“Mieux vaut être tête de chat, que
queue de lion”.
Seguía estirando la masa sobre la
encimera cuando, de repente, sonó el teléfono. Lo llamaba su madre. Pretendía
acaso asegurarse de que la receta familiar de los mazapanes fuera cumplida a
rajatabla, sin variar el procedimiento y los ingredientes que habían empleado
su madre, su abuela y las madres de las madres que partieron por la línea del
tiempo y los cauces del olvido. Siempre hay quien urge de atención en el
momento más inoportuno, como nada más fregar el suelo siempre aparecen pies dispuestos
a pisarlo. Rafa, no obstante, agradeció aquella llamada, pues el agua de azahar
debía estar y no estaba en aquella masa suya poco homogénea y menos aún
apetecible. Siguió amasando, debía parecerse a la de su madre, debía ser como
la suya, temía que no lo fuera. Debía de haber solo una manera de preparar
mazapanes, debía haberla.
Y, junto a este conflicto doméstico,
guardaba otro en el bolsillo de la camisa y en la conciencia. Atesoraba con
recelo y en silencio un décimo premiado, un cuarto premio a medias con Natalia.
Mientras tanto, ella, su novia, se
depilaba el bigote o las cejas. Admiraba su resistencia al dolor y se deleitaba
cuando la sorprendía en el baño untando sus piernas de leche corporal con una
ejecución tan delicada y sensual que llegaba a encenderlo y acababan los dos
desenrollando la toalla que advertía de sus contornos femeninos de perdición y de
sus tersas manzanas.
Fue entonces cuando Rafa comenzó a
novelar el futuro. Ahora podría regresar a España con ella, vivir sin el agua
al cuello, y que el trabajo se fuera a tomar viento, que ya estaban hartos de mendigar
un empleo digno, que mucho decir que había que estar formado para asegurarse un
futuro y, mira, de lo que les había servido la carrera, los idiomas y la madre
que los parió. Que querían ser enfermeros en su país, sí, por supuesto, pero no
a cualquier precio. Comprarse una cosa (¡bendita, propiedad privada!), casarse,
tener dos hijos, la parejita, un gato y un perro… Ir tachando días del
calendario junto a Natalia, y descubrirla cada día al alba, despeinada aún y
sin los parapetos del maquillaje, natural simplemente, y eso era todo. ¿Y ella?
¿Cómo reaccionaría? Igual que él –seguía Rafa amasando la masa indómita–. O no.
¿Y si ella dejaba de quererlo? Con cien mil euros en la cuenta es más fácil.
¡Tonterías! ¿Cómo iba a volverse Natalia superficial, arrogante y de amor
mudable? Bueno, aunque su prima se volvió una idiota con la herencia… Siempre
presumiendo de nuevos vestidos y bolsos, excusando su ausencia en las reuniones
familiares con cuestiones de eventos de glamour
de extrarradio, pronunciando eses excesivas, que parecía que tenía una
serpiente de cascabel en la boca, y, ¡ay!, esos habían y esas toballas,
para matarla. Pero es que Natalia es igual, aunque algo más fea y áspera en el
trato. Y no solo es eso: los amigos podrían darles de lado: nadie, salvo los
felices, soporta ver a los iguales mejor, dirían que Rafa era un estirado y que
se juntaba con los del barrio por pena, que sentiría compasión por ellos, acaso
los vería como unos pringados, unos pobres.
—Rafa, ¿bajas a la tienda por agua de
azahar o bajo yo?
Siguió amasando y amasando; ni se
planteaba echarle más harina, pese a la solidez nula del mazapán. Amasaba con
violencia, como si un costal de entrenamiento se las hubiese ingeniado para
adquirir la apariencia de aquella pasta. ¡¿Pero cómo piensan sus amigos así?!
¡Él nunca los cambiaría, ni a ellos ni a su novia! En cambio, de las buenas
intenciones de esta no estaba convencido. A diferencia de él, ella podría optar
por comprarse un pisito de soltera, pasar de un colchón que reclamaba la
jubilación por uno recién parido, y lo que era más importante, compartirlo con
personas de distintas razas y edades, de distintas procedencias y ocupaciones.
Así no tendría que dar explicaciones, ni compartir el estante del baño, o podría
vestir de nuevo ropa de marca sin que las provisiones del frigorífico se resintieran.
—Rafa, de verdad… ¡Qué hombre! ¿Me has
oído?
—Natalia, ya voy yo… Enseguida vuelvo.
Sin embargo, no tenía pensado volver.
De eso acabé por convencerme cuando no se detuvo ante la puerta de la épicerie du coin, sino que avanzó por
las calles de aquel país donde las ideas se defienden a través del lápiz y la
palabra. Estaba pensando en llamar a su abuelo Ramón, abandonado a su suerte, y
compartir el premio. No, mejor, se piraba Dios sabe dónde y disfrutaba del
décimo. Y Rafa partió de aquella ciudad donde la libertad y el coraje son a
prueba de balas para ser cada vez más diente de león en una tarde de viento. Su
abuelo lo siguió esperando.
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