miércoles, 3 de enero de 2018

"In Rewind" / Cuento de Navidad



Cuando Jesús se desveló su esposa seguía durmiendo. Por las hendiduras de la persiana entraba una luz solar tenue, pero suficiente para moverse por el dormitorio sin perturbar la quietud del cuarto y la paz conyugal, así pues se levantó y desactivó el despertador. Se dirigió, entonces, a la cómoda, desbloqueó la pantalla táctil y deslizó la barra de la app ApeRewind primero hasta 2029. Viendo que su mujer todavía estaba allí y el hijo, aún en el vientre, deslizó la barra un poco más hacia la izquierda hasta el 2012. Ahora que no era una urgencia el montaje de la cuna ni un temor que el bebé arrebatara a su María el sueño, el escenario resultaba más reconfortante, más propicio para sus intereses, para bajar al garaje y regresar a su disfraz de pastor en el belén viviente, a la intensidad del primer amor y a las órdenes de la tía Amparo, después de que esta se marchara en 2014 con su familia a una ciudad más grande, mejor comunicada y más fría. Sobrino, ¿no ves la hora qué es? Van a venir mis consuegros, los críos de la escuela y hasta el alcalde y ¿qué van a ver? ¿La moñiga, la mojarra, el mojón, el ñordo, el truño del buey que estás viendo y no te dignas a limpiar? ¡Menos cháchara con mi María y más mover el culo! Que sí, tía Amparo, que sí, ya. Ni ya ni yo: adecenta esto un poco, disfrázate y colabora, porque si no te voy a cantar la marimorena delante de todo el pueblo. Ya sabes que no me corto, que si tengo que montarte un belén te lo monto. ¡Buena soy yo para eso!

En verdad, a Jesús le unía a Amparo no la consanguinidad, sino una reciprocidad sentimental capaz de cuestionar la sinonimia de amor y parentesco. Así, sabía de sobra que detrás de esa apariencia despótica de ella, de su futura suegra, se hallaba la viva imagen de la responsabilidad, de la autoridad, pero, también, del afecto. Y, por ello, no temía volver a su yo púber, a sus trece años, con su bozo incluido, por mucho que su madurez de treintañero le recordara una y otra que vez que solo era un peregrino en aquella tierra, un turista del pasado. ¿Pero qué más daba? ¡Como si en el presente no fuéramos continuos emigrantes! Con ApeRewind se seguiría sintiendo un nómada. Pero un nómada feliz que vuelve a su patria, que es su infancia, la rilkeana, la tierra de los recuerdos, la región en que al alba se le anticipan al despertar la vitalidad y la voluntad de asombro, cuya supervivencia no requiere aún cinismo, ironía ni siquiera esfuerzo. Jesús se enfiló al garaje. Le fascinaba ahora el espacio urbano de unas décadas pasadas, ver cómo aún convivían las franquicias rancias y gélidas de sabor americano con el pequeño comercio. Todavía las tiendas de barrio no se habían transformado en varios pasillos estrechos con sendas filas de máquinas expendedoras.

―Jesús, hombre –lo llamó el marido de Amparo, que fumaba un puro en la puerta del garaje–, ¿dónde te metes? Tu madre te está buscando. ¡María, aquí tienes al chaval!
―Hijo, compra el pan –dijo una voz pletórica y relajada que se acercaba al umbral despidiendo un olor a nicotina–. Una barra de medio kilo y una chapata.
―La chapata será para mí, María, ¿no? Son las nueve y pico y sigo en ayunas –terció Tomás.
―¿En ayunas tú, diablo? –dijo con un enfado fingido y un brío travieso–. ¡Te quejarás de la merienda que te he dado!
―Nunca es suficiente.
―Tranquilo, Tomás, que te sube la fiebre rápido –respondió cómplice y miró a su hijo ahora–. Dile que te dé el pan bien cocido, aquí tienes el dinero. Venga, ve.
―Un momento, ¿y María? A lo mejor quiere acompañarme a la panadería.  
―¡María, hija, sal; preguntan por ti! –una voz desde el fondo del garaje le responde a su padre; tras ello, prosigue–. No, deja a Luna con su madre, que tiene que vestir a la criatura de niño Jesús.

