Atravesó el umbral de la juguetería y saludó al dependiente que, ensimismado en la caja registradora y en su teléfono móvil, no le devolvió el saludo. A juego con la frialdad del empleado, el establecimiento con su techo alto de paneles blancos de fibra de vidrio y con las paredes forradas de ingentes placas de acero resultaba frío a la vista y, también, al tacto. Ninguna ventana, ninguna fuente de luz natural. Imponentes focos de luz blanca fría iluminaban los cien metros cuadrados de la tienda con sus filas generosas de estantes. Rebosaban en ellos juegos de mesa, sets de cocina, packs de dinosaurios y de robots, muñecas famélicas aguantando la mirada con firmeza y sonriendo de modo eficaz y terrorífico, al mismo tiempo, al mostrar sus dientes estrechos y apiñados. Los embalajes aportaban la nota discordante y colorida en un establecimiento desangelado donde, además, el hilo musical martilleaba los tímpanos con sus melodías pretendidamente infantiles y cálidas. Miguel Ángel, vestido con el uniforme de la cervecería y el olor a huevo podrido en las narices por culpa de los compuestos de azufre y de la fermentación de la cerveza, buscaba un coche de policía, el juguete que por haber aprobado todas las asignaturas le había prometido a su hijo de ocho años. Y, cuando lo encontró, hubiera querido no encontrarlo. 45 pavos. Echó las manos al bolsillo y escarbó. Las llaves del coche, el móvil, la cajetilla recién comprada y un billete de cincuenta. Demasiado caro. Alegando problemas financieros, la compañía cervecera pagaba poco y tarde. «Todo aprobado, enhorabuena, estas Navidades tu padre te traerá un coche de policía bien merecido», se le venían a la mente sus palabras, que en este instante se clavaban en sus vísperas como se clavan en los pies sangrientos de un faquir bisoño los cristales cortados. El dilema: o afrontar el precio prohibitivo del juguete o vivir de la caridad hasta la próxima paga. Optó por el juguete, un hombre tiene que cumplir su palabra, se dijo. Mas, a un metro de la caja reculó. Devolvió el coche a su estante y escribió algo en el móvil. De repente, la oscuridad.
Despertó en una habitación cuadrada de unos diez metros de superficie con un mono verde. Sin saber dónde ni cómo había llegado hasta allí ni cuánto tiempo había estado durmiendo. Las paredes altas y verdes, un pequeño camastro verde y una silla de plástico del mismo color. Verde. Nada más que eso, nada más que este color uniforme e invasivo. Miguel Ángel levantó la cabeza y encontró, a modo de techo, una parrilla de raíles con multitud de focos apagados y uno, el más grande, iluminando su celda de un blanco frío que lo desconcertaba. Advirtió unos pasos aproximándose. Cada vez más cerca. Se abrió una puerta y entró una mujer de mediana edad, corpulenta, con unos botines negros y un impoluto traje de chaqueta gris en armonía con su impoluto semblante severo. Dejó en el suelo una bandeja con mújol asado con patatas, un vaso de vino blanco y una tarrina de cuajada. Al lado, un disfraz de policía y un papel. «Señor López, le traigo su comida. Coma rápido y apréndase el guión; enseguida comenzará el rodaje», le espetó. «Espere, no se vaya. Dígame antes qué hago aquí, quién es usted y qué cojones es todo esto», inquirió. «Aquí no está para preguntar, sino para responder. Más vale que no olvide ese consejo», dijo ella y se largó.
Cuando hubo saciado el apetito, una voz grave distorsionada acometió contra el silencio: «Miguel Ángel, comienza el rodaje del anuncio. Vístase y frente a la cámara que bajará en unos segundos del techo recite el texto de acuerdo con sus acotaciones. Module bien la voz». Dejó el tenedor y el cuchillo sobre la bandeja espeluznado y se caracterizó de policía. Percibió un punto rojo de láser. «Inicio del acondicionamiento neotroll. Colóquese frente a la cámara, justo sobre el punto rojo. Recite», regresó la voz. Si bien cumplió las primeras instrucciones, finalmente se opuso: «Me niego a faltar a mis principios, un buen padre no lo es por regalarle de todo a sus hijos y no pienso decir lo contrario, psicópatas. Liberadme, hijos de puta».
