jueves, 22 de diciembre de 2016

"Boixet" / Cuento de Navidad


22 de diciembre de 1956
Abandona el boixet por un instante, sube el volumen de la radio y pide silencio. Su hermano Trinidad le lanza una mirada de indulgencia y prosigue vertiendo las claras de huevo en la miel caliente. No tiene fe en que les toque el gordo o afirma no tenerla. Quizá por esa irrisoria superstición de que solo acaba sucediendo lo que no se desea y, desde luego, confía en que no verbalizando el deseo podrá anularlo. Sea como sea lo cierto es que este año tampoco. «Me cago en la mar, 15640, ese el gordo y nosotros, sin una gorda», refunfuña Jesús como de costumbre. Vive en un enojo perpetuo. Solo sale de él cuando recuenta el dinero que trae su sobrina Trini de la venta de turrones de Jijona y de Alicante tras recorrer, haga bueno o llueva, las calles y mercados del pueblo. También, todo sea dicho, reduce su enojo empinando el codo hasta hacer tambalear esa teoría de que el 70% del hombre es agua.

El turrón les da de comer y les desgasta rodillas y brazos y les mina la moral y la paciencia. Pero Trinidad, Jesús y sus esposas tienen bien claro que no les queda otra, que han invertido demasiado –la herencia de los padres– y saben que siempre al placer lo precede el sufrimiento y la miseria, a menos que a estos los suceda antes la resignación. Abocados a heredar antes el sacrificio que el negocio, la hija de Trini y los dos hijos de Jesús salen de la escuela y se enfilan hacia el taller artesanal. Entre el olor de la almendra marcona tostada y el golpe incesante y seco del boixet, van gestando un odio hacia sus progenitores subrepticio, por ahora imperceptible incluso para sí mismos, por estar privándolos de las tardes de frontón, comba y confidencias entre compañeros de juegos. Confidencias no tan valiosas por la reserva cuyo contenido demanda sino porque la entrega y el silencio del pacto fortalecen los lazos de amistad.

—No damos abasto. ¿Para cuándo un hijo, cuñada? Dale uno a mi hermano para que con mis críos saque adelante la empresa –dice Jesús.
—Con mi Trini es suficiente. Su madre sí quiere la parejita, pero yo le digo que no, que el turrón no me da para alimentar más bocas. Y, joder, que con mi Trini ya es suficiente –replica Trinidad.
—¿Tu hija? –refunfuña escandalizado–. Déjate de rojeríos. ¿Que tu Trini va a dirigir nuestra empresa? ¡Mis cojones! Eso es cosa de hombres.
—Gilipollas, mírala, mírala cómo trabaja, con qué gracia y brío extiende el turrón duro en el molde. Lo de mi Trini sí que es trabajar, no como los tuyos.
—Un día de estos te partiré la cara, Trinidad –amenaza Jesús.

«Yo sí que te voy a partir la cara, cuñado, por tanta paparrucha», tercia Aurora, la esposa de Trinidad, mientras busca la complicidad de su cuñada. La mujer de Jesús balbucea alguna palabra sin mucho sentido. «Haya paz, que somos familia, lo importante es no discutir», se limita a decir visiblemente nerviosa mientras maneja bloques de turrón de Alicante que abrasan sus manos encalleciéndolas aun más de lo que están.

22 de diciembre de 1986
En la oficina, con la ayuda del secretario, Trini reparte en sobres marrones de papel kraft fajos de billetes en concepto del sueldo de diciembre y las pagas extra. Cincuenta y siete sobres. Doscientas mil pesetas por cada uno. Hasta que Jesús irrumpe en la oficina y saca treinta mil pesetas de los sobres en los que aparece escrito el nombre de una mujer. Con sus modales rancios es la viva estampa de su padre. Jamás lo reconocerá, mas eso no impide que sea cierto. Testimonios: esa panza cervecera, ese ceño fruncido que anuncia tormenta, el orgullo de la ignorancia, del grito sin argumentos, el grito por el grito, el exabrupto. «A mí me han criado así, así ha sido toda la vida, esto es lo que hay», alega. Su prima Trini siempre ha mostrado su desacuerdo con esa política de la empresa. Así, anticipándose, afirma que él no es machista, que lo suyo no es sexismo, que él no rebaja el sueldo de las empleadas, que simplemente paga más a los hombres. Añade que a ellas también les ha regalado un décimo de la empresa. En el fondo, desprecia su propio carácter montaraz y desprecia aún más no saber cómo desprenderse de él. Acostumbra sonreír y alentar a los empleados, en el especial a los meleros y los maestros de boixets, los trabajos de los que él solía ocuparse hace años, antes de encargarse, junto con su prima Trini, de expandir el negocio familiar o, mejor dicho, de mantenerlo en un panorama difícil.

La mayoría de talleres artesanales más modestos han sido absorbidos por las grandes empresas del turrón. En efecto, pueden sobrevivir a cambio de ser anulados y sometiéndose a los designios de la vencedora, la receptora de mayores réditos. «Es una bajada de pantalones, Jesús, no te engañes: las condiciones las ponen ellos, porque saben que o les regalamos el negocio por cuatro cochinos duros o nos comemos los mocos», replica con vehemencia cansada de escuchar a Jesús sugiriendo mandar a freír buñuelos el negocio familiar. Que mantener la empresa por el simple deseo de los padres no compensa, que el valor de la tradición familiar es un cuento chino. Que dónde acaba el sacrificio por amor y comienza la esclavitud, ser prisionero de una idea maquiavélica. ¿Acaso la entrega no tiene límites?

