Hace dos años y medio, leí Hombres buenos y, después de recuperar un breve ensayo que realicé sobre esta novela de Pérez-Reverte publicada en 2015, realizo esta crítica. Esta distancia temporal respecto de su lectura me permitirá ser más objetivo con la novela, ajustar mi valoración con la realidad. Por ser una tarea obligatoria en una asignatura de Filología Hispánica, tuve que leer una novela de este autor. Después de intentos fallidos con La reina del sur, El francotirador paciente y alguna novela de El capitán Alatriste, en ninguno de los cuales superé las veinte páginas por encontrarlas poco sugestivas, con Hombres buenos por fin descubro la narrativa de Pérez-Reverte.
Ambientada en el siglo XVIII, la Real
Academia Española elige a dos académicos, el almirante Pedro Zárate y el
bibliotecario Hermógenes Molina para que adquieran en Francia la primera
edición de la Encyclopédie,
obra que recoge todo el conocimiento de la época y símbolo de la Razón frente a
la superstición, la religión y la incultura. Sin embargo, su búsqueda se ve obstaculizada por la firme determinación
de otros dos académicos, el pedante Sánchez Terrón y el ultraconservador
Manuel Higueruela, de evitarlo, temerosos de que estudiosos poco preparados
manejen sus ideas progresistas y de que estas pongan en jaque el fervor
religioso y la influencia de la Iglesia. Queriendo
sabotearles el viaje recurren a Pascual Raposo, un sicario, para que vigile
a sus dos compañeros y que, además, tome las medidas necesarias, salvo el
asesinato, para impedir que los veintiocho volúmenes lleguen a España.
Pérez-Reverte describe los personajes
con una eficacia y una economía ejemplares: le bastan unas pocas líneas para caracterizar a los
personajes, en especial, su apariencia física y su indumentaria, a la cual
vincula con la calidad moral y psicológica de estos. El resto de rasgos psicológicos se presentan por medio
de los diálogos, de las acciones o de la carga onomástica de sus nombres.
Ilustra esto el apellido de Pascual, «Raposo», que evoca la imagen de astucia y
engaño a la que se vincula el zorro en el folclore. Otro ejemplo sería el
nombre de Hermógenes, también llamado, Hermes, que lo asocia con el dios griego
de los mensajeros, de las fronteras y los viajeros.
[Pedro Zárate y Queralt] tiene fama de
hombre retraído y excéntrico. Brigadier retirado de la Real Armada, autor de un
notable diccionario de Marina, el almirante es sujeto alto, delgado, todavía
apuesto, de aire melancólico y maneras rígidas, casi adustas. Lleva el cabello
gris moderadamente largo, aunque empieza a escasearle, sujeto en corta coleta
con cinta de tafetán. Lo más llamativo de su rostro son los ojos de color azul
claro, muy acuosos y transparentes, que suelen mirar a los interlocutores con
una fijeza que se torna inquietante, casi fastidiosa, cuando la sostiene
demasiado (p. 51).
Tanto los
protagonistas como los antagonistas se hallan bien perfilados. Sin embargo, he
de señalar alguna deficiencia: por un lado, resulta innegable, a juzgar por las
apariciones públicas del autor, que el almirante Pedro Zárate resulta un alter ego de Pérez-Reverte. Parecen
compartir las mismas ideas. Esto, desde luego, no es censurable, pero sí que Hermógenes esté al servicio de la ideología
de Pedro Zárate. Esto se aprecia en las conversaciones continuamente
trufadas de expresiones de acuerdo, de aserción y laudatorias como las
siguientes: «—Tiene usted razón… Tomo nota», «—Estoy de acuerdo», «—Tampoco en
eso le falta razón» (pp. 96-97)… Además, percibo un cierto sectarismo en Zárate, cuyo discurso y debido al carácter de
Hermes, débil, inseguro y timorato, va atenuando sus ideas. Incurre así en unos personajes, si no
estereotipados, típicos, carentes de contrastes o extremos –baste mencionar
cómo subraya hasta casi caricaturizar estos rasgos de Hermes por medio de
reacciones infantiloides (no encuentro verosímil que de un hombre tan culto al
encontrar una primera edición de la Encyclopédie
como Hermes tartamudee cuando toma
asiento, palabras casi incoherentes de reconocimiento y admiración, y
afirme que éste es uno de los momentos
más importantes de mi vida) así como por medio de la degradación del personaje para restarle crédito y relevancia a sus
ideas, como ocurre en el episodio de su diarrea).
Maestro de las técnicas narrativas,
Arturo Pérez-Reverte se sirve de todo tipo de recursos novelescos con el
objetivo de mantener el interés del lector, para que a este le resulte más amena la historia. Por
ello, la estructura adquiere una especial relevancia en esta novela, quizá más
que en las anteriores novelas del cartagenero, por cuanto el texto se compone de fragmentos en que alternan dos voces, en épocas
y espacios distintos. Por un lado, uno apela al lector para informarle del
proceso de documentación, para justificar los motivos que lo condujeron a
resolver la historia tal y como hoy la conocemos e, incluso, para describir
personajes y espacios. Por otro lado, otro narrador cuenta los acontecimientos
que tienen lugar en el ambiente de la RAE y la ciudad parisina del siglo XVIII,
principalmente, desde tres perspectivas (la primera es la de Hermógenes y
Zárate; la segunda, la de Pascual Raposo; y, por último, la tercera, la de
Sánchez Terrón y Miguel Higueruela). La primera voz narrativa nos va indicando
cuándo interrumpe la narración de los
dos académicos persiguiendo una finalidad doble: abreviar el relato y mantener
el interés reservando información. Otra estrategia efectiva para atrapar al
lector y estimular su interés por la novela es el empleo de los cliffhangers,
es decir, el finalizar cada uno de los doce capítulos, todos ellos de similar
extensión, con una escena trepidante, inesperada, capaz de mantener a los
lectores expectantes sentados leyendo más para descubrir qué depara el capítulo
siguiente. Como botón de muestra, he aquí las líneas finales del capítulo
tercero:
Mientras caminan bajo los soportales
hacia el farol que señala la puerta de la posada, única luz encendida en las
cercanías, el joven oficial y el académico se cruzan con un jinete solitario
que atraviesa despacio la plaza, floja la rienda del caballo, envuelto en las
sombras.
