Si tuviera que definir con tres
palabras El río del Edén (2012), novela del leonés y académico de la RAE
José María Merino, emplearía las siguientes: contención, intertextualidad y
naturaleza. Como carezco de tal restricción y soy consciente de que estas
ofrecen una visión reducida y, por tanto, no del todo auténtica, analizaré la
obra con cierta hondura partiendo, no obstante, de las tres palabras
anteriores.
Contención
La contención se vislumbra tanto
en la precisión léxica, en la sobriedad estilística y en otros planos formales
como en el contenido. En la trama no anidan aventuras truculentas, escabrosas o
increíbles, ni las necesita. Se trata de una novela intimista, cuyo eje
vertebrador son los sentimientos en
general y, en concreto, el amor, la traición, el arrepentimiento y la
redención. Es la historia de Daniel y su hijo Silvio, menospreciado por su
propio padre por sufrir síndrome de Down, hacen una larga caminata por los
parajes del Alto Tajo donde piensan arrojar las cenizas de la difunta Tere,
esposa y madre respectivamente de los personajes, precisamente en el lugar que
fue testigo del intenso amor que
vivieron Daniel y ella en años de juventud y que, luego, se prolongó con sus
idas y venidas, con sus más y con sus menos. A lo largo de la caminata, se suceden
los recuerdos de Daniel sobre su historia de amor y las conversaciones algo
particulares con su hijo Daniel. En un principio el argumento por su sencillez
no despierta grandes simpatías. No parece una historia de esas que cortan la
respiración y que enganchan de tal modo que te bebes sus páginas en dos tardes,
por decirlo de alguna manera. En parte, es cierto, pues al intimismo hay que
sumarle una evolución previsible no debida a la frecuencia con que ciertos
giros argumentales aparecen en las novelas folletinescas, sino más bien por la
experiencia, por los datos estadísticos y por otros parámetros de esta índole
que, pese a su predictibilidad, no disminuyen el grado de interés del lector,
sino que favorecen el principio de verosimilitud.
Aparte de esto, la verosimilitud
encuentra otra aliada fiel: la contención en sus múltiples aspectos. Baste
mencionar la emocional, que se genera, entre otros procedimientos, a través de
los circunloquios, como la mención al síndrome de Down en la página 21 como
“ese dichoso problema del cromosoma de más”. El escritor aborda un tema
sensible y con el que un mal escritor aprovecharía para caer en excesos
sentimentales, en vistas a que los lectores experimenten una emoción facilona,
gratuita. José María Merino no lo es, se atreve a plantear cuestiones como a quién
le corresponde decidir la búsqueda de un hijo o la interrupción del embarazo,
al padre o a la madre, o como si merece la pena vivir en cualquier condición.
Además, descarta un tratamiento sensiblero, compasivo y condescendiente acerca
del síndrome de Down en favor de unas reflexiones e ideas más reales, más
humanas, aunque menos gratas.
Si bien el tono en los dos primeros tercios de la novela resulta si no lineal, ligeramente ascendente, los toques esporádicos de humor, el erotismo sutil (“Necesitabas casi de continuo mirar, acariciar, besar y lamer su cuerpo, en sus colinas y en sus humedales, en sus vaguadas y en sus oteros, en sus selvas y en sus desiertos, buscar sus desfiladeros y sus lagunas”, página 58) y la creciente complejidad de la relación entre Tere y Daniel ayudan a no perder el interés, el cual se disparará en el último tercio, o seas, las últimas cien páginas. En lo que concierne a la generación de intriga, debo mencionar las anticipaciones a modo de “spoilers” en medio de un texto donde convergen pasado, presente y futuro con una plausible maestría.
No menos favorecedora es la
capacidad de Merino para identificarnos muchas veces con unos personajes que,
incluso, cuando sacan su peor cara, llegas a comprenderlos, a aceptarlos, salvo
con una decisión de Tere (no diré cuál, para no destripar la historia), que a
mí me indigna. Creo que es la primera vez que un personaje me ha transmitido
tanta indignación. Esto solo ocurre ante personajes reales, capaces de
traspasar el texto. Con todo, sí que quiero aportar un par de puntualizaciones.
