viernes, 21 de febrero de 2014

En La lavadora del castellano, o sea, en una de las secciones del blog, comencé a analizar en octubre de 2013 algunos errores que cometen los castellanoparlantes. En la anterior entrega repasé tres: el uso indebido de en tanto que y de adolecer y de la redundancia de la expresión «homosexuales y lesbianas». Esta vez saco a colación otras tres faltas que atentan contra la corrección idiomática: sacar pecho de, cuanto menos y funcionario público.

Comenzaré con cuanto menos. ¿Su uso es agramatical?, os preguntaréis. Depende del contexto en que se inserte. Cuanto menos se emplea en enunciados de dos elementos, uno de los cuales varía su significación, dependiendo de si cambia o no la expresión de cantidad que el otro elemento alude. Es el caso de "cuanto menos duermas, más cansado estarás". Sin embargo, su uso es erróneo cuando equivale a por lo menos y a como mínimo. En ese caso y cuando se quiera matizar algo dicho con anterioridad, se debe utilizar cuando menos. Baste mencionar dos ejemplos bien ilustrativos: «Antes de acostarse, ella engulló, cuando menos, veinte bombones» y «Esa película me resultó soporífera o, cuando menos, trasnochada».

La segunda falta, en un sentido estricto, no lo es, puesto que la RAE no la censura, pero sí la desaconseja. Me estoy refiriendo a sacar pecho de. El DRAE define esta locución verbal como ‘adoptar una actitud de orgullo, de arrogancia o de desafío’ y como ‘actuar con decisión y valor ante una situación difícil’. Debido a la influencia de presumir y sacar provecho, que se rigen de la preposición de, probablemente los medios de comunicación han reemplazado por, la preposición correcta para esta locución, por de. Por tanto, se prefiere «Ante la adversidad, sacó pecho por su constancia» frente a «Ante la adversidad, sacó pecho de su constancia». 

Por último, trataré otro error que afecta a la redundancia: la combinación funcionario público. Si funcionario significa ‘persona que desempeña un cargo público’, tal y como define el DRAE, ¿acaso es pertinente incorporarle el adjetivo público? Evidentemente, no. Es redundante. Pese a ello, escritores de la talla de Miguel de Unamuno tampoco escapan de esto. En un epistolario a Eduardo Marquina suyo podemos leer: "Sufrirá usted muchas cosas como la del Heraldo. En España hoy el más libre es el funcionario público; el Estado el que menos oprime".

BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES CONSULTADAS:

miércoles, 19 de febrero de 2014

Hace dos días publiqué el último capítulo de la segunda temporada de nuestros villanos. He pensado que era necesaria una entrada donde recopilar los diecisiete capítulos y comentar cada uno un poco. Así que voy a comenzar por los de Villancicos y luego con los de Febrero. Podéis leer cada episodio haciendo clic en cada título.

VILLANCICOS Y VILLANOS (1ª Temporada) 
1. EN BUSCA DE LA SUERTE PERDIDA 
Antonio, Francisco y Emilio, tres hombres con poco en común, salvo el vivir en la mísera emocional y económica, se preparan para el sorteo de la Lotería de Navidad. En este primer capítulo se presentan a los personajes, las desgracias que les han conducido a su situación actual y cómo Antonio se gasta el poco dinero que posee en un número de lotería, después de soñar con ese décimo. Probablemente, sea el capítulo más fiel al tono que yo deseaba imprimirle al relato.

2. CUANDO LOS SUEÑOS SE PONEN A JUGAR
Emilio, temiendo que a sus casi 40 años nunca será padre, decide robarlo, con la ayuda del sacerdote y amigo Francisco. Para ello, trazan un plan de dudosa solvencia, pero realmente alocado y surrealista. Es muy del estilo del primero.

3. UNA LIBERACIÓN EMBARAZOSA Y UNA “NOCHEMALA”
Antonio les impide quedarse con el niño robado, así que aprovechan la mañana para corregir ese "pequeño desliz". Asimismo, la Nochebuena llega y ellos tienen en el frigorífico más que un yogur y algo de fiambre. Francisco aprovecha su condición de párroco para solventar este problema. A su manera, obviamente. Pero si el día fue malo, la noche mejor. Sobre todo, para Antonio por una noticia inesperada. Sin duda, es uno de los que más cariño le tengo, porque mantiene la esencia de la idea original.

