EL
DÍA SIGUIENTE
Día 1
Cada
tres días adornaba Paco el árbol de Navidad. Al alba salía al porche
arrastrando una caja de cartón descomunal. Con el frío del amanecer costero, el
anciano de setenta y ocho años aun aterido recogía los adornos con que había
engalanado tres días antes el abeto y, acto seguido, lo vestía de nuevo. En
esta ocasión, empleó lazos corinto, cintas doradas, ángeles brillantes que
había adquirido online y sobres dorados en cuyo interior había tarjetas con
deseos para el nuevo año. Cualquiera que lo viera con sus ojos brillando de la
emoción y el entusiasmo, disponiendo y retirando los adornos hasta encontrar el
lugar idóneo, diría que ya era muy mayor para tales niñerías, que no tenía edad
para ilusionarse y que la soledad le estaba sorbiendo el seso.
Quedó
viudo a los cincuenta y, cansado de las intrigas y la endogamia universitarias,
abandonó la cátedra y compró en la costa un bungaló muy a la americana. La
playa, a cinco minutos andando; el jardín con sus rosales en los arriates y una
fuente decorativa; en el porche delante de la ventana del salón un banco de
madera. Se regocijaba en estos espacios en los ratos de solaz, cuando no había
clases que impartir en la escuela privada en que había encontrado trabajo un
mes después de la mudanza.
Colocó
una estrella de madera en la copa y satisfecho con el resultado entró a casa.
En el salón, cuyas paredes estaban prácticamente forradas con estanterías con
música, cine, literatura y algunos manuales de arte y cocina, colocó un vinilo
de King Oliver y, envuelto en la fragancia vibrante del jazz, se sentó en el
sillón frente a la ventana del porche. Tomó una novela voluminosa de la mesa
auxiliar y comenzó la lectura. Media horas después, la interrumpió el timbre:
—Paco,
vente a la cafetería y jugamos al dominó con Mariano, Pepe y Angelitas –le
propuso un anciano cuya fuerza en la voz contrastaba con su andar débil y torpe.
—Gracias,
pero no. Estoy leyendo… Otro día.
—Mira
que pasar las Navidades solo, Paco… Pues nada, otro día.
Tomó
de nuevo el libro.
Dos
adolescentes sobre el banco abrazados se amartelaban y guarnecían las caricias
y besos con un puñado de frases diversas de amor eterno. No cambies nunca, sin ti no
soy nada, eres lo mejor que me ha
pasado, contigo al fin del mundo,
a tu lado me siento completo, contigo soy otra… Frases así, tan
trilladas como no eres tú, soy yo… o no te merezco. Él la quiso invitar a
unos profiteroles rellenos de trufa con cobertura de chocolate. «Alerta
machista. Pagamos a medias, ¿te parece?». El joven le reclamó el dinero de los
pasteles y se fundieron en un beso tan pasional que de haber sido sus lenguas
más largas sus corazones y estas, como lazos que atan, habrían quedado enredados
para el resto de sus vidas.
Paco
abandonó el libro, extasiado por el idealismo de la escena, y se preguntó: «¿Y
al día siguiente qué?».
Día 2
Al
tercer día de la primera escena y de la última decoración del árbol, volvía a
madrugar para cambiar los adornos. Esta vez apostó por bolas celestes, regalos
de papel azul brillante del tamaño de una taza café, figuritas de Santa Claus,
unas cintas que representaban a sus renos tirando del trineo y, en la copa, un
gorro de Papa Noel. Azulgrana, como su afición. Seguro que a todo el vecindario
le fascinaría la nueva decoración, pensó. Adoraba descansar en el comedor y
encontrar a vecinos y turistas frente a su bungaló o, incluso, en el jardín elogiando el abeto. Qué belleza de
árbol, qué original, cuánto detallismo, etc. Y gozaba con su gozo y con el
ajeno.
