Con la lectura de Tiempo de silencio, novela de Luis Martín-Santos publicada en 1961, el lector asiste a una doble experimentación: por un lado, la que acomete Pedro, el protagonista, un joven médico becario que investiga el cáncer y, por otro, la del autor, quien importa a la narrativa española las innovaciones estilísticas europeas con que Virginia Woolf, Franz Kafka o James Joyce renovaron la narrativa a principios del siglo XX. A veces, se ha criticado que estas técnicas novedosas se introducen de manera abrupta y que el mérito literario de Tiempo de silencio no reside, por tanto, en la novela en sí, sino en su carácter pionero en la literatura española que dio paso a que estas innovaciones sazonaran obras como Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, o Volverás a Región, de Juan Benet, de un modo más natural y desenvuelto.
No se puede negar que, en ocasiones,
parece que el autor utiliza cada innovación técnica como quien en una
perfumería abre los frascos de los fragancias para conocer sus características,
solo para testarla. Ahora bien, esta artificialidad del relato no es
incompatible con reportar ventajas al lector, pues la variedad en el
estilo contribuye a que resulte fresca, que no embote el olfato y que no deje
indiferente, como un buen perfume. Así, se asiste a oraciones de más cuarenta
líneas, a un diálogo donde solo se
presentan las palabras de uno de los interlocutores, a la creación constante de
palabras mediante guiones («cocina-dining-living» y «dormitorio-tabernáculo-cámara
de incubación», p. 139), a la explicación desde el plano de la pragmática de
enunciados incompletos [en las páginas 200 y 201, «No, pero yo… (reconocimiento
consternado)»], en la inclusión con un fin corrosivo de la acotación para
señalar las pausas de un conferenciante pretencioso y en los cambios de
perspectiva a lo largo de las sesenta y tres secuencias en que se divide la novela.
Precisamente, es el multiperspectivismo
lo que exige un lector concentrado: en función
del personaje desde cuya visión se relate la secuencia, la prosa varía en gran
medida y adquiere un barroquismo considerable, en especial, en las escenas con personajes con mayor grado de instrucción, que son las más. De este modo, los abundantes
tecnicismos del ámbito médico (como prótido en lugar de proteína
en la página 8 o motoneuronas
en la 9), las expresiones herméticas por medio de circunloquios (véase la
referencia al Nobel de Medicina en «de ahí puede surgir el origen de otro
descubrimiento más importante todavía por el que el rey sueco pueda inclinarse
sobre nosotros hablando latín o en inglés macarrónico» y de metáforas puras (verbigracia,
«gelatina sensible de sus ojos», cuyo término real es el humor acuoso, o
«trimurti de disparejas dioses», que hace referencia a las tres mujeres dueñas
de la pensión del protagonistas, p. 42) y la adaptación suigéneris de palabras
extranjeras al castellano («niu dial» –New
Deal, p. 9– o «ainsisuatil» –ainsi
soit-il–) contrastan con expresiones del caló («Sabía que ella andaba
conmigo y allí delante empieza a tocarla los achucháis», p. 53), los vulgarismos, que caracterizan a los personajes de
estratos sociales más bajos, en concreto, los habitantes de las chabolas
(«Bruto no le es más que en lo tocante a caráter, pero no en el inteleto», dice
Florita, la hija del Muelas, p. 61) o voces del nivel vulgar de la
lengua («ocultaba su papo bajo suntuosos renard argentés», p. 182).
Por suerte, la presentación cronológica de los hechos, solo interrumpida, como es obvia, por la simultaneidad temporal de algunas escenas y el argumento, realista, costumbrista, ayudan a asimilar mejor estas innovaciones narrativas y atrapan al lector: el descenso a los infiernos del
protagonista, de Pedro, en que se ve sumido cuando se acerca a la chabola del
Muecas para comprarle unos ratones con que llevar a cabo su labor investigadora
del cáncer atrapa y conmueve, debido a las escenas violentas que se desarrollan
en las chabolas, el proceso degradatorio de un protagonista pasivo, que adopta
la resignación ante los embates de la sociedad alienada de finales de los años
40. Además, predomina la tercera persona, que solo se ve reemplazada por el monólogo interior, esto es, la presentación de los pensamientos de los personajes interrumpidos, contradictorios, desordenados, como discurren por sus conciencias. Los monólogos interiores se digieren mejor, pues en ellos se reduce la retoricidad en el lenguaje, suena más espontáneo y con una densidad simbólica menor.
