miércoles, 28 de diciembre de 2016

"Muerte en la bañera" / Cuento de Navidad



—Creedme, soy inocente. Yo no la maté.
—¡Mentira! Fue usted, Álvaro, el único hombre con que tuvo contacto los últimos días. Una vecina de Ángeles nos ha contado que usted era para ella algo más que un voluntario.

***

Sujetaba Ángeles la escalera con fuerza para que Álvaro instalara el radiador por infrarrojos en la pared del cuarto de baño. Temía que cayera y temía aún más que si ocurriese no acabara encima de ella, oprimiendo su pecho con la espalda fornida o el torso macizo de él. Sujetaba la escalera con nervio, con un vigor mayor al que a una anciana de 72 años le permite su edad. Había recobrado el ánimo con la presencia de Álvaro, había rejuvenecido, aunque su cuerpo permanecía igual. Su espalda arqueada, que la hacía parecer aún más menuda, su cadera ancha, casi incontenible e incontinente, sus pechos caídos, su cráneo cano, la cara rebosante de pliegues –su retrato sería ahora el boceto de lo que veinte años fue su efigie, su dibujo–, sus pestañas níveas cada vez más despobladas, menos densas. Enfrente de sus ojos, a dos palmos de distancia, las nalgas de Álvaro. Duras, firmes, de masa muscular generosa y ella de no ser por la ventana que daba al patio de luces y, por ende, a la mirada indiscreta de su vecina, de no ser por ello, dejaría de morderse el labio inferior para morder las dos porciones de carne, cual hogazas, de aquel trasero, encubierto en la tela vaquera de sus pantalones. «Bueno, pues esto ya casi está. Lo he conectado a la corriente, pero no lo toque, no está del todo bien sujeto, no tire de la cuerda. Mañana compro una pieza y se lo termino», interrumpió Álvaro un silencio que a la anciana le resultaba tenso y, a la par, excitante, un silencio voluptuoso que invadía los tres metros cuadrados de erotismo con la misma violencia y premura con que se propaga el mal olor de un cigarrillo en una habitación. Bajaba la escalera cuando en el último peldaño la anciana se abalanzó hacia su trasero y percibió, al tentarlo, unas esferas pequeñas y duras que bien podrían ser pimientas o abalorios. Muy a su pesar apartó enseguida sus manos de las nalgas, porque «pensé que te caías, qué susto me has dado» no era una coartada sólida: carecía de la consistencia necesaria para sobarlo más de dos segundos sin que se descascarillara la capa de auxilio desinteresada y se evidenciara su interés carnal.

No tardó demasiado en partir Álvaro. Ángeles volvía a quedarse a solas hasta que él volviera al próximo día. Fue a la cocina por agua. Desbordada por el recuerdo reciente de la escena en el baño y con los labios invertidos hacia dentro de la boca, como si una fuerza oscura desde sus entrañas los succionara, colmó el vaso. El líquido se derramó por la encimera desde cuyo borde caía el líquido, como si de una catarata lánguida se tratara y una parte de este resbaló hasta su cintura. Ahora, aún más húmeda, se preguntaba cómo había sido capaz y por qué no hacía el bien a sabiendas de reconocer el mal.

Procuró evitar el hundimiento remontándose a los orígenes, esto es, a tres días antes de la Nochebuena, cuando por la tarde esperaba nerviosa gozar de una campaña de voluntariado para que los ancianos del pueblo sin familia pasaran las Navidades en compañía. En el salón aguardaba al voluntario entretenida viendo un magacín. Una cantante sesentona en un videoclip se contoneaba con un bailarín veinteañero en un baile provocativo. «¡Lo que hay que ver! Podría ser su nieto», se lamentaba. Agitaba sus mechas azules y fucsias al viento con actitud rockera; se abría, luego, de piernas; después, a gatas sacudía su abdomen y acercaba al suelo, tan negro como solo los ataúdes lo son, su camiseta cian de látex y los implantes de sus senos casi desvelados parecían pedir a gritos salir de ese traje que los oprimía antes de que estallaran. Seducía al efebo con la lascivia del twerking portando unos vaqueros diminutos, cortos –enseñaba sus nalgas, aparte de la celulitis– y estrechos. Unos vaqueros tan estrechos cuyas costuras y botones de la bragueta se hundían en sus carnes desde dos frentes. «Mamarracha, fantoche, acepta tu edad, como todas hemos tenido que hacer, carroza del demonio».

