martes, 24 de marzo de 2015

60 DÍAS PARA MORIR. «Hagas lo que hagas vas a morir».

Hagas lo que hagas vas a morir. Que subas o que bajes por la escalera de la vida qué más da, vas a morir. Que gires a la izquierda o a la derecha es inútil, porque todos los caminos llevan a la amada inmóvil. Que hayas sonreído a la vida o que le hayas tirado piedras con ira suprema no cambia nada. Venimos con fecha de caducidad, al igual que los artículos del supermercado, como cualquier ser vivo, que a cada segundo se acerca más a lo fatal. Debemos de llevar la fecha en la espalda para no verla, para olvidarnos de vez en cuando de que el telón de nuestra existencia bajará. Se apagarán las luces, los espectadores quedarán dormidos y ciegos bajo el manto de sus párpados y todo se habrá esfumado. Todo y todos. Los ancianos, los adultos, los niños, los recién nacidos, los que están aún por nacer, los que no conocerán otro abrigo más que el de la placenta.

Nos reconforta el campo prolijo de estadísticas y excusas, entre las cuales el factor tiempo y la esperanza de vida devienen en el mayor consuelo, y en el mayor engaño, porque, en innumerables ocasiones, la muerte se adelanta y descubrimos que no es más que un erial donde la esperanza, la vida y el tiempo se marchitan con la nula solidez del humo de las velas.

Siempre fui una chica decidida, atrevida, repleta de vivencias y cargada de proyectos por realizar. Los costes de mis sueños mi familia, algo singular y adinerada, me los financió. Una infancia feliz, una adolescencia trepidante y unos proyectos vitales soberbios. Eso fui. Viví, viví y viví. Hasta ahora. Unos dolores musculares y un desmayo me condujeron precipitadamente a la consulta de un doctor con el pelo disperso por su cabeza y concentrado en el bigote. Prosiguió una serie de pruebas. Y el huracán emocional y físico concluyó en un diagnóstico breve, pero certero. «Irene Meroño, le quedan sesenta días de vida», me espetó el médico con adustez y frialdad. Primero, la incredulidad me poseyó. Mis padres le pidieron que comprobara el nombre, con la esperanza de que el paciente fuera otro y no yo, su hija mayor. La respuesta no varió. Segundo, grité, pataleé, lloré, me enfurecí con la vida, me enfurecí con todos y hasta con el dispensador de bebidas de la sala de espera. Grité hasta que la voz se esfumó. Pataleé hasta desfallecer. Lloré hasta no poder más. El almacén de lágrimas había quedado desvalijado y mi alma amazónica, devastada, convertida en un páramo señero.

El hervidero de emociones y la conciencia de mi inminente muerte me indujeron el sueño. El plácido descanso me supo a veinte meses de letargo y absorbió el impacto de los golpes de mi final prematuro. Ocho horas después, estaba sola en la habitación, acompañada de mi enfermedad, sin nombre, pero de huellas patentes. Abrí los ojos, respiré, observé la estancia, descubrí que había una presencia más: la vida. La saludé y le prometí que juntas venceríamos a la muerte. El proyecto se resumía en vivir el presente, en guardar en el cajón el pasado y en no salir a pescar el futuro, porque el porvenir se escabulle como el legendario monstruo del lago Ness de los turistas.

Pedí papel y boli. Escribí todo lo que deseo hacer antes de morir. Hacer deporte, adelgazar o nadar entre delfines fueron algunos proyectos que descarté. ¿Para qué adelgazar si en dos meses estaré en la línea de mi cadáver? Viajes, venganzas, caprichos y acciones de moral cuestionable ocupan gran parte de los cuadraditos de la hoja arrancada del cuaderno. Derrotaré a la muerte aceptándola, ignorándola, porque solo el miedo la engrandece. Desde hoy, acepto que me acabaré pronto, sin reproches, con serenidad, inyectando más vida a la vida, escupiendo el hedor de un zombi ahora llamado Pretérito y ventilando mi alma para que la ansiedad de un futuro inalcanzable no asfixie el instante, el hoy, el soy, el aquí y el ahora.


No serían más de las cinco de la tarde cuando mi madre entró a mi habitación, la 317. Se llama Asun, tiene treinta y ocho años y, al igual que las botellas de ron, los oculta tras su apariencia severa de catedrática de Biología y su humor ácido y mordaz. De aquí hasta que la enfermedad me dé tregua, viviré en casa con la condición de someterme a continuas revisiones y pruebas y bajo la jurisprudencia de la medicina paliativa. Atravesamos los pasillos, dejamos atrás las miradas de compasión y acabamos en el Audi. Ella, conduciendo, y yo, de copiloto, guardamos silencio.
—Mamá, ¿adónde vamos?
—De shopping. Vamos a comprarte tu último vestido.
—¡Fantástico! –exclamé–. Ayer hojeé el catálogo de la nueva temporada de Zara y… me encantó. ¿Vamos a ir?
—No exactamente.
—Entonces, ¿al centro comercial? Allí están todas las tiendas que me gustan… Stradivarius, Blanco...
—Que no, hija. Cállate, ya lo verás.

