lunes, 5 de enero de 2015

"LAS DOS CARAS DE UN LADRILLO" - Cuento de Navidad

Los pequeños bloques de plástico estaban esparcidos por el parqué. Había tantos, y eran de tantos colores, que el suelo del comedor parecía una piscina de bolas. Las piezas de LEGO estaban aisladas, a sus anchas, sin constituir figura alguna, como si pretendieran aprovechar los ratos de esparcimiento tras una prolongada estancia en una caja de cartón a modo de celda.

«Nene, recoge los juguetes», le dijo a Enrique.

En vez de inclinarse, la abundancia de bloques lo incitó a agacharse para recogerlos a puñados. A decir verdad, no le afectó demasiado: ni era la primera vez que se encargaba de ello ni tenía otro quehacer, al menos, hasta el día siguiente. Toda la noche en vela, dando vueltas sobre el colchón, cambiando de postura... Estaba acostumbrándose. Se quedaba mirando al techo con la atención con que los bebés observan los móviles de cuna para distinguir colores, músicas y formas. "Desde que ha nacido Dani, nada es lo mismo", se repetía con constancia, con firmeza y, sobre todo, con celos. Prosiguió recogiendo las piezas de LEGO. Quedaban pocas, pero las suficientes como para atiborrar la mente de más odio hacia la criatura.


Repasó las sinergias que corrompían su lozanía y rubricaban que ser uno más a la hora de comer no siempre es motivo de celebración. Que ella había cambiado mucho, que estaba de mal humor, que su cuerpo parecía otro, que él no sabía cómo ayudarla... Que se sentía titubeante, marginado y excluido en esta etapa, que se sentía un turista en su propia casa, con su propia familia. Era un testigo mudo entre las atenciones generosas de ella hacia el churumbel.
 

En tanto reclamaba en silencio volver a ser para ella el nuevo yo, o, tal vez, el mismo, recogió las piezas interconectables. Quedaba solo una: un ladrillo de 2x3. La analizó con exhaustividad y con la frialdad con que un profesor exigente corrige un examen: intentando buscar imperfecciones en una pieza parida en una máquina moldeadora de plástico, fría, industrial, pero de golpes certeros. Se trataba de una pieza azul, con seis pivotes redondos para ensamblarla con otra. Solo vislumbró un trozo de plástico moldeado. Lo guardó.

De inmediato, su hijo Daniel entró al salón, tomó la caja de ladrillos y la vació. Esfuerzo en balde: desde veinte centímetros de altura llovieron las piezas. Amarillas, azules, verdes, rojas, blancas y negras. A mayor distancia aquello habría parecido una lluvia de confeti.

—¿Estarás contento, Dani? No te basta con el cariño de tu madre, ¿verdad? No, tenía que venir el niñito a desordenarlo todo.
—Voy a jugar, papi. ¿Me ayudas a hacer una fortaleza para que no entren los dragones?

Una hora después el parqué del comedor parecía la España del Medievo –y, también, la de ahora–: un castillo, extensas, pero desaprovechadas tierras en manos de la Iglesia y pobres por doquier, representados por piezas dispersas.
—Y aquí, los dragones. ¡Ya tenemos la ciudad! –abrazó a su padre.
—En las calles no hay dragones. ¿Por qué los pones?
—¿Y por qué no?
—Vale, los pongo junto al cementerio.
—Papá, eso es el mercado de la ciudad.

Así, Enrique, aproximándose sin pausa a los cuarenta años, descubrió su propia muerte. No esa que consiste en dejar de respirar y en acabar a dos metros bajo tierra en una sepultura, o en la estantería de la sala, sino la muerte auténtica, la del niño interior, esa criatura que se marcha despacio, a veces sin advertirlo, pero se marcha. Se marcha y es más difícil recuperarla que alcanzar un globo de helio que se escapa de las manos. Se escapan las aspiraciones, las esperanzas, los sueños, la creatividad… La sensibilidad para ver más allá de lo que los ojos ven. Y, al final, solo resta el desengaño, el trago amargo, de descubrir que, cuando la realidad devora los sueños, también devora al niño, pero también al hombre.

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