Y, entonces, llaman a la puerta. Una voz masculina. Buenas tardes, vengo del voluntariado. ¿Es usted, Ángeles? Sí, la misma, entra. Soy Álvaro, por cierto. Como la puerta estaba abierta, ni siquiera tuvo que levantarse. Se disponía a ponerse de pie, giró la cabeza para poner cara a esa voz y, de pronto, se encontró a un muchacho joven, que, por lo que calculó a ojo, frisaría los quince años. Y los relojes se detuvieron: le causó una impresión abismal el rostro del chico. La embelesaron sus cabellos morenos, de mayor negrura que el plumaje del cuervo, el fulgor de sus ojos grises de adolescente, su faz tersa y atezada, los hoyuelos que nacían de sus mejillas y que acompañaban su risa cautivadora. La maravilló su voz ya grave. Y, también, su cuerpo apolíneo, de algún modo nada ajeno a ella. Durante las dos horas que estuvo en casa, Ángeles lo escrutaba con la mirada cuando él concienzudo le cortaba las verduras para la cena o respondía a un wásap. Entonces, la miraba y ella apartaba la vista o le sonreía y comentaba alguna nimiedad sobre la programación televisiva. Era incapaz de mirarlo a los ojos, temiendo que sus pupilas hablaran más de la cuenta y se sentía mal. El reloj avanzada a trompicones, de modo discontinuo, o no avanzaba. Aguardaba su marcha como tabla de salvación. Procuraba, por lo general, no observarlo, ni mucho menos mirarlo a los ojos, pero ahí continuaba y su presencia no se diluía por bajar los ojos. Y la recorrió un estremecimiento.

Para nada le gustaba, en absoluto –se decía una vez se marchó Álvaro–. Ángeles, tú no estás bien. No te puede gustar, aunque solo le saques cincuenta y siete años. Eso no está bien. A la carne lozana, la lozanía, y a la carroza, la carroza. Llámalo y dile que no vuelva mañana –tocaba, entre tanto, alterada la falda de la mesa camilla–. Después de un rato de ensimismamiento, se fue a la cama convencida de que solo admiraba de él la perfección y la juventud. Sí, será eso, yo estuve muy enamorada de mi difunto marido y al estar tan sola ahora y aburrida me he inventado esta locura. Ha sido todo fruto del asombro, la juventud es belleza y la belleza lo sigue siendo sin importar los años de los ojos que la contemplan e, incluso, aún más bella lo es para quienes ya han conocido su pérdida.

Se despertó la mañana siguiente con el camisón húmedo, después de que un sueño desconcertante sobre un macho cabrío que atravesaba el mar Arábigo con su sombrero en la cornamenta. Levantó los brazos y dejó que el camisón negro rodeara sus pies. Desnuda a solas y frente al espejo. Colocó sus manos bajo sus tetas y las elevó. Cerró los ojos y las dejó caer. De espaldas al espejo y sin ropa interior, se colocó un vestido floreado para estar por casa. No dejaba de pensar en Álvaro, en su cuerpo musculado, en sus manos y en sus brazos velludos, en su sonrisa angelical y, al mismo tiempo, pícara. «Me gusta y es un hecho», sentenció. «La diferencia de edad en las parejas solo está permitida para las mujeres cuando el de mayor edad es el hombre o cuando la mujer madurita es famosa o rica. Domina y haz lo que quieras. Y, encima, en tu caso, es menor de edad. Soy una depravada. Venga, va, que solo son quince días, que para Reyes cada uno estará en su casa y Dios, en la de todos. Amo la rectitud, siempre la he amado, así que contente».

Y llegó la tarde y con la tardé llegó Álvaro y con Álvaro llegó, de nuevo, el pesar de la conciencia, de saber que su alma empezaba a obedecer tan solo a la rectitud de la pasión. Para pasar la tarde, Álvaro le sugirió revisar álbumes de fotos. Así lo hicieron. Contaba la vieja batallitas de su infancia, cuando, de pronto, enmudecía y perdía el esquema de la narración, debido a que el roce de sus muslos flácidos con los muslos tonificados de Álvaro la distraían y sentía su respiración y el calor y la melodía de la sonrisa del chico. «¿Quién es este? Se parece mucho a mí, ¿no le parece?», la interrumpió. Cómo dices, niño. Que se parece a mí este caballero. ¡Ah, pues es verdad! Es que estoy un poco sorda, ¿sabes?

En efecto, la foto de Mariano le reconfortó el alma y sintió que recuperaba la rectitud propia del alma disciplinada. Mariano era un esbozo de noviete que por los avatares de la vida nunca llegó a ser. Claro, ahora lo entiendo todo, me gusta Álvaro porque me recuerda a Mariano. Mi inconsciente quiere que me cobre lo que en su día no pude. Y como lo no pasado es pretérito y, por tanto, no está por venir y agua pasada no mueve molino, olvídate de una vez por todas de este muchacho.

