jueves, 24 de diciembre de 2015

"Chismes" - Cuento de Navidad


―¡Ay, Dios, que el viejo este ha estirado la pata! Que se ha ido al otro barrio.
―¡Calla, Eva! Mira que eres dramática. ¿Tú hueles a muerto? Yo al menos no.
―Pon la oreja otra vez, Maite. No se escucha nada, ni la tele, y los viejos están todo el día con la tele puesta, ya sabes.

Tocan la aldaba, pero Ramón no abre. Y las dos vecinas frente a su puerta pasan a ser tres, y luego cuatro, y después cinco hasta que medio rellano se planta en el portal con un abanico de hipotéticos fines que podrían ir desde mantearlo o desfilar por el pasillo con su féretro en hombros hasta pedirle el aguinaldo entonando algún que otro villancico. O simplemente cotilleando, acumulando conocimiento de una vida ajena sin la mínima intención de hacérsela más sencilla o de al menos entrar.
―Si es que los viejos tienen que estar en la residencia o con sus hijos y no aquí, que se mueren de pronto y porrazo, y su alma al subir se te mete en el escabeche y las croquetas. 
―O en el cuerpo. Mira mi brazo –enseña Charo su piel de gallina–, que mi dormitorio está encima del suyo–. ¿Y si se me ha sobrepasao y su alma ha atravesao mi cuerpo? ¡Menudo viejo verde era!
―A mí me miraba el escote cosa mala. Mis tetas las conocían mejor sus ojos que mis sostenes.
―A mí me miraba más, lo siento por vosotras –Tere se reajusta la faja con disimulo–. ¿Quién llama al 112?

Ramón, el protagonista de esta historia o de este cotilleo, está tendido en el suelo, dormido a veces, despierto y desesperado, otras tantas. Se había enfilado una semana antes hacia la puerta para abrirla y atender a quien había llamado al timbre. Intentó avisar de la caída, pero quien esperaba en la puerta se dio por vencido antes y se marchó, no sin antes introducir bajo la puerta algo. Parecían cartas o papeles doblados. La sala estaba a oscuras y solo un rayo de luz que entraba por la ventana restringía su visión.

Este es un octogenario que vive solo, come solo y se lamenta solo, salvo cuando una cuidadora cada quince días contribuye a una pulcritud que se marchita pocos días después sirviéndose de la orina alrededor del retrete, de latas de comida precocinada o de algún moco ocasional por los recovecos del sofá. Los políticos se aferran a la solidaridad de las familias para dejar la Ley de Dependencia enjuta, mucho más enjuta, que las raspas de sardina que reposan en un plato entre el sofá y la mesa de centro. Refunfuña algo Ramón, no logro adivinar el qué. Acaso protesta por vivir en un país que se olvida de los ancianos y, especialmente, de aquellos, solteros o viudos, que, como él, no tienen a nadie que los cuide, que pueden tropezar, caer, beberse la lejía por despiste o tomarse mal la medicación y no tener a nadie que los ayude a levantarse, a llevarlos al médico o a repartir las pastillas en cajitas o bolsas según el momento del día y la dosis prescrita. No hay conmiseración por parte de ellos.

Tampoco la conmiseración de los familiares. «Papá, queremos vivir nuestras vidas, no podemos sacrificarnos tanto, entiéndenos: tenemos que trabajar, sacar adelante a nuestros hijos… En verdad, vamos a estar contigo, vendremos a visitarte y todos los días te vamos a llamar. Lo dicho: atento al teléfono», le dijo su hijo. Una conversación telefónica puede ser lo más parecido a un abrazo, pero el teléfono no prepara la cena, ni cambia pañales, ni tampoco levanta a quien tropieza.

Alguien desde fuera introduce una llave, se repliegan los pestillos, alguien atraviesa el umbral. El rostro de Ramón ya no representa un rictus de desdicha. Sonríe. Su semblante es el vivo retrato del alivio. Dos voces cada vez más próximas se identifican y dicen no sé qué de unas cartas.  
―¡Virgen Santa! Juan, cariño –se dirige a su marido una vecina–, ayúdame a levantarlo. ¿Cómo estás, Ramón? ¿Desde cuándo estás así? ¿Te has hecho pupa?
―Bien, Merche, no es nada.
―¿De verdad?
―¿Crees que estoy para mentir, cagado y meado como estoy? –señala sus pantalones, desde los cuales se desprende un hedor nauseabundo, de una repugnancia tan intensa que no pocos acabarían vomitando los desayunos de todo un mes.
―Boberías, ahora mi Juan y yo te damos una ducha y te echamos un poquirriquitín de colonia y te ponemos requeteguapo.
―Don Ramón, le dejo en el mueble de la tele unas cartas, son propaganda electoral.
―El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Bueno, tíralas. Promesas ya tengo suficientes… Oye, ¿y cómo es que habéis venido?
―Nada, es que nos gustaría que pasaras la Nochebuena con nosotros. ¿Qué me dices? Y no aceptamos un no por respuesta.  

Él tampoco lo acepta. Este año la Navidad sí que ha llegado.

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¡Feliz Navidad! ¡Disfrutad de esta noche tan especial con una entrega absoluta a la felicidad!

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