jueves, 15 de enero de 2015


Antena 3 tiene Algo que celebrar y no es para menos. La productora Doble Filo, capitaneada por Mariano Baselga, ha creado una comedia fresca, divertida y sin pretensiones. Se estrenó hace una semana, el 7 de enero, con buena audiencia (18,1% del share y casi tres millones y medio de espectadores) y ganando la primera batalla televisa del año a Alatriste. Está recibiendo críticas mixtas: unos la consideran una versión cutre de La gran familia española; otros, una serie entretenida pero con clichés, y otros, la comedia que el público estaba demandando, pero que no llegaba por la tendencia a las series de época o las comedias de chistes trillados ancladas en lo de siempre.

Ahora voy a desmenuzar cada aspecto de la comedia, basándome en los dos capítulos ya emitidos. Para empezar, el planteamiento atrae a cualquiera: conocer la evolución de una familia a través de los grandes acontecimientos, como bodas, bautizos o comuniones. Lo que me vino a la mente cuando leí las primeras noticias sobre la serie fue «¿Hay tantas celebraciones como para escribir más de una temporada?». Bautizos, comuniones, bodas, cumpleaños, funerales... ¿Alguna más? Según han anunciado, las celebraciones se pueden ir repitiendo, como pasa en la vida real, pero cada vez con un enfoque distinto. Además, parece ser que los guionistas tienen una lista bien extensa de celebraciones, más allá de las que nos vienen a la mente: aniversarios del Mundial de fútbol, Navidades... Sean las que sean, con este planteamiento ya gana en identidad y consigue distanciarse del resto de comedias familiares.

Muchos critican, entre ellos yo, la manía de escribir historias para toda la familia y de incluir tramas de niños y adolescentes a tutiplén. Los Serrano, El internado, Vive cantando y otras tantas de las que ya ni me acuerdo tenían mucho de eso. No obstante, Algo que celebrar no abusa de ello, a pesar de tener cuatro personajes (la adolescente rebelde, el niño travieso, el adolescente pardillo y el niño inocente), y cuando aparecen, lo hacen con acierto y de un modo justificado. Vamos, que los niños no restan, sino que suman

También suman los abuelos Manuel y Concha, interpretados por Luis Varela y Elena Irureta. Manuel fundó una pastelería de éxito, pero se resiste a jubilarse y dejar el negocio en manos de su hijo Lolo. En los dos primeros episodios hemos conocido la crisis matrimonial a raíz de una infidelidad, pues Elena, su esposa, no puede perdonar a su marido, quien le ha puesto los cuernos con la cuidadora de su madre. Ambos actores demuestran que la veteranía y el buen hacer enriquecen el resultado final

Ahora bien, si hay personajes que destacan, esos son los hijos: Lolo (Ricardo Castella), Laura (Cristina Peña), Eva (Norma Ruiz) y Santi (Alejo Sauras). El primero es el mayor de los hermanos, es un "huevón", el que siempre pringa en las obligaciones familiares y un marioneta en manos de su esposa. Laura fue una hija un tanto rebelde, pero ahora, con algo más de madurez, ya no vive en una vorágine de amantes y de juergas, pero, eso sí, no ha perdido ni un ápice de mala leche y no se calla una. Cristina Peña es una de esas actrices que siempre se adaptan bien a los personajes y con un carisma que traspasan la pantalla. Es, sin duda, uno de los grandes aciertos del reparto, junto con Norma Ruiz. Esta última interpreta a Eva, la romántica y la independiente. Norma se sale en este papel: su frescura, la comicidad de sus gestos, el cómo gesticula, etc. Y, por último, Santi, el bala perdida. En mi opinión, Alejo es buen actor, pero recuerda demasiado a Raúl de Los Serrano.

Del mismo modo Raúl Fernández, que encarna a Gorka, el novio de la prima Mariví, y, por desgracia, su papel es muy similar a El Centollo (de Con el culo al aire). Y digo "desgracia" porque está demostrado que es buen actor: solo hay que verlo en El internado y en estas dos comedias y descubrir que se mueve como pez en el agua en cualquier registro. El principal conflicto que crea es el ser el exnovio de Eva, lo que hace que, siendo primas, esta y Mariví discutan.