De no ser por sus componentes
narrativos más clásicos Tiempo de
silencio no habría soslayado el riesgo de que las pretensiones
intelectuales de la obra dieran lugar a una obra árida, carente de alma y de
actitud, por mucho que recurra al humor negro, a la parodia (por ejemplo, en la parodia de la Eucarística, en «Doña
Luis partió el pan y dio las gracias», p. 183), al erotismo sutil, camuflado, –baste mencionar el
caso de la página 211, «La muchacha de la cola no está dispuesta a dividir su
cola con un cuchillo porque no ama» o a los juegos de palabras. De hecho, estos elementos están
al servicio de la voluntad del autor de que el lector se distancie de los
personajes y pueda enjuiciarnos con mayor objetividad. Por desgracia, logra, también, ese distanciamiento
a través de unos personajes definidos con un número escaso de rasgos psicológicos, dos o tres a lo sumo, de manera que, por
desgracia, los personajes son, en cierto modo, de cartón piedra, no tienen esa consistencia tan real como los
galdosianos. Quizá este sea el mayor defecto (y puede que único) de todo el relato, que, por suerte, se ve compensado por la maestría de Luis
Martín-Santos para atrapar a sus lectores presentando acciones y situaciones
tan degradantes y violentas en la cárcel, en las chabolas o en los prostíbulos
y con giros argumentales excelentes. De hecho, pese a conocer todos los spoilers de la obra antes de leerla, no
me ha dejado de asombrar.
No se puede hablar de los méritos de
esta novela sin mencionar la generosidad con que vierte el autor su bagaje cultural de una
manera contextualizada, fundamentada, en lugar de convertir la intertextualidad
en puro exhibicionismo cultural. Baste mencionar, a continuación, algunos
casos.
Asimismo, hay un poso de la novela
picaresca en relación al contenido, por cuanto Pedro es una especie de
Lazarillo adulto que va perdiendo la inocencia, depende de varios personajes –Amador,
el Muecas, Dora o su jefe podrían ser considerados sus amos–, en algunos casos
trabaja para ellos, y, por último, se produce, después de su descenso a los infiernos, un supuesto ascenso que, en
verdad, es solo un paso resignado, de moral acomodaticia. En pocas palabras, la gran diferencia entre Lazarillo de Tormes y Tiempo de silencio es que en el segundo el protagonista no se mueve por el ascenso social, sino que solo ansia el desarrollo profesional y se muestra incapaz
de adoptar una actitud hipócrita y de ejecutar tretas. Pedro, del mismo modo, sería un don
Quijote que no lucha por sus ideales, un héroe pasivo enlodado en el fango de
su racionalismo. Con miras a caracterizar a Pedro, introduce Luis Martín-Santos
un breve y lúcido ensayo donde analiza la figura de don Quijote y su función
subversora mediante la risa.
En cuanto al descenso a los infiernos
del protagonista, no puede ser más evidente la presencia de Divina Comedia, cuando describe, por
ejemplo, el edificio donde tiene lugar la conferencia que antes he aludido,
parodia de Ortega y Gasset y de su discurso apoyado en el símil de la manzana,
y de su España invertebrada –de esta vuelve a burlarse en la página 178, «Ella
miraba el tomate por un lado. Pedro lo miraba por el otro. Ambos lo veían desde
diferente perspectiva»–.
