sábado, 24 de diciembre de 2016

"Créme brûlée" / Cuento de Navidad


Extraje de la guantera un álbum en cuya carátula aparecía una estrella negra enorme y lo introduje en la radio del coche. Solo David podía descifrar el motivo de esta maniobra en apariencia trivial. «No te inquietes. Mi familia es maja, muy normal. Mi madre me pregunta por ti y ya eres su Julia. Aunque tiene ese carácter raro que… Bueno, cariño, que te quiere», me decía. Fuera por el bálsamo de sus palabras o por aquella canción marciana y desafiante que sonaba, dejó de imponerme la cena de Nochebuena con su familia. No era la primera vez que estaría con sus padres y sus hermanos. Dos años de noviazgo dan para mucho: encuentros fortuitos por el barrio, tardes de domingo para tomar café y dulces caseros, felicitaciones varias. Eso no me inquietaba. Lo desasosegante era conocer a toda su parentela, gestionar las expectativas, propias y ajenas, de esta presentación y, al mismo tiempo, convivir con mi trastorno. Temía sentirme estresada y mostrar mi yo alterado, mi no yo, que es mío y que lo es más cuando lo toman como mi yo natural, porque el concepto ajeno sobre el individuo, por desgracia, acaba condicionando. Deliberaba entre desvelar mi enfermedad y perder una parcela importante de mi intimidad o reservarla y relativizar los posibles juicios nacidos de la ignorancia. No sabía si era peor ser juzgada sin conocimiento de causa o recibir un trato distinto por esos prejuicios que asocian el trastorno bipolar con la violencia y el peligro.

Arrojé tres bocanadas de aire para relajarme. «Julia, ¿volvemos a casa? ¿Te encuentras bien? Evitemos otra recaída», me propuso comprensivo. Decliné la propuesta, seguro que pronto reduciría los nervios, en lugar de perderlos. Al fin y al cabo, yo estaba respondiendo bien a la medicación, confíe en que no sería necesario revelar mi problema. Desde luego, no había riesgo eminente de episodio maníaco o de depresión.

Menos riesgo hubo una vez me presentó a sus familiares (tíos, primos, sobrinos, nietos y una vecina), por mucho que las paredes amarillas, los excesos en el ornato del mobiliario –entre el barroquismo y el mal gusto– y el volumen elevado del televisor resultaran sofocantes, angustiaban. A simple vista, era gente sencilla, humilde. Más allá de esto, no podía calificarlos: la cordialidad aséptica y los semblantes de afectuosidad hueca que exigen los buenos modales impiden descubrir a las personas de carne y hueso escondidas tras la fachada de la hospitalidad, en muchos casos, rayana con la hipocresía. Me aliviaba pensar que tal vez no sería necesario revelar mi trastorno bipolar. Tras un enjambre de frases hospitalarias que pretenden integrar al invitado subrayando precisamente su condición de invitado haciéndolo sentir si cabe más ajeno, pregunté por Teodora, la madre de David. Me dijeron que estaba en la cocina. La fui a buscar.

Dejé sobre la encimera la empanada que había comprado en la confitería de debajo de casa y la saludé. «¿Una empanada, Julia? ¿Acaso soy una indigente o una tacaña? ¿Tengo cara de pobre? No, ¿verdad? Pues explícame, entonces, por qué has traído una empanada. Porque te conozco más que tu madre y porque soy muy sabia, si no, pensaría que te metes coca y has perdido el olfato. Tiene tela que peregrines a mi majestuosa residencia para despreciar de este modo tan cruel las ricas viandas que preparo –me mostró el interior de una cacerola–. Agradéceme que estas manos venerables lleven bregando durante dos días para que pruebes algo que le dé sentido a tu vida vulgar de bocadillo de mortadela y de empanada fétida de cantina». No supe qué decir. De no ser porque entró David y le restó importancia: «Tiene un carácter raro… Ríete de sus ocurrencias y ya está», seguiría buscando una manera de afrontar la situación.

Tendría un mal día, estaría estresada, pensé. Otras veces Teodora me había tratado de manera correcta. Procuré diluir el disgusto rápido para no sentirme herida o, mejor dicho, para no herirme con mis pensamientos. No obstante, es un proceso que desgasta, porque el agravio no duele, lo que duele es perder el tiempo en el proceso de hacer indoloro e inofensivo ese agravio. Mientras los otros, los no humillados, invertían la velada en disfrutar, en estar contentos, yo la invertía en no estar triste y eso no es lo mismo.

