miércoles, 9 de agosto de 2017

LUIS MARTÍN-SANTOS - "Tiempo de silencio"


Con la lectura de Tiempo de silencio, novela de Luis Martín-Santos publicada en 1961, el lector asiste a una doble experimentación: por un lado, la que acomete Pedro, el protagonista, un joven médico becario que investiga el cáncer y, por otro, la del autor, quien importa a la narrativa española las innovaciones estilísticas europeas con que Virginia Woolf, Franz Kafka o James Joyce renovaron la narrativa a principios del siglo XX. A veces, se ha criticado que  estas técnicas novedosas se introducen de manera abrupta y que el mérito literario de Tiempo de silencio no reside, por tanto, en la novela en sí, sino en su carácter pionero en la literatura española que dio paso a que estas innovaciones sazonaran obras como Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, o Volverás a Región, de Juan Benet, de un modo más natural y desenvuelto.

No se puede negar que, en ocasiones, parece que el autor utiliza cada innovación técnica como quien en una perfumería abre los frascos de los fragancias para conocer sus características, solo para testarla. Ahora bien, esta artificialidad del relato no es incompatible con reportar ventajas al lector, pues la variedad en el estilo contribuye a que resulte fresca, que no embote el olfato y que no deje indiferente, como un buen perfume. Así, se asiste a oraciones de más cuarenta líneas, a un diálogo donde solo se presentan las palabras de uno de los interlocutores, a la creación constante de palabras mediante guiones («cocina-dining-living» y «dormitorio-tabernáculo-cámara de incubación», p. 139), a la explicación desde el plano de la pragmática de enunciados incompletos [en las páginas 200 y 201, «No, pero yo… (reconocimiento consternado)»], en la inclusión con un fin corrosivo de la acotación para señalar las pausas de un conferenciante pretencioso y en los cambios de perspectiva a lo largo de las sesenta y tres secuencias en que se divide la novela.

Precisamente, es el multiperspectivismo lo que exige un lector concentrado: en función del personaje desde cuya visión se relate la secuencia, la prosa varía en gran medida y adquiere un barroquismo considerable, en especial, en las escenas con personajes con mayor grado de instrucción, que son las más. De este modo, los abundantes tecnicismos del ámbito médico (como prótido en lugar de proteína en la página 8 o motoneuronas en la 9), las expresiones herméticas por medio de circunloquios (véase la referencia al Nobel de Medicina en «de ahí puede surgir el origen de otro descubrimiento más importante todavía por el que el rey sueco pueda inclinarse sobre nosotros hablando latín o en inglés macarrónico» y de metáforas puras (verbigracia, «gelatina sensible de sus ojos», cuyo término real es el humor acuoso, o «trimurti de disparejas dioses», que hace referencia a las tres mujeres dueñas de la pensión del protagonistas, p. 42) y la adaptación suigéneris de palabras extranjeras al castellano («niu dial» –New Deal, p. 9– o «ainsisuatil» –ainsi soit-il–) contrastan con expresiones del caló («Sabía que ella andaba conmigo y allí delante empieza a tocarla los achucháis», p. 53), los vulgarismos, que caracterizan a los personajes de estratos sociales más bajos, en concreto, los habitantes de las chabolas («Bruto no le es más que en lo tocante a caráter, pero no en el inteleto», dice Florita, la hija del Muelas, p. 61) o voces del nivel vulgar de la lengua («ocultaba su papo bajo suntuosos renard argentés», p. 182).