De inmediato, ascendieron la cámara, el camastro y la silla, y desapareció el láser. «Usted es libre, puede elegir la opción que más le convenga, igual que nosotros haremos. Y como la libertad entraña consecuencias, aténgase ahora a ellas. Sin más dilación, le toca decidir entre morir o la vida. Para esta última opción, solo tiene que recitar el texto», replicó la voz y el tamaño de la celda comenzó a reducirse paulatinamente. De diez metros cuadrados pasó a 9, luego a 8, luego a 7… 4 metros cuadrados, después 3, 2… Tomó el cuchillo de la mesa y comenzó a resquebrajar las paredes menguantes. «Os voy a rajar. Antes de morir yo, os mato a vosotros», exclamó. Continuaban cerrándose en torno a él los muros. Un metro y medio. Ya ni siquiera podía extender los brazos. La intensidad de la luz se perdía. Ante la cercanía progresiva e imparable de la silla, la apiló y se subió en ella. Profirió casi a oscuras incontables tajos sobre la pared asfixiante. Un solo metro cuadrado. La presión estaba a punto de destrozar el asiento. Tras las hendiduras en la tela verde, descubrió una capa de cristal duro y tras ella, más tela verde. La presión destrozó la silla. «No podréis conmigo, ¿me oís?». 40 centímetros; segundos más tarde, solo 20… Le comprimía el pecho la pared, de modo que respiraba con gran dificultad. Para facilitar la entrada, aunque mínima, de oxígeno, empezó a inspirar con la cabeza hacia arriba. 17 centímetros. El sudor lo empapaba. No veía nada. Henchir los pulmones de aire era una tarea cada vez más difícil; imposible, unos segundos después. Jadeaba. 15 centímetros cuadrados.
«Atrapa a malhechores –recitó sofocado, resignado e incapaz de transmitir la alegría requerida del texto, irradiando humillación–, persiga a delincuentes y asesinos…, proteja la ciudad… y conduzca a villanos hasta la comisaría. Y todo con este espléndido e imprescindible… –resollaba ante la cámara– coche de policía, el juguete que todo… hijo espera… de un… buen padre. No lo dude, cómprele Polizeiwagen y márquese un tanto. Todo por la… felicidad… de su hijo».
Al día siguiente dormido y con magulladuras y escupitajos en las extremidades lo encontró la mujer de semblante serio, cuyo nombre –Pilar– no tardaría en conocer. Venía acompañada de dos hombres robustos y armados.
—¿Por qué me haces esto, psicópata? ¿Para quién trabajas? –se abalanzó contra ella llorando; la hubiera estrangulado de no ser porque lo frenaron aquellos hombres.
—No le surte efecto la publicidad, no responde de modo efectivo a los impactos de verdad tratada. Es usted, por tanto, un peligro para la sociedad: aparte, ha cuestionado la soberanía de los niños, la servidumbre respecto de los hijos a la que sus padres están sujetos. Ha violado la democrática lógica de la masa y, para más inri, se jacta de ello en las redes sociales incitando a la rebelión de las clases bajas.
—Esto es una broma, ¿no? Que suene la melodía, me obsequien con un ramo de flores y me pongan la pegatina de inocente.
—Sabe bien usted que no.
—Entonces, no pienso ceder al chantaje, no voy a ser un alienado más.
—¿Acaso no lo es ya? Ayer noche acabó usted grabando el anuncio contra sus principios y lo hizo por miedo a la muerte, como cualquier otra oveja del rebaño. Y mírese, lleno de escupitajos y sangre; ayer se autolesionó, sintiendo asco de sí mismo.
—Cállese, perra.
—Tranquilo, aquí le acondicionaremos para la sociedad, para la realidad.