4. CONDENADOS A OLVIDAR Y SER OLVIDADOS
Las familias de la ciudad, reunidas; ellos, extremadamente solos. Tan solos que no encuentran mejor entretenimiento que pasear por el cementerio, y entre lápidas, se toparán con alguien, con quien tendrán un gran encontronazo y que cambiará, en cierta medida, el suceder de los acontecimientos. Probablemente, el capítulo cuarto no sea el más ágil, el más rápido, pero me siento satisfecho con él, pues recrea esa ambiente de soledad y desgracia que los rodea.

5. LOS SANTOS Y PECADORES INOCENTES
Animado por la reconciliación de Antonio con su hija, Emilio también desea hacer las paces con su padre, intentando antes olvidar el rencor y ciertos recuerdos. Mientras tanto, Francisco contrata a una prostituta para Emilio, ya que está cansado de ver cómo su amigo se amarga tras tantos fracasos amorosos. Aunque esta parte comienza bastante reposada, a la mitad arranca ese ritmo vertiginoso de los primeros capítulos. 

6. MAÑANA DE PUTAS POÉTICAS, NOCHE DE VIEJAS EMOCIONES
Emilio intenta ligarse a la prostituta, sin saber que en verdad con ella el cortejo es innecesario. Sin embargo, su táctica de ligoteo será, cuando menos, poética y ridícula. Sin embargo, lo más patético vendría después. Los tres amigos celebran la Nochevieja, rodeados de miseria y de un nostalgia que los asfixia. El capítulo más largo de todos. Recupera, a partir de la segunda mitad, cuando se disponen a cenar, el ambiente que yo quería reflejar en estos capítulos y que se había ido perdiendo en los dos capítulos anteriores. Está claro que cuando uno escribe las ideas evolucionan hacia lugares insospechados, lo que no implica que tenga que ser a peor. Esto es muy subjetivo, pero a día de hoy me siento muy satisfecho con éste, especialmente con sus 500 últimas palabras. Y especialmente con el último párrafo, porque viene a decir que no hay que rendirse nunca por mucho que la vida se empeñe en complicarnos la existencia.

7. ÉRASE UNA MUERTE DULCE Y DOS SUCESORES DEL CID CAMPEADOR
Francisco se niega a seguir pagando a la prostituta, pero también rechaza contarlo quién es ésta en realidad. Sólo encuentra una salida: decirle que ésta ha muerto. Por los azares de la vida, acaban en un tanatorio y haciendo el mayor ridículo de cuantos habían hecho, y eso ya es decir. Honestamente y en relación al contenido, es algo largo, pero yo mataría por ver algunas escenas representadas por actores. Desde este capítulo, la temporada pierde un gran porcentaje de seriedad e incorpora muchas dosis de surrealismo y humor sutil. Bueno, en este caso, la sutileza es un decir.

8. TRES REYES NADA MAJOS
Un pacto, algo de dinero y la necesidad de hacer el bien al descubrir que alguien se ha chivado de sus "deslices". Todo eso les conduce a disfrazarse de los Reyes Magos y, sobre todo, a escandalizar a diestro y siniestro. Esta octava parte es, sin lugar a dudas, la que anticipaba con más claridad lo que acabó siendo la segunda temporada, en cuanto a surrealismo y comicidad. Probablemente sea otro de los capítulos más entrañables de los nueve primeros. 

9. UNA ISLA LLAMADA FELICIDAD
A veces no hay otra salida que poner tierra de por medio. Alguien continúa chivándose de las cosas que hacen. Entonces, por miedo a acabar en la cárcel o las futuras venganzas de la gente prefieren separarse. Quizás no sea el más atractivo a primera vista. De hecho, nunca pensé escribirlo, sino que nació para evitar alargar el anterior en exceso. Confieso que hay otros mejores. Con todo, en las líneas finales expresa las ideas principales que quería transmitir con este relato. 

Villancicos y villanos recibió una acogida tan calurosa y yo tenía tan claro que a mis personajes les quedaba tanto por vivir que me vi "obligado" a publicar un segundo relato, con los mismos personajes y cuyas tramas se entrelazaban. No obstante, se podía seguir Febrero y villanos sin necesidad de haber leído Villancicos.

>> En la próxima entrada, comentaré los capítulos de la segunda temporada.
FEBRERO Y VILLANOS (2ª Temporada) 

martes, 18 de febrero de 2014

Anoche Atresmedia y Mediaset desenvainaron sus espadas para enfrentarse a un lunes, cuando menos, intenso, televisivamente hablando. Dos ficciones españolas se estrenaban. Cada una con una temática, una estrategia de promoción y un share radicalmente opuestos. Por un lado, Velvet recrea el mundo opulento de unas galerías de alta costura donde se cuecen distintas intrigas, enfrentamientos y silencios impuestos en medio de una historia de amor imposible entre un joven experimentado y rico, que se hace con el mando de la empresa, y una guapa costurera. Éstos batallarán contra una sociedad que no permite que un hombre se case con una mujer, de estrato inferior. Por otro lado, De boca en boca (B&B) aborda cómo una revista intenta esquivar las dificultades económicas.

