miércoles, 23 de diciembre de 2015

"Diente de león" (Cuento)


“Mieux vaut être tête de chat, que queue de lion”.

Seguía estirando la masa sobre la encimera cuando, de repente, sonó el teléfono. Lo llamaba su madre. Pretendía acaso asegurarse de que la receta familiar de los mazapanes fuera cumplida a rajatabla, sin variar el procedimiento y los ingredientes que habían empleado su madre, su abuela y las madres de las madres que partieron por la línea del tiempo y los cauces del olvido. Siempre hay quien urge de atención en el momento más inoportuno, como nada más fregar el suelo siempre aparecen pies dispuestos a pisarlo. Rafa, no obstante, agradeció aquella llamada, pues el agua de azahar debía estar y no estaba en aquella masa suya poco homogénea y menos aún apetecible. Siguió amasando, debía parecerse a la de su madre, debía ser como la suya, temía que no lo fuera. Debía de haber solo una manera de preparar mazapanes, debía haberla.

Y, junto a este conflicto doméstico, guardaba otro en el bolsillo de la camisa y en la conciencia. Atesoraba con recelo y en silencio un décimo premiado, un cuarto premio a medias con Natalia.

Mientras tanto, ella, su novia, se depilaba el bigote o las cejas. Admiraba su resistencia al dolor y se deleitaba cuando la sorprendía en el baño untando sus piernas de leche corporal con una ejecución tan delicada y sensual que llegaba a encenderlo y acababan los dos desenrollando la toalla que advertía de sus contornos femeninos de perdición y de sus tersas manzanas.

Fue entonces cuando Rafa comenzó a novelar el futuro. Ahora podría regresar a España con ella, vivir sin el agua al cuello, y que el trabajo se fuera a tomar viento, que ya estaban hartos de mendigar un empleo digno, que mucho decir que había que estar formado para asegurarse un futuro y, mira, de lo que les había servido la carrera, los idiomas y la madre que los parió. Que querían ser enfermeros en su país, sí, por supuesto, pero no a cualquier precio. Comprarse una cosa (¡bendita, propiedad privada!), casarse, tener dos hijos, la parejita, un gato y un perro… Ir tachando días del calendario junto a Natalia, y descubrirla cada día al alba, despeinada aún y sin los parapetos del maquillaje, natural simplemente, y eso era todo. ¿Y ella? ¿Cómo reaccionaría? Igual que él –seguía Rafa amasando la masa indómita–. O no. ¿Y si ella dejaba de quererlo? Con cien mil euros en la cuenta es más fácil. ¡Tonterías! ¿Cómo iba a volverse Natalia superficial, arrogante y de amor mudable? Bueno, aunque su prima se volvió una idiota con la herencia… Siempre presumiendo de nuevos vestidos y bolsos, excusando su ausencia en las reuniones familiares con cuestiones de eventos de glamour de extrarradio, pronunciando eses excesivas, que parecía que tenía una serpiente de cascabel en la boca, y, ¡ay!, esos habían y esas toballas, para matarla. Pero es que Natalia es igual, aunque algo más fea y áspera en el trato. Y no solo es eso: los amigos podrían darles de lado: nadie, salvo los felices, soporta ver a los iguales mejor, dirían que Rafa era un estirado y que se juntaba con los del barrio por pena, que sentiría compasión por ellos, acaso los vería como unos pringados, unos pobres.

—Rafa, ¿bajas a la tienda por agua de azahar o bajo yo?
Siguió amasando y amasando; ni se planteaba echarle más harina, pese a la solidez nula del mazapán. Amasaba con violencia, como si un costal de entrenamiento se las hubiese ingeniado para adquirir la apariencia de aquella pasta. ¡¿Pero cómo piensan sus amigos así?! ¡Él nunca los cambiaría, ni a ellos ni a su novia! En cambio, de las buenas intenciones de esta no estaba convencido. A diferencia de él, ella podría optar por comprarse un pisito de soltera, pasar de un colchón que reclamaba la jubilación por uno recién parido, y lo que era más importante, compartirlo con personas de distintas razas y edades, de distintas procedencias y ocupaciones. Así no tendría que dar explicaciones, ni compartir el estante del baño, o podría vestir de nuevo ropa de marca sin que las provisiones del frigorífico se resintieran.
—Rafa, de verdad… ¡Qué hombre! ¿Me has oído?
—Natalia, ya voy yo… Enseguida vuelvo.


Sin embargo, no tenía pensado volver. De eso acabé por convencerme cuando no se detuvo ante la puerta de la épicerie du coin, sino que avanzó por las calles de aquel país donde las ideas se defienden a través del lápiz y la palabra. Estaba pensando en llamar a su abuelo Ramón, abandonado a su suerte, y compartir el premio. No, mejor, se piraba Dios sabe dónde y disfrutaba del décimo. Y Rafa partió de aquella ciudad donde la libertad y el coraje son a prueba de balas para ser cada vez más diente de león en una tarde de viento. Su abuelo lo siguió esperando.

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