Lo sacaron de la celda verde y atravesó un pasillo forrado, igualmente, de tela verde de croma y con numerosas puertas. En el pasillo una mujer y una niña se quitaban unos gorros de cocina y un delantal y las desmaquillaban llorando. Había letreros, pero la rapidez con que lo arrastraron no le permitió su lectura. Al fondo, percibió una puerta de tiras. Entró en una sala, provisto de un mobiliario de estilo industrial, donde predominaban las láminas de acero, la madera reutilizada de palés y unos focos de luz blanca cálida. Parecía un comedor como el de cualquier hogar, salvo por la ausencia de ventanas. Sentados en sofás en torno a una mesa baja con unas pastillas verdes en la mesa, una docena de individuos vestidos de calle, de ademanes burgueses, departía de modo profuso; bebían café e infusiones acompañados de dulces y de sonrisas cómplices y excesivas. Lo saludaron con una cortesía no sentida, artificial, cuasisintética. Sus caras no le eran del todo extrañas. Reconoció a la maestra de su hijo Miguel, a una deportista célebre, al jefe de su esposa y alguna cara cuya identidad no pudo descifrar. Se encendió el proyector y mostró una escena: su visita a la juguetería y, luego, el mensaje que publicó en redes sociales allí. Acto seguido, la cortesía inicial se tornó en odio, en desprecio. «Pues a mi hija no le falta de nada, como buena madre que soy», «No sé cómo no se te cae la cara de vergüenza privando a tu hijo de un regalo, neotroll», «Tú no eres un servidor de tu hijo. Eres indigno de llamarte padre», «¡Hay que ver! Es un gentuza, no tiene corazón. Me imagino a tu desgraciado hijo esperando feliz para recibir su regalo y abrazarte con fuerza y al final ¿para qué? ¿para descubrir la insensibilidad y el egoísmo del padre?», «Y no nos salgas con que no tienes dinero. Quien quiere tener tiene. ¿A qué fumas? Para eso sí hay pasta, ¿eh? Púdrete en el infierno, proletario díscolo», le profirieron mientras el cañón proyectaba imágenes de hijos con sonrisas de oreja a oreja y con regalos en las manos abrazando felices a sus padres.
La maestra de Miguel –muy joven, recién graduada– se dirigió a un tocadiscos, situado junto al mueble del televisor. La siguió.
—¿Qué estás haciendo aquí entre tanto psicópata?
—Nadie puede detener un río desbordado. No hay escapatoria. La corriente siempre te acaba arrastrando. Al final, o pasas por el aro o asumes la exclusión (si no, la muerte).
—¡Eso es alienación!
—En absoluto. Como bien señala la directora, Pilar, no es alienación, sino una cuestión de empatía, por cuanto no actuamos en función de cómo actúen los otros, sino que, poniéndonos en su lugar, comprendiéndolos, acabamos considerando válidos los actos ajenos y reproduciéndolos.
—Os sorbe el seso la loca en este centro de adoctrinamiento.
—Estás muy equivocado. Uno de los principios de esta sociedad es la libertad. Eres libre, puedes decidir. Si no me equivoco, tienes un cuchillo en el bolsillo, el de la cena –todos lo tenemos–. Ergo, ¿por qué sigues viviendo si no te gusta tu vida?
—Pero no somos libres, abre los ojos. Nos debatimos entre la muerte y la muerte humillante, vivir hasta que nos maten o hasta que la autodestrucción escueza tanto y pese que nos veamos abocados al suicidio.
—¡Déjate de dramas! Tómate una pastilla verde, te ayudará a retener la lógica de la organización y olvidar el medio de aprendizaje. Fluye, siéntete libre.
—Yo no quiero sentirme libre, quiero serlo. Ayúdame a salir de aquí –comenzó a enfurecerse.
—Tras la puerta de tiras hay unos monos grises, como los de los guardianes que acompañan a la presidenta, ponte uno y avanza hasta la puerta principal. Encontrarás a un vigilante, caracterizado de guardián pídele que te abra la puerta, no te pondrá pegas. Por cierto, antes de que te enteres por otros, me gustaría advertirte de que a Miguel ayer se lo llevaron de clase para grabar un anuncio –dijo apenada y cabizbaja–. Pero, tranquilo, lo trajeron luego antes de que lo recogiera su abuelo.
—¿Y lo permitiste, hija de puta? ¿No llamaste a la policía? –la agarró furioso del cuello–.
Corrieron los presentes a auxiliarla, pero ya era tarde: Miguel Ángel tomó el cuchillo del pantalón y la apuñaló por la zona del páncreas. De improviso, visión borrosa. Vuelta al negro.
Despertó en una sala de paredes y techo verdes amplísima, como diez veces su celda, encadenado a una mesa de trabajo modular y no era el único. A ojo, habría unos ochenta trabajadores cubiertos con un mono verde. Sobre cada banco había miles de piezas de juguetes que ensamblar, etiquetar, pintar o reparar. Trabajaban sin descanso, mirando alarmados el reloj ciclópeo de la pared y, aún más, una especie de tonel con una superficie blanca; a juzgar por su textura, bien podría pasar por ser el hermano pequeño del aparato de las resonancias magnéticas. Olor fecal. Organizados en filas y de cara a ese tonel, que entre ellos llamaban el barril del barrido o, simplemente, la escoba, bregaban atemorizados en sus monos empapados de orina, por cuyos bajos se desbordaban las heces incontenibles. Un guardián le proporcionó a Miguel Ángel unas piezas de juguete en las que predominaba el azul marino; también, herramientas y unas instrucciones: tenía que fabricar coches de policía de juguete, el mayor número. «¿No querías regalarle a tu hijo un coche de policía? Es tu oportunidad para ganártelo. Por cada hora de trabajo recibirás diez céntimos, a menos que seas el jornalero que menos rinda y acabes sometido a un tratamiento de acondicionamiento definitivo», le informó antes de marcharse.
