22 de diciembre de 1956
Abandona
el boixet por un instante, sube el
volumen de la radio y pide silencio. Su hermano Trinidad le lanza una mirada de
indulgencia y prosigue vertiendo las claras de huevo en la miel caliente. No tiene
fe en que les toque el gordo o afirma no tenerla. Quizá por esa irrisoria
superstición de que solo acaba sucediendo lo que no se desea y, desde luego, confía
en que no verbalizando el deseo podrá anularlo. Sea como sea lo cierto es que
este año tampoco. «Me cago en la mar, 15640, ese el gordo y nosotros, sin una
gorda», refunfuña Jesús como de costumbre. Vive en un enojo perpetuo. Solo sale
de él cuando recuenta el dinero que trae su sobrina Trini de la venta de
turrones de Jijona y de Alicante tras recorrer, haga bueno o llueva, las calles
y mercados del pueblo. También, todo sea dicho, reduce su enojo empinando el
codo hasta hacer tambalear esa teoría de que el 70% del hombre es agua.
El
turrón les da de comer y les desgasta rodillas y brazos y les mina la moral y la
paciencia. Pero Trinidad, Jesús y sus esposas tienen bien claro que no les
queda otra, que han invertido demasiado –la herencia de los padres– y saben que
siempre al placer lo precede el sufrimiento y la miseria, a menos que a estos
los suceda antes la resignación. Abocados a heredar antes el sacrificio que el
negocio, la hija de Trini y los dos hijos de Jesús salen de la escuela y se
enfilan hacia el taller artesanal. Entre el olor de la almendra marcona tostada
y el golpe incesante y seco del boixet,
van gestando un odio hacia sus progenitores subrepticio, por ahora
imperceptible incluso para sí mismos, por estar privándolos de las tardes de
frontón, comba y confidencias entre compañeros de juegos. Confidencias no tan
valiosas por la reserva cuyo contenido demanda sino porque la entrega y el
silencio del pacto fortalecen los lazos de amistad.
—No
damos abasto. ¿Para cuándo un hijo, cuñada? Dale uno a mi hermano para que con
mis críos saque adelante la empresa –dice Jesús.
—Con
mi Trini es suficiente. Su madre sí quiere la parejita, pero yo le digo que no,
que el turrón no me da para alimentar más bocas. Y, joder, que con mi Trini ya
es suficiente –replica Trinidad.
—¿Tu
hija? –refunfuña escandalizado–. Déjate de rojeríos. ¿Que tu Trini va a dirigir
nuestra empresa? ¡Mis cojones! Eso es cosa de hombres.
—Gilipollas,
mírala, mírala cómo trabaja, con qué gracia y brío extiende el turrón duro en
el molde. Lo de mi Trini sí que es trabajar, no como los tuyos.
—Un
día de estos te partiré la cara, Trinidad –amenaza Jesús.
«Yo
sí que te voy a partir la cara, cuñado, por tanta paparrucha», tercia Aurora,
la esposa de Trinidad, mientras busca la complicidad de su cuñada. La mujer de
Jesús balbucea alguna palabra sin mucho sentido. «Haya paz, que somos familia,
lo importante es no discutir», se limita a decir visiblemente nerviosa mientras
maneja bloques de turrón de Alicante que abrasan sus manos encalleciéndolas aun
más de lo que están.
22 de diciembre de 1986
En
la oficina, con la ayuda del secretario, Trini reparte en sobres marrones de
papel kraft fajos de billetes en concepto del sueldo de diciembre y las pagas
extra. Cincuenta y siete sobres. Doscientas mil pesetas por cada uno. Hasta que
Jesús irrumpe en la oficina y saca treinta mil pesetas de los sobres en los que
aparece escrito el nombre de una mujer. Con sus modales rancios es la viva
estampa de su padre. Jamás lo reconocerá, mas eso no impide que sea cierto.
Testimonios: esa panza cervecera, ese ceño fruncido que anuncia tormenta, el
orgullo de la ignorancia, del grito sin argumentos, el grito por el grito, el
exabrupto. «A mí me han criado así, así ha sido toda la vida, esto es lo que
hay», alega. Su prima Trini siempre ha mostrado su desacuerdo con esa política
de la empresa. Así, anticipándose, afirma que él no es machista, que lo suyo no
es sexismo, que él no rebaja el sueldo de las empleadas, que simplemente paga
más a los hombres. Añade que a ellas también les ha regalado un décimo de la
empresa. En el fondo, desprecia su propio carácter montaraz y desprecia aún más
no saber cómo desprenderse de él. Acostumbra sonreír y alentar a los empleados,
en el especial a los meleros y los maestros de boixets, los trabajos de los que él solía ocuparse hace años, antes
de encargarse, junto con su prima Trini, de expandir el negocio familiar o,
mejor dicho, de mantenerlo en un panorama difícil.
La
mayoría de talleres artesanales más modestos han sido absorbidos por las
grandes empresas del turrón. En efecto, pueden sobrevivir a cambio de ser anulados
y sometiéndose a los designios de la vencedora, la receptora de mayores
réditos. «Es una bajada de pantalones, Jesús, no te engañes: las condiciones
las ponen ellos, porque saben que o les regalamos el negocio por cuatro
cochinos duros o nos comemos los mocos», replica con vehemencia cansada de
escuchar a Jesús sugiriendo mandar a freír buñuelos el negocio familiar. Que
mantener la empresa por el simple deseo de los padres no compensa, que el valor
de la tradición familiar es un cuento chino. Que dónde acaba el sacrificio por
amor y comienza la esclavitud, ser prisionero de una idea maquiavélica. ¿Acaso
la entrega no tiene límites?