A
lo largo del día, limpiaba la casa, cocinaba y hacía la compra; cuando, no,
disfrutaba de la soledad voluntaria y se entregaba a la cultura. Serían las cuatro
de la tarde cuando un vinilo de Memphis Minnie ambientaba el salón con un
brillo azul y frío. Abrió la novela por la página sesenta y tres. Leyó con
gusto hasta que comenzaba a atardecer y ante la ausencia de los amantes aumentó
su inquietud. Colocó en el tocadiscos un álbum de Springsteen y en la tercera
pista, Kitty’s Back, comenzó otra
escena de amor: Darío y Noelia sentados en el banco de nuevo se prometían la
vida y firmaban el pacto con un beso pasional y un abrazo tan ardiente que a
Darío le embobaba el tacto cálido y suave de sus senos en su busto. Jamás había sentido esto, me encantas. Policía, llévesela, que esta loca me ha robado el corazón.
Finalmente, él le entregó un regalo. «Toma un detalle. No es gran cosa, aunque es
una edición superexclusiva. Como la querías y no podías comprarla, y yo no
podía verte sin ella, pues…», le explicaba mientras Noelia descubría que el
envoltorio ocultaba una película. «Si ya me regalaste algo en Navidad y cuando
mi cumple, hace nada. No tenías por qué haberte molestado, tonto. Podrías
habértelo guardado, porque con el curro de Navidad apenas tendrás ni para sopa…
Te quiero, tete».
Impregnado
en el patetismo de la acción, viendo a los enamorados experimentaba también el
enamoramiento. Le rejuvenecía el amor. Y se preguntaba Paco: «¿y al día
siguiente qué?». Fruto de la irreflexión y la efervescencia, tomó una cartulina
y escribió: «Aladino Ultimate, para novias afortunadas de genios de la lámpara.
Teléfono: ¿no sé? Pregúntale a tu novio». Aprovechando que la cortina lo
camuflaba, se acercó a la ventana y escondió en la cazadora de la muchacha la
tarjeta.
Día 3
Esta
vez, en cambiar la muda del árbol, no tardó tres días, sino dos. «Quisiera
congratular a usted on your creativity. Sus Christmas trees son una maravilla,
wonderful. It’s a shame that you only change them every three days», le dijo una
vecina británica cuando lo invitó a su casa a cenar, invitación que desestimó,
alegando que disfrutaba de su soledad. Sin embargo, le excitó la idea del árbol,
convertida en un reto y en una estrategia para asegurar la visita vespertina de
los enamorados. Amaneció la playa con el cielo encapotado y con la gelidez en
el cuerpo, en el banco del porche, Paco aguardaba al repartidor con la bufanda
al cuello, tapado con una manta de cuadros y con los dedos arrecidos. Temía que
este se demorara y no llegasen los adornos inspirados en la literatura con que
quería engalanar el abeto ese día. La tardanza del transportista le permitió algún
microsueño desalentador: visualizó la calle inundada por la lluvia y contempló
cómo el agua cruzando el umbral del bungaló arruinaba los libros de los
estantes más bajos. Su colección de los dramas shakesperianos, Ana Karenina, La montaña mágica, los siete tomos de En busca del tiempo perdido. Lo liberó de la pesadilla el teléfono.
«¿Otra vez los mismos? ¡Basta ya! ¡Basta ya! Estoy muy bien solo. Gracias, pero
no necesito voluntarios que me cuiden», le espetó al que estaba al teléfono.
Desde el salón vio cruzar la calle a algunos vecinos y detenerse en su bungaló.
Seguro que se marchaban decepcionados al hallar desnudo el árbol de Navidad, no
se lo podía permitir, pensó. «Es que se habrá muerto Paco o se habrá cansado de
tanto adorno. La soledad no le sienta bien a este hombre», escuchó mientras
revisaba los libros en su pesadilla arruinados y celebró con una alegría
insólita que en la realidad permanecieran intactos.
