Descorre
la cortina separadora y encuentra a una paciente joven sentada en la camilla
con ropa deportiva y un dorsal de la San Silvestre. «¿Te has quitado el
catéter? Mira que te he dicho que me avisaras para que lo hiciera yo. Hay que
ser obediente, Andrea», dice el enfermero en tanto revisa las instrucciones que
ha remitido el doctor y retira del colgador de intravenosos el sulfato de
magnesio. «Esto es lo más parecido a un farolillo que vamos a estar esta
Nochevieja», alza los hombros y achica parcialmente su cuello. Acompaña el
gesto con una sonrisa tímida, cómplice, trazada con el deseo de no transmitir ni
su aflicción ni todo lo contrario. «Por lo menos, por estar aquí, a ti te
pagan», dice a modo de consuelo. «Y lo pago, no imaginas cuánto lo pago»,
replica Manuel, quien abandona la habitación de observación no sin antes
rogarle que toque el timbre en caso de que repunte la crisis asmática.
Telefonea
a su esposa.
—¿Cómo
va la noche, monina? ¿Te has puesto el tensiómetro?
—…
—Catorce
diez, sí la tienes alta. Tomate la pastilla y evita los salazones.
—…
—Paciencia.
Solo un mes y, tras el parto, te prometo que te llevaré mojama y bonito seco
para parar un tren. Te echo de menos. Ojalá estuviera allí con la familia y
contigo.
—…
—¿Que
estoy aquí porque he querido? Te equivocas, Helena, en mi opinión, por
supuesto. Aunque lo intentara, ¿tú crees que Amparo va a dejar de putearme y de
asignarme los festivos?
—…
—Las
cosas están así y nada puedo cambiar. Lo hemos hablado muchas veces. Estas son
las represalias de Amparo. Si no hubiera denunciado las negligencias de su
hija, la enchufada de mierda.
—…
—Bueno,
tengo que colgar, Helena; hablamos luego, ¿ok? Un beso para ti y otro para el
feto y no hablo de tu hermano.
Las
nueve menos cuarto. Vuelve al puesto de enfermeros de la zona de urgencias. Ya
estarán preparando la cena el resto de compañeros, piensa. A base de años de
curro en las grandes noches navideñas desde los últimos siete años, sin
excepción, conoce el rito: Dolores estará repartiendo en un par de bandejas
doradas canapés de paté y de salmón ahumado; Juan Antonio habrá sacado de una
bolsa refinada de la bodega unos caldos exquisitos de La Rioja a juzgar por la
etiqueta –aguachirle, según el paladar–; Laura tendrá que bajar a la frutería
por uvas, porque se niega a tomarlas de lata, etc. Y no se equivoca. «Ya ha
vuelto Manolo. En nada comemos. ¿Has terminado, Sofía, con el microondas? Tengo
que calentar la tortilla», anuncia Jerónima. Él la maldice: nunca le ha gustado
el hipocorístico. Manolo, ma-no-lo. Qué
feo le suena y qué áspero. Manolo, palabra
que rima con pipiolo, protocolo y chirimbolo. Y Jerónima sabe que le desagrada, pero es hoy es la
enfermera jefe, hoy suple a Amparo y siempre ha sido la amiga de Amparo, así
que puede hacer lo que le venga en gana. La maldice y no pocas veces, una y
otra vez, eso sí, no muy alto: a ver si la escucha y va con el chisme a Amparo.
No, por ahí sí que no pasa, que la criatura nace y habrá que ponerle el maldito
pan bajo el brazo; el pañal limpio en el culo y la endodoncia, la carrera
universitaria y el carné de conducir, en la cuenta de ahorro.
Entre
bocado y bocado, vendaje en el tobillo para un niño imprudente, lavado de
estómago para la borracha tempranera o enema para el anciano. Así disipa el
apetito. Solo el apetito, porque hambre, poca. Ninguna, a decir verdad. Le toca
atender a todos los pacientes y tragar sus propias palabras iracundas y sus reproches,
ya que, los demás enfermeros solo atienden a su apetito y al palique, esperando
que el del al lado se ofrezca voluntario para ocuparse de los enfermos o, en su
defecto, Manuel, lo que acaba ocurriendo. Y al mal tiempo, buena cara, y a
quien no lo merezca, una mejor cara y, a ser posible, de rodillas. Procura
aceptar la situación, el sentirse ninguneado y ridículo y extraer una lección
de la experiencia. Su intención es sobrevivir a ella, que no le afecte
demasiado. Pero afecta y duele más, y más aún cuando no saca nada bueno de la
experiencia: solo la reconoce como perniciosa para sus aspiraciones y se sabe
incapaz de superarla. Aun así, sonríe y exhala no una queja, sino un
chascarrillo simpático. No le satisface el trato, la relación con sus
compañeros, la filosofía de que por medio del sufrimiento se acaricia el bien. No
obstante, sigue sonriendo y alimenta el compañerismo ficticio, la adulterada
camaradería y el compadreo. Y se lamenta porque allí, en el trabajo, solo son
reales el cachondeo, las risas y el medio. Reales, pero asépticas, fértiles,
sin interés alguno pues no surgen de la emoción y la sensibilidad. Aunque lo
creado sea real, los interlocutores son aparentes, casi virtuales, y la charla
es una guerra fría en la exhibición de ingenio y todos son imprescindibles
hasta que se dan la vuelta y parten. Entonces, se les lanza los cuchillos por
la espalda, como en el juego de la diana, con laxitud moral, con jugadores desprovistos
de lo que les debería hacer humanos. Y a Manu no le interesa el parloteo de
este modo. Con todo, sonríe y alimenta la elocuencia de Jerónima, de Sofía, de
Juan Antonio y del resto de maniquíes. Solo puede frenar el bucle y la
autodestrucción si les dice a todos cuatro palabras bien dichas y abandono esta
noche el hospital.
