viernes, 25 de diciembre de 2015

"El amor salva" - Cuento de Navidad

«¡Feliz Navidad! De corazón espero, querida hermana, que tus deseos se hagan realidad y que nunca dejes que el dolor y el miedo te venzan. Lucha por tus sueños. Cuidaos, Juan y tú».

«Querida amiga:
¡Felices fiestas y próspero futuro plan de pensiones! Pásate por nuestro banco y contrátalo».

«De parte de tu amiga Sofía, me duele no poder vernos estas Navidades, hace casi siete años que no quedamos, pero sabes que tienes una amiga para siempre y sé que en ti yo también la tengo. Has sido toda la vida una mujer muy valiente, has aceptado los varapalos de la vida con un estoicismo que, sinceramente, me estremece; siempre honesta, leal y rebosante de coraje, caminando con paso firme hacia el devenir, siendo dueña de tu tiempo presente, confiando en que lo que está por venir, sea desdicha o gracia absoluta, te reportará experiencia, sabiduría y vida. Siendo como eres, Mercedes, amiga del alma, sería muy tonto por mi parte desearte una feliz Navidad, porque, por un lado, estas fechas tan señaladas no dependen de ti y, por otro lado, porque lo feliz te es inherente, porque así lo has querido y has luchado, porque tú eres, sin duda, el espejo donde se mira la Felicidad para imitarte».

«Desde su óptica le deseo felices Navidades y un feliz segundo par de gafas. Consulte condiciones de esta promoción en el dorso».

Mercedes se ha sentado a leer las tarjetas navideñas como lleva haciendo desde principios de milenio. Las lee en el sofá, arrebujada en la mesa camilla y calentando sus piernas gracias al brasero electrónico, mientras calienta el estómago bebiendo a sorbitos, despacio, una infusión. Y ha leído cada christmas con una ilusión que nunca se extingue y que siempre se aviva en Navidades. A pesar de ser una señora de cincuenta y tantos años y entrecana, me evoca a la cría que nunca trajo al mundo (su útero siempre encontró trabas), de hecho, sentada en el sofá, sus pies no alcanzan el suelo. Lo mejor de las Navidades son las felicitaciones –piensa–, saber que no se olvidan de mí y me transmiten sus mejores deseos.

También su marido recibe tarjetas de Navidad y se sigue emocionando con los mensajes tan alentadores de remitentes con los que el contacto es mínimo y anecdótico (alguna vez se encuentran en el médico, en el bautizo de algún familiar, en la ferretería donde él se desloma mañana y tarde...), si bien perduran los lazos de amistad en una zona de su mente donde los recuerdos se tumban a descansar.

«Merry Christmas! Mis chiquitines, mi mujer y yo os deseamos a ti y a Merche unas Navidad la mar de felices. Estábamos montando el árbol de Navidad y escogiendo con qué guirnaldas y bolas decorarlo y me he acordado de nosotros de niños. ¿Te acuerdas cuando el día de la Lotería nos encargábamos de montar el belén? Papá nos traía del desván serrín y las pinturas. Mamá decidía de dónde y por dónde habían de venir los reyes y los pastores. Tenía alma de madero la jodía. Ahora ellos no están como estuvieron hace años, pero de algún modo siguen estando, y esta carta los alimenta, los retiene en nuestras vidas. Te quiero, hermano. Cuídate y cuida de Merche».

«¡Felices fiestas, Juanito! Otro año más te escribo para desearos a tu esposa y a ti un año de dulzura y sentimiento. Al igual que tu mujer, tampoco he podido engendrar un hijo y muchas veces me alegro: he descubierto que hay, si no infinitas, mil vías para entregarme en esta aventura. Todo sucede por algo, Juanito, por eso tú y yo rompimos, porque Dios nos hizo para ser amigos, no novios. Dios es sabio, ¿sabes? Escuchadlo y cuidaos, tortolitos».

«Cierra los ojitos, abandónate, déjate llevar, respira muy profundo, así, hazlo así. Observa el jilguero, el árbol cuyas ramas ansían acariciar las nubes, observa la luna o el rayo de luz que entra tímido por la ventana. Obsérvalos hasta tenerlos dentro, hasta ser parte de ellos o, más bien, hasta que ellos sean parte de ti. Ya en tu cuerpo fluye la felicidad. Entonces, abre los ojos: la Navidad ha llegado. Tu prima Silvia».

El matrimonio también escribe tarjetas.


Mercedes sale de casa, aprovechando que Juan acaba de entrar al cuarto de baño. Baja las escaleras del cuarto piso hasta la planta baja. Acaba de abrirse o cerrarse la cabina del ascensor. El sudor de sus manos ha arrugado la parte del papel que sujetan sus yemas humedecidas. Se dirige entonces a los casilleros postales con una pose casi clandestina. Nadie a sus espaldas. Avanza, avanza… Ya está más cerca de su buzón.

—Cariño, ¿pero qué haces aquí? –el semblante tierno se le descompuso a Juan de sorpresa–.
—¿Y tú? –le arrebata de las manos unas cartas que estaba a punto de introducir en el buzón–. ¿Por qué las ibas a meter? ¿¡Cómo que la destinataria soy yo!?
—Merche, ¿y tus tarjetas? Llevan mi nombre.
—Pero, ¡tesoro!, niño de mi alma, hombre de mi vida, ¿quiere decir esto que mis tarjetas de Navidad son tuyas…?
—¿… y las mías, tuyas?
—Sí, cariñín, y que no tenemos a nadie ni tenemos nada y, sin embargo, lo tenemos todo, que no necesitamos más, que si esto no es amor que baje Dios y lo vea…
—Que no te necesito y tú tampoco a mí, que aun libres para vivir otras vidas, nos servimos de esa misma libertad para escoger esta, para amarnos y estar el uno junto al otro.

David, el chico del 2º B que compartía piso con otro chico los fines de semana, acaso un amigo, los saluda.

El amor los salva.

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