Llegó
el repartidor, decoró el árbol y esperó a la tarde con su promesa de
enamoramiento adolescente.
—Quien
viva aquí es una máquina, Noelia. ¿Un gato negro arriba de un árbol? ¿Unas
cucarachas sobre camas? ¿A quién se le ocurre?
—Aquí
un castaño con un mono azul… Los lazos rosas son preciosos, también. Mira estos
molinos de viento, este parece don Quijote –se hicieron una foto con el móvil
de Noelia–.
Debajo
del árbol había un regalo considerable. «Ábrelo, te he comprado una cosita»,
Paco escuchó a Darío decir. Una minicadena. «La he visto en el centro comercial
esta mañana y me he dicho esta es para mi teta. Todo para ti, te lo mereces
todo», responde el adolescente moreno, de carácter afable, según Paco, y puede
que bondadoso. «No sé cómo agradecerte tanto, misifú», lo obsequiaba con un beso.
—No
hace falta que vengas, hija –contestaba Paco el teléfono–, qué manía tenéis
todos, que estoy muy bien solo. Que te vaya bien y ahora déjame que estoy muy ocupado.
Regresó
a su sillón y encontró a la adolescente sola. Una fuerza interior o, cuando
menos, una fuerza que era incapaz de nombrar, de describir, lo impulsó a salir al
porche. Habló con ella.
—Buenas
tardes, ¿quién te ha regalado la radio? Parece buena.
—Mi
novio.
—Se
ve que te quiere mucho.
—Sí,
nos conocimos la última semana de agosto y no pasó nada y ahora… Pues sí. Lo
quiero mucho.
—Permíteme
una pregunta. ¿Por qué lo quieres?
—Pues
porque me trata bien (siempre me trae algún regalillo), me quiere, siempre
piensa en mí, tiene las ideas muy claras y, además, es… Muy guapo. Bueno, guapo
normal, tiene una cara con personalidad.
—No
te he preguntado si te conviene. De eso, de que no lo quieres, pronto te darás
cuenta.
—Pues,
claro que lo quiero, no me faltes el respeto si no quieres que te lo falte a
ti, viejo.
—Tranquila,
siento si te ha molestado, sí mucho lo siento. Mucho. Por cierto, ¿qué te
parece el árbol? ¿No me digas que no es genial la figura de Remedios la bella,
la envuelta en sábanas que vuelan, la de Cien
años de soledad?
—¿Cuál?
No soy mucho de cine.
—Entonces,
mejor no te pregunto por el héroe atado al vientre de una oveja ni, mucho
menos, por los ñames –rió a mandíbula batiente Paco, mientras la veía salir del
jardín con la caja, cuyos dos agujeros que había realizado Darío (uno en el
código de barras y otro, en el lateral opuesto) facilitaba el
transporte.
«¿Y
al día siguiente qué?», reflexionó el anciano.
Día 4
Lo
despertó el tercer día de enero la obligación de arreglar el árbol. Cómo
sorprender después de sorprender, cómo elevar aún más el listón, se preguntaba.
Las ideas comenzaban a agotarse al compás del cansancio progresivo de su
anatomía. De vivir con ilusión la decoración a comenzar a saturarse, a casi a
odiarla. Se acostaba pensando en cómo estar a las alturas de las expectativas
propias y ajenas. Esta vez dio volantazo: colgó mantecados, trocitos de turrón
de Alicante y de Jijona, galletas de jengibre, algún mazapán y frutas
escarchadas. Fue muy aplaudido por los vecinos más madrugadores, los únicos que
gozaron de esta decoración, puesto que media hora después desnudo parecía
recién sacado de unos grandes almacenes: entre los mirlos tunantes, los
gorriones y algún visitante gorrón desvistieron el árbol. Nada más escuchar el
gorjeo, salió con la escoba e intentó ahuyentar a las aves. Empero, ya era
tarde.