Un televisor, mientras tanto, emitía publicidad. Anuncios de juguetes. Un padre recomendando a los televidentes sofocado y con la voz entrecortada regalar a los hijos un coche de policía. Una madre y una hija vestidas con delantales y gorros de cocinero publicitando una cocina de juguete. Luego, un reality show donde los niños, a modo de coaches, animaban a los adultos a presentar candidatos a un casting de futuros padres. El premio, los propios niños. Acompañando con una música sensiblera el anuncio mostraba vídeos con cambios de plano casi ilimitados y excesiva postproducción en los que los padres biológicos de estos niños despotricaban contra ellos y, al parecer, anunciaban su abandono.
—¡Eh, nuevo! Ese tratamiento es el barril del barrido –le indicó el jornalero más cercano–.
—¿Pero qué es ese barril?
—Te dan una pastilla y te meten ahí, a ese aparato con agua ardiendo que va subiendo de nivel hasta ahogar al loco ingobernable o al neotroll, como lo suelen llamar. Algunos vienen de la calle y los matan directamente sin humillarlos antes en rodajes de anuncios.
—¿Y qué hacemos aquí quietos? Escapemos, luchemos por nuestra libertad. Tenemos cuchillos y otros objetos punzantes, ¿a qué esperamos? Desatémonos.
—¿Y crees que la violencia nos hará más libres? Mientras luchas por la libertad, te cavas tu propia tumba. Si eres obediente, al final te forzarán a tragar una pastilla y te permitirán salir a la calle. No me hagas perder más tiempo, esa estrategia es ya muy vieja. Solo quedan quince minutos para la siguiente muerte.
Forcejeó Miguel Ángel la cerradura de su cadena con un destornillador menudo de estrella. Sin éxito. El tiempo apremiaba: por si acaso, comenzó a ensamblar en la estructura negra del coche de policía los neumáticos, el capó, el guardabarros. A pegar, asimismo, las etiquetas que representaban los cristales y la calandra. «Esto es casi como un talent show de cocina macabro, con la única diferencia de que aquí ya sales por la puerta muerto y no inmediatamente después», pensó. Por el televisor se le figuró ver a su hijo Miguel y, a continuación, a él mismo. «No, no puede ser, habrá sido una mala pasada del miedo, la sugestión, joder», se dijo a sí mismo y continuó intentando liberarse en vano de la cadena. Prosiguió con el decimotercer coche de policía.
Un cuarto de hora más tarde, se interrumpió la propaganda y entró Pilar. Se paseó por entre los pasillos infectos, procurando evitar el vómito debido a la fetidez del ambiente y seleccionó al neotroll ganador, el más vago. «Obrero díscolo número 33 introdúzcase en el equipo de acondicionamiento definitivo. Junto a él tiene la pastilla amiga. Puede tomarla o no para acelerar el proceso. Goza de libertad, ¡para que luego digan! Y que el resto –se dirigió la mujer a los presentes– saque sus conclusiones y trabaje con más brío. La libertad está en sus manos». Miguel Ángel había conseguido abrir la cerradura. Por el momento, fingió seguir encadenado, cosa que no le resultó complicada. El 33 se enfiló a paso lento y cabizbajo al aparato cuando, de pronto, el número 57 intentó apuñalar a la presidenta de la organización al grito de «Perra, por encima de mi cadáver matarás a mi hijo». «No, no lo mataré, puesto que, a diferencia de ustedes, no soy una criminal. Aquí, como de sobra saben, la muerte es voluntaria y se ejecuta desde la libertad (quien trabaja vive, es fácil de entender, ¿no?). Dice, Número 57, que por encima de su cadáver acondicionaremos a su hijo, pues comprobemos si se sacrificaría por él. Le ofrezco que ocupe el lugar de su primogénito», lo retó.