La estrategia de Antena 3 consistió en estrenar el capítulo íntegro en lugar de un avance, como había anunciado, y en solapar El Hormiguero, cuyos invitados fueron la pareja protagonista de la serie, Paula Echevarría y Miguel Ángel Silvestre, con Velvet ; mientras que la de Telecinco se basó en sacarse de la manga una alfombra roja donde Jesús Vázquez presentaba a los protagonistas. Mucha estrategia, mucha estrategia, pero al final la calidad ha primado.

La productora Bambú ha mimado los escenarios, la iluminación, los ambientes y, en general, todos los aspectos. El reto de superar en estas cuestiones técnicas a sus series precedentes, como Gran Hotel o Gran Reserva. Pero, no imposible. Han superado todas las expectativas en este terreno. Perdón, todas lo que se dice todas, no. Sólo hay una "oveja negra": la música. La música de la cabecera sólo puede recibir una adjetivo: magistral. Ese toque presuntuoso y sesentero no es desagradable. De hecho, predispone al público a reír y a disfrutar de la comedia. A mí me puso de buen humor. En general, los cortes musicales fueron bastantes idóneos. Como véis, la "oveja negra" no pastó allí, sino a lo largo del capítulo. Demasiado música. Parecía que las pistas musicales se prolongaban más de lo previsto. Como si se hubieran dejado la música puesta. 

Más vídeos en Antena3

Pero este pequeño error se torna insignificante, si tenemos en cuenta otros aciertos como el reparto. Era la primera vez que veía a José Sacristán (una muestra clara de lo poco cinéfilo que soy) y la verdad es que el madrileño me maravilló. Sabe transmitir seriedad, disciplina, lealtad, pero al mismo tiempo, cierta ternura, especialmente, cuando se dirige a su sobrina. Emilio, que es el personaje que interpreta, aumenta su potencial innato cuando interactúa con don Rafael, interpretado por Tito Valverde. Otro grande. Natalia Millán, Cecilia Freire, Marta Hazas, Aitana Sánchez-Gijón y Miriam Giovanelli también destacaron, aunque estas dos últimas tal vez extremaron el perfil de sus personajes: dos mujeres pérfidas. Por su parte, los dos protas, Miguel Ángel Silvestre y Paula Echevarría, que encarnan respectivamente a Alberto Márquez (el heredero de la dirección de las Galerías Velvet) y Ana Ribera, conforman la pareja de enamorados que se las verá por poder vivir ese "amor". Se nota la química entre ellos. No obstante, me temo que la necesidad de lograr una buena acogida ha pesado en la elección de los actores, pues tanto él como ella son algo limitados en los quehaceres de la actuación. M. A. Silvestre no se desenvuelve con soltura a la hora de expresar mediante gestos. Su cara parecía de silicona o cemento: da igual qué sucediera, que él continuaba con el mismo gesto. Eso sí: al menos su actuación ha sido lo suficientemente solvente como para resultar creíble y empatizar con él. Lucía, por su parte, ha estado algo más acertada que él en este aspecto, aunque su solvencia es mayor y transmite una dulzura y una sensualidad encomiables. Esta claro que la elección de Silvestre y de Echevarría para encabezar el reparto se fundamenta en la voluntad de encandilar al sector, mayoritariamente femenino, que sigue una serie, ante todo, por el físico de los actores. En muchas ocasiones, de un físico tan insignificante como la interpretación de Manuela Velasco. ¿Interpretaba o leía en voz alta el guión? 

Por Twitter, algunos apuntan que el capítulo fue lento y largo, y la perspectiva, muy edulcorada y ñoña. Para empezar, la duración no difiere de la de los episodios de las series en la actualidad. En cuanto a la lentitud, sólo puedo decir una cosa: estamos mal acostumbrados a que en la televisión todo suceda a un ritmo vertiginoso y que nos lo den todo "masticadito". Pues, por suerte, Velvet no peca de eso. Deja de asuntos sin resolver, crea interrogantes, hace intuir futuros misterios, recurre al flashback... Todo ello consigue que, a pesar de contar con una trama bastante sencilla, el modo de contarla prevalezca y gane más protagonistas hasta llegar a emocionarnos. 