Entre los cuñados, la mujer de Santi, Rose (Kimberly Tell), queda en un segundo plano, frente al protagonista de la cuñadísima Pilar (Ana Rayo) y Enrique (Carlos Chamarro), conciliador, fanático de la tecnológica y el contrapunto perfecto de Laura. Así pues, el reparto y el perfil de los personajes son ejemplares, a pesar de que todavía es pronto para sacar conclusiones. 

Respecto al humor, es evidente que el humor no es el de La que se avecina ni el de Aída. La comicidad en Algo que celebrar está más elaborada, más sutil y no tan chabacano o fácil como el de las series de Telecinco. Aquí no repiten las mismas frases hasta la saciedad, no les hace falta gritar o caricaturizar a los personajes para sacar humor de las situaciones, sino que los recursos de la serie de Doble Filo son más situacionales. Con todo, hay que admitir el gran mérito de los hermanos Caballero para hacer de una serie un fenómeno social. Para mí LQSA es la mejor comedia actual, me divierte y tal, pero hay que reconocer que su humor y los discursos populistas podrían pulirse. 

Por su parte, el grafismo y las continuas secuencias en exteriores aportan luminosidad, alegría y frescura. Me encantan los cartelitos que nos anuncian si estamos en la víspera, en la ceremonia o en el banquete de la boda. Todo ello, junto con los efectos sonoros, incrementa la sensación de que la comedia no se pierde en escenas de relleno ni pierde alarga tontamente las escenas. No. Algo que celebrar es una serie fluida como pocas, dinámica y va al grano. Basta mencionar la rapidez y el efectismo para presentar a los personajes en la primera entrega: con un par de pinceladas lo hizo, pero con solvencia. Magistral.
Es una producción valiente e inteligente. De hecho, consigue contar una historia sobre una familia (una más, ¿cuántas van ya?), con los conflictos de siempre, pero lo hace con tan buen tino que parece absolutamente novedosa. Además, juega a despistar al lector, es un ejemplo de las comedias que deberían hacerse en España, de esas que juegan con nuestro horizonte de expectativas para, luego, salir por otro lado. Por ejemplo, en el segundo episodio, el novio de Eva, interpretado por Gorka Lasaosa, parecía un buen chico y, claro, al principio pensé que sería la típica trama en la que el novio se va echando leches cuando conoce que la familia de su novia está loca (lo que pasó la semana pasada). Y llegó el primer giro: con unas miradas que le echaba a Gorka mientras hablaba con su suegro en el banquete de la comunión, parecía confirmarse que era gay y que intentaba seducir al ex de su novia. De hecho, en el baño meando ambos, pensé que estaba en lo cierto, pero no. Segundo giro: era un loco obsesionado con su ex. Y eso es solo un ejemplo, pero hubo varios. 

Lo que no soporto de la serie son los avances. Sacar de contexto los puntos álgidos de la serie es un despropósito total, ya que la comicidad no llega porque explote una tarta, sino por cómo entrelazan las secuencias hasta llegar al momento de la carcajada. Si fuera por los adelantos, pensaría que la serie es malísima.

Antes de acabar, quiero también agradecer cómo juegan con la cámara, ralentizando incluso ciertos momentos o incluyendo las grabaciones caseras de Enrique. Pero, sobre todo, la grandeza de la serie está en la facilidad para identificarse con los personajes y en hacerte preguntas. Es una serie para disfrutar, para reírse, pero también para reflexionar, pues no se queda en lo meramente superficial. No alcanza el nivel de A dos metros bajo tierra, pero tiene unos personajes bien delimitados que no caen en los estereotipos y que funcionan bien. 