Tampoco
podemos ignorar la expectación que
producen la ruptura del orden cronológico de los hechos, los saltos temporales,
el inicio in media res, y el ocultarnos hasta bien avanzada la novela el
nombre de los dos dualistas del inicio.
Se confunde
quien imagine que el escritor confunde el ritmo fluido con las prisas. Todo lo
contrario, el ritmo suele ser pausado al
predominar los diálogos en detrimento de la narración y la descripción. Al
igual que ocurre en El Quijote,
aunque salvando las distancias, el aspecto que sobresale sin lugar a dudas en Hombres buenos es la conversación como pilar de la novela.
De hecho, la trama, las escenas de acción, se puede considerar un pretexto para
incluir las conversaciones de los académicos, pues estas son una especie de
cuentos enmarcados o, más bien, de ensayos enmarcados, de reflexiones
enmarcadas del mismo modo que en la mayoría de ocasiones la trama marco
funcionaba como pretexto para incluir cuentos.
Así Pérez-Reverte recupera el
diálogo renacentista, de estirpe socrática, para abordar los problemas sociales
y políticos de la España del siglo XVIII, que, en el fondo, son también los de
nuestro tiempo, de una manera más cercana al lector, más comprensible. A
esta intención didáctica le achaco la escasa
hondura de las ideas de los personajes, por lo general, superficiales y
repetitivas, las cuales se pueden resumir en la urgencia de una revolución
política para purgar la sociedad española, corrupta, analfabeta y, además,
orgullosa de serlo. Tampoco contribuye a la profundidad del discurso que el
autor pretenda establecer de modo continuo relacionar entre las dos épocas de
la historia de España mencionadas. Ahora
bien, esta condición no socava la amenidad del relato.
Asimismo, la intertextualidad protege
esa amenidad: me
atrevería a generalizar y afirmar que a todo lector le place encontrarse con
referencias a otros libros, gusto que el escritor cartagenero satisface con una
red densa de menciones a obras literarias, cartografía empleada en el proceso
de documentación y de otros productos artísticos, etc. La primera y más
relevante, la Encyclopédie de
D'Alembert y Diderot, cimenta el eje argumental. Una relevancia próxima
posee la huella de Miguel de Cervantes: Hermógenes
Molina y Pedro Zárate recuerdan Sancho Panza y Don Quijote. Al primero se
le describe como “un hombre bajo, grueso, bonachón” (p. 50), miedoso,
inofensivo y defensor del conocimiento, siempre y cuando se respete la
monarquía y la religión, esto es, una suerte de Sancho Panza. Acerca del
segundo, se dice que es “sujeto alto, delgado, todavía apuesto, de aire
melancólico y maneras rígidas, casi adustas” (p. 51) y demuestra determinación
cuando ha de luchar por sus ideales aunque eso conlleve su muerte.
La práctica
intertextual, del mismo modo, comprende la de Lope y la de Calderón de la Barca,
o, mejor dicho, la del teatro que surgió
a imitación de estos dos dramaturgos del Barroco («¿Hablaríamos como en el
mal teatro que imita a Lope de Vega y a Calderón?», p. 129]. Pérez-Reverte alude
a la rima XXI de Bécquer en («Clavó
en mi pupila su pupila azul», p. 18) y a algunas obras suyas, algunas de ellas ficticias como El enigma del Dei Gloria. También, percibo en el siguiente
fragmento reminiscencias de la prosa
satírica y burlesca de Francisco de Quevedo, en concreto, a Gracias y
desgracias del ojo del culo:
—Él dice que sí –se bate en retirada
Bringas–. Aunque es cierto que sus colegas se lo discuten. Hay cierto barullo
con eso... En realidad es un especialista en problemas oculares. Hasta tiene
escrito algo sobre el particular... Y también un tratado sobre la gonorrea.
Habría que
mencionar otros recursos con los Hombres buenos logra cierta comicidad:
la parodia, el empleo de estereotipos, la obscenidad o, incluso, en alguna
ocasión, el uso no normativo de la ortografía se erigen en Hombres buenos como medios para alcanzar
determinados efectos humorísticos. Ejemplifica este humor el estereotipado abate
Bringas, uno de los personajes más divertidos y caricaturescos, debido a su
postura radical y a su tendencia a gorronear: en no pocas escenas se excusa
para que los dos académicos paguen lo que él consume en ventas, restaurantes,
etc.
Hombres
buenos complace, a
menos que al lector le irrite el uso casi abusivo del adjetivo «cuanto», porque
el autor posee un dominio absoluto de las técnicas narrativas para mantener el
interés del lector sin incurrir de manera obsesiva en efectismos: gracias a sus
personajes, aunque típicos, reconocibles y empáticos, logra que la conversación
–aun sin ser demasiado profunda–, lejos de resultar un escollo para continuar
leyendo, una parte superflua cuyo único fin es abultar el volumen, sea la parte
más apetecible de la novela, junto con las intervenciones del narrador que nos
explica el proceso de creación de esta, un deleite para quien aprecia escribir
y leer.
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