Por un lado, he echado en falta algún ápice de maldad en Silvio. Por otro lado,
la dualidad de la pareja y de Carla, la hermana de Tere, me parece primaria y
simplista, recuerda a cuando en las ficciones de la televisión y el cine un
personaje tiene que decir entre dos opciones e intervienen un ángel, a la
derecha de este, y un diablo, a la izquierda, persuadiéndole de enfilarse hacia
el bien o hacia el mar. Tal vez el autor buscaba crear ese efecto en este libro
que claramente se nutre de La Biblia –solo hace
falta leer el título y las referencias de la pareja como una suerte de Adán y
Eva modernos. El ser humano no cobija el Bien y el Mal en dos estancos
autónomos, sino que estos conviven. De hecho, el propio Daniel da cuenta de su
lucha por integrar en él sus dos Danieles, el egoísta e intransigente y el
enamorado y apacible. A esta dualidad, al tema del doble, vuelve a recurrir a la hora de articular
a Tere y a Daniel, configurando un entramado de binomios (realista-idealista,
previsora-no previsor, cerebral-pasional) que respectivamente encarnan. Y
cuando se fractura este carácter dual, el narrador habla de un tercer Daniel o
de una nueva Tere. El perfil de estos personajes carece, por tanto, de una
absoluta autonomía psicológica. Pese a ello, en cuanto estrategia generadora de
conflictos, funciona y el propio narrador en la página 55 lo explicita así:
“Tere demostró una actitud que disentía claramente de la tuya y que marcaría
dos formas contrapuestas de enfocar vuestra relación”.
La contención emocional no
consiste en ocultar o maquillar los sentimientos; esta surge del narrador en
segunda persona, que actúa como un yo desdoblado. He aquí uno de los grandes
aciertos de la novela, pues esta persona gramatical ofrece una visión objetiva
de la realidad del personaje al observarse desde fuera y, gracias a ello, la
voz del narrador resulta fidedigna, aunque restringida. Con esto, no quiero
decir que el lector conozca la verdad absoluta de la historia, dado que solo
puede acceder al pensamiento y a la reproducción de los diálogos de los
personajes gracias a la conversación consigo mismo del protagonista. Esto no
nos lleva a descartar que la imagen tan benevolente de Tere no lo sea tanto.
Tampoco significa que solo conozcamos la perspectiva de Daniel, pues en esta
obra se halla un clara multiperspectivismo que exige que el lector extraiga sus
propias conclusiones y sus juicios. Con esta segunda persona Daniel, el
narrador, transmite la sensación de estar conteniendo las ganas de llorar. Esta
contención es la que produce realmente emoción en el lector.
Intertextualidad
En las entrevistas del José María
Merino que he leído, unas cinco, siempre habla de su afición desde joven por el
género de la ciencia ficción y defiende el género del cuento, leído por un
público minoritario, aparte de una serie de ideas y de reflexiones sobre la
sociedad con las que empatizo. Los cuentos, los mitos, las leyendas y la
ciencia ficción tienen cabida en esta historia y un papel fundamental en el
avance de la historia. Es el caso del paralelismo entre el mito del conde don
Julián, que gira en torno a una traición en el río Tajo, y la relación entre
Daniel y Tere. Este gran acierto es fruto de la dilatada formación y el
conocimiento verdaderamente profundo del cuento tradicional gracias a su labor
de recopilación de cuentos populares y leyendas. Para muchos es el mayor
conocedor en España del género cuento, además de unos de los cuentistas más
talentosos en la actualidad. En cuanto a los elementos fantásticos y de ciencia
ficción, estos son trasversales y se incluyen en forma conversación sobre
extraterretres, en los cuentos que Tere narraba a Silvio o en forma de recurso
para explicar a Silvio fenómenos del mundo de un modo fácilmente entendible o
que no aminore su ánimo.
