PURO
OPTIMISMO
«¿Cuánto
queda para bajarnos, papá?», «poneos los auriculares, niñas, que estáis
molestando, ¿es que no lo veis?», «harta, harta me tenéis, como el conductor
nos llame la atención de nuevo por estar vosotras dos en el pasillo, estas
Navidades no vais a ver ni la luz del sol», «mamá, ¿falta mucho?», «si las
estrellas flotan en el cielo, ¿por qué esa estrella fugaz está sobre aquel
árbol de Navidad? ¿Es una estrella fugaz o una estrella estrellada?», «¿cuánto
queda?», «¿hemos llegado ya?», «¿cuánto queda?», «¿cuánto queda?»…
Ese es el principal escollo de
viajar en autobús interurbano a días de la Navidad, y eso que yo ya tenía mi
escollo: la propia llegada a Cartagena y las explicaciones. Por qué había
venido solo, por qué permanecieron vacíos los dos asientos contiguos al mío, dónde
estaban mi hermano Gonzalo y su novia. De la ausencia siempre se esperan
razones y yo debía darlas: yo era el heraldo negro. Me faltaba, eso sí,
construir el discurso. «La Roda 87 km», indicaba la señal. Bien, aún hay
tiempo. Tiempo de sobra. Veamos, ¿cómo explicar a mis padres por qué estas
Navidades ellos no vendrán? ¿Cómo hacer digerible a otros la misma desgracia
que a mí se me atraganta? En situaciones como esta he contado con mi hermano;
hoy más vale no llamarlo: él demasiado tiene con lo suyo y yo... Ya va siendo
hora de comprobar si se me ha pegado de él su don para, si no resolver
conflictos, no agrandarlos. No, mejor no molestarlo; tienes veintidós años para
contar qué ha ocurrido.
«¿Cuánto queda?», «¿hemos llegado ya?», «¿cuánto queda?», «¿cuánto
queda?»… No las aguanto –pensaba yo, cada vez más iracundo–, que les tapen sus
padres la boca o a mí los oídos. Y todavía no hemos llegado ni a Albacete. «La
Roda 25 km». A Gonzalo le ha pasado esto, mamá, ahora mismo están allí, habrá
más oportunidades, pero… No, estas Navidades no vendrán… Papá, ¡en absoluto! De
excusas, nada. Cierto es que no se despega de Alba, que parece más familia de
ellos que de nosotros… ¡Esas cosas no se hablan por teléfono!
«¿Cuánto queda?», «¿por qué solo visitamos a los abuelos en
Navidad?», «¿es para no pelearos con ellos?», «¿cuánto queda?»… Que se callen,
por favor… Descarto esa opción: Gonzalo no quiere preocupar a sus padres ni
decepcionarlos. Se lo tenía que haber contado. Es que es tonto… ¿Cuántas veces
le repetí que se dejara de sorpresas? ¡Ni que fuera el guionista de un culebrón
de la tarde!
«Albacete 19 km». Y aún no había
hilado la conversación pertinente. Dichosos los que hacen que lo fácil continúe
siendo fácil, pero apuesto a que ellos no les toca padecer a dos adolescentes
desquiciadas. No le dejan a uno ni estar triste. Aquí quisiera verlos yo.
Tampoco ayudaba mucho la monotonía decadente del paisaje castellano, su
decadencia noble, sobria, atemporal y sabia. Confidentes a las buenas o a las
malas, sus tierras pálidas solo admiten la verdad porque es lo único que conocen,
aparte de sus viñedos que rompen, de vez en cuando, la repetición, la
constancia, de sus pueblos olvidados y de las autovías solitarias. Eternas,
inamovibles, interminables.
«¿Cuánto
queda, papá?». Criajas malditas, callad de una puta vez. ¡Vaya padres! De tal
palo tal… –dije refunfuñando–. Mucho colegio privado y mucho cocodrilo en el
jersey, pero, en la práctica, sois gentuza… –ya a grito pelado–. Peor que la
economía, peor que la biología sois: a delirios estáis despoblando España.
¡Sois gentuza! –ya entre el borde de un ataque de nervios y el cementerio–. Por
fortuna o por milagro, sus padres dormían y las jóvenes, tomándome por un
demente, enmudecieron. Pero, poco duró el sosiego. De nuevo, la bulla o la
exhibición familiar de lerdas casi a la entrada de Albacete. «¿Cuánto queda, papá?