En definitiva, Algo que celebrar es una serie de gran potencial, donde el humor basado en lo situacional, los personajes bien perfilados, las escenas en exteriores y el gran montaje, que no prescinde de rótulos y efectos sonoros para ofrecer unos capítulos de ritmo trepidante, constituyen los pilares básicos de la nueva de Atresmedia, que, con algo más de trabajo y de suerte, puede llegar lejos y convertirse en unas comedias más aclamadas por el público.

martes, 13 de enero de 2015


En tiempos de recortes y rebajas, Santillana y la Real Academia Española lanzan al mercado una versión escolar de El Quijote por cuenta de Arturo Pérez-Reverte. Aunque el escritor murciano afirma que la adaptación pretende ser lo más fiel al texto cervantino, lo cierto es que esta presenta modificaciones sustanciales como "la renumeración y la refundición de algunos capítulos", la sustitución de algunas palabras para evitar las notas al pie de página y, por supuesto, un recorte notable de la historia. Además, se han prescindido de notas para especificar qué contenidos se han eliminado. Esto, como era de esperar, ha suscitado muy pocos aplausos y muchas críticas.

En cuanto al drama de El Quijote podado, no hay que olvidar que es solo un producto, una adaptación para los "lectores por obligación" de la ESO. Cada uno es libre de comprar el original, la adaptación de Reverte u otra. Donde algunos ven un atentado contra la literatura en manos de la Inquisición yo solo encuentro una carretera secundaria para conocer la obra magna de nuestra literatura. ¿Acaso es un atentado ofrecer alternativas?

Para mí, El Quijote es un libro enorme, en cuanto al valor filológico y sentimental, pero, para bien o para mal, no pocos creen que solo es enorme por su tamaño. Es tan cierto que, al principio, inspira temor –quizá sería más apropiado hablar de respeto– como también lo es la enorme cantidad de prejuicios acerca de su vigencia, de la dificultad para comprender ciertas palabras, de la densidad o de las diferencias respecto al castellano actual que entraña el de los siglos de oro. ¿Acaso no ayudaría a combatirlos el conocer la novela poco a poco? 

Tal vez los cambios deberían producirse en el deficiente sistema educativo, tal vez las familias deberían descubrir a los más pequeños lo bello de la literatura, pero tales cambios no se producen de un día a otro, son graduales. Por tanto, ni las anotaciones a pie de página ni la necesidad de aprobar son capaces de suplir las dificultades para adentrarse en El Quijote a una edad tan temprana. No nos engañemos: la obra íntegra se puede leer en el instituto, en el colegio y, si me apuráis, en parvulario, sí, pero sin percibir su grandeza, su potencial para reflexionar, su trascendencia, sino como un mero conjunto de letras combinadas, como el manual de una licuadora o el prospecto del ibuprofeno

Sinceramente, me alegra no haber tenido que leer la obra completa por obligación, con el único fin de aprobar una asignatura; me alegra haber descubierto hace unos poquitos meses la obra en su totalidad, sin prisas y con ansias por desgranar cada una de sus líneas. Y estoy convencido de que, a no ser por ello, me habría mostrado reticente a revisitarlo (en el cole tuve que leer una adaptación), porque hubiese asociado El Quijote con un libro de aventuras caballerescas sin más. 

Tampoco me parece mal que no haga mención a los capítulos eliminados. ¿Para qué? Cuando alguien me cuenta una anécdota, presupongo que elide información, y si me interesa, pregunto. Lo mismo ocurre aquí: el lector de esta adaptación, si se queda sediento de más Quijote (y más fiel), solo tiene que hacerse con la novela auténtica, la de Cervantes. 

En mi opinión, el problema radica en la terquedad de algunos por imponer la lectura de Cervantes a esa edad. ¿Por qué imponer a los alumnos una edad para iniciarse en las aventuras de Alonso y Panza? Iniciarse en él debería ser como el sexo: solo comenzar cuando uno se sienta preparado. Además, el problema de estas adaptaciones, de estos "snippets", radica en que, si la experiencia de su lectura no es grata, la puerta que comunica con el original queda cerrada

No obstante, falta tolerancia ante estas alternativas. Nunca he oído un debate sobre la conveniencia de las antologías poéticas. ¿Dónde está la diferencia con la poda de El Quijote? Una hipótesis: se confunde el rechazo hacia el editor, en este caso, Reverte, que tampoco es santo de mi devoción, con la adaptación en sí. Hay que adaptarse a los nuevos tiempos, al modo de vida de los lectores, pero, por supuesto, sin olvidar a aquellos, entre los que me incluyo, que nos gusta la literatura en su totalidad, sin excluir su complejidad, como un reto y como una experiencia que traslada, que conmueve y que "edita" al lector, no recortándolo, sino enriqueciéndolo.
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Os invito a leer el prólogo de Reverte y las cinco entradas que publiqué en este blog hace unos meses. También os invito a dejar vuestros comentarios: es enriquecedor conocer otros puntos de vista. Para comentar vía Blogger, debéis clicar en el cuadro naranja "Blogger" de abajo. 