Existe,
también, espacio para juegos lingüísticos a la manera de Huidobro en Altazor. El siguiente fragmento recuerda
a ese célebre paisaje del molino o del ojo:
Casta
y casta y casta y no sólo casta torera sino casta pordiosera, casta andariega,
casta destripaterrónica, casta de los siete niños siete, casta de los barrios chinos
de todas las marsellas y casta de los barrios chinos y casta de las
trotuarantes mujeres de ojos negros de París… (p. 154)
Manrique, la transformación de Gregorio Samsa, Caperucita roja, Ilíada, el
enrevesado vericueto cretense (y el
Minotauro, p. 219), Bécquer, Antonio de Zamora, Platón o Jardiel Poncela son
mencionados o sugeridos en la obra a modo de puentes con la tradición
literaria. Quisiera señalar la sugerencia de la Hidra de Lerna para reflejar la
alienación de la sociedad en «la ciudad piensa con su cerebro de mil cabezas» (p.
18), los rasgos de personalidad (el desencanto, la búsqueda de la ataraxia y la
pasividad) que comparte Pedro con Andrés Hurtado, el protagonista de El árbol de la ciencia, de Pío Baroja,
y, por último, la relación con un cuento sobre el éxodo rural de Miguel
Delibes, El pueblo en la cara,
escrito unos años después de estas líneas: «El hombre nunca está perdido porque
para eso está la ciudad, […] cada uno de cuyos rincones es un recogeperdidos
perfeccionado, […], que el hombre –aquí– ya no es de pueblo, ya que no pareces
de pueblo», p. 19.
Por
si se considera que no reúne méritos suficientes, quisiera señalar la consideración
al mundo del arte (Le Courbusier, Las
Meninas, El Bosco, o El aquelarre, de Goya se mencionan) y la
visibilización de los acallados por el patriarcado: entre todas las reflexiones
acerca de cuestiones de actualidad (sí, porque aún hoy lo siguen siendo) –el
escaso apoyo institucional y social de la investigación, el sistema educativo
que reprueba la divergencia, el amor, el temor de las gentes incultas hacia la
ciencia, las cárceles españolas, la tauromaquia, la amistad, el
funcionariado o la alienación–, destaco
la denuncia del machismo en todas las esferas de la sociedad (así leemos en la
página 17, «contemplar la airosa apostura de un guardia cuando pasa una mujer
que es más alta que él» y «a visitar un baile de estudiantes donde las
señoritas entran gratis») y su lucha contra el
silencio de algunas realidades y colectivos por parte de la sociedad y de los
medios de comunicaciónde la realidad, porque «La bomba no mata con el ruido
sino con la radiación alfa que es (en sí) silenciosa» (p. 283), porque «la cínica
candidez del cielo pretende hacer ignorar las lacras estruendosas de la tierra»
(p. 29).
No
solo no desatiende la urgencia de denunciar la violencia doméstica contra la
mujer, sino que, también, demuestra que la literatura escrita por
hombres no tiene por qué incurrir en estereotipos de la mujer obedeciendo a ese ficticio mito del eterno femenino, que combate, en otros
autores, la chiapaneca Rosario Castellanos en una obra teatral. Así, desmonta el binarismo en la página 229, cuando en un bar tres personajes se
miran muy sonrientes y muy contentos de que el mundo haya sido dispuesto de tal
modo que en él existan dos sexos diferentes, leemos:
Algunos
jóvenes escurridos de cinturas delgadas, que se apoyaban en la barra de la
penumbra, parecieron mirar con desprecio ese embeleso, como convencidos de que
también sin tal partición binaria la vida valdría la pena ser vivida.
En
resumen, Tiempo de silencio es una
novela de obligada lectura, merecedora de ser un clásico de literatura, por
cuanto introduce en la narrativa española técnicas que renovaron la narrativa
europea, presenta un argumento que, pese a unos personajes con una
caracterización algo endeble, atrapa al lector gracias a la violencia y a la
intensidad de sus escenas, y porque demuestra su compromiso real con la
sociedad y con la cultura en unas reflexiones que no atentan contra la frescura
ni contra el oportuno ritmo de la novela, por mucho que esta exija un lector
atento, una atención que recompensa.
MARTÍN-SANTOS, Luis (2015 [1961]). Tiempo de silencio. Barcelona: Austral.
MARTÍN-SANTOS, Luis (2015 [1961]). Tiempo de silencio. Barcelona: Austral.
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