En silencio mi curiosidad fue creciendo. A decir verdad, que el trayecto fuera tan largo y cada vez más alejado de los centros neurálgicos de la ciudad y del consumismo me desalentó. Recorrimos carreteras que cortaban en dos bandos el bosque de eucaliptos, rascacielos naturales, y la guarnición de retamas y tojos galaicos.

Avisté dos sombras del tamaño de las fichas de dominó; parecían dos edificios colindantes. En mi afán por descubrir adónde iba, apagué la radio del coche. Miré a mi madre durante dos minutos. Más cerca, percibí mejor mi objetivo. Una brigada de cruces se asomaba por la tapia del cementerio. Mi madre redujo a tercera, luego a segunda, luego a primera… Conjugando la primera con la marcha atrás, aparcó, echó el freno de mano, quitó la llave de contacto… Me pidió que bajara.
—Mamá, pero ¿¡qué hacemos aquí!? ¿No íbamos de tiendas a comprarme mi último conjunto?
—Irene, hija mía, ¿y qué crees que hacemos aquí? Pues comprarte el último traje, tu ataúd.
—¡Vaya madre! Que me lleva al cementerio.
—Un respeto, y disfruta, que la próxima vez vendrás en una caja de pino y muerta.

Entraron al edificio contiguo al cementerio: una funeraria. Un hombre de mediana edad, de cejas pobladas y de caballerosidad anquilosada, nos atendió y nos llevó hasta la exposición de féretros y ataúdes. Aquella sala debía de ser el paraíso de la carcoma, la Arcadia para toda termita. Perpendicularmente a las paredes estaban colocadas las cajas de la eternidad, de diversas maderas y tonalidades, con vetas de distinto grosor y con detalles que encarecían el precio, a golpe de tiradores de bronce o plata y de crucifijos. Acaricié la madera de cada una de mis posibles casas eternas. Mi madre me dio a elegir, pero los desorbitados precios de las más lujosas, y más bonitas, me privaron de dormir eternamente en un ataúd acolchado. El empleado de la funeraria nos recomendó un modelo: el féretro básico negro.
—Señoritas, ¿han pensado en este? –nos indicó–. La tapa no se divide en dos secciones, pero viene acolchado y forrado.

Me introduje en él y pedí que cerraran la tapa. Sentí claustrofobia y la sensación de no poder moverme me sobrecogió, pero, bien pensado, cuando me esfume, el concepto de comodidad también se habrá esfumado.
—Mamá, me gusta. Eso sí: el crucifijo de madera lo quiero fuera. Con una sierra lo quitamos, ¿eh? Tiene cojones que en una funeraria no haya cajas para ateos.
Por desgracia, Asun, esa que dicen que es mi madre, desestimó comprarme el “último” vestido al negarse a pagar unos míseros quinientos cincuenta euros.
—¡Ni loca voy a pagar eso! Si no encuentras ataúd, pues te enterramos en la caja de cartón del frigorífico y ya está. Y de mortaja, ni hablamos. La sábana más vieja te vale. Total, cuando te mueras, vamos a quemar todas tus cosas.



Salí de la exposición llorando, ni podía ni quería ver a mi madre. Antes de salir un cincuentón, que estaba sentado frente a la recepción, me dijo: «Vaya con Dios, señorita, y bautícese».
—Mire, señor calvo, por nada en el mundo creeré en la Iglesia católica, jamás. Y como me vuelva a mencionar a Dios, le arranco los huevos.
—Tome –me dio su tarjeta de visita–. Si quiere salvarse y cambia de opinión, hablamos. Muchos descreídos encuentran en la religión la salvación y alivio para enfrentarse a la muerte.

No le respondí. Esperé a mi madre en el coche, mientras oía al trabajador decir a aquel hombre maduro: «Don Francisco, malditos sean el ébola y usted, ¿por qué no cogió el avión a Sierra Leona? ¡Vaya misionero está hecho!».


A pesar de mi adversidad, me dormí enseguida reconfortándome al pensar que yo moriría, pero que mi familia, mis amigos, mis adversarios e, incluso, tú vais a morir, y quizá os falten menos días que a mí.


54 DÍAS PARA MORIR. PRÓXIMO CAPÍTULO LUNES 30 DE MARZO 11.00

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