La intertextualidad se halla tanto
en la inclusión de canciones populares o en la memorización y la posterior
recitación de un fragmento de una obra de teatro por parte de Daniel que le
gustaba a su esposa. Llamativa es la referencia implícita a La dama duende
(1629) en “El montaje de la obra, la historia de la joven viuda a quien sus
hermanos pretenden mantener aislada en su casa, pero que anda por las calles
disimulando su personalidad, y que a través de una puerta oculta tras el
armario del cuarto de huéspedes entabla una extraña relación, de algún modo
fantasmal, con un invitado que reside en la habitación, entusiasmó a Tere”
(página 141).
Y la intertextualidad no termina
aquí, ya que unas líneas más abajo (página 142) Tere reflexiona sobre cómo “las
mujeres de Lope, las del Quijote, esta del Calderón” sobrepasaban las
limitaciones sociales y del patriarcado para afirmar su autonomía y su
identidad. He aquí otro paralelismo entre la obra de teatro calderoniana y El
río del Edén, puesto que, como en esta novela, las mujeres en el teatro barroco de Calderón o el
de Tirso de Molina y en la mayoría de mujeres de Don Quijote de la Mancha
no son objetos amorosos, sino sujetos amorosos capaces de demostrar
determinación. Gisela, Carla o Leti beben, como digo, de la protagonista de Don
Gil de las calzas verdes. También en la página 236 atina con el sugestivo
símil de vincular las vicisitudes de Silvio en el recreo con la Ilíada.
Casualidad o no, el propio nombre de Silvio sugiere la forma estrófica
procedente de Italia de la silva, estrofa cuyo tema más fructífero en el Siglo
de Oro fue el amor.
En el anterior epígrafe he
avanzado la influencia bíblica y sobre ella, ahora, quisiera añadir dos
cuestiones. Una es el empleo de la expresión bíblica “por los siglos de los
siglos” en la página 54, que irremediablemente al texto sagrado, y otra es la
identificación de Daniel y Tere con Adán y Eva en secuencias retrospectivas
como la de la página 17: “Aunque era verano, en aquel tiempo estos lugares no
habían sido conocidos todavía por demasiada gente y el día de vuestra caminata
erais vosotros dos, una pareja de jóvenes, sus visitantes exclusivos, los
únicos seres humanos que recorríais el espacio silvestre en el silencio que
hacía aún más preciso el suave murmullo del río o algún súbito aleteo de aves
entre el arbolado”. Pero más evidente resulta la referencia adánica treinta y
tres páginas después: “«Somos Adán y Eva en el río del Edén, en las aguas donde
se han disuelto las primeras esmeraldas de la Creación»”.
Este texto no solo abre a las
puertas a otros textos, sino también a los dibujos, concretamente, a los
mandalas, que ilustran el comienzo de cada uno de los cuarenta capítulos. El
papel decorativo queda cumplido, pero no contento con eso José María Merino los
justifica en más de un párrafo como el último del capítulo segundo sin
extravagancias, sino con una pasmosa limpieza, dado que refuerza la percepción
vital de Daniel. He aquí el párrafo: “Aunque a ti el tiempo te haya castigado,
la corriente de ese río de aguas misteriosamente glaucas permanece fluyendo con
la misma cadencia e idéntico resonar que la primera vez que lo contemplaste,
ignorante de ti, de tu paso, de ese recorrido sinuoso, inexplicable, que es tu
vida, que es la vida de todos, una raya continua, enrevesada e informe trazada
siguiendo el puro capricho, como las que dibujaba Tere en sus cuadernos por
puro entretenimiento.
José María Merino logra aunar la
tradición y la modernidad en una novela que recupera la línea de Dafnis y
Cloe de Longo de Lesbos, por el protagonismo de la naturaleza y por la
visión idílica de Daniel en los primeros dos años de relación. Este libro es
verdaderamente tradicional en su temática y en su estructura narrativa, salvo
por su ordo artificialis. El talento del autor no precisa de aditivos
tales como arquitecturas narrativas complejas o fusionar la novela con otros
géneros, más allá de incluir algún fragmento de un poema o de una pieza teatral
y otras muestras de intertextualidad.
