Tomó
una buchada de aire y se armó de valor para golpear la aldaba. Advirtió que su
corazón comenzaba a latir con más frecuencia, cada vez más fuerte. Tranquilo,
no te pongas nervioso –se dijo–, que esto es más miedo que otra cosa y el miedo
no es nada. Sin embargo, David no lograba apaciguarse, más bien, lo contrario.
La perturbación aumentaba a medida que el tiempo trascurría sin que ningún
familiar abriera la puerta. De haber abierto la tía Fina un instante después,
habría deshecho el camino y vuelto al coche donde lo esperaban. Cortés, emulaba
ella los modales de la aristocracia más petulante y redicha. Al sobrino le
alivió sus excesos, carne de gag.
Toda
la familia debía de estar en el comedor entregada a la fiesta, a los
chascarrillos y, en definitiva, a lo que concernía a despedir el año por todo
lo alto, montando una enorme algarabía, acaso barruntando que los gritos y el
alcohol de las cervezas pueden borrar el sufrimiento de todo un año. David
atravesaba el pasillo que desembocaba en otra Nochevieja, al igual que en las
veintiuna anteriores, en las que pasó del carricoche a una moto de juguete, y
de impulsarla con la fuerza de sus piernas y unas zapatillas de la talla 30 pasó
a andar, primero, de la mano de sus padres, luego, junto a ellos y, ahora, sin
ellos, pues llegaron una hora antes a casa de la abuela. A sus veintidós años
era un chico bien parecido, moreno, con la raya al lado, con una corpulencia nutrida
de tres horas de gimnasio a la semana y una actitud en la que confluía cierta
chulería y timidez. Dos pasos para pasar bajo el dintel y entrar, tomó otra
buchada de aire tan medroso y asqueado como el ganadero que por primera vez detecta
si una vaca está preñada o no a través de la palpación rectal.
Abrazos,
besos y otras muestras de afecto se sucedieron con la rapidez y la fugacidad en
su ser con las que el electro latino irrumpe en la radiofórmula. Maribel, su
abuela, le entregó su regalo.
―Gracias,
abuela, por este… ¿esta bola de Navidad? –agradeció David con cara de
circunstancia observando esa esfera de plástico transparente en cuyo interior
se apreciaba algo rojo.
―Nene,
es un tanga rojo, ¿es que no ves el triángulo rojo y el hilo?
―Abuela,
es que yo soy de bóxer, de calzoncillo en plan pantalón corto, ¿sabes?
―¡Claro,
hombre! Con esos huevazos que tenías de pequeño, normal que no te quepa nada.
―¡Abuela!
–se ruborizó.
―¡Ay,
si no he dicho nada, nene! ¿Quién te bañaba de pequeño? Pues, ¿quién si no tu abuela
que soy yo? David, ponte el tanga rojo, y a ver si así te echas novia de una
vez, hijo, que con lo guapo que eres (¡ay, estás para comerte!) es un
desperdicio que estés soltero.
―No
necesito tanga, estoy muy bien como estoy.
―Que
cabezota es mi David, hazme caso a mí que soy muy vieja y sabia, que de letras
y puentes no entenderé, pero de buscar parejas ya te digo yo que sí. Mira a tu
prima Estefanía: con lo fea que es y esa cara llena de granos y a punto de
casarse. Ya le he dicho a tu tía que cuando la case que la obligue a no
quitarse el velo, por si se le ocurre al Manolo de salir por patas en el altar.
―De
verdad, abuela, que yo estoy muy bien, que estoy con los exámenes ahora y a
Arquitectura hay que echarle muchas horas.
―Ni
arquitectura ni arquitecturo: ponte
el tanga y ya verás cómo este año te echas novia, que no van a ser todo
estudios, hijo.
A
David lo esperaban en el coche. Él lo sabía. Se enfiló hacia él, mientras la
familia llenaba la mesa de platos de carpaccio
de salmón, ensaladilla rusa, salpicón de pulpo y diversos canapés. David se
enfiló entonces al coche exhalando el vapor de un cigarrillo electrónico. Poco
de sencillo era abandonar el tabaco después de años y años habituando a su
organismo a la nicotina diaria. Echó una vaharada generosa con la que pretendió
desprenderse de la presión, de las expectativas depositadas en él que nunca
satisfaría y de la rabia por pasar la Nochevieja junto a él y, ya si eso,
también junto a la familia.
Subió
al vehículo, Mario había encendido la radio, tal vez escuchaba RnB o quizá
ambientaba la solitaria noche RnB mediante. En cualquier caso, lo cierto es que
no había despegado la vista del teléfono, mientras sus dedos desplegaban
hábiles una velocísima danza en torno a las teclas virtuales. David conocía de
sobra la habilidad de sus dedos. Los había visto y disfrutado muchas veces en
muy distintas horas del día y en muy diferentes usos y posturas. Se comieron
los morros. Mario incluso se aventuró a meter su mano bajo la camisa de su
novio rumbo a su pecho. Tengo que volver –reaccionó David apesadumbrado en
parte–, la familia me espera. Pero antes dame otro beso: me facilitará ser
hetero a ojos de mis tíos y primos un rato más.
El
joven no pecaba de deshonesto para nada, acaso discreto. Él había salido del
armario consigo mismo y con eso bastaba. Los peores tragos, pensaba David, son
los previos a mirarte al espejo y decirte “no huyas más de ti, eres lo que eres
y bien feliz que te sientes”; lo demás viene rodado. Al igual que la tía Emma,
ausente esa noche rompiendo la costumbre, este ya no temía que muriera el David
que ellos conocían, el que había construido desde pequeño a golpe de silencio y
de angustia. Simplemente, obedeció a sus padres cuando estos le pidieron que no
contara nada a nadie, que alimentara un tiempo más el engaño para no romper la
felicidad familiar, alegando que el abuelo estaba muy débil y cualquier
sobresalto lo sentenciaría a muerte.
David,
¿te has puesto el tanga ya? Venga, que al próximo año te queremos aquí con
novia –repitió la abuela varias veces. Y no pocas durante la cena también pensó
él en que la más inteligente era la tía Emma, que para no estar a gusto optó
por quedarse en casa. Con un par de ovarios.
El
carillón, los cuartos, las doce campanadas. ¡Feliz año, sobrino! ¡Qué guapo que
eres, nieto! ¡Feliz 2016, tronco! Besos, abrazos, palmadas en la espalda…
Felicidad sintética, hipocresía natural, de primera. A los cinco minutos de
empezar enero, se despidió de ellos, se dirigió al coche y con Mario comenzó el
año. Con felicidad auténtica, esta vez sí canela fina. Sus padres lo sabían; la
abuela, también.
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