Extraje
de la guantera un álbum en cuya carátula aparecía una estrella negra enorme y
lo introduje en la radio del coche. Solo David podía descifrar el motivo de
esta maniobra en apariencia trivial. «No te inquietes. Mi familia es maja, muy
normal. Mi madre me pregunta por ti y ya eres su Julia. Aunque tiene ese
carácter raro que… Bueno, cariño, que te quiere», me decía. Fuera por el
bálsamo de sus palabras o por aquella canción marciana y desafiante que sonaba,
dejó de imponerme la cena de Nochebuena con su familia. No era la primera vez
que estaría con sus padres y sus hermanos. Dos años de noviazgo dan para mucho:
encuentros fortuitos por el barrio, tardes de domingo para tomar café y dulces
caseros, felicitaciones varias. Eso no me inquietaba. Lo desasosegante era
conocer a toda su parentela, gestionar las expectativas, propias y ajenas, de
esta presentación y, al mismo tiempo, convivir con mi trastorno. Temía sentirme
estresada y mostrar mi yo alterado, mi no yo, que es mío y que lo es más cuando
lo toman como mi yo natural, porque el concepto ajeno sobre el individuo, por
desgracia, acaba condicionando. Deliberaba entre desvelar mi enfermedad y
perder una parcela importante de mi intimidad o reservarla y relativizar los
posibles juicios nacidos de la ignorancia. No sabía si era peor ser juzgada sin
conocimiento de causa o recibir un trato distinto por esos prejuicios que
asocian el trastorno bipolar con la violencia y el peligro.
Arrojé
tres bocanadas de aire para relajarme. «Julia, ¿volvemos a casa? ¿Te encuentras
bien? Evitemos otra recaída», me propuso comprensivo. Decliné la propuesta, seguro
que pronto reduciría los nervios, en lugar de perderlos. Al fin y al cabo, yo
estaba respondiendo bien a la medicación, confíe en que no sería necesario
revelar mi problema. Desde luego, no había riesgo eminente de episodio maníaco
o de depresión.
Menos
riesgo hubo una vez me presentó a sus familiares (tíos, primos, sobrinos,
nietos y una vecina), por mucho que las paredes amarillas, los excesos en el
ornato del mobiliario –entre el barroquismo y el mal gusto– y el volumen
elevado del televisor resultaran sofocantes, angustiaban. A simple vista, era
gente sencilla, humilde. Más allá de esto, no podía calificarlos: la
cordialidad aséptica y los semblantes de afectuosidad hueca que exigen los buenos modales impiden descubrir a las personas de carne y hueso escondidas tras
la fachada de la hospitalidad, en muchos casos, rayana con la hipocresía. Me
aliviaba pensar que tal vez no sería necesario revelar mi trastorno bipolar. Tras
un enjambre de frases hospitalarias que pretenden integrar al invitado
subrayando precisamente su condición de invitado haciéndolo sentir si cabe más
ajeno, pregunté por Teodora, la madre de David. Me dijeron que estaba en la
cocina. La fui a buscar.
Dejé
sobre la encimera la empanada que había comprado en la confitería de debajo de
casa y la saludé. «¿Una empanada, Julia? ¿Acaso soy una indigente o una tacaña?
¿Tengo cara de pobre? No, ¿verdad? Pues explícame, entonces, por qué has traído
una empanada. Porque te conozco más que tu madre y porque soy muy sabia, si no,
pensaría que te metes coca y has perdido el olfato. Tiene tela que peregrines a
mi majestuosa residencia para despreciar de este modo tan cruel las ricas viandas
que preparo –me mostró el interior de una cacerola–. Agradéceme que estas manos
venerables lleven bregando durante dos días para que pruebes algo que le dé
sentido a tu vida vulgar de bocadillo de mortadela y de empanada fétida de cantina».
No supe qué decir. De no ser porque entró David y le restó importancia: «Tiene
un carácter raro… Ríete de sus ocurrencias y ya está», seguiría buscando una
manera de afrontar la situación.
Tendría
un mal día, estaría estresada, pensé. Otras veces Teodora me había tratado de
manera correcta. Procuré diluir el disgusto rápido para no sentirme herida o,
mejor dicho, para no herirme con mis pensamientos. No obstante, es un proceso
que desgasta, porque el agravio no duele, lo que duele es perder el tiempo en
el proceso de hacer indoloro e inofensivo ese agravio. Mientras los otros, los
no humillados, invertían la velada en disfrutar, en estar contentos, yo la
invertía en no estar triste y eso no es lo mismo.