La pequeña María apareció dos minutos después. Fue corriendo a abrazarla, como la tarde anterior, como hacía más de veinte años, aunque sin el sonrojo y el ensueño de ayer, de hace más de dos décadas. «Al final con estos críos acabaremos en una mesa presidencial sin cortarnos», le dijo Tomás a María en voz baja mientras los púberes se alejaban. «Menudo gilipollas, ¿Tomás el mejor amigo de mi padre? Los cojones. No lo reviento a palos de milagro. Aquí nunca existió el amor», murmuró.

―¿Cómo? Estás hoy raro, bro. Te veo cansado, no, cansado no… ¿Derrotado? No sé.
―Cansado. Sin más.
―Pues, hijo mío, despierta, porque tienes careto de abuelo. Solo te falta decir: “Antes todo esto era campo”, y te llamo yayo –replicó resuelta, tomó su mano y pasearon agarrados–.
―¡Qué tontería! –la miró sonriente e intentó cerrar el pequeño desencuentro con un beso tímido, inocente, cuasipuritano.
―Calma, calma, aquí en la calle, no. Como nos pillen nuestros padres, se nos cae el pelo.
―Tú, treinta y tres años; yo, treinta y cinco. ¿Qué de malo tiene un beso? Y, si lo hay, no problem: deslizamos la barra de la ApeRewind hasta 2014 y listo.

La mueca aturdida de María, que repetía unos sonidos ininteligibles, lo forzó a poner fin a su barboteo, desdiciéndose de sus palabras, atribuyéndoles la naturaleza de broma. Te quiero, Jesús, te quiero para toda la vida. María no conoce la ApeRewind, y, en verdad, por no conocer ni me conoce, pensó el no-niño. Más allá de su pasado y de su físico de preadolescente, existía un abismo, una brecha generacional. La joven cuya infancia-adolescencia es materia presente frente el cuerpo púber de un adulto a cuya infancia-adolescencia solo puede acceder a través del recuerdo o de una maldita aplicación… No, Jesús no quería eso, volver a la tierra de la infancia realmente para continuar viviendo del recuerdo con vistas a ocultar el truco, la trampa, el engaño, el autoengaño. Sentirse un pervertido por ser ella menor de edad y él, sí y no, según se mire. En cualquier caso, adulto debido a su conciencia, y eso bastaba para sofocar cualquier llama. Aparta de él ese cáliz. Bueno, siempre podría buscarla en la actualidad y traerla de vuelta al 2012.

Caminaban cerca de unos bloques de piso. No parecía venir nadie. Por si acaso, compró María miró a ambos lados de la calle para comprobarlo. Nadie, no había nadie. De inmediato, empujó a Jesús hasta el porche de un edificio. ¿Arriba? Tampoco: la techumbre los protegería de curiosos. Se lanzó a besarlo; introdujo su mano derecha en el bolsillo del pantalón vaquero de este, invitándolo al sobeo mutuo. Sin embargo, con la premura de un acto reflejo, el muchacho se retiró. No puedo, lo siento. ¿Qué te pasa, Jesús? Es que no puedo, lo siento. Déjate de bromas, me voy a acabar enfadando, ¿sabes? Lo digo muy en serio, María; ojalá pudiera explicártelo, pero no puedo. Pues no me vuelvas a dirigir la palabra, imbécil. Espera, espera, María.