«¡Me aburro! Uf, a ver si llegamos… ¿Qué le pasa al de atrás, que está rojo?
¿Por qué ha cogido su maleta? Mamá, ¿falta mucho? ¿Por qué todos llevan
auriculares hasta el sordo ese? ¿Es que no saben que sin auriculares, con el
altavoz, se escucha mejor? Como estamos haciendo nosotras, vaya».
Haciendo
un ejercicio de contención, me dirigí a ellas: «¿Qué por qué se ponen los
auriculares? Pues porque el cable no es tan largo para suicidarse, espabiladas
a vuestro ritmo, inteligentes sui generis».
―Conductor,
ábreme la puerta y el maletero, que me bajo... No las soporto ni un minuto más
–atravesé el pasillo con mi maleta en la mano–.
―Amigo,
esto es Albacete. Para Cartagena todavía falta.
―Sí, pero
no aguanto más… Paso las Navidades en Albacete y ya está… Un turista, seré un
turista.
―De
acuerdo, amigo. Pero espere un minuto a que lleguemos a la estación.
―No,
ahora mismo… ¡Un minuto, dice! Abra o le fumo aquí dentro.
Objetivo
logrado.
Observé
cómo el autobús se alejaba y se alejaba hasta perderse en el horizonte. Se
demoró un poco más el humo y su amenaza. Después solo quedamos el paisaje y yo.
Antes todo aquello era campo y, por ahora, lo sigue siendo. Sin embargo, no
había tiempo para la metafísica, sino para llenar el estómago, vaciar la vejiga
y enfilar hacia Cartagena.
Saqué el smartphone y Google Maps hizo el resto.
De camino
a la estación de autobuses, tropecé con varias cafeterías. No entré en ninguna.
Aguardé a ver si encontraba una más de mi rollo, de as que me gustan, aunque no
sepa exactamente qué me gusta. Preferí esperar y encontrar lo que fuera que
buscaba, o, cuando menos, confundir lo que encuentro con lo buscado. Sin
embargo, acabé en un pequeño centro comercial, rodeado de cafeterías y un belén
viviente.
Unas más tradicionales, otras más chic, todas las cafeterías parecían iguales. Salvo una, tirando a
vacía, como el resto, pero con el plus de contar con un disfraz de reno y otro
de árbol de Navidad con sendos seres quizá humanos dentro. Si se distingue de
los demás, debe de ser el rey de estos bares. Además, bendito optimismo: ya con
el rótulo «Sonríe y disfruta» dan ganas de probar, y, desde luego, no apesta a
aceite quemado. Seguro que es de esos bares donde se puede hablar de tú a tú
con el hostelero y arreglar España entre tapa y tapa. Y algún percance familiar.
Entré.
Enfrente había una barra de unos cinco metros con seis taburetes, vacíos a
excepción del que ocupaba el reno. Más cerca de la puerta, a la izquierda,
cinco mesas –solo dos ocupadas: una, con tres ancianos; y la otra con una señora
de traje, un portátil abierto y unos cuarenta años, y a la derecha alguien
disfrazado de árbol de Navidad hiperrealista. Pelaba unos cables que colgaban
del techo de pladur, subido a una escalera de mano medio coja y un disfraz que
jamás superaría un control de seguridad laboral.
―Ponte un
pisto con huevo y un tercio. Vaya día llevo hoy… Si lo sé, no me levanto.
―Calla,
que como te escuche el jefe… Sonríe y disfruta –dijo la camarera de mi edad
–unos veintitantos tendría–, al tiempo que llenaba dos platitos con las tapas
de la vitrina–. Ahí tienes tu pisto y ajo mataero.
―Bueno
voy a llegar al pueblo, pero gracias. Antes no sabía si quería llegar o no a
casa; ahora tampoco sé si podré. No te imaginas lo jodido de dar malas
noticias… Temo la reacción del otro o que rompa a llorar. No, tú no te lo
imaginas.
―Créeme
que lo hago.
