―¡Ay, Dios, que el viejo este ha
estirado la pata! Que se ha ido al otro barrio.
―¡Calla, Eva! Mira que eres dramática.
¿Tú hueles a muerto? Yo al menos no.
―Pon la oreja otra vez, Maite. No se
escucha nada, ni la tele, y los viejos están todo el día con la tele puesta, ya
sabes.
Tocan la aldaba, pero Ramón no abre. Y
las dos vecinas frente a su puerta pasan a ser tres, y luego cuatro, y después
cinco hasta que medio rellano se planta en el portal con un abanico de
hipotéticos fines que podrían ir desde mantearlo o desfilar por el pasillo con
su féretro en hombros hasta pedirle el aguinaldo entonando algún que otro
villancico. O simplemente cotilleando, acumulando conocimiento de una vida
ajena sin la mínima intención de hacérsela más sencilla o de al menos entrar.
―Si es que los viejos tienen que estar
en la residencia o con sus hijos y no aquí, que se mueren de pronto y porrazo,
y su alma al subir se te mete en el escabeche y las croquetas.
―O en el cuerpo. Mira mi brazo –enseña
Charo su piel de gallina–, que mi dormitorio está encima del suyo–. ¿Y si se me
ha sobrepasao y su alma ha atravesao mi cuerpo? ¡Menudo viejo verde
era!
―A mí me miraba el escote cosa mala.
Mis tetas las conocían mejor sus ojos que mis sostenes.
―A mí me miraba más, lo siento por
vosotras –Tere se reajusta la faja con disimulo–. ¿Quién llama al 112?
Ramón, el protagonista de esta historia
o de este cotilleo, está tendido en el suelo, dormido a veces, despierto y
desesperado, otras tantas. Se había enfilado una semana antes hacia la puerta
para abrirla y atender a quien había llamado al timbre. Intentó avisar de la
caída, pero quien esperaba en la puerta se dio por vencido antes y se marchó,
no sin antes introducir bajo la puerta algo. Parecían cartas o papeles doblados.
La sala estaba a oscuras y solo un rayo de luz que entraba por la ventana
restringía su visión.
Este es un octogenario que vive solo, come
solo y se lamenta solo, salvo cuando una cuidadora cada quince días contribuye
a una pulcritud que se marchita pocos días después sirviéndose de la orina
alrededor del retrete, de latas de comida precocinada o de algún moco ocasional
por los recovecos del sofá. Los políticos se aferran a la solidaridad de las
familias para dejar la Ley de Dependencia enjuta, mucho más enjuta, que las
raspas de sardina que reposan en un plato entre el sofá y la mesa de centro. Refunfuña
algo Ramón, no logro adivinar el qué. Acaso protesta por vivir en un país que
se olvida de los ancianos y, especialmente, de aquellos, solteros o viudos,
que, como él, no tienen a nadie que los cuide, que pueden tropezar, caer,
beberse la lejía por despiste o tomarse mal la medicación y no tener a nadie
que los ayude a levantarse, a llevarlos al médico o a repartir las pastillas en
cajitas o bolsas según el momento del día y la dosis prescrita. No hay
conmiseración por parte de ellos.
Tampoco la conmiseración de los
familiares. «Papá, queremos vivir nuestras vidas, no podemos sacrificarnos
tanto, entiéndenos: tenemos que trabajar, sacar adelante a nuestros hijos… En
verdad, vamos a estar contigo, vendremos a visitarte y todos los días te vamos
a llamar. Lo dicho: atento al teléfono», le dijo su hijo. Una conversación
telefónica puede ser lo más parecido a un abrazo, pero el teléfono no prepara la
cena, ni cambia pañales, ni tampoco levanta a quien tropieza.
Alguien desde fuera introduce una
llave, se repliegan los pestillos, alguien atraviesa el umbral. El rostro de
Ramón ya no representa un rictus de desdicha. Sonríe. Su semblante es el vivo
retrato del alivio. Dos voces cada vez más próximas se identifican y dicen no
sé qué de unas cartas.
―¡Virgen Santa! Juan, cariño –se dirige
a su marido una vecina–, ayúdame a levantarlo. ¿Cómo estás, Ramón? ¿Desde
cuándo estás así? ¿Te has hecho pupa?
―Bien, Merche, no es nada.
―¿De verdad?
―¿Crees que estoy para mentir, cagado y
meado como estoy? –señala sus pantalones, desde los cuales se desprende un
hedor nauseabundo, de una repugnancia tan intensa que no pocos acabarían
vomitando los desayunos de todo un mes.
―Boberías, ahora mi Juan y yo te damos
una ducha y te echamos un poquirriquitín de colonia y te ponemos requeteguapo.
―Don Ramón, le dejo en el mueble de la
tele unas cartas, son propaganda electoral.
―El hombre es el único animal que
tropieza dos veces en la misma piedra. Bueno, tíralas. Promesas ya tengo
suficientes… Oye, ¿y cómo es que habéis venido?
―Nada, es que nos gustaría que pasaras
la Nochebuena con nosotros. ¿Qué me dices? Y no aceptamos un no por respuesta.
-------------------
¡Feliz Navidad! ¡Disfrutad de esta noche tan especial con una entrega absoluta a la felicidad!
No hay comentarios:
Publicar un comentario