Un
año más al que decir adiós con el gozo engalanado de los grandes
acontecimientos y con la angustia, sin embargo, por aproximarnos un poco más a
la última cena, la última de verdad, la muerte. Setenta y siete Nocheviejas en
la espalda de Manuela y una por delante, con tantas posibilidades como las que
ofrece un papel en blanco, pero, tal vez, acabe con el final más previsible.
Nueve
son los comensales para los que cocina –el gato se excluye del cómputo–.
Marisco fresco, gambas de Huelva, grandes reservas, varias bandejas de dulces
navideños y otros alimentos. Adecentada la
casa, prepara la mesa: los bordados dorados de la cristalería, los
cubiertos de plata y la vajilla cara desfilan por el mantel beige con
troquelados y a juego con las servilletas.
Hace
tiempo que Manuela no recibe en casa a toda su tropa, así que interrumpir las
labores culinarias para recibirla no es un suplicio sino un
ritual para disfrutar de una de sus últimas Nocheviejas o, quién sabe, de
la última. Besos, abrazos descomunales y lágrimas disimuladas.
Ella
preside la mesa. A su derecha, están la hermana, sus dos hijos varones y una nuera;
a la izquierda, el marido, la nieta, la hija y su novio. Los invita a
degustar la cena que ha preparado durante días, quizá semanas, quizá
meses.
«Nerea,
déjate el móvil y come gambas. Ojalá
me dedicaras algo del tiempo que le dedicas a ese tal Abraham que
canta, que solo vienes una vez al año a verme y porque te doy el aguinaldo», se dirige a su nieta.
«Hijo,
no me mires así. Nunca me visitas y, claro, para tu hija su abuela es una
desconocida. Deberías traérmela para que yo la eduque, mírala: no se despega del teléfono, grita y te chantajea. ¡Ay! Si fuera mi
hija, la encarrilaba. Pero tú diciendo que la vida ha cambiado. Tonterías», le
reprocha a su hijo Juan.
«Celia,
querida nuera, ¿quieres más merluza? Coge la que quieras: total, es lo que llevas haciendo con mi Juan desde que te casaste. No te levantes, que ya te sirvo yo. Sé
que eres de esas que van de liberales, de modernas, cuando son unas gandulas. Y,
luego, dices que te tengo celos. ¿De qué? Al menos a mí no se me ha muerto un hijo.
Si tú fueras otra, yo seguiría teniendo dos nietos», le dice.
«Han
salido buenas las almejas, ¿verdad? En la olla quedan más. ¿O, hijo, ahora tampoco
te gustan? De ti me espero cualquier cosa desde que me confesaste, cuarenta años
después de parirte, que eres marica. Y porque me enteré por las vecinas, como
un cotilleo, Javier, que si no, sigo en mi ignorancia. Yo te quiero y te
acepto; lo que me duele es que no confíes en mí. ¡Que soy tu madre, joder! A
veces pienso que te hiciste gay para vengarte de los bofetones que di de crío».
La
felicidad recorre el cuerpo de Manuela al ver cómo los invitados devoran la
comida y la conversación no flaquea.
«¡Qué
poco comes, Inés! Claro es lo que tienen las actrices, el artisteo: solo
comen canapés y lo sano se las refanfinfla. Muchos proyectos, muchos viajes,
pero, cabecita loca, a la hora de verdad sin trabajo fijo y con un novio negro y diecisiete años más joven. ¿Y dónde tienes el reloj biológico? ¡Con cuarenta y
cuatro años y sin hijos!», le espeta a su hija.
«Mamadou,
menos mal que tú no eres como mi hija, que bien me comes, niño. Por cierto, te
he comprado un bañador turbo. Ven a mi cuarto y te lo pruebas, que con ese
pedazo de muslos negros que tienes me rompes las costuras».
«¿No
pruebas los polvorones, Teresa? Tú, la favorita de nuestros padres, la guapa,
la joven, la simpática y, ahora, si no fuera porque te quiero, estarías sola y
muerta del asco. Te lo mereces por no guardar la herencia de tus padres y por no
casarte. Olé tú, que a cada pretendiente te decías: “Yo aspiro a algo más”, y en realidad quien no valía nada eras tú y lo sabes».
«Ceferino, está en el aparador. Que me has tenido anulada
como mujer, ¿quién soy, tu esposa o tu criada? Toda la vida cuidando de tus hijos
y de la casa, mientras tú te ibas al bar después de currar, y yo qué, marido cojín. Tanto pensar en los demás que me he olvidado de mí, de vivir y aquí sigo. Lo dicho: si quieres anís, te levantas».
Las
doce menos cuarto. Manuela reparte las uvas e impide que los invitados recojan
los platos: lo que importa es dar la bienvenida al año, al que le
pide que ahuyente la soledad como lo ha hecho esta Nochevieja.
El
carillón, los cuartos… ¡Comienzan las campanadas! Don… Don… Don… Don… Don… Don… Don… Don… Don… Don… Don…
La
duodécima uva cayó al suelo. El “¡Feliz 2015!” nunca existió en aquella casa.
Ahora
viajemos a la futura Nochevieja de 2054. La misma casa, el mismo día y, de
nuevo, el mismo salón. Los platos, repletos de comida –y de gusanos y bichos–, el
mantel beige, los cubiertos, la olla con las almejas y todo lo demás siguen en
el mismo sitio cuarenta años después. Manuela está tirada en el suelo, pero su
carne no existe, pues los gusanos necrófagos la devoraron: solo hay huesos, telarañas y moscas en ese ambiente de pestilencia, de abandono y de olvido. Hay
otro cadáver más: el del gato, en cuya boca está uno de los ojos de la anciana.
En una estantería, una urna funeraria con una placa: “Ceferino
García 1925-2009”.
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