Solo se apresuró a comprar el pan. Y una napolitana de chocolate, la tentación a la que María sin duda sucumbiría. Seguro que así subsanaba su desaire, pensó. Un desaire a que las circunstancias lo compelían. Quiera o no, al final nadie me ha obligado a venir aquí ni a utilizar la ApeRewind. O arreglo este embolado o la tendré que buscar en la aplicación para reescribir este día junto a ella. Sacó, entonces, del bolsillo su móvil, tapó con las manos receloso de que el vecindario lo viera con un terminal del futuro por los vecinos y consultó el paradero de María. «Lo sentimos. Los datos proporcionados no coinciden con ningún usuario registrado en ApeRewind. Vuélvalo a intentar o actualice la app».  

De vuelta al garaje, la madre de Jesús, también llamada María, aguardaba impaciente con sus reprimendas. Moralidad, ética, decencia, respeto… Con estos conceptos lo abofeteaba la voz de su madre. ¿Qué le has hecho a María? Vas a hacer que no me hable ni con Amparo ni con Tomás, ¿eso es lo que quieres? Discúlpate, haz lo que sea, pero arréglalo. Mamá… Ni mamá ni mamó. Pero mamá… De haber podido o, más bien, de haber debido, él le habría espetado bien alto y claro que no necesitaba mover ni un dedo para que se desmoronara la buena sintonía entre los dos matrimonios, que por la causa ya había ella junto con el ñordo vomitivo de Tomás hecho demasiado, que tomara ejemplo de sus propias palabras y volviera a ser un modelo para él. Y deseaba adorarla, sin embargo; ahora bien, no podía: el recuerdo había enlodado el presente y este estaba enfangando el pasado, porque el recuerdo aprovecha cualquier grieta, cualquier resquicio, para introducir en ella el agua corrompida, para congelarse, después, y actuar a modo de cuña, presionando, hasta reventar todo. Pero mamá… Hijo –le agarró el brazo, lo llevó detrás del decorado del portal y, al tiempo que acomodaba la paja del pesebre, habló en voz baja–, tú también tienes mucho que callar, ¿qué haces aquí? Tú todavía tienes una familia, un matrimonio, un bebé al que criar. ¿Para qué narices necesitas volver?

Jesús enmudeció, se quedó absorto. Es que yo necesitaba escapar de la repetición diaria, deseaba recuperar la voluntad de asombro, sentir una emoción espontánea, sin trucos, sin artificios. Recuperar aquellas Navidades en las que el amor y la unión familiar no había que buscarlos en anuncios publicitarios, sino en la mirada y en los gestos de los seres queridos. Pues, hijo, eso ya no está presente. Al principio, sí, como todo, pero luego... El hábito comienza con una chispa de amor, y eso con suerte; luego, desaparece y tienen que tirar de él la comodidad, el reconocimiento o vete tú a saber qué. Venga, venga, mamá, dejémonos de cinismos varios, ¿sabes cómo puedo contactar con María desde el ApeRewind? –le mostró la notificación de esta app que le advertía de la ausencia de la joven en la base de datos–. Ya; no hay manera, Jesús, a mí tampoco me aparece su usuario. ¿A ti tampoco, mamá? Habrá que preguntarle a Amparo. ¡¿Pero tú estás loco?! Ella no es la Amparo actual, si le comentas algo del futuro le destrozas la vida, la tomarán como la loca del pueblo con las alucinaciones de ciencia ficción y no merece que otra vez alguien de nuestra familia vuelva a martirizarla. ¿Y dónde está? Pues en 2017. A pesar de estar viva, nunca ha pisado nuestro año, ella se pasa por alto el permiso de permanencia, las condiciones de la app. ¿Por qué, madre? No me atrevo a saberlo. Llevamos más de veinte años sin dirigirnos la palabra, desde que se marchó del pueblo. No le sentó nada bien que me quedara con su Tomás. Y te extrañará que no os pueda ver, es que tiene tela la cosa, mamá. Aunque solo, pienso ir a buscarla. Jesús, no, te equivocas: María estará casada, tendrá su vida, lo único que harás será tirar a la basura todo lo que has conseguido. Piensa en tu futuro. No quiero mirar más allá de este día si mi presente no es con ella. ¿Tanto vale el futuro para desperdiciar tantos presentes? No me da la gana, así te lo digo. Tú sabrás lo que haces, Jesús, te arrepentirás, sé de lo que hablo. Entonces, ¿no te vienes a ver a Amparo? Estamos en Navidad, mamá, a lo mejor te perdona con este mantra navideño de amor, paz y armonía más falso que el discurso de una carta electoral.