Viendo
los vecinos el árbol desnudo, comenzaron a protestar. «Será arrogante el Paco
este de los huevos. Treinta minutos andando para nada. Contrólate y no llames
al viejo este, que ya sabes cómo te pones tú, Angelita, y siempre acabas
pareciendo la mala de la historia. La última vez que no lo decoras y no avisas,
Paco», gritaba una cincuentona. Visto el panorama, con vistas a solventar el
contratiempo, se le ocurrió colgar fruta fresca. Plátanos, naranjas, manzanas
verdes y una piña en la copa, colgando del techo.
A
las tres y media de la tarde, mientras despellejaba un conejo y lo cortaba,
advirtió voces. Venían del porche. Serán Noelia y su Aladino. Pero no: era una
pareja de cuarentones. «Me cago en la leche, a ver si no viene la parejita por
estar estos ocupando el banco», pensó y salió con las manos ensangrentadas portando
una silla y, luego, sacó el conejo. Tomó asiento frente a los intrusos y prosiguió
el despiece. Se le escapó la cabeza del animal y los manchó. Alegó que fue por
accidente, por despiste, pero su posición corporal recordaba mucho a la de
quien lapida.
Por
la tarde, regresó la pareja y con ella un mirlo que revoloteó sobre sus cráneos
y defecó en el escote de la muchacha. «Eh, pajarraco, que este territorio es
mío», soltó Darío a modo de chanza y se quitó su sombrero, que, a primera
vista, recordaba a un pétaso. Ella se limitó a limpiarse con una toallita. «Contigo
me siento muy cómodo, lástima no habernos conocido antes, ¿a qué no sabes
que te he traído?», sacó de sus vaqueros una gargantilla de dije, un collar de
perlas y lencería de marca. «Lo he visto en los escaparates –continuó con su
discurso– y me he dicho: “Qué pena que con lo bonitos que son no los luzca un
cuello delicado y precioso como el tuyo, cariño». «No puedo aceptar el regalo,
es mucho dinero y, ya sabes, no tengo ni un centavo. Pero, gracias. Eres un
cielo», le respondió Noelia, quien al final cedió al replicar su novio: «No
me fastidies: he perdido el ticket, princesa. Si no los quieres, pues dinero
malgastado». Le prometió un amor eterno y se fue a mear en una palmera con la
intimidad amparada en una furgoneta que lo protegía de mirones y pervertidos.
Excitado por esta historia real, la ausencia del chico le sirvió a Paco para
comunicarse tras la ventana con la joven y, por ende, añadir un giro dramático:
«¿Pero tú tienes novio o tienes una aventura con Santa Claus? Déjalo, déjalo,
pretende comprar tu voluntad. Y como te dije, no lo quieres tú tampoco. ¿Por
qué sigues con él?». La chica no pudo contestar: Darío venía. Se acomodó en el
banco y dirigió sus dedos húmedos de orina.
—Chúpame
los dedos, que me da morbo.
—No.
Si quieres una toallita, tengo.
—¿No
piensas regalarme eso, cariño? –acercó sus dedos.
—Bueno…
–sujetó complaciente su antebrazo, un poco más arriba de la pulsera ornada con
el grabado de una tortuga y obedeció.
Una
vez se despidieron los que compartían banco y porche, Paco, atrapado por el
espectáculo y ávido de más realidad, siguió a la joven, que se enfilaba hacia
su casa. La alcanzó.
—Noe,
espera. Pásame por wásap el nombre de su equipo de fútbol favorito. Este es mi
teléfono –le entregó un papel–.
—¿Qué
quieres, viejo? ¿No tienes nada mejor que hacer? Deja de entrometerte en mi
vida.
—Hombre
soy; nada humano me es ajeno, decía Terencio.
—No
es por faltar, pero a ti lo que te pasa es que estás solo y te aburres. Déjame,
estás jodiendo mi relación con Darío.
