Los pequeños bloques de
plástico estaban esparcidos por el parqué. Había tantos, y eran de tantos
colores, que el suelo del comedor parecía una piscina de bolas. Las piezas de
LEGO estaban aisladas, a sus anchas, sin constituir figura alguna, como si pretendieran
aprovechar los ratos de esparcimiento tras una prolongada estancia en una caja
de cartón a modo de celda.
«Nene, recoge los
juguetes», le dijo a Enrique.
En vez de inclinarse, la
abundancia de bloques lo incitó a agacharse para recogerlos a puñados. A decir
verdad, no le afectó demasiado: ni era la primera vez que se encargaba de ello
ni tenía otro quehacer, al menos, hasta el día siguiente. Toda la noche en
vela, dando vueltas sobre el colchón, cambiando de postura... Estaba
acostumbrándose. Se quedaba mirando al techo con la atención con que los bebés
observan los móviles de cuna para distinguir colores, músicas y formas. "Desde
que ha nacido Dani, nada es lo mismo", se repetía con constancia, con
firmeza y, sobre todo, con celos. Prosiguió recogiendo las piezas de LEGO.
Quedaban pocas, pero las suficientes como para atiborrar la mente de más odio
hacia la criatura.
Repasó las sinergias que corrompían su lozanía y rubricaban que ser uno más a
la hora de comer no siempre es motivo de celebración. Que ella había cambiado
mucho, que estaba de mal humor, que su cuerpo parecía otro, que él no sabía
cómo ayudarla... Que se sentía titubeante, marginado y excluido en esta etapa,
que se sentía un turista en su propia casa, con su propia familia. Era un
testigo mudo entre las atenciones generosas de ella hacia el churumbel.
En tanto reclamaba en
silencio volver a ser para ella el nuevo yo, o, tal vez, el mismo, recogió las
piezas interconectables. Quedaba solo una: un ladrillo de 2x3. La analizó con exhaustividad
y con la frialdad con que un profesor exigente corrige un examen: intentando
buscar imperfecciones en una pieza parida en una máquina moldeadora de plástico,
fría, industrial, pero de golpes certeros. Se trataba de una pieza azul, con
seis pivotes redondos para ensamblarla con otra. Solo vislumbró un trozo de
plástico moldeado. Lo guardó.
De inmediato, su hijo
Daniel entró al salón, tomó la caja de ladrillos y la vació. Esfuerzo en balde:
desde veinte centímetros de altura llovieron las piezas. Amarillas, azules,
verdes, rojas, blancas y negras. A mayor distancia aquello habría parecido una
lluvia de confeti.
—¿Estarás
contento, Dani? No te basta con el cariño de tu madre, ¿verdad? No, tenía que
venir el niñito a desordenarlo todo.
—Voy
a jugar, papi. ¿Me ayudas a hacer una fortaleza para que no entren los
dragones?
Una
hora después el parqué del comedor parecía la España del Medievo –y, también,
la de ahora–: un castillo, extensas, pero desaprovechadas tierras en manos de
la Iglesia y pobres por doquier, representados por piezas dispersas.
—Y
aquí, los dragones. ¡Ya tenemos la ciudad! –abrazó a su padre.
—En
las calles no hay dragones. ¿Por qué los pones?
—¿Y
por qué no?
—Vale,
los pongo junto al cementerio.
—Papá,
eso es el mercado de la ciudad.
Así,
Enrique, aproximándose sin pausa a los cuarenta años, descubrió su propia
muerte. No esa que consiste en dejar de respirar y en acabar a dos metros bajo
tierra en una sepultura, o en la estantería de la sala, sino la muerte auténtica,
la del niño interior, esa criatura que se marcha despacio, a veces sin
advertirlo, pero se marcha. Se marcha y es más difícil recuperarla que alcanzar
un globo de helio que se escapa de las manos. Se escapan las aspiraciones, las esperanzas,
los sueños, la creatividad… La sensibilidad para ver más allá de lo que los
ojos ven. Y, al final, solo resta el desengaño, el trago amargo, de descubrir
que, cuando la realidad devora los sueños, también devora al niño, pero también
al hombre.
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