Una hora más tarde, Miguel desató a todos gracias a su destreza y a la determinación firme de cumplir la promesa realizada a Miguel. El júbilo se prolongó poco tiempo en el taller: Pilar envió al número 57 al aparato letal. Sin terminar siquiera un par de juguetes, había dejado que el remordimiento lo matara. “Y el padre del neotroll 33 continúa los pasos de su hijo. Venga, valiente, a la escoba. Tengo entendido que así es cómo la llamáis», anunció Pilar con un tono chulesco. “Te voy a matar, hija de perra», Miguel Ángel se decía entre dientes desde su banco de trabajo, fingiendo, como el resto, que las cadenas aún lo retenían. Aguardó el momento idóneo. En paralelo a su discurrir, en taller prosiguió el proceso de acondicionamiento.
—¿Dónde ha quedado la democracia por la que lucharon nuestros bisabuelos? –musitó el reo de muerte.
—Veo que no ha aprendido nada, Matías. Usted está aquí por su naturaleza díscola y nuestra intención fue reconducirlo, acondicionarlo a la realidad. No lo quiso; usted libremente actuó y ahora con la misma libertad afrontará el paso definitivo de acondicionamiento.
—Llámalo por su nombre, al menos: PENA CAPITAL. ¡Con qué facilidad se lleva a cabo, pero con qué dificultad se nombra, si es que se nombra!
Aclaró Pilar cínica que el barril del barrido era una mecanismo de las sociedades avanzadas. «Lo frecuente, los hábitos de la mayoría del pueblo, se convierte en norma. ¿Acaso existe algo más democrático?». Antes los medios de comunicación ridiculizaban al disidente y promovían el boicot con vistas a aplacarlo, a acondicionarlo. Los ciudadanos con toda su generosidad contribuían. Desde luego, el método era más efectivo y rápido que escucharlo y comprenderlo, pero no lo suficiente con respecto a la premura que exige la vida actual.
—Bueno, dejémonos el palique. La escoba es una metáfora del avance de la sociedad democrática, y punto.
—Una metáfora no: este puñetero infierno es real.
De improviso, se santiguó Miguel Ángel y arremetió contra Pilar por la espalda colocando el cuchillo en su garganta. «¡Reza porque estás muerta, loca!», la amenazó el proletario con los ojos a punto de salir de sus órbitas. «Haga lo que considere –lo desafió Pilar a sangre fría–. Si bien soy la presidenta de la organización, no me importa. ¿Por qué se cree que os permito la posesión de un cuchillo? Podrá eliminarme a mí, pero no al sistema. Salga a la calle y es hombre muerto, se lo aseguro. Gracias a mis hombres o gracias a la labor de sus vecinos, sus amigos o, incluso, su esposa, será un jodido fiambre”. El hombre cerró los ojos y le rebanó el cuello. Animó al resto de presos a escapar. Solo dos lo acompañaron. Huyó. Descubrió, entonces, que la organización operaba en el colegio del municipio. Recorrió el pueblo. Maloliente y húmedo con el mono verde, encaró las miradas de odio del vecindario, las amenazas de las clases privilegiadas y el silencio de los disidentes, que atronaba, si cabe más, que el mayor de los insultos. Llegó a casa.
«Mi marido necesita ayuda psicológica urgente, viene hecho un pordiosero y habla de paredes que se cierran sobre él, de asesinatos en el colegio de mi hijo, etc. Estoy muy asustada, agente», escuchó a su esposa en tanto en la ducha Miguel Ángel procuraba limpiar su cuerpo de heces, de orina y de humillación.
Al salir abrazó a su hijo Miguel, que se entretenía en el salón con un tractor de juguete del tamaño de un puño, un tractor cochambroso, descarrillado y vetusto. Lo besó en la mejilla. Sonó un silbato lejano desde la calle. A su hijo, entonces, lo abrazó aún más con fuerza, como si la intensidad de esta muestra de afecto le permitiera fundirse con él. Lloraba, al mismo. Cada vez más cercano sonaba el silbato de un vehículo policial cada vez más próximo. Se asomó conmovido a la ventana. Vio detenerse el coche junto a la acera, frente a su vivienda. «Miguel, asómate a la ventana. Tu padre te ha traído un coche de policía y, encima, es real. No olvides que tu padre siempre cumplió con su palabra. No me olvides nunca, hijo, te quiero», dijo con templanza o fingiendo poseerla. Lo arrestaron por neotroll, criminal herético, de acuerdo con las palabras de los dos policías. Lo empujaron al coche, al asiento trasero. «Miguel, te quiero, no me olvides». «Y yo a ti, papá. ¿Dónde te llevan? ¿Puedo ir contigo? Vuelve pronto, papá. Te quiero». Miguel Ángel prefirió no prometer.
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