De manera progresiva fui eludiendo la situación estresante y fueron aplacándose la tensión en el cuello y el temblor de las manos, señales de alarma del estrés. Para ello, me encargué de distribuir los cubiertos en veintiséis montones sobre servilletas de tela roja –descartamos los de plástico porque para el cordero son más inútiles que las encías desdentadas de un anciano–. A la par, con algunos familiares intercambié comentarios tan afables como previsibles, porque las reuniones familiares requieren eso. Que cada pariente desempeñe su función social, ya que no se trata de conocerse, sino de interpretar bien un papel en función de la posición en el árbol genealógico. Así la pasada Nochebuena, excepto en el caso de la madre de David, encontré los mismos papeles en unos desconocidos: los niños actuando de traviesos; los adolecentes, de apáticos e incomprendidos; las mujeres adultas atareándose con los preparativos, y sus congéneres masculinos limitándose a ayudar contribuyendo poco y aconsejando mucho con ese sentimiento perverso de sentirse modernos por una noche. Confundiendo el deber con la perversa sensación de realizar un acto caritativo y el orgullo, más perverso aún.

En la cena mi sosiego se quebró con la misma facilidad con que una cucharilla quiebra la superficie del crème brûlée y se embrollan la capa de caramelo crujiente y el resto de la crema. Teodora fue una y otra vez la cuchara que tambaleó mi estabilidad. «Tomad, comed mis viandas, fruto del trabajo de mi cuerpo, bebed de mi sangre y mi sudor» nos soltó y comenzamos a comer los platos que desfilaban por la mesa alargada: carpaccio de salmón, langostinos, buñuelos de boniato, gulas al ajillo, copas y tres flamencas horteras a modo de centros de mesa. Como la novedad que yo era, la atención se dirigía a mí. Qué estudias, Julia, está buena la comida, dónde te has comprado ese abrigo, te encuentras bien… Estás muy callada. ¿Por qué comes poco? Me abrumaba tanta cortesía o puede que el simple afán suyo por que me cayeran bien. Y nadie parecía ponerse en mi piel. Mucha sonrisa, pero nadie le había parado los pies a Teodora, ni siquiera su hijo. Y la empanada en la cocina. Y los ojos de su madre sobre los míos. Como una fiera golpeó la mesa y a voces nos amenazó: «No he visto en mi vida gente más desagradecida que vosotros. Yo llevo cocinando horas y horas. Yo, descendiente de Isabel la Católica, porque, como los gitanos, también noto la llamada de la sangre, sí yo, la que rechazó la mano de príncipes árabes y europeos porque soy muy humilde, más que nadie, y me necesitáis. Y vosotros me lo agradecéis ignorándome y sin dejar de prestar atención a la novia de mi hijo. No pido que os arrodilléis ante mí y lloréis de la emoción, cosa que, por otro lado, merecería, basta con que me escuchéis y más vale que os lo comáis todo».

Le pedí a David subir a su dormitorio y charlar un momento. La conversación me relaja, me reconforta porque donde hay diálogo hay compañía y aun hablando en ese comedor repleto de gente me sentía sola, aislada, con mi dolor a solas. Sentados sobre su cama, le comenté que estaba comenzando a experimentar los primeros síntomas del periodo depresivo y que su madre debía acudir al psicólogo. «Tiene un carácter raro, pero es buena mujer. Ella a veces es así, no le pasa nada. Puede que por tu problema estés sobredimensionando un poco la situación, ¿no crees?». Pues no, no lo creía. «¡Como si no hubiera aprendido a diferenciar el equilibrio de mi forma alterada! ¿Y cómo explicas que no haya servido la empanada?», inquirí. «Se le habrá pasado, no tiene veintitantos como tú, estas cosas pasan. Ahora con el cordero lo sacamos, ¿ok?», me sonrió y le devolví la sonrisa. Acto seguido, nos abrazamos. «Si se le vuelve a ir la pinza, háblale de mi trastorno para ver si tiene un poco más de empatía», le pedí mientras sacaba del bolsillo un comprimido de carbonato de litio. «Si ves que no puedes aguantar, nos vamos, Julia».

Bajamos las escaleras. Regresamos al comedor con la empanada y la repartimos en distintos platos. Faltaban tres niños. «David, como que yo me llamo Teodora Salvadora, como no dejes de enlodar, de envilecer mi mesa y la buena comida con esa masa rellena de atún rancio y salsa de tomate que por pura autocomplacencia Julia llama empanada, te excomulgo de esta familia».