Ensaya
su alegato varias veces frente al espejo: “Jerónima, me voy a casa, porque lo
merezco. Llevo siete años seguidos currando en las Nocheviejas. Siete años, que
se dicen pronto y se sufren lento. Y, qué cojones, que en lo que va de noche me
he deslomado por todos vosotros. Hay una gran trecho entre estar y hacer”. Una vez
se siente seguro del discurso y el tono, busca a Jerónima. La encuentra
platicando en el pasillo con la madre de Andrea, en cuya cabellera se enreda
algo de serpentina y confeti, y huele a alcohol.
—Jero,
quiero hablar contigo.
—Bueno,
me voy –dice la madre y en vez de entrar a la habitación de la hija, sale del
hospital.
—¿Sabes
dónde va, Manolo? Pues a seguir celebrando la Nochevieja con su familia y la
hija, aquí sola –cotillea resplandeciente y divertida.
—Jerónima,
me voy a casa porque…
—¿Cómo
que te…?
—Sí,
me voy a casa porque… tengo migraña. Ya sabes, lo de siempre. Solo tengo ganas
de cerrar los ojos, veo borroso. En fin... Si necesitas que me quede, me quedo.
—¡Qué
va, hombre! Vete a casa y recupérate. ¿Te pido un taxi? Tú no estás para
conducir.
Una
vez sale del hospital, conduce su coche de segunda mano y atraviesa la ciudad
de camino a casa de sus suegros. Se siente liberado, libre, muy libre, en la
jaula de la mentira y excitado, muy excitado, por su acto rebelde. Son las doce
menos diez y la plaza por antonomasia de la ciudad se puebla de jóvenes y de no
tan jóvenes. De gentes con uvas en los bolsillos o en las manos esperando que
llegue otro año, convencidos de que el nuevo traerá el júbilo que los años
anteriores nunca trajeron y de que les concederá la vida que ellos mismos han
sido incapaces de concederse. La noche huele a épica, casi a apocalipsis, a un
presunto fin de etapa y a comienzo de una nueva, que en un par de días acabará
revelándose igual, exactamente idéntica a la anterior. Manuel espera llegar a
casa de sus suegros antes de las uvas y besar a Helena con un vientre abultado
que intentará separarlos del beso y que los unirá para el resto de sus vidas.
Imagina la sorpresa de esta cuando lo vea llegar y, por supuesto, su alegría:
lleva años reprochándole que en el trabajo no tenga ni voz ni voto, que calle
hasta que le salga una úlcera. La quiere con locura y espera morir con ella. Imagina
a ambos viejecitos, en el sofá abrazados frente a la chimenea, felices, terriblemente
felices. Olvidando las oportunidades perdidas para ser aún más feliz, borrar
del recuerdo la rabia por no haber sido valeroso y no haber luchado lo suficiente
por sus aspiraciones. Pisotear la sombra de su mediocridad vital, pisotear con
saña los límites que calificó de infranqueables. Ahora mismo, la Nochevieja
habita en su pecho y siente que por su esposa, por su hijo a un mes de salir
del horno y, sobre todo, por él conduciría toda la noche con la intención de
escapar de todo. Recorrer autovías y autopista, detenerse solo para el pago de
los peajes, en algunas áreas de descanso, en las estaciones de servicio. Abandonar
la casa, la ciudad, la provincia, el país, si hace falta… Porque siente, espera
y confía en que acabará encontrando un equilibrio entre el pragmatismo y el entregarse
a la vida por completo. Se pregunta si llegará el día en que aun estando triste pueda sentirse feliz y
satisfecho. No quiere instantes de alegría aislada, de eternidad fugaz. La
evanescencia del placer instantáneo, para otros, que él ni la quiere ni la
necesita.
Nuestro
Vladimir o Estragon llega a casa de los suegros y los encuentra echando en el
maletero un macuto voluminoso, unas bolsas con ropa y un neceser. ¿Qué hacen
fuera? ¿Por qué no toman las uvas? Recibe de Helena la noticia, la feliz
noticia: «Manu, cariño, tengo la tensión altísima, nos vamos al hospital, el
niño se nos ha adelantado». Titubea él: «¡No me digas! ¡Qué gran noticia! Pero
yo no puedo volver al hospital». «¿Por qué, Manu, por qué?», recupera la
embarazada habitual tono de reproche. Y en su jaula revolotea el enfermero, aun
con la bata blanca, y le responde: «Tengo migraña, mejor me quedo en casa». En
la radio del coche suenan las campanadas. Feliz año, te quiero, mi vida.
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