De regreso al año actual, volvió a su dormitorio. Escuchaba correr el agua en el cuarto de baño. Cariño, ¿estás ahí? Sí, ahora salgo, me estoy secando. El pequeño Jesús daba vueltas en la cuna, de un lado para otro. De vez en cuando, el pie a la boca. Así una y otra vez, enérgico, sin indicios de que algo pudiera hacerle cejar en su actividad. Su esposa tampoco había hecho algo muy distinto cuando salió: daba la impresión de haber estado rumiando las palabras iracundas que le espetó a su marido mientras él había estado en 2012. Le espetó al borde las lágrimas:
―Has utilizado otra vez la ApeRewind, ¿verdad. La última vez, no te lo repito, la última vez. O tu familia o la maldita app del demonio esa.
―Si no puedes comprender que tengo obligaciones en mi pasado, no sé si tiene sentido seguir juntos.
―Pues vete donde te salga de los huevos. Ahora bien, elige bien dónde vas, porque aquí no vuelves. Te desconecto el tablero central, te quedas donde te pille y a tomar por saco todo.
―¡Hasta luego! Volveré cuando estés más tranquila…

Subió al ascensor, tomó el móvil, desplazó la barra de la ApeRewind hasta 2017. No exento de cierto temor a quedar encerrado en aquel año, pues conocía la naturaleza sanguínea de su mujer, clicó en «Aceptar» y, en consecuencia, regresó al antiguo ascensor del edificio, a las paredes que reclamaban o mendigan una nueva mano de pintura. Sin más dilación, buscó la ubicación de Amparo. Tuvo que coger el coche. Dos horas menos cuarto de trayecto.

Llamó al portero automático. «Amparo, soy Jesús, tu antiguo vecino». Silencio. «Abre, por favor, mi madre no tiene nada que ver en esto. Vengo por cuenta mía». Silencio. Abrió la puerta. Se saludaron, entró al cuarto de María, preparaba un examen de recuperación de Literatura Universal… ¿Todo bien? ¿Cómo va el estudio? En el pueblo se te echa de menos. Bueno, te dejo estudiando; nos vemos después. Y entre páginas de Dante, Boccaccio y Petrarca, se despidió de ella. En el salón lo esperaba tía Amparo con dulces navideños.
―¿Cómo es que no me aparece tu hija en ApeRewind?
―No llegó a instalarla. No tuvo tiempo –dijo cabizbaja y contenida–.
―«¿No llego?». ¿«Tuvo» has dicho? ¿Acaso no vive ahora?

Obtuvo como respuesta el silencio. Ofreció como réplica un abrazo. Salió del salón cabizbajo y también contenido. Sacó el móvil del bolsillo, se dirigió al baño. Pretendía regresar al presente. Antes de ello, se percató de que la puerta del dormitorio de María estaba entreabierta. Entró, la abrazó por su espalda y le susurró al oído: «Te amo y no dejaré en mi vida de hacerlo». Ella le devolvió el gesto, apretando sus brazos con los suyos. Y sintió de nuevo la respiración honda y cálida en el dorso de su mano.

Salió de la habitación, dejó la puerta como estaba, entreabierta, pero un golpe de viento la cerró. Se dirigió al baño, sacó el móvil, introdujo la clave para desbloquear la pantalla y pulsó el icono de ApeRewind. Al instante una notificación: «Lamentamos comunicarle que no puede acceder a su cuenta. No es posible sincronizar la app con el dispositivo central, el tablero AppRewind».

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