Por suerte, la presentación cronológica de los hechos, solo interrumpida, como es obvia, por la simultaneidad temporal de algunas escenas y el argumento, realista, costumbrista, ayudan a asimilar mejor estas innovaciones narrativas y atrapan al lector: el descenso a los infiernos del protagonista, de Pedro, en que se ve sumido cuando se acerca a la chabola del Muecas para comprarle unos ratones con que llevar a cabo su labor investigadora del cáncer atrapa y conmueve, debido a las escenas violentas que se desarrollan en las chabolas, el proceso degradatorio de un protagonista pasivo, que adopta la resignación ante los embates de la sociedad alienada de finales de los años 40. Además, predomina la tercera persona, que solo se ve reemplazada por el monólogo interior, esto es, la presentación de los pensamientos de los personajes interrumpidos, contradictorios, desordenados, como discurren por sus conciencias. Los monólogos interiores se digieren mejor, pues en ellos se reduce la retoricidad en el lenguaje, suena más espontáneo y con una densidad simbólica menor

De no ser por sus componentes narrativos más clásicos Tiempo de silencio no habría soslayado el riesgo de que las pretensiones intelectuales de la obra dieran lugar a una obra árida, carente de alma y de actitud, por mucho que recurra al humor negro, a la parodia (por ejemplo, en la parodia de la Eucarística, en «Doña Luis partió el pan y dio las gracias», p. 183), al erotismo sutil, camuflado, –baste mencionar el caso de la página 211, «La muchacha de la cola no está dispuesta a dividir su cola con un cuchillo porque no ama» o a los juegos de palabras. De hecho, estos elementos están al servicio de la voluntad del autor de que el lector se distancie de los personajes y pueda enjuiciarnos con mayor objetividad. Por desgracia, logra, también, ese distanciamiento a través de unos personajes definidos con un número escaso de rasgos psicológicos, dos o tres a lo sumo, de manera que, por desgracia, los personajes son, en cierto modo, de cartón piedra, no tienen esa consistencia tan real como los galdosianos. Quizá este sea el mayor defecto (y puede que único) de todo el relato, que, por suerte, se ve compensado por la maestría de Luis Martín-Santos para atrapar a sus lectores presentando acciones y situaciones tan degradantes y violentas en la cárcel, en las chabolas o en los prostíbulos y con giros argumentales excelentes. De hecho, pese a conocer todos los spoilers de la obra antes de leerla, no me ha dejado de asombrar.

No se puede hablar de los méritos de esta novela sin mencionar la generosidad con que vierte el autor su bagaje cultural de una manera contextualizada, fundamentada, en lugar de convertir la intertextualidad en puro exhibicionismo cultural. Baste mencionar, a continuación, algunos casos.

Asimismo, hay un poso de la novela picaresca en relación al contenido, por cuanto Pedro es una especie de Lazarillo adulto que va perdiendo la inocencia, depende de varios personajes –Amador, el Muecas, Dora o su jefe podrían ser considerados sus amos–, en algunos casos trabaja para ellos, y, por último, se produce, después de su descenso a los infiernos, un supuesto ascenso que, en verdad, es solo un paso resignado, de moral acomodaticia. En pocas palabras, la gran diferencia entre Lazarillo de TormesTiempo de silencio es que en el segundo el protagonista no se mueve por el ascenso social, sino que solo ansia el desarrollo profesional y se muestra incapaz de adoptar una actitud hipócrita y de ejecutar tretas. Pedro, del mismo modo, sería un don Quijote que no lucha por sus ideales, un héroe pasivo enlodado en el fango de su racionalismo. Con miras a caracterizar a Pedro, introduce Luis Martín-Santos un breve y lúcido ensayo donde analiza la figura de don Quijote y su función subversora mediante la risa.

En cuanto al descenso a los infiernos del protagonista, no puede ser más evidente la presencia de Divina Comedia, cuando describe, por ejemplo, el edificio donde tiene lugar la conferencia que antes he aludido, parodia de Ortega y Gasset y de su discurso apoyado en el símil de la manzana, y de su España invertebrada –de esta vuelve a burlarse en la página 178, «Ella miraba el tomate por un lado. Pedro lo miraba por el otro. Ambos lo veían desde diferente perspectiva»–.