—Tranquila,
de esa tarea ya se ocupa ese farsante. ¿Es que no te das cuenta de que te pretende
dominar con los regalos? Apréciate, anda, porque lo que vale de verdad no tiene
precio ni se vende.
—Yo
lo quiero, lo quiero, sí, ¿tanto te cuesta creerlo? Y me siento culpable por
dudar o, mejor dicho, por hacerme dudar tú, viejo cabrón.
—
Por favor, dime a qué afición pertenece y mañana tendrás un abono adulto en
tribuna para que se lo regales. Seguro que al carcamal le humilla que una chica
le ofrezca algo que no pueda pagar, un regalo cuyo precio se mea en los precios
de sus regalos.
Paco
regresó a su bungaló y esperó impaciente el mensaje de la chica que acabó
enviando. «Enhorabuena, Noe. Te meteré la documentación del abono en el bolso.
Voy a contarte una cosa: ¿sabes por qué no lo quieres? Pues, cuando te pregunté en el día de Año Nuevo
por qué lo querías, no respondiste: “Porque que sí, porque lo quiero”. Y cuando
se razona el querer acaba convertido en querer querer, o sea, el amor burgués, la
conveniencia», le escribió. Adicto a la realidad de los dos adolescentes, se
acostó maquinando alguna manera de agitar la realidad, cual guionista de un reality show. Y se preguntaba Paco: «¿y
al día siguiente?».
Día 5
Lavó
la taza de chocolate del desayuno, cerró la puerta y salió. Observó abatido con
la mirada tristona y a la par iracunda el árbol, con la reciente decoración.
Colgaban de sus ramas conchas de almejas de diversos colores pastel, estrellas
de mar, veleros y caracolas. Había soñado con que el árbol de Navidad al caerle
encima lo atrapaba y, tras pelear en vano con él, moría sepultado. Hastiado de
la exigencia del placer que esclaviza, al ver erguidos en su porche esos dos
metros de fibra verde de textura de escoba decidió que ya no habría ninguna
decoración más.
Anduvo
hasta la panadería. Se hizo con una hogaza recién horneada y con unas cuantas
enemistades.
—Paco,
¿hoy sí que vendrás al bar a echarte un dominó o vas a seguir con los adornos
del árbol, macho? El de hoy es precioso, muy veraniego, pero ayer, anda que te
coronaste de gloria. Para ver un árbol lleno de fruta, por muy colorido y
original que sea, me voy al campo y veo uno real. Cúrratelo un poco más, que tú
puedes y, además, que son ya míticos en el pueblo.
—Pues
disfrútalo, porque mañana lo desmonto. Estoy saturado y muy harto del puto
arbolito.
—Serás
egoísta, macho. Entonces, ¿porque tú estés cansado tienes que jodernos las
Navidades a los demás?
—Pero
es mi árbol, es mi porche, es mi casa… Si quieres un árbol bonito, decoras el
tuyo. Te paso el testigo, amigo.
—No
me calientes, Paco. Como mañana me pase por tu casa y no haya un árbol
decorado, te apedreo. Quedas advertido, ¿eh? –gritó mientras los otros
aprobaban sus palabras con un silencio amenazante y unas miradas que aún lo
eran más–. Olvídate de mí como no me hagas caso.
—Sois
todos unos falsos de mucho cuidado. Vosotros sois los egoístas, no yo, que
preferís que sufra y me amargue la decoración del árbol por vuestro gozo
superficial y asfixiante. Por gusto y por placer lo vestía, ahora, en cambio,
es una exigencia que me oprime y no puedo más, necesito un descanso.
Apocado
y con la amenaza anterior en el pensamiento que lo arredraba, salió del
despacho de pan y consideró que convenía pensar en la escena de pasión
adolescente. Por internet compró el abono en tribuna. Mil doscientos euros,
casi la paga extra por completo de diciembre, dinero con el que podría haber
comprado entre sesenta y cien libros, cedés o películas. «No hay oro en el
mundo que pueda comprar una experiencia real de vida», pensó.