Transcurrían los días con una intensidad, si no antes vivida, al menos, no recordada: había quebrado la rutina y se había rendido a las pupilas del chico, que la atraían como un agujero negro, porque si bien la reflexión de concebir a Álvaro como un Mariano II la frenaba y aplacaba lo natural y primitivo en ella, lo cierto es que muy pronto desarmó esa lógica. «¿Y quién me dice a mí que Mariano no me gustaba por algo o alguien que había visto antes? ¿No puede ser que lo que me conmueve, en verdad, sea una esencia preexistente a ambos? Puede que Álvaro solo sea el continente de esta y que, por ende, siempre me haya atraído su belleza y su juventud (¿y, además, por qué ha de ser más relevante el origen que el hecho en sí?). En ese caso, ¿por qué de joven pude amarlo–sí, porque lo mío es amor– y ahora no?», pensaba. Decía amar la perfección de la que había aprendido a extrañar, una vez perdida la suya, pero no había desaprendido a desearla. Decía amar y lo perseguía por las calles o se escondía tras los estantes o los portales con vistas a no parecer para sus vecinos una carroza obsesionada con el chavalín. Y llegaba otra tarde en compañía de Álvaro y aprovechaba para desabrocharse procaz los botones superiores del vestido, cuya tela dada de sí no tapaba sus senos caídos al agacharse, cosa que a menudo utilizaba para excitar al adolescente con cualquier excusa. Y él, tenía ella la impresión, la abrazaba cada día con más entusiasmo y sentía sus enormes bíceps y sus pectorales cincelados por las horas de gimnasio y con esa imagen en la cabeza ella hundía sus dedos en sí misma al caer la noche.

Un día antes de los Santos Inocentes, cuando Álvaro le preparó un zumo de granada y comenzó a instalar el radiador del baño a un metro y medio de altura sobre la bañera logró palpar su culo y halló en el bolsillo algo extraño, como un collar de perlas, precisamente como el collar de perlas que, una vez se había marchado el efebo, fue a buscar donde siempre y no lo halló. «No, no ha podido ser él, anda que no hay collares de perlas. Seguro que es para una novia o, quién sabe, quizá para mí», se convenció. «Pero, ¿y si me lo hubiera robado? ¿Puedo estar enamorada de quien me roba? ¿Se puede querer a quien nos trata mal? Pero, en cualquier caso, lo deseo, esto no es amor o tal vez lo sea, lo importante es que me atrae».

28 de diciembre. Se tintó el pelo de fucsia, tomó una maquinilla de afeitar y comenzó a depilarse las piernas, las pantorrillas, los muslos… Decidió subir la cuchilla un poco más. «Así pareceré más jovencita, una cría». Rímel, pintalabios, colorete, colorete, más colorete… Colorete en cantidad industrial. «A freír espárragos el amor, qué tontería nos inventamos para legitimar el sexo». Abrió el grifo de la bañera y no lo cerró hasta llenarla. Planificó la tarde: dejaría la puerta abierta y subiría el volumen del timbre para oírlo llegar, lo esperaría en el baño desnuda, le pediría que se despojara de la ropa que, cual papel de regalo, ocultaba su anatomía y lo demás… ¿Lo demás? La naturaleza lo diría. Que la llevara al éxtasis o directamente a la destrucción, que más vale volver a estar viva por un rato antes que nunca estarlo, como exige el amor burgués.

Un par de minutos sacó del frigorífico un yogur y se lo llevó al baño. Ensayó un poco: cargaba la cuchara de modo austero, se la llevaba a la boca y vertía, con disimulada intención, un poco de la leche en la comisura de los labios. Acto seguido, se la limpió con la lengua y se relamió concupiscente. De pronto, el timbre y, luego, pasos. Temblaba de frío. «Encenderé el radiador». Tiró de la cuerda. Cayó el aparato conectado a la corriente, le golpeó la cabeza y cayó al agua. No hubo electrocución. Ruido del interruptor diferencial. Se apaga la luz. Aturdida por el golpe, con algo de yogur en el labio, tendida sobre la bañera percibió una sombra que se detuvo frente a la puerta del cuarto de baño y avanzó por el pasillo. De vuelta, con entre tres y cinco collares y algunos billetes que se asomaban por el bolsillo la sombra que ahora sí identificó –era Álvaro– le pareció que la miraba y la saludaba con una sonrisa dulce y celestial. Respiró profundo y cerró los ojos.

***
—Le juro por mi madre que no la maté, joder.
—Y sus joyas, tampoco se las robaste, ¿no? Y los tres mil euros, tampoco, ¿verdad?
—Solo tomé lo que era mío. Mi padre trabajó para ella, lo tenía explotado al pobre, mientras ella se enriquecía a su costa.
—No me sea cínico, Álvaro. El hurto es un delito y puede que no sea el único que haya cometido. La vecina de Ángeles afirma que le vio a usted trasteando el radiador con que murió, ¿casualidad?

—Se lo estaba instalando, señor. Soy inocente, joder.

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