Que
nadie se deje engañar por la apariencia árida del título de esta novela. Baroja
(1872-1956) ofrece con El árbol de la ciencia (1911) una lectura
accesible y amena, que seduce al instante al escéptico, que evade de sus
preocupaciones al ensimismado, que desvela al adormecido y que centra al
distraído. Y lo más admirable de esto es que no prescinde de ambición
literaria: no rebaja la cantidad de amargura, de pesimismo y de denuncia de la
crisis de valores éticos de la sociedad de finales del siglo XIX ni tampoco
escatima en reflexiones filosóficas, en general, de corte existencialista.
Lejos de cualquier idealismo y de evasión de la realidad, este autor
donostiarra la señala con crudeza.
Imagino
que ahora mismo el lector se preguntará de qué manera logra el carácter
accesible de la novela pese a sus rasgos intelectuales y a la profunda crisis
existencialista que atraviesa Andrés Hurtado, quien relata, a partir de su
ingreso en la universidad para estudiar medicina, su proceso de maduración
personal y la angustia que le generan el no hallar un sentido a la vida y el
contraste entre su código ético firme y la falta de valores de la sociedad. Si
bien el conflicto, este, es fácilmente reconocible, no lo es tanto el
argumento, pues no hay un planteamiento claro, sino que hay una continua
aparición de escenas que acaban acrecentando el desengaño del protagonista, de
manera que, al principio, el lector puede encontrarse un poco desorientado al
no tener claro hacia dónde se va a dirigir Baroja, cuál es su destino, cuál es
su intención. Más adelante, no hay duda: la novela comienza in medias res,
sin presentar el conflicto, ciñéndose su autor a mostrar una de las formas en
que se materializa este conflicto, pero no es difícil sospechar que el
planteamiento sería la infancia de Andrés Hurtado, la inconsciencia y la
ignorancia acerca de la amargura del mundo («el árbol de la vida»), en la que viven los fuertes, los
bizarros y los felices, y el propio personaje hasta su camino hacia el
conocimiento y los problemas del mundo, en términos bíblicos, «el árbol de la ciencia», hacia el que se enfila cuando aparecen
los conflictos de Andrés Hurtado con su familia tras la muerte de su madre.
Así, en el nudo se narran las relaciones lacerantes, destructivas, de Andrés a
lo largo de casi treinta años, durante su adultez, entre la mentira feliz y la
verdad dolorosa, entre la voluntad y el conocimiento, entre la vida y la ciencia.
En el desenlace se resuelve esa tensión entre estos elementos opuestos.
Recuperando
la cuestión que he planteado en el inicio del párrafo anterior, la novela se
asimila con facilidad gracias a su organización externa en siete partes que, a
su vez, se dividen en secciones menores, en capítulos muy breves (la media de
páginas por capítulo es de cuatro páginas), pero, también, a la tendencia a los
párrafos breves –abundan los de tres o cuatro líneas–, y al
resumen, recurso necesario para abordar treinta años de la existencia de Andrés
Hurtado en menos de trescientas páginas. Ahora bien, esto no significa que Pío
Baroja desdeñe los diálogos; lo que ocurre es que los dosifica y los emplea de
manera oportuna, ya sea para caracterizar a los personajes (como ocurre con las
conversaciones de Andrés con Lulú o con Lamela, un universitario entrado en
años enamorado de una especie de Aldonza Lorenzo a la que ve, como don Quijote,
como este a Dulcinea), para subrayar el conflicto del personaje con hecho,
aparecen con frecuencia en los acontecimientos más relevantes para caracterizar
a los personajes (baste mencionar la cuarta parte, “Inquisiciones”, en que se
recupera el formato de los diálogos renacentistas, de estirpe platónica, a
través de las conversaciones filosóficas con su tío Iturrioz, donde se
contraponen el pragmatismo y el utilitarismo). Esto último, por cierto, me
recuerda a las conversaciones de los protagonistas de Hombres buenos, de
Pérez-Reverte, cuando señalan los problemas de la sociedad española, como el
atraso cultural, el orgullo del inculto por su propia incultura o el dominio de
la picaresca. Aunque me resultó, también, una novela interesante, recomendable,
carece de la profundidad psicológica y filosófica de El árbol de la ciencia.