A diferencia de su primo, Trini prefiere sortear las presiones. Debe de haber una alternativa. Por lo general, las empresas de la competencia alternan dos industrias estacionales: el turrón y el helado. En cambio, en la suya, pasada la campaña navideña, queda mermada la plantilla a la mitad y fabrican turrón, principalmente, para ser exportado a América Latina. Los beneficios no son suficientes para encarar la presión del mercado, que acecha como el gato antes de saltar sobre el ratón. «No me vendas otra vez la moto, prima, ya sabes lo que me parece tu idea de organizar una campaña para que la gente tome turrón todo el año, ¿no? Una soberana chorrada», expresa gruñón Jesús.

De pronto, escuchan ruidos, los empleados gritan de júbilo. Salen de la oficina. Picados por la curiosidad, pero, sobre todo, por la intención de evitar otra discusión y más ahora, que no queda nada para compartir mesa en las fiestas navideñas. Mejor evitar los malos rollos, las malas caras. Además, no saben discutir, no hallan el punto medio, el acuerdo. Y, al final, la relación personal se resiente. No les hace falta adentrarse en la algazara de los trabajadores para conocer el motivo.
—¡El gordo, Trini, que nos ha tocado! El décimo de que nos trajo tu primo de Manises.

El negocio en pocas semanas reemplazará a la plantilla que dimite y dará la bienvenida a nueva maquinaria: más boixets, más mecánicas malaxadoras, molinos de molturación y una refinadora. El dinero ha diluido las discrepancias. Jesús pretende situarse a la misma altura que la competencia.

Por un instante, nadie vigila el boixet, en cambio, sigue cociendo y golpeando el turrón hasta rematarlo.
                    
22 de diciembre de 2016
Trini y Jesús, los bisnietos de los fundadores, corretean entre la maquinaria. Toman los punxes, una especie de remos metálicos, para desafiarse. Comienza el duelo. Ninguno supera los cinco años, así el peso de las palas no les permitirá granjearse la admiración de los más grandes espadachines. «Te voy a volar la cabeza, boratarde», amenaza Trini. El botarate de su primo salió por pies. Sin pensarlo, ella corre tras él sin soltar el punxe. Lo golpea en la cabeza. «Bellaco, soy la heroína, vas a morir».

Trini y Mª Jesús, sus madres, mientras tanto, están encerradas en la oficina haciendo lo de siempre, desde que sus padres se jubilaron y le cedieron la empresa. Discutir, discutir y tragar bilis.
—Si tu madre te escuchara, Trini… Qué vergüenza. ¿Por qué no contratar a Pilar? Experiencia le sobra, es amiga de la familia, necesita la pasta…
—Haz lo que te salga de las narices, me tienes harta, eso sí, cuando se quede embarazada, le pagas tú la seguridad social, ¿me oyes?
—No te aguanto, hostia. Me muerdo la lengua por nuestros hijos, porque tienen que comer… Una mujer tiene derecho a ser madre. ¿No te entra eso en la cabeza?
—Jorge de La Sarga, 32 años. Solo te recuerdo eso.
—No es lo mismo, lo suyo era un permiso de paternidad. No le iba a dar la teta al crío, digo yo.

El alboroto de sus retoños llega hasta sus oídos. Subida en un boixet, un gran mortero donde se emulsiona el turrón, la pequeña Trini invita a su primo, algo mareado por el golpe, a que suba al «barco», también. Le tiende la mano para embarcar. Presiona, por accidente, el interruptor con el pie. Y el barco zarpa.

Las empresarias, ajenas a este juego de niños, continúan discutiendo. Tenemos que arriesgar, Mª Jesús, la competencia se abre mercado en Extremo Oriente, las empresas se fusionan y nosotras, ¿qué hacemos aparte de copiar sus pasos veinte años después? Seguir con el puto romanticismo de homenajear a los abuelos, ¿ese es el sentido de nuestras vidas? Estoy harta de vivir por y para unos muertos y nuestros hijos nos odiarán por abocarlos a este puto infierno de negocio. Tiene gracia, Trini, que seas tú la que se queje, no estarás baldada... En cualquier caso, vamos a trabajar, joder, nuestros abuelos y nuestros padres llegaban a un acuerdo, nosotras nos inyectamos ponzoña para, en el fondo, acabar en el mismo sitio. Lo de la ponzoña lo dirás por ti. Si no fuera por nuestros hijos, ya le hubiéramos echado el cierre al negocio. No tendría que soportar tu cara de falsa y el sonido de los golpes insoportables de los boixets. Este barco se hunde.

Por cierto, ¿has puesto en marcha el boixet? Lo escucho. ¿Qué harán estos? Están muy callados. Salgamos. Trini, Jesús, ¿qué hacéis? Achavo con los críos, que no contestan.

Los niños están muertos. Sus cabezas, reventadas por la maza del boixet.
                    
Este barco se ha hundido. El boixet se apaga para siempre.

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