En
su salón, aguardó impaciente la llegada de la pareja. Había contratado a una
actriz para que se hiciera pasar por una ex celosa de Noelia. Las cinco de la
tarde. Los vio llegar. Sí, por ahí venían. Tomó asiento en el banco Darío y
encima de él se sentó su chica. La abrazaba por detrás, la oprimía con sus
brazos y le hacía sentir en las nalgas el efecto de que sus cuerpos cavernosos
recibieran un arsenal de sangre. Llegó la actriz e interpretó una escena de
celos. «Te juro por mi madre que no conozco de nada a esta chica, que yo te
quiero a ti, Darío», terció ante la pelea incipiente entre este y la supuesta
ex. Replicó el joven: «Donde comen dos, comen tres».
Acabó
este acto y continúo el siguiente. Otra vez solos, Noelia le obsequió con el
abono.
—¿No
hablamos ayer de tu equipo favorito? Pues toma un regalo.
—¿¡Abono!?
¿¡Y en tribuna!? ¿Pero cuánto te has gastado, Noelia? –exclamó.
—Te
lo mereces, Da.
—No,
no lo puedo aceptar. Regálaselo a tu padre, a tu hermana o al viejo de esta
casa, pero a mí no.
—¿Y
por qué no?
—Sabes
bien por qué. Tú lo que quieres es devolverme mis regalos con este abono, sí,
claro, eso es. Y, por tanto, despreciarlos. Si no los querías, habérmelo dicho.
No hace falta que actúes de manera tan vulgar, ¿no te parece?
—¡No
me jodas! Me voy porque estás hoy muy subidito. A ver si mañana te despiertas
menos conspiranoico –se levantó del banco y se marchó.
—Si
cruzas ese jardín y pisas la acera, de mí te olvidas ¿eh?, porque no querré saber de
ti. Me haces daño, Noelia. No imaginas cuánto te quiero.
Aquella
noche cenó el anciano muy excitado, recordando cada secuencia del encuentro de
los adolescentes. Se preguntaba Paco: «¿y al día siguiente qué? ¿volverán
mañana? ¿harán las paces? ¿qué habrá pasado con el abono? ¿existe el amor al día
siguiente?».
El día siguiente
Al
alba salió al porche arrastrando una caja de cartón descomunal. Con el frío del
amanecer costero, el anciano desvistió el árbol y guardó las piezas marinas en
la caja. Y percibió unos papeles en el banco, entre las láminas del respaldo. El
abono. Arrastró la caja ahora más pesada hasta un cuchitril a modo de trastero,
contiguo a su salón. Por una pequeña ventana de guillotina penetraba un haz de
luz tímido. Dos metros cuadrados por los que con enorme dificultad pudo
adentrarse: las cajas con libros y adornos del árbol de Navidad rebosaban la
superficie de los estantes e invadían el suelo cajas apiladas que como
rascacielos intimidaban. De pronto, escuchó voces en la calle, golpes y el
ruido de cristales rompiéndose. «Anciano egoísta, te lo advertí, púdrete en el
infierno», escuchó. Buscó el móvil en el bolsillo, había que avisar a la
policía. Una piedra, de repente, quebró el vidrio de la ventana y, luego, otra.
Procuró esquivarla, mas no lo consiguió. Le golpeó en la nuca. Algo mareado intentó
apoyarse en la estructura de la estantería. Se inclinó esta y, de inmediato,
cayeron sobre él gran parte de las cajas de los estantes.
A
las seis de la tarde, apareció sola Noelia y tocó el timbre. «Abre, Paco, abre,
por favor, soy Noelia». Y no volvió a saber de él hasta que en los informativos
del canal autonómico escuchó la siguiente noticia: «Los bomberos rescatan en su
domicilio a un anciano sepultado por unas pesadas cajas».
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