«¡Feliz
Navidad! De corazón espero, querida hermana, que tus deseos se hagan realidad y
que nunca dejes que el dolor y el miedo te venzan. Lucha por tus sueños.
Cuidaos, Juan y tú».
«Querida
amiga:
¡Felices
fiestas y próspero futuro plan de pensiones! Pásate por nuestro banco y
contrátalo».
«De
parte de tu amiga Sofía, me duele no poder vernos estas Navidades, hace casi
siete años que no quedamos, pero sabes que tienes una amiga para siempre y sé
que en ti yo también la tengo. Has sido toda la vida una mujer muy valiente, has
aceptado los varapalos de la vida con un estoicismo que, sinceramente, me
estremece; siempre honesta, leal y rebosante de coraje, caminando con paso
firme hacia el devenir, siendo dueña de tu tiempo presente, confiando en que lo
que está por venir, sea desdicha o gracia absoluta, te reportará experiencia,
sabiduría y vida. Siendo como eres, Mercedes, amiga del alma, sería muy tonto
por mi parte desearte una feliz Navidad, porque, por un lado, estas fechas tan
señaladas no dependen de ti y, por otro lado, porque lo feliz te es inherente,
porque así lo has querido y has luchado, porque tú eres, sin duda, el espejo
donde se mira la Felicidad para imitarte».
«Desde
su óptica le deseo felices Navidades y un feliz segundo par de gafas. Consulte
condiciones de esta promoción en el dorso».
Mercedes
se ha sentado a leer las tarjetas navideñas como lleva haciendo desde
principios de milenio. Las lee en el sofá, arrebujada en la mesa camilla y
calentando sus piernas gracias al brasero electrónico, mientras calienta el
estómago bebiendo a sorbitos, despacio, una infusión. Y ha leído cada christmas con una ilusión que nunca se
extingue y que siempre se aviva en Navidades. A pesar de ser una señora de
cincuenta y tantos años y entrecana, me evoca a la cría que nunca trajo al
mundo (su útero siempre encontró trabas), de hecho, sentada en el sofá, sus
pies no alcanzan el suelo. Lo mejor de las Navidades son las felicitaciones
–piensa–, saber que no se olvidan de mí y me transmiten sus mejores deseos.
También
su marido recibe tarjetas de Navidad y se sigue emocionando con los mensajes
tan alentadores de remitentes con los que el contacto es mínimo y anecdótico
(alguna vez se encuentran en el médico, en el bautizo de algún familiar, en la
ferretería donde él se desloma mañana y tarde...), si bien perduran los lazos
de amistad en una zona de su mente donde los recuerdos se tumban a descansar.
«Merry
Christmas! Mis chiquitines, mi mujer y yo os deseamos a ti y a Merche unas
Navidad la mar de felices. Estábamos montando el árbol de Navidad y escogiendo
con qué guirnaldas y bolas decorarlo y me he acordado de nosotros de niños. ¿Te
acuerdas cuando el día de la Lotería nos encargábamos de montar el belén? Papá
nos traía del desván serrín y las pinturas. Mamá decidía de dónde y por dónde habían
de venir los reyes y los pastores. Tenía alma de madero la jodía. Ahora ellos no están como estuvieron hace años, pero de
algún modo siguen estando, y esta carta los alimenta, los retiene en nuestras
vidas. Te quiero, hermano. Cuídate y cuida de Merche».
«¡Felices
fiestas, Juanito! Otro año más te escribo para desearos a tu esposa y a ti un
año de dulzura y sentimiento. Al igual que tu mujer, tampoco he podido
engendrar un hijo y muchas veces me alegro: he descubierto que hay, si no
infinitas, mil vías para entregarme en esta aventura. Todo sucede por algo,
Juanito, por eso tú y yo rompimos, porque Dios nos hizo para ser amigos, no
novios. Dios es sabio, ¿sabes? Escuchadlo y cuidaos, tortolitos».
«Cierra
los ojitos, abandónate, déjate llevar, respira muy profundo, así, hazlo así.
Observa el jilguero, el árbol cuyas ramas ansían acariciar las nubes, observa
la luna o el rayo de luz que entra tímido por la ventana. Obsérvalos hasta
tenerlos dentro, hasta ser parte de ellos o, más bien, hasta que ellos sean
parte de ti. Ya en tu cuerpo fluye la felicidad. Entonces, abre los ojos: la
Navidad ha llegado. Tu prima Silvia».
El
matrimonio también escribe tarjetas.
Mercedes
sale de casa, aprovechando que Juan acaba de entrar al cuarto de baño. Baja las
escaleras del cuarto piso hasta la planta baja. Acaba de abrirse o cerrarse la
cabina del ascensor. El sudor de sus manos ha arrugado la parte del papel que
sujetan sus yemas humedecidas. Se dirige entonces a los casilleros postales con
una pose casi clandestina. Nadie a sus espaldas. Avanza, avanza… Ya está más
cerca de su buzón.
—Cariño,
¿pero qué haces aquí? –el semblante tierno se le descompuso a Juan de
sorpresa–.
—¿Y
tú? –le arrebata de las manos unas cartas que estaba a punto de introducir en
el buzón–. ¿Por qué las ibas a meter? ¿¡Cómo que la destinataria soy yo!?
—Merche,
¿y tus tarjetas? Llevan mi nombre.
—Pero,
¡tesoro!, niño de mi alma, hombre de mi vida, ¿quiere decir esto que mis
tarjetas de Navidad son tuyas…?
—¿…
y las mías, tuyas?
—Sí,
cariñín, y que no tenemos a nadie ni tenemos nada y, sin embargo, lo tenemos
todo, que no necesitamos más, que si esto no es amor que baje Dios y lo vea…
—Que
no te necesito y tú tampoco a mí, que aun libres para vivir otras vidas, nos
servimos de esa misma libertad para escoger esta, para amarnos y estar el uno
junto al otro.
David,
el chico del 2º B que compartía piso con otro chico los fines de semana, acaso
un amigo, los saluda.
El
amor los salva.
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