Naturaleza
Su estilo es tradicional, pero con
una voz propia inequívoca. Entre sus características, además de la ya citada
contención, mencionaría su propensión a las enumeraciones extensas,
especialmente las referidas a la naturaleza, y su tendencia a duplicar
sintácticamente el complemento final de la oración. Como botón de muestra, en
la página 173 tenemos “[el tiempo feliz]
se desmorona apenas evocado, muy a menudo solo quedan de él esbozos fugitivos,
fogonazos”. En este caso funciona como aposición explicativa del sujeto “esbozos
fugitivos”, pero es más frecuente este recurso en los complementos
circunstanciales.
La naturaleza se erige como un
personaje central y es precisamente el entorno el que anticipa el rumbo que
toma la relación. En concreto, cuando Daniel y Tere paseaban o, ahora, Daniel y
Silvio pasean, el estado anímico del esposo y padre se caracteriza por una
estabilidad emocional y una felicidad que en el trascurso de los años incluirá
cierto regusto amargo, fruto de la asunción de que “la felicidad verdadera está
hecha de una mezcla de elementos entre los que predomina lo grato, pero sin que
se pueda excluir en ningún caso lo desagradable, e incluso lo doloroso” (página
208).
La naturaleza, descrita con
precisión y, a mi parecer, con la pretensión de concienciar de la necesidad de
preservarla y protegerla, es una fuente constante de paralelismos. Para
ilustrar esto, hallo una proyección del desdén y del abandono a Silvio por
parte de su padre a partir del gamo hembra que abandona a su cría, “que, tras descender
con torpeza, intentó remontar el abrupto talud sin conseguirlo, y que ofrecía
una imagen patética mientras pataleaba con sus extremidades débiles y flacas
intentando trepar por el repecho” (página 82). Esta escena retrospectiva de
Tere y Daniel con el gamo indefenso y torpe es un anticipo y me atrevería a
decir que también una paradoja. Solo tenéis que leer este fragmento de la
conversación que mantienen: “Acabamos de presenciar un ejemplo de alta traición
-respondiste tú-, una madre abandonando a su vástago en un momento de peligro”.
“De traición nada, pobre bicho, ha sido la lógica reacción de miedo, de pavor”,
objetó Tere (página 83). Por cierto, puede que sea muy descabellada mi
siguiente conclusión, pero lo cierto es que yo no percibo que Daniel, pese a la
aceptación de su hijo, lo ame o, al menos, no directamente, sino como una
prolongación de su esposa. De hecho, considera al niño como la herencia de su
relación con Tere, con la que actúa al
final con una entrega y una generosidad que, en verdad, podría haber evadido
perfectamente.
Por último, sobre la idea del Edén
y del no tiempo, encuentro un buen puñado de aciertos, que no puedo ignorar. El
primero es el recurso de los sumarios y el manejo de la frecuencia,
especialmente, para hablar de las rutinas y las costumbres, los cuales
consiguen crear una impresión circular de los acontecimientos. Una visión
cíclica, que desactiva la percepción lineal del tiempo. El segundo contribuye a
esto último a través de la búsqueda de una indeterminación. Con esto me refiero
a las escasas referencias temporales. ¿Cuándo comienza la historia? ¿En qué
año? ¿Qué edad tienen los personajes? Hay ciertos referencias que sirven de
anclaje, como el reencuentro de la pareja en el colegio electoral o la mención
posterior a la caída del muro de Berlín (págna 159). Esto nos hace sospechar
que esta historia de amor comenzó a principio de los ochenta, cuando los
protagonistas tendrían en torno a dieciocho años. También en la página 260
descubrimos que Daniel ha pasado “con creces los cuarenta”.
En resumen, José María Merino
firma una novela brillante que segura y merecidamente trascenderá y superará
las capas de olvido con que el paso del tiempo amenaza, pues la atemporalidad
de El río del Edén la avalan la contención estilística, la expresión de
las emociones sin excesos o histrionismos, la coherencia entre el no tiempo del
paraíso y el manejo puntual de las referencias temporales, escasas, y la
constante intertextualidad no enfocada en un alarde de erudición, sino en ahondar
en la psicología de los personajes y en nutrir de verosimilitud esta novela a
caballo entre la tradición y la modernidad, especialmente por reflejar el
sentir del hombre del siglo XXI y de sus problemas (en su mayoría los de
siempre, los que estimularon a Homero como al más joven de los escritores).
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