8X02 Una soltera carroñera, el Urdangarín de la selva y dos putillas en la montaña rusa
Los segundos capítulos de cada temporada no suelen ser los más brillantes; esta vez tampoco ha sido la excepción. No obstante, demuestra un nuevo rumbo en la ficción basado en cameos frecuentes y en unos diálogos que desde tercera temporada no estaban tan bien preparados

Los guionistas comienzan a comprender que repetir una y otra vez las frases de turno de los personajes no es suficiente. Lo que puede explicar como una autorreferencia o un homenaje a la propia serie se había convertido desde hace mucho en una muestra de la decadencia de los guiones. Ahora se esfuerzan en crear nuevas frases "célebres" e incluir más chistes. El problema es que muchos son previsibles, le faltan identidad, y los más originales se insertan con mucha previsible. Sabes perfectamente cuando va a caer el siguiente chiste. 

En cuanto a las tramas, no todas poseen el mismo interés ni todas cuentan con un buen final. Judith ha sido la "soltera carroñera" aprovechando la ausencia de Lola para quitarle a Javi. Recuerda a una de la quinta temporada y realmente no es más, a mi parecer, una trama de relleno para llegar a la hora y media del capítulo. Por suerte, Cristina Castaño salva con su admirable talento y esas expresiones suyas que hablan por sí mismas salvan a su personaje del aburrimiento y de la monotonía. 

Fermín y Javi, junto con Leo, Vicente y Amador, van a la selva colombiana para traer de vuelta a Lola. La trama del "Urdangarín de la selva" comenzó bien, con ese tono esperpéntico, surrealista y absurdo que tanto gusta a sus seguidores. Sin embargo, se desinfla por dos razones: por resultar desaprovechada, ya que las localizaciones daban mucho juego, y por saltarse la realidad con tanto descaro. Por supuesto, LQSA puede permitirse ciertas licencias, pero que Lola escape de las FARC y llegue a casa con tanta facilidad y en menos de 24 horas no es creíble, es un ejemplo más de que el ingenio también descansa. Además, ese matrimonio indígena de Amador fortalece la idea de que los hermanos Caballero tienen predilección por las historias amorosas o sexuales más por comodidad.

El sexo vuelve a estar presente en la trama de las "dos putillas en la montaña" por dos cauces, el de Clemencia, la amiga beata de Berta, y las dos prostitutas de Antonio Recio. Clemencia, interpretada por Pilar Castro, quiere perder la virginidad con Enrique, pero no lo tiene tan fácil ya que él, en un principio, está por la labor, y ella se desenvuelve mal con los hombres, pues ha pasado toda la vida cuidando de su padre. Aunque Pilar Castro y José Luis Gil sean unos actores de tan dilatada experiencia como de enorme talento, su trama ha resultado cansina, sobre todo, las escenas en el dormitorio. Muy lenta, sin ritmo. Para más inri, las secuencias de sexo no están justificadas, no aportan nada, solo alimentan los deseos de pubescentes y la idea de que la serie es transgresora y políticamente incorrecta. En cuanto a las "putillas" de Antonio, nada hay que decir y no, por mala, sino por estar ya muy vista. 

Sin duda, lo peor de la serie en este momento es la saturación de personajes. Hay demasiados y algunos casi acaban convertidos en figurantes. Coque, Nines o Rebeca han aparecido muy poco, a pesar de que podrían sacarles mucho partido, y Maite, también, aunque por suerte los guionistas le han concedido una minitrama buscando trabajo por teléfono. 