«¿Quién
narices ha dejado esto por aquí? ¡Menudos cabrones! ¿Qué se creen que es mi
almacén? Esto es una puta pocilga. ¡Cerdos!» se escuchó de pronto más allá de
la barra, tras la puerta que daba al almacén. Debía ser el jefe. Tenía ganas de
conocerlo, pues con el enfado que llevaba tendría ganas de hablar para desahogarse.
Contra todo pronóstico, su voz sonaba cada vez más y más baja. Y él, cada vez
más lejano. Pensé que hasta en lo más insignificante era un desdichado. Pero
no: «tío, síguele el rollo, sonríe y disfruta. Mi jefe quiere ver felicidad,
sino la gente no entra», me advirtió la camarera. Ella, entonces, se dirigió al
reno –a juzgar por su voz, era un hombre, con ese tipo de disfraces de franela
cálidos, pero incómodos al cubrir todo el cuerpo salvo por dos aberturas en los
ojos y otra pequeña, estrechísima, en la boca–.
―Oye,
muchacho –me abordó el reno–. Estamos a 22, ¿te ha tocado un pellizco de la
lotería? A lo mejor tú estás aquí rallado por vete a saber qué y lo que estás
es forrado.
―¡Qué va,
hombre! Tal vez, mis padres; yo, no; ¿para qué gastar pasta en algo creado para
que la pierdas?
―Eres tú
un optimista, ¿eh? Ramón, el jefe, dice que la lotería es como la vida…
―¿En que
se juega por envidia, por si al vecino le toca y no verte tú más pobre y
desgraciado?
―En que
en ambas merece la pena arriesgar aunque se sepa cómo acaba. Que ganas, bien; que no, pues disfruta la
tapa y ya.
―¡Me la
refanfinfla el sorteo! Yo quiero volver a Cartagena con mis padres y saber cómo
contarles una desgracia familiar… Es que a mi hermano…
―Muchacho,
pásame una pajita, a ver si así me puedo beber la cerveza.
«¡Cerdos cabrones! A vuestra casa, si queréis rodearos de mierda.
¡Aquí van a rodar cabezas! ¡Menudo soy yo!», se escuchaba detrás de la puerta
que daba a la barra.
Aguardé a ese miura, algo atemorizado, la verdad. No obstante, lo
grotesco vencía. Miré hacia atrás, a la derecha, al señor disfrazado de árbol
en la escalera. Tenía la cara tapada, salvo los ojos, y unas bolas en su traje
que le dificultaban pisar con comodidad los peldaños. Me regocijé viendo sus
ejercicios de equilibrismo cutre, cómo negociaba con la caída. ¿No era más sencillo
quitarse los guantes, los adornos, el disfraz? ¿Qué necesidad había de ponerse
aquello? En cualquier caso, me dejé llevar con gozo por ese ataque perverso.
No, no estaba siendo perverso; simplemente me estaba evadiendo de mis
problemas. Todo el mundo tiene derecho a una vía de escape, por muy momentánea
que sea. De toda la vida, las caídas resultan graciosas; si no, recuerda todos
los programas de la tele de los noventa sobre caídas aparatosas recogidas en
vídeos caseros. No, no hace falta irse tan lejos: visita unos grandes
almacenes, pásate por la sección de cultura y verás el dinero que se exprime de
las desgracias. Los triunfadores tienen acceso a todo, luego, deben escoger lo
bueno; ¿qué nos queda al resto, sino el cinismo?
Salió, por fin, el jefe, no a
gritos, furibundo, como preveía, sino con diademas de reno en su brazo
rechoncho y canoso.
―¡Buenos
días, joven! ¿Y esa cara de asombro? ¿Y esas lágrimas? No has probado unas
tapas así en tu vida, ¿verdad? Angelito», me dijo.
―No, es
que mi hermano Gonzalo ha perdido…
―Ahora
vuelvo… Sonríe y disfruta –se acercó a las mesas–.
Paco,
Aurelio y el otro, poneos estos cuernos de reno; no me espantéis a la clientela.
Ramón, nosotros nos vamos en seguida, hoy comemos con nuestros… ¡Tonterías!