Existe, también, espacio para juegos lingüísticos a la manera de Huidobro en Altazor. El siguiente fragmento recuerda a ese célebre paisaje del molino o del ojo:
Casta y casta y casta y no sólo casta torera sino casta pordiosera, casta andariega, casta destripaterrónica, casta de los siete niños siete, casta de los barrios chinos de todas las marsellas y casta de los barrios chinos y casta de las trotuarantes mujeres de ojos negros de París… (p. 154)
           
Manrique, la transformación de Gregorio Samsa, Caperucita roja, Ilíada, el enrevesado vericueto cretense (y el Minotauro, p. 219), Bécquer, Antonio de Zamora, Platón o Jardiel Poncela son mencionados o sugeridos en la obra a modo de puentes con la tradición literaria. Quisiera señalar la sugerencia de la Hidra de Lerna para reflejar la alienación de la sociedad en «la ciudad piensa con su cerebro de mil cabezas» (p. 18), los rasgos de personalidad (el desencanto, la búsqueda de la ataraxia y la pasividad) que comparte Pedro con Andrés Hurtado, el protagonista de El árbol de la ciencia, de Pío Baroja, y, por último, la relación con un cuento sobre el éxodo rural de Miguel Delibes, El pueblo en la cara, escrito unos años después de estas líneas: «El hombre nunca está perdido porque para eso está la ciudad, […] cada uno de cuyos rincones es un recogeperdidos perfeccionado, […], que el hombre –aquí– ya no es de pueblo, ya que no pareces de pueblo», p. 19.

Por si se considera que no reúne méritos suficientes, quisiera señalar la consideración al mundo del arte (Le Courbusier, Las Meninas, El Bosco, o El aquelarre, de Goya se mencionan) y la visibilización de los acallados por el patriarcado: entre todas las reflexiones acerca de cuestiones de actualidad (sí, porque aún hoy lo siguen siendo) –el escaso apoyo institucional y social de la investigación, el sistema educativo que reprueba la divergencia, el amor, el temor de las gentes incultas hacia la ciencia, las cárceles españolas, la tauromaquia, la amistad, el funcionariado  o la alienación–, destaco la denuncia del machismo en todas las esferas de la sociedad (así leemos en la página 17, «contemplar la airosa apostura de un guardia cuando pasa una mujer que es más alta que él» y «a visitar un baile de estudiantes donde las señoritas entran gratis») y su lucha contra el silencio de algunas realidades y colectivos por parte de la sociedad y de los medios de comunicaciónde la realidad, porque «La bomba no mata con el ruido sino con la radiación alfa que es (en sí) silenciosa» (p. 283), porque «la cínica candidez del cielo pretende hacer ignorar las lacras estruendosas de la tierra» (p. 29).

No solo no desatiende la urgencia de denunciar la violencia doméstica contra la mujer, sino que, también, demuestra que la literatura escrita por hombres no tiene por qué incurrir en estereotipos de la mujer obedeciendo a ese ficticio mito del eterno femenino, que combate, en otros autores, la chiapaneca Rosario Castellanos en una obra teatral. Así, desmonta el binarismo en la página 229, cuando en un bar tres personajes se miran muy sonrientes y muy contentos de que el mundo haya sido dispuesto de tal modo que en él existan dos sexos diferentes, leemos:
Algunos jóvenes escurridos de cinturas delgadas, que se apoyaban en la barra de la penumbra, parecieron mirar con desprecio ese embeleso, como convencidos de que también sin tal partición binaria la vida valdría la pena ser vivida.

En resumen, Tiempo de silencio es una novela de obligada lectura, merecedora de ser un clásico de literatura, por cuanto introduce en la narrativa española técnicas que renovaron la narrativa europea, presenta un argumento que, pese a unos personajes con una caracterización algo endeble, atrapa al lector gracias a la violencia y a la intensidad de sus escenas, y porque demuestra su compromiso real con la sociedad y con la cultura en unas reflexiones que no atentan contra la frescura ni contra el oportuno ritmo de la novela, por mucho que esta exija un lector atento, una atención que recompensa.

MARTÍN-SANTOS, Luis (2015 [1961]). Tiempo de silencio. Barcelona: Austral.

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