No se podía postergar más el momento: aprovechando que había vuelto a subir la escalera para buscar el baño, David le reveló a su madre a solas en la cocina que yo padecía trastorno bipolar. Según me contó, luego, su madre había reaccionado de buena manera y se mostró comprensiva. Y, en efecto, así parecía ser: Teodora me abrazó.

Aún así, no podía estar tranquila. En el comedor los hermanos de David buscaban a sus hijos desaparecidos desde hace veinte minutos. «No os preocupéis –les recomendó Teodora–, la casa está cerrada y tampoco es tan grande: no andarán muy lejos. Y, mejor que no estén mis nietos por aquí: si total para estar molestando y jugando con mi comida, mejor perderlos de vista. Y seguid comiendo y no me hagáis el feo, porque de esta casa nadie sale hasta que os lo comáis todo». No podía estar tranquila porque regresé a la mesa y vi que ahora tenía otros cubiertos. Un cuchillo y un tenedor de plástico. Y los invitados disimuladamente estaban algo más distanciados de mí. Un tío de David, que se había sentado a mi izquierda, de la simpatía inicial había pasado a no gesticular. Semblante neutral y timorato. Por si fuera poco, ahora colocaba los cubiertos a su izquierda, lo más lejos de la mía. Me analizaban recelosos como miran a un asesino en serie los parientes de las víctimas. Por mi mente volvieron a transitar los pensamientos iniciales tras el diagnóstico. Que yo no tenía personalidad, que jamás tendría identidad, que me tocaba ser yo en función del medicamento. Ya no les convenía granjearse mi simpatía. Para ellos, yo ya no tenía ojos, ni humor, ni poseía aliento ni sentía. En aquel comedor era un ser solo con trastorno bipolar. «¿Quieres más cordero, Julia?», repetía David. «No, sí, tal vez, déjame pensarlo. Quiero irme, cariño». Y los prejuicios de los comensales me convertían en un ser trastornado, al despojarme de un trato humano, al aislarme de manera disimulada, pero no por ello educada y cortés. Cuchicheaban sobre mi falta de apetito, agravada por el dolor de cabeza que me provocaba el litio. «Me encuentro mal, estoy tensa, me asfixio en esta sala», le dije a David entre dientes.

«Si os tengo que encadenar os encadeno, ¿me oís? Llevo preparando esta maravillosa velada familiar desde hace semanas. Todos los años os lo coméis todo. Y este año no va a ser menos y no me vengáis con el cuento de que este año había empanada, que la pobre de Julia, ya tiene bastante con su trastorno, no tiene la culpa», dijo Teodora sacando del delantal y exhibiendo un manojo de llaveros.

La vulnerabilidad se apoderó de mí. Estaba secuestrada por la madre de David, pero ni siquiera poseía la confianza en mí misma para denunciar el secuestro, porque nadie rompía una lanza a favor de la verdad. Me miraban con recelo, en tanto una loca nos había tomado como rehenes. No levantaban la voz, no protestaban, no censuraban tampoco. Solo comían más rápido para escapar antes.

«Cariño, el comprimido te hará efecto, no es para tanto, Julia», me besó en la frente David cuando se me partió el tercer cuchillo y dos púas del segundo tenedor. Se equivocaba mi novio con sus palabras. No eran bálsamo, sino ponzoña, porque contribuía a que la loca de su madre nos tuviera retenidos. «Por favor, David, por favor. Consigue que tu madre me deje salir. Tengo que ir al coche, a escuchar música y estar a solas. Aire fresco, David». Pero el cabrón no me hacía caso. Sabía que su madre cumplía con su palabra, aunque fuera una locura absoluta.

No soportaba más esta pesadilla. «David, vámonos, por favor». Me aconsejó que siguiera engullendo el cordero.

De inmediato, me levanté de la mesa, abracé a Teodora e introduje mi mano en su bolsillo. Tanteé los diversos llaveros. Mis yemas se toparon con una forma de cinco puntas –debía de ser el de David, el de la estrella negra– y la extraje. Salí por pies del comedor y me enfilé casi sin aliento hacia la entrada. Abrí la puerta y corrí hasta el coche. Encendí la radio y no arranqué el coche hasta que el álbum de la estrella negra no me había aplacado los nervios. Abandoné el pueblo y esperé en casa a David.

Por suerte, no desencadenó el incidente un episodio depresivo ni en una manía. Como el psiquiatra me afirmó semanas después, fui simplemente yo. Yo con mis sueños y mis miedos, el yo de siempre y el de para siempre, el yo anterior al descubrimiento de mi yo alterado, que a veces por las condiciones de mi mente y otras veces, por el prejuicio ajeno –y, en parte, también propio–, me aparta de mi yo real. 

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