De
manera progresiva fui eludiendo la situación estresante y fueron aplacándose la
tensión en el cuello y el temblor de las manos, señales de alarma del estrés. Para
ello, me encargué de distribuir los cubiertos en veintiséis montones sobre
servilletas de tela roja –descartamos los de plástico porque para el cordero
son más inútiles que las encías desdentadas de un anciano–. A la par, con
algunos familiares intercambié comentarios tan afables como previsibles, porque
las reuniones familiares requieren eso. Que cada pariente desempeñe su función
social, ya que no se trata de conocerse, sino de interpretar bien un papel en
función de la posición en el árbol genealógico. Así la pasada Nochebuena, excepto
en el caso de la madre de David, encontré los mismos papeles en unos
desconocidos: los niños actuando de traviesos; los adolecentes, de apáticos e
incomprendidos; las mujeres adultas atareándose con los preparativos, y
sus congéneres masculinos limitándose a ayudar contribuyendo poco y aconsejando
mucho con ese sentimiento perverso de sentirse modernos por una noche.
Confundiendo el deber con la perversa sensación de realizar un acto caritativo
y el orgullo, más perverso aún.
En
la cena mi sosiego se quebró con la misma facilidad con que una cucharilla
quiebra la superficie del crème brûlée
y se embrollan la capa de caramelo crujiente y el resto de la crema. Teodora
fue una y otra vez la cuchara que tambaleó mi estabilidad. «Tomad, comed mis
viandas, fruto del trabajo de mi cuerpo, bebed de mi sangre y mi sudor» nos
soltó y comenzamos a comer los platos que desfilaban por la mesa alargada: carpaccio de salmón, langostinos, buñuelos de boniato, gulas al
ajillo, copas y tres flamencas horteras a modo de centros de mesa. Como la
novedad que yo era, la atención se dirigía a mí. Qué estudias, Julia, está
buena la comida, dónde te has comprado ese abrigo, te encuentras bien… Estás
muy callada. ¿Por qué comes poco? Me abrumaba tanta cortesía o puede que el
simple afán suyo por que me cayeran bien. Y nadie parecía ponerse en mi piel. Mucha
sonrisa, pero nadie le había parado los pies a Teodora, ni siquiera su hijo. Y
la empanada en la cocina. Y los ojos de su madre sobre los míos. Como una fiera
golpeó la mesa y a voces nos amenazó: «No he visto en mi vida gente más
desagradecida que vosotros. Yo llevo cocinando horas y horas. Yo, descendiente
de Isabel la Católica, porque, como los gitanos, también noto la llamada de la
sangre, sí yo, la que rechazó la mano de príncipes árabes y europeos porque soy
muy humilde, más que nadie, y me necesitáis. Y vosotros me lo agradecéis
ignorándome y sin dejar de prestar atención a la novia de mi hijo. No pido que
os arrodilléis ante mí y lloréis de la emoción, cosa que, por otro lado,
merecería, basta con que me escuchéis y más vale que os lo comáis todo».
Le
pedí a David subir a su dormitorio y charlar un momento. La conversación me
relaja, me reconforta porque donde hay diálogo hay compañía y aun hablando en
ese comedor repleto de gente me sentía sola, aislada, con mi dolor a solas. Sentados
sobre su cama, le comenté que estaba comenzando a experimentar los primeros
síntomas del periodo depresivo y que su madre debía acudir al psicólogo. «Tiene
un carácter raro, pero es buena mujer. Ella a veces es así, no le pasa nada.
Puede que por tu problema estés sobredimensionando un poco la situación, ¿no
crees?». Pues no, no lo creía. «¡Como si no hubiera aprendido a diferenciar el
equilibrio de mi forma alterada! ¿Y cómo explicas que no haya servido la
empanada?», inquirí. «Se le habrá pasado, no tiene veintitantos como tú, estas
cosas pasan. Ahora con el cordero lo sacamos, ¿ok?», me sonrió y le devolví la
sonrisa. Acto seguido, nos abrazamos. «Si se le vuelve a ir la pinza, háblale de
mi trastorno para ver si tiene un poco más de empatía», le pedí mientras sacaba
del bolsillo un comprimido de carbonato de litio. «Si ves que no puedes
aguantar, nos vamos, Julia».
Bajamos
las escaleras. Regresamos al comedor con la empanada y la repartimos en
distintos platos. Faltaban tres niños. «David, como que yo me llamo Teodora
Salvadora, como no dejes de enlodar, de envilecer mi mesa y la buena comida con
esa masa rellena de atún rancio y salsa de tomate que por pura autocomplacencia
Julia llama empanada, te excomulgo de
esta familia».
No
se podía postergar más el momento: aprovechando que había vuelto a subir la
escalera para buscar el baño, David le reveló a su madre a solas en la cocina que
yo padecía trastorno bipolar. Según me contó, luego, su madre había reaccionado
de buena manera y se mostró comprensiva. Y, en efecto, así parecía ser: Teodora
me abrazó.