Coged las diademas y sed unos lindos renos. Coméis conmigo. Patricia, sírveles
otra caña. Invita la casa, Paco». Si te pones así y nos pones eso… Claro,
sonreíd y disfrutad. No hay males mientras dure la comida. Usted la del
ordenador, ¿no quiere otros cuernos? Me ayudaría con el negocio. Desde que han
abierto la franquicia de al lado, hay que reinventarse o morir contra las
hamburguesas esas.
―Vuelvo
contigo, joven –me dio una palmada en la espalda–.
―Sí, le
decía que mi hermano está en el hospital porque…
―¡Enhorabuena!
Su primer sobrinito, ¡qué bonito!
―No,
exactamente. Mi cuñada estaba embarazada…
―Me lo
imagino…
―Bueno,
pues lo ha…
―¡Calla!
¡Hostia, clientes potenciales ahí fuera! –miraba Ramón hacia los grandes
ventanales–. Paco y compañía, a bailar. La conga, la conga…
―Tenemos
artritis, Ramón.
―Y
excusas… Y una caña gratis. Patricia, la conga, sube la música, que no se
piense. ¡Optimismo!
―¡Ay,
señor! A ver si me dan la beca y dejo este manicomio… ¡Venga, Paco, agarre su
prótesis de cadera, que empezamos el meneo!
«Ramón,
déjame quitarme el disfraz o agarra la escalera. Que ya me estoy viendo en el
suelo por culpa del baile», dijo el señor vestido de árbol de Navidad. «Mariano
eres un agonías. Tú no te caes. No, te voy a tirar yo como no sonrías y no
arregles esos cables. Disfruta: es Navidad. Aquí no cabe la tristeza». «Y así
nos va», terció la mujer del portátil. «Debería sentarme a su lado», pensé.
Seguro que con ella sí se puede hablar.
―Y yo,
acabo de perder a mi sobrino… Al pobre no le ha dado tiempo ni a nacer.
―¿Te vas
a comer el pisto, muchacho? Hoy tengo un hambre de reno… –dijo el cornudo del
taburete riéndose–.
―Mi
hermano y su novia están destrozados…
―Joven,
en este bar, se come y se bebe, se sonríe y se disfruta –dijo el hostelero–.
Las penas a otro sitio.
―¿Pero me
escucháis? ¡Ha muerto!
―¿Un
muerto? ¡Qué novedad! Hasta que no ponga la oreja en la carta, las penas a otro
sitio –contestó con el puño apretado; miró después hacia la calle–. Pasad,
pasad, dejaos de fotos, chicos, y entrad.
Queridos
imbéciles, más ritmo, más conga; tú, el reno, únete al baile –ordenó el jefe–.
La del ordenador, ciérralo. ¿Qué dices del informe? Esto no es una biblioteca…
Pues sí te tendrías que haber ido, si no sabes ni sonreír un poco. Patricia, no
te puedo dejar sola un instante, me descuido y me conviertes esto en un bar de
los de toda la vida.
Entre una
conga con un sentido distorsionado del ritmo, un anciano con muletas y otro con
inhalador y pastillas en la mano, y un reno que… «¡Ramón! Sujeta la escalera
que me voy a caer, es que ya lo estoy viendo… Me cuelgan mucho las bolas»,
interrumpió el árbol. Calla, que van a entrar los jóvenes… Aquí felicidad; es
mi bar, son mis normas. «Es que veo cada vez más afilada la esquina de la mesa…
Además, yo siempre he sido más de belén que de árbol».
Me senté
junto a la mujer del portátil. En su mesa reposaba un libro de un tal Chejov. Tristeza y otros cuentos.
―Pues
eso, que han perdido al crío… Mis padres no estaban al tanto ni del embarazo…
―Tengo
que terminar el informe.
―No puedo
permitir que mis padres se sienten defraudados con Gonzalo, que crean que no
cuenta con ellos…
―Tengo
que terminar el informe. Dales tú un nieto o un sobrino y se te pasará.
―Pero es
que yo… ¿De qué va el libro?
―No lo
sé, ha sido un regalo. Ni lo he abierto. ¿Lo quieres?
―Por
favor, joven, deja de molestar a la señora. Pídete algo; atrévete a ver qué
ocurre. Es una sorpresa. Smile, como
dicen ahora. Toujour.
―Sí, ve,
ve… Mientras, termino el informe y salgo de aquí escopetada.