A
diferencia de su primo, Trini prefiere sortear las presiones. Debe de haber una
alternativa. Por lo general, las empresas de la competencia alternan dos
industrias estacionales: el turrón y el helado. En cambio, en la suya, pasada
la campaña navideña, queda mermada la plantilla a la mitad y fabrican turrón,
principalmente, para ser exportado a América Latina. Los beneficios no son suficientes
para encarar la presión del mercado, que acecha como el gato antes de saltar
sobre el ratón. «No me vendas otra vez la moto, prima, ya sabes lo que me
parece tu idea de organizar una campaña para que la gente tome turrón todo el
año, ¿no? Una soberana chorrada», expresa gruñón Jesús.
De
pronto, escuchan ruidos, los empleados gritan de júbilo. Salen de la oficina.
Picados por la curiosidad, pero, sobre todo, por la intención de evitar otra
discusión y más ahora, que no queda nada para compartir mesa en las fiestas
navideñas. Mejor evitar los malos rollos, las malas caras. Además, no saben
discutir, no hallan el punto medio, el acuerdo. Y, al final, la relación
personal se resiente. No les hace falta adentrarse en la algazara de los
trabajadores para conocer el motivo.
—¡El
gordo, Trini, que nos ha tocado! El décimo de que nos trajo tu primo de Manises.
El
negocio en pocas semanas reemplazará a la plantilla que dimite y dará la
bienvenida a nueva maquinaria: más boixets,
más mecánicas malaxadoras, molinos de molturación y una refinadora. El dinero ha
diluido las discrepancias. Jesús pretende situarse a la misma altura que la
competencia.
Por
un instante, nadie vigila el boixet,
en cambio, sigue cociendo y golpeando el turrón hasta rematarlo.
22 de diciembre de 2016
Trini y Jesús, los bisnietos de los
fundadores, corretean entre la maquinaria. Toman los punxes, una especie de remos metálicos, para desafiarse. Comienza
el duelo. Ninguno supera los cinco años, así el peso de las palas no les permitirá
granjearse la admiración de los más grandes espadachines. «Te voy a volar la
cabeza, boratarde», amenaza Trini. El
botarate de su primo salió por pies. Sin
pensarlo, ella corre tras él sin soltar el punxe.
Lo golpea en la cabeza. «Bellaco, soy la heroína, vas a morir».
Trini y Mª Jesús, sus madres, mientras
tanto, están encerradas en la oficina haciendo lo de siempre, desde que sus
padres se jubilaron y le cedieron la empresa. Discutir, discutir y tragar
bilis.
—Si tu madre te escuchara, Trini… Qué vergüenza.
¿Por qué no contratar a Pilar? Experiencia le sobra, es amiga de la familia,
necesita la pasta…
—Haz lo que te salga de las narices, me
tienes harta, eso sí, cuando se quede embarazada, le pagas tú la seguridad
social, ¿me oyes?
—No te aguanto, hostia. Me muerdo la
lengua por nuestros hijos, porque tienen que comer… Una mujer tiene derecho a
ser madre. ¿No te entra eso en la cabeza?
—Jorge de La Sarga, 32 años. Solo te
recuerdo eso.
—No es lo mismo, lo suyo era un permiso
de paternidad. No le iba a dar la teta al crío, digo yo.
El alboroto de sus retoños llega hasta
sus oídos. Subida en un boixet, un
gran mortero donde se emulsiona el turrón, la pequeña Trini invita a su primo,
algo mareado por el golpe, a que suba al «barco», también. Le tiende la mano
para embarcar. Presiona, por
accidente, el interruptor con el pie. Y el barco zarpa.
Las empresarias, ajenas a este juego de
niños, continúan discutiendo. Tenemos que arriesgar, Mª Jesús, la competencia
se abre mercado en Extremo Oriente, las empresas se fusionan y nosotras, ¿qué
hacemos aparte de copiar sus pasos veinte años después? Seguir con el puto
romanticismo de homenajear a los abuelos, ¿ese es el sentido de nuestras vidas?
Estoy harta de vivir por y para unos muertos y nuestros hijos nos odiarán por abocarlos
a este puto infierno de negocio. Tiene gracia, Trini, que seas tú la que se
queje, no estarás baldada... En cualquier caso, vamos a trabajar, joder,
nuestros abuelos y nuestros padres llegaban a un acuerdo, nosotras nos
inyectamos ponzoña para, en el fondo, acabar en el mismo sitio. Lo de la
ponzoña lo dirás por ti. Si no fuera por nuestros hijos, ya le hubiéramos
echado el cierre al negocio. No tendría que soportar tu cara de falsa y el
sonido de los golpes insoportables de los boixets.
Este barco se hunde.
Por cierto, ¿has puesto en marcha el boixet? Lo escucho. ¿Qué harán estos?
Están muy callados. Salgamos. Trini, Jesús, ¿qué hacéis? Achavo con los críos,
que no contestan.
Los niños están muertos. Sus cabezas,
reventadas por la maza del boixet.
Este barco se ha hundido. El boixet se apaga para siempre.
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