Aún
así, no podía estar tranquila. En el comedor los hermanos de David buscaban a
sus hijos desaparecidos desde hace veinte minutos. «No os preocupéis –les
recomendó Teodora–, la casa está cerrada y tampoco es tan grande: no andarán
muy lejos. Y, mejor que no estén mis nietos por aquí: si total para estar
molestando y jugando con mi comida, mejor perderlos de vista. Y seguid comiendo
y no me hagáis el feo, porque de esta casa nadie sale hasta que os lo comáis todo». No
podía estar tranquila porque regresé a la mesa y vi que ahora tenía otros
cubiertos. Un cuchillo y un tenedor de plástico. Y los invitados
disimuladamente estaban algo más distanciados de mí. Un tío de David, que se había sentado a
mi izquierda, de la simpatía inicial había pasado a no gesticular. Semblante
neutral y timorato. Por si fuera poco, ahora colocaba los cubiertos a su
izquierda, lo más lejos de la mía. Me analizaban recelosos como miran a un
asesino en serie los parientes de las víctimas. Por mi mente volvieron a
transitar los pensamientos iniciales tras el diagnóstico. Que yo no tenía personalidad,
que jamás tendría identidad, que me tocaba ser yo en función del medicamento. Ya
no les convenía granjearse mi simpatía. Para ellos, yo ya no tenía ojos, ni humor, ni
poseía aliento ni sentía. En aquel comedor era un ser solo con trastorno
bipolar. «¿Quieres más cordero, Julia?», repetía David. «No, sí, tal vez,
déjame pensarlo. Quiero irme, cariño». Y los prejuicios de los comensales me
convertían en un ser trastornado, al despojarme de un trato humano, al aislarme
de manera disimulada, pero no por ello educada y cortés. Cuchicheaban sobre mi
falta de apetito, agravada por el dolor de cabeza que me provocaba el litio. «Me
encuentro mal, estoy tensa, me asfixio en esta sala», le dije a David entre
dientes.
«Si
os tengo que encadenar os encadeno, ¿me oís? Llevo preparando esta maravillosa
velada familiar desde hace semanas. Todos los años os lo coméis todo. Y este
año no va a ser menos y no me vengáis con el cuento de que este año había
empanada, que la pobre de Julia, ya tiene bastante con su trastorno, no tiene
la culpa», dijo Teodora sacando del delantal y exhibiendo un manojo de llaveros.
La
vulnerabilidad se apoderó de mí. Estaba secuestrada por la madre de David, pero
ni siquiera poseía la confianza en mí misma para denunciar el secuestro, porque
nadie rompía una lanza a favor de la verdad. Me miraban con recelo, en tanto
una loca nos había tomado como rehenes. No levantaban la voz, no protestaban,
no censuraban tampoco. Solo comían más rápido para escapar antes.
«Cariño,
el comprimido te hará efecto, no es para tanto, Julia», me besó en la frente
David cuando se me partió el tercer cuchillo y dos púas del segundo tenedor. Se
equivocaba mi novio con sus palabras. No eran bálsamo, sino ponzoña, porque
contribuía a que la loca de su madre nos tuviera retenidos. «Por favor, David,
por favor. Consigue que tu madre me deje salir. Tengo que ir al coche, a
escuchar música y estar a solas. Aire fresco, David». Pero el cabrón no me
hacía caso. Sabía que su madre cumplía con su palabra, aunque fuera una locura
absoluta.
No
soportaba más esta pesadilla. «David, vámonos, por favor». Me aconsejó que
siguiera engullendo el cordero.
De
inmediato, me levanté de la mesa, abracé a Teodora e introduje mi mano en su
bolsillo. Tanteé los diversos llaveros. Mis yemas se toparon con una forma de
cinco puntas –debía de ser el de David, el de la estrella negra– y la extraje. Salí
por pies del comedor y me enfilé casi sin aliento hacia la entrada. Abrí la puerta
y corrí hasta el coche. Encendí la radio y no arranqué el coche hasta que el
álbum de la estrella negra no me había aplacado los nervios. Abandoné el pueblo
y esperé en casa a David.
Por
suerte, no desencadenó el incidente un episodio depresivo ni en una manía. Como
el psiquiatra me afirmó semanas después, fui simplemente yo. Yo con mis sueños
y mis miedos, el yo de siempre y el de para siempre, el yo anterior al
descubrimiento de mi yo alterado, que a veces por las condiciones de mi mente y
otras veces, por el prejuicio ajeno –y, en parte, también propio–, me aparta de
mi yo real.
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