Después de una noche apasionada, él se despertó y descubrió que sus labios acariciaban los de una chica. ¿Su nombre? ¡Ni el mismo lo sabía! De ella, lo único a destacar eran sus senos que, durante el trote en medio de un mundo hostil, habían amenizado el festín de placer que, muy pronto, olvidaría.
Cuando la chica, más desnuda que vestida, se despertó; quiso firmar ese lazo afectivo que hacía cinco horas se prometieron. Pero, para aquel entonces, 50 kilómetros la separaban de sus abrazos, pues Carlos, que es como se llamaba, había partido en el primer bus de línea de la mañana.
En verdad, el principal motivo no era ni más ni menos que situar en su lustrosa estantería el tan codiciado trofeo por la última de sus hazañas. Aún recordaba con orgullo el primer beso que dio; la primera teta que tocó, por casualidad, aprovechando las tortuosas curvas a las que la carretera y el conductor sometían a los viajeros; el primer beso con lengua con la más chica "accesible" por aquellos tiempos; y sus envidiados récords como el de liarse con diez chicas en una noche (todas ellas borrachas) o el primer encuentro sexual con una chica a la que había lamido el culo durante casi un año o, como decían las malas lenguas, pagando con el bote acumulado de dos meses de paga semanal.
Sin embargo, este último trofeo fue, sin duda, el más esperado; pues no sólo era un hito más en su lista de conquistas, que aunque para él era un acontecimiento histórico, digno de aparecer en las enciclopedias más prestigiosas del momento y en todos los libros de Historia (junto al crack del 29 o la Gran Guerra); en verdad, la cifra de "heroicidades" no ascendía a una decena.
Pero, había algo que lo destruía por dentro, como un ejército de terminas que hace de un lúgubre trozo de madera, una vana idea de lo que un día había sido. ¿El motivo? Bien simple: estaba recordando todo aquello que juró olvidar, que intentó apartar de su vida... Aquella traumática experiencia -aunque para el resto de mortales no sería más que una línea en la historia de su vida- le hirió como un trago de vinagre al precipitar sobre la carne viva; porque Nadia, una chica de un presente plausible y un futuro prometedor, de una belleza apolínea; que, después de unas cuantas citas con una relación íntima como broche final, lo mandó a freír espárragos. Por eso, aunque le costaba admitirlo (la verdad en ocasiones es dolorosa; pero la única vía para solucionar los problemas); ahora no buscaba más que aliviar la frustración y dar rienda suelta a sus pasiones más salvajes. Sin embargo, la impaciencia y una autoestima en crecimiento negativo hicieron que sus "dotes" grotescas amorosas se redujeron a unos cuantos líos con las hijas de la panadera, que se había hecho famosas por su arte a la hora de preparar la masa de todo tipo de repostería (croissants, bizcochos, monas, bollos, ensaimadas, etc.). Entonces, a causa de estos líos y manchas en un aparente historial amoroso portentoso; su vida había perdido la dulzura y la grandiosidad de aquellos tiempos remotos donde solía trazar el camino de su vida que hace años había sido eliminado por culpa de esos entrañables años (pero para él desdichados) que conforman la adolescencia y que le supusieron un paréntesis en su esplendor vital.
Ahora, cuando la juventud florece como la amapola más hermosa del campo, como la cresta de una ola que rompe contra el acantilado, se ha propuesto renunciar a principios; a rechazar lo estable, lo verdadero, de lo ficticio y efímero; por miedo a que le llamen "fracasado" cuando en verdad su existencia es tan maravillosa, tan laudable, que con el hecho de existir debería sentirse que es un tremendo tesoro para los que lo rodean. Resultado: sustituir el triunfo, el único triunfo (la dignidad, la satisfacción personal) por un simple premio de consolación.
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