
con nata por dentro.
Después de que el niño le entregara la carta y le
besara sus barbas postizas, abrazó a su padre y le dijo: “Papá, ya soy un
julay, un julay obediente y responsable, así que súbeme la paga que con un euro
no me da para pagar a un soplanucas”.
“Me cago en la puta, ¡un hijo mariquita! –dijo su padre dirigiéndose a él-. A
ti, ya se te ha acabado Pocoyó, ahora más Torrente, más Intereconomía y más
cine español”.
La falta de respeto de Antonio hizo acopio, de
nuevo, ante una niña, que frisaría los nueve años, de nombre Cristina, de
lenguaje extraño y de gustos esnob.
- Hola, King
Melchor. Este año me portado very well.
- ¡Cómo me alegro, guapetona! ¿Qué deseas que te
traigan los Reyes Magos?
- Thank you! Quiero una máquina para hacer cupcakes y muffins, una house de
muñecas con parking…
- Talaka melake pale katele monga mongale donka
lekalo malakapelakatakamangaloke jaliko kaloke ledonlekamakañepoka –interrumpió
Antonio.
- Señor, ¿se
encuentra bien? –continuó-. A lo que iba… Prometo que serán light, because yo como un gran lote de cookies,
chips… Y como voy para top model, pues tengo que hacer mucho running y comer many carrots, pineapple y
ni una hamburgers, y nothing de sweets…
- Kemala mankele mukga pukga jaloki miloko danko
puka putak machalakipotatayakalamkaloke.
- Melchor, eres un gilipuertas, pero ¿¡qué estás
diciendo!? –la niña le pisó el pie y volvió con su padre.
- Niña, no digas palabrotas –intentando
contenerse-. Mira, niña imbécil, hablas raro. Te entiendo menos que a una vieja sin
dentadura, atragantándose con un polvorón. Te crees guay por hablar así raro,
pero sólo eres una niña repelente y asquerosa, que si no fuera por unos padres
pringados, estarías pidiendo limosna bajo un puente, alrededor de drogatas y
jeringas usadas.
Tras esto, su labor como rey mago quedó concluida,
ya que la madre de la niña salió disparada hacia él. Sus intenciones quedaron
claras: arrancarle la cabeza a ese malnacido a base de golpes con su bolso de
imitación. De todos modos, aunque aquella señora, refinada en apariencia, y, en
realidad, más ordinaria que un tanga de esparto, no se hubiera abalanzado contra
él, los otros adultos allí presentes tampoco se hubieran sido impasibles a las
palabras toscas de ese señor disfrazado de Melchor. En cambio, Emilio soportó
la tentación de insultar a algún que otro niño engreído y altanero, y contuvo
las lágrimas al ver la ilusión de cada niño. Ya le hubiera gustado a él que
alguno de ellos fuere aquel mocoso, que él siempre ansió tener y que parecía
que jamás llegaría. En su mente imaginaba cómo habría sido llevar a su hijo a
la cabalgata de Reyes Magos, cómo le ayudaría a recoger caramelos, con qué
pretexto lo mandaría a acostar tras un atracón de roscón de reyes, cómo jugaría
con su retoño, cuyos ojos no tendrían otro objetivo que disfrutar de los nuevos
regalos hasta el final de las vacaciones.
Reunidos los tres de nuevo en su piso de paredes
amarillentas y de hedores constantes, salieron a la calle para formar parte del
gentío, que esperaba ansioso el comienzo del desfile de Sus Majestades. Después
del sinsabor matutino de Antonio, del pesar vespertino de Emilio al ver cómo otros
disfrutaban de lo que él no podía: la experiencia de ser padre, y de la
pesadumbre de don Francisco al advertir la falta de ánimo de sus compañeros, después
de todo eso, degustaron un delicioso roscón de nata y trufa y sendas tazas de
chocolate bien caliente. Los trozos de trufa desaparecieron de su bandeja
dorada al vuelo; los de nata, no tanto. Al fin y al cabo, parecía ser verdad
que, entre una buena taza de chocolate y unos buenos amigos, las desgracias lo
son menos.
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