En fin, el segundo capítulo confirma la regeneración de la serie en la octava temporada con un guión bien estructurado, con una clara intención por sorprender, aunque con escenas de sexo innecesarias y chistes encorsetados.

lunes, 5 de enero de 2015

Los pequeños bloques de plástico estaban esparcidos por el parqué. Había tantos, y eran de tantos colores, que el suelo del comedor parecía una piscina de bolas. Las piezas de LEGO estaban aisladas, a sus anchas, sin constituir figura alguna, como si pretendieran aprovechar los ratos de esparcimiento tras una prolongada estancia en una caja de cartón a modo de celda.

«Nene, recoge los juguetes», le dijo a Enrique.

En vez de inclinarse, la abundancia de bloques lo incitó a agacharse para recogerlos a puñados. A decir verdad, no le afectó demasiado: ni era la primera vez que se encargaba de ello ni tenía otro quehacer, al menos, hasta el día siguiente. Toda la noche en vela, dando vueltas sobre el colchón, cambiando de postura... Estaba acostumbrándose. Se quedaba mirando al techo con la atención con que los bebés observan los móviles de cuna para distinguir colores, músicas y formas. "Desde que ha nacido Dani, nada es lo mismo", se repetía con constancia, con firmeza y, sobre todo, con celos. Prosiguió recogiendo las piezas de LEGO. Quedaban pocas, pero las suficientes como para atiborrar la mente de más odio hacia la criatura.


Repasó las sinergias que corrompían su lozanía y rubricaban que ser uno más a la hora de comer no siempre es motivo de celebración. Que ella había cambiado mucho, que estaba de mal humor, que su cuerpo parecía otro, que él no sabía cómo ayudarla... Que se sentía titubeante, marginado y excluido en esta etapa, que se sentía un turista en su propia casa, con su propia familia. Era un testigo mudo entre las atenciones generosas de ella hacia el churumbel.
 

En tanto reclamaba en silencio volver a ser para ella el nuevo yo, o, tal vez, el mismo, recogió las piezas interconectables. Quedaba solo una: un ladrillo de 2x3. La analizó con exhaustividad y con la frialdad con que un profesor exigente corrige un examen: intentando buscar imperfecciones en una pieza parida en una máquina moldeadora de plástico, fría, industrial, pero de golpes certeros. Se trataba de una pieza azul, con seis pivotes redondos para ensamblarla con otra. Solo vislumbró un trozo de plástico moldeado. Lo guardó.

De inmediato, su hijo Daniel entró al salón, tomó la caja de ladrillos y la vació. Esfuerzo en balde: desde veinte centímetros de altura llovieron las piezas. Amarillas, azules, verdes, rojas, blancas y negras. A mayor distancia aquello habría parecido una lluvia de confeti.

—¿Estarás contento, Dani? No te basta con el cariño de tu madre, ¿verdad? No, tenía que venir el niñito a desordenarlo todo.
—Voy a jugar, papi. ¿Me ayudas a hacer una fortaleza para que no entren los dragones?

Una hora después el parqué del comedor parecía la España del Medievo –y, también, la de ahora–: un castillo, extensas, pero desaprovechadas tierras en manos de la Iglesia y pobres por doquier, representados por piezas dispersas.
—Y aquí, los dragones. ¡Ya tenemos la ciudad! –abrazó a su padre.
—En las calles no hay dragones. ¿Por qué los pones?
—¿Y por qué no?
—Vale, los pongo junto al cementerio.
—Papá, eso es el mercado de la ciudad.

Así, Enrique, aproximándose sin pausa a los cuarenta años, descubrió su propia muerte. No esa que consiste en dejar de respirar y en acabar a dos metros bajo tierra en una sepultura, o en la estantería de la sala, sino la muerte auténtica, la del niño interior, esa criatura que se marcha despacio, a veces sin advertirlo, pero se marcha. Se marcha y es más difícil recuperarla que alcanzar un globo de helio que se escapa de las manos. Se escapan las aspiraciones, las esperanzas, los sueños, la creatividad… La sensibilidad para ver más allá de lo que los ojos ven. Y, al final, solo resta el desengaño, el trago amargo, de descubrir que, cuando la realidad devora los sueños, también devora al niño, pero también al hombre.