No,
pírate de aquí, vas a llegar tardísimo a casa –me dije–. Y de noche, y con el
tráfico que habrá hoy... Y aún sin saber qué decir en casa. Ese niño era la
salvación de Gonzalo y Alba. Y de todos. No creo que pasen otra vez por la
clínica de fertilidad… ¿Compartir la desgracia es sinceridad o egoísmo? Fíjate
en los tranquilos que están ahora papá y mamá. De la ausencia siempre se
esperan razones y yo debo darlas, si llego...
―Ramón,
te llamabas Ramón, ¿no? Ponme un bocadillo de tortilla y un tanque.
―Así, sí,
joven. Es que vais todos los quejicas de intelectuales, de resabiados, porque
no habéis vivido nada: los valientes son optimistas. Optimismo puro y duro.
Y el
hostelero tiró de un hilo que colgaba del techo de pladur.
Comenzaron
a caer esferas de todos los colores, bolas como las de las piscinas de los
bebés. De pronto, un estruendo. Las bolas llegan hasta la rodilla. El árbol ya
no está en la escalera… Hay en su lugar una especie de montaña de colores. «¡Enhorabuena,
joven! Eres el cliente 987 de este mes. ¡Fiesta para todo el mundo! Sonreíd,
disfrutad. Abuelos, no es hora de dormir, levántense del suelo, y tú, Mariano,
hijo, también o ¿es que te has ido?». Fue al almacén y regresó con un cartel
enorme como esos que entregan al ganador de los concursos. «Cliente, número
1000, ha ganado un mes gratis. ¡No pague nada por sus consumiciones!».
―¡Si no
lo veo no lo creo! –dijo Ramón–. Al final, tanto para nada, los jóvenes se han
ido a comerse las hamburguesas esas. Ya les puede explotar la aorta con tanta
mugre.
―Muchas
gracias, señor, pero no creo que vuelva. Yo he entrado aquí de paso, huía de
unas locas y, bueno… No tengo buen ojo, se ve.
―Oye,
¿has visto a mi hijo? ¿El que estaba subido en la escalera?
―No sé…
La zona donde estaba tiene las bolas más altas, ¿no?
―Se habrá
ido con su madre. Es un buen chico. Con más cuento… Pero un buen chico. ¡Ay!
¿Qué haría sin él?
―Sí, se
le veía majo… Yo es que estoy bien jodido hoy, ¿sabes? Sin sobrino… Aquí tirado
y perdido… Me queda Google Maps.
―Oye, ¿y
por qué no terminas tú el trabajo de mi hijo? Si se te hace tarde, te vienes a
mi casa y cenamos los cuatro.
―Pero yo
tengo que… Me están esperando… Pero pueden esperar. Me ha salido trabajo, ¿no?
―De un
cuarto de hora…
―No he
trabajado más en mi vida.
―No
parecías antes tan optimista…
―Y no lo
soy, pero es que… A mí eso de dar malas noticias… Que si no va a haber nieto,
que lo iba a haber y ellos sin saberlo… que yo… Eso es lo peor… Por cierto, me
llamo Felipe.
Anda,
Reno, déjale tu disfraz para que desde fuera lo vean. Felipe, ¿es de tu talla?
¿O te queda un poco holgado? Mejor, así da gusto que sean los pijamas, porque
este disfraz es como un pijama. Reno, ¿a qué esperas? Claro que me lo quito,
pero ayudadme con la cremallera y yo, mientras, me quito la cabeza. Vaya, por
Dios, no sale. Felipe, ayúdame. ¿Cómo que no sale? ¡Tirad con fuerza! ¿Me voy a
quedar encerrado en un disfraz de reno? Mientras, préstale la cabeza y déjate
de tanta payasada, que en mis tiempos… OK,
boomer.
Con la
parte superior del disfraz, aterciopelada, fui subiendo la escalera. Miré sus
aberturas en los ojos y compartí con él mi tristeza.
―Ya no
será padre mi hermano. Yo tampoco… Tú me entiendes, ¿verdad? Tú me entiendes…
Subí
hasta el último peldaño. Me coloqué en mi cabeza ese cabezón peludo, y desde lo
alto observé un reguero de sangre que escapaba por la puerta del bar. Con
discreción. Bajo una piscina portátil de bolas de colores.
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