Otras
características que animan a no abandonar la lectura es el impresionante caudal
de personajes de intervenciones breves, anecdóticas que habitan en la novela
(solo unos pocos llegan a aparecer en más de un capítulo), la variedad de
paisajes, de escenarios, en que se desarrolla la acción y el retrato completo
de la sociedad de su tiempo. Como consecuencia, el lector disfruta de una
riqueza de temas, entre los que destacan la crítica a la enseñanza
universitaria, tanto a los catedráticos como a los alumnos (pp. 39, 62 y 158),
la preocupación de los médicos no tanto por los enfermos como por las
enfermedades (p. 83), la miseria económica y social española, la muerte, el
conocimiento y otras cuestiones filosóficas, que inquietan a Andrés, muy
influidos por las ideas de Schopenhauer.
Tal
vez peca de demasiada amargura: si Pío Baroja hubiera optado por darle alguna
satisfacción al personaje, por reducir el encadenamiento de fracasos de este,
habría reforzado la consistencia de la verosimilitud, pues, en alguna ocasión,
corre el riesgo de caricaturizar al protagonista como el típico personaje de
comedia al que todo le sale mal.
Podría
continuar indagar en la simetría compositiva, dicho de otra manera, en los
parecidos entre los capítulos primero y séptico, segundo y sexto y tercero y
cuarto, en las referencias literarias a la Biblia, Juvenal, Marcial o Quevedo,
en la inclusión de dos personajes que evocan de manera cristalina la pareja don
Quijote-Sancho en el capítulo “Tipos de casino”, o en ciertos símbolos; sin
embargo, con tal de alargar esta crítica me limitaré a recordar dos aspectos.
Por un lado, los abundantes toques de humor, incluso, de humor negro, que
endulzan en cierto modo la amargura con que el narrador en tercera persona
revisa la vida de Andrés Hurtado.
La señora Benjamina recorría medio Madrid
pidiendo con distintos pretextos, enviando cartas lacrimosas […]; decía que era
viuda de un general; que acababa de morírsele un hijo de veinte años, el único
sostén de su vida; que no tenía para amortajarle ni encender un cirio con que
alumbrar su cadáver.
El transeúnte a veces se estremecía, a
veces replicaba que debía tener muchos hijos de veinte años cuando con tanta
frecuencia se le moría uno (p. 120).
Por
otro lado, como señalé en mi recensión crítica de Tiempo de silencio, la
admiración de Luis Martín-Santos por la prosa barojiana hace que Pedro comparta
algunos de sus rasgos más relevantes (su pasividad fruto del conocimiento, su
condición de médicos y su dificultad para adaptarse a una sociedad en la que escasamente
incide un código ético) con Andrés Hurtado. Ambos pierden la inocencia en su
juventud como Lazarillo de Tormes en su infancia, pero, a diferencia de este
último, no optan por la hipocresía, se resisten a ser pícaros en una tierra de
pícaros, de manera que su singularidad los aboca a la angustia vital y al
desarraigo, que cristaliza en la búsqueda de la ataraxia, de la impasibilidad.
En
definitiva, una novela muy recomendable, un clásico imprescindible, para todas
las edades y para todo aquel que, pese a la comodidad de la ignorancia, no duda
en cobijarse bajo el árbol de la ciencia.
–¿Y
qué? –replicó Andrés–.
Uno tiene la angustia, la desesperación de no saber qué hacer con la vida, de
no tener un plan, de encontrarse perdido, sin brújula, sin luz a donde
dirigirse. ¿Qué se hace con la vida? ¿Qué dirección se le da? Si la vida tan
fuerte que le arrastrara a uno, el pensar sería una maravilla, algo como
penetrar en un oasis de paz; pero la vida es estúpida, sin emociones, sin
accidentes, al menos aquí, y creo que en todas partes, y el pensamiento se
llena de terrores como compensación a la esterilidad emocional de la existencia
(p. 159).
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