Resumiendo, Velvet es una gran serie, que si mantiene el nivel en la producción y en los guiones, y que si se olvida de sorprender a los televidentes, se convertirá en una de esas ficciones que pasaran a la historia de nuestra televisión.

lunes, 17 de febrero de 2014


CAPÍTULO 8. UN “ETEREOSEXUAL” CONVENCIDO Y EL BINGO DE LA VIDA 
Hay olores que despiertan sensaciones diversas. Como el aroma de una etapa que se encuentra en sus últimas, o como la pestilencia de un final inmediato y lacerante. La fetidez, que surgía de la humedad de los charcos, y el ambientador con aroma a lavanda de un salón de juegos componían la fragancia de un lunes de febrero, cuando menos, extraño. Emilio se había obcecado en su propósito de conseguir que su padre Fulgencio lo perdonara y que comprendiera que lo seguía queriendo a él, por mucho que lo hubiera ingresado en una residencia de ancianos o que hubiera cometido ciertos deslices. Llevarlo a un salón de stripteases no funcionó: las estríperes no fueron de su gusto. Reencontrarse con un amigo, que en realidad no lo era, tampoco. Sólo quedaba por disparar una bala: llevarlo a un salón de juegos para entretenerse con un par de partidas de bingo. No obstante, la buena fe de Emilio quedó puesta en entredicho por su padre, cuando éste y sus dos amigos, Francisco y Antonio, interrumpieron su baño. “Hijo mío, qué inoportuno –se quejó Fulgencio-. Tres puñeteros días llevo haciéndome el enfermo para que me duche una enfermera jovencita y ahora vienes tú”. Sin embargo, su negativa inicial y tormentosa escampó, pues prefería vestirse que continuar con sus vergüenzas al aire a los ojos de los tres caballeros. Con todo, el reparo que le causaba su desnudez quedaba en una razón minúscula comparada con otra de mayor envergadura: un auxiliar barbudo había llegado para ducharlo.

De camino, esos cuatro hombres, de modales más similares a los caballos que a los caballeros, hablaron de mujeres. Sin lugar a dudas, el rechazo del párroco a embarcarse en un romance, a la sombra de los principios sacerdotales, vertebró una retahíla de comentarios, reflexiones y chascarrillos. Resumiendo, les confesó que se arrepentía de haber cedido, en cierto modo, a su pasión amorosa, de haber cenado con aquella sesentona grosera y, sobre todo, de haber olvidado las razones por las que decía dedicar su vida a la oración. Desde los seis años ya lo tenía claro. Por aquella época aprovechaba los descuidos de su hermana pequeña para robarle sus muñecos para, luego, bautizarlos, comulgarlos o, incluso, unirlos en matrimonio. Asimismo, siempre mostró una gran querencia por la Biblia, incluso, un mes antes de su séptimo cumpleaños, comenzó a leer el Evangelio de San Mateo. A pesar de no ser capaz de descifrar el significado de aquel entramado de sílabas, según él, caóticas e inconexas. Sea como sea, nunca había visto tambalear sus convicciones más profundas, salvo en una ocasión. Don Francisco  declaró, con una vehemencia encomiable, que sentía una unión con Dios que lo iluminaba y que lo alborozaba tanto que una relación amorosa le resultaba un deleite inferior. Un deleite que podría resistir con determinación, como cuando pasaba por el escaparate de una pastelería y, aun oliendo el aroma suculento de la bollería recién salida del horno, conseguía pasar de largo. “Que estás hecho un etereosexual”, resumió Emilio tajantemente. “Etereosexual convencido –sentenció el sacerdote-. A mí sólo me atrae el cielo, lo etéreo y lo sagrado”.

Y llegaron a la sala de bingo. Con sendos cartones esperaron impacientes hasta que el cantor se dignara a cantar los primeros números. Todos, excepto Francisco. Consideraba que el juego de azar era una suerte de olla a presión que cocía la avaricia, la ilusión y la usura, a la par que enfriaba la cuantía de su cuenta corriente. Y antes de un desaguisado, prefería ver los toros desde el balcón. Por su parte, también se vislumbraba cierta reticencia en Antonio, quien recordaba con total nitidez cómo malgastó veinte euros en un décimo de la lotería de Navidad, porque había soñado con ese número. Con todo, gastar seis euros en su cartón le pareció asequible, sobre todo, sabiendo que el premio ascendía a mil euros.

“Señoras y señores, comenzamos con el bingo. Como ya conoceréis, esta semana vamos a celebrar el quinto aniversario con un premio «gastronómico», 1005 euros. Mucha suerte a todos”, se presentó el cantor, un tanto intimidado por contar con un público notablemente superior al habitual. El bombo comenzó a girar y a mezclar las bolas. “Veintiséis, vint-i-sis, vinte e seis, hