Si
algo queda claro una vez leída esta novela, es que Sara Mesa promete
y cumple. Es más que una promesa, a juzgar por Cicatriz. La
historia cuenta la asfixiante relación entre Sonia y un tal Knut
que conoció en un foro, que la acosa sirviéndose de su vanidad y su debilidad y del que recibe regalos cada vez más caros,
más voluminosos y más íntimos. En sus casi doscientas páginas reflexiona acerca del anonimato en la red, de las relaciones
tóxicas, el consumismo desmesurado y los robos en grandes
superficies, pilares todos ellos de la trama.
Cicatriz
resulta una novela sólida y atemporal, lo cual es de agradecer pues
su autora reduce al máximo las menciones a la tecnología, no abusa de ellas. Así la autora evita que la novela resulte obsoleta en unos años, como resultado de la evolución de la tecnología. Cicatriz no
caducará rápido.
No
cabe duda de que la trama en manos de otra pluma, sin la destreza de
Sara Mesa, sin su dominio tan admirable de la técnica, habría perdido en interés,
en solvencia. Por ello, celebro la concisión y la reducción del
número de personajes, de los espacios y, sobre todo, del lenguaje
(en Cicatriz no tienen cabida la retórica vacua y el
preciosismo lingüístico) de manera que la historia va al grano.
Como resultado, expresa mejor la angustia, la atmósfera asfixiante,
de la novela. De hecho, recuerda al tono sobrio, afilado, industrial,
frío y aun así embriagador de 1984 y,
en general, de las novelas distópicas aunque Cicatriz
no pertenezca a este género. Ahora
bien, con la ayuda de la primera persona como voz narrativa Sara Mesa, aun por medio del lenguaje cortante y frío, logra que los lectores empaticen con la protagonista.
Quisiera,
además, mencionar la magistral caracterización de los personajes y
la fuerza expresiva de la acumulación de objetos en la vivienda de
la protagonista, recurso clave en Las sillas de Ionesco, con
el mismo propósito, esto
es, generar agobio y un ambiente tenso y asfixiante en el público.
Un acierto incuestionable, sin lugar a dudas. También sobresalen las distintas situaciones eróticas, mejor dicho, morbosas o fetichistas, sugeridas. Esta tensión sexual no resuelta acrecienta la tensión dramática.
Quizá
más discutible sean los saltos temporales. La dislocación del orden
cronológico resulta acertada por cuanto refleja la incapacidad para
ordenar los sentimientos de la protagonista, para tomar el control de
su vida y, además, para acrecentar la angustia y el desconcierto y
mantener el interés en el lector. A priori sería positivo; sin
embargo, al anticipar escenas cada vez más peligrosas y más
amenazantes la percepción de esto resulta menos intensa, incluso
plana, cuando se desarrollan con plenitud. Desde luego, la cuestión no es fácil de resolver: una
narración lineal habría restado fuerza expresiva a la historia pero esto hubiera evidenciado mejor la tensión ascendente de la historia, la progresión hacia el
clímax. Los saltos temporales, a mi parecer, exigen
alguna escena memorable, más efectiva, con mayor impacto que las que
conforman Cicatriz. En cualquier caso, es una novela que
promete y cumple, que merece ser leída y que, desde luego, nos
obliga a temer muy en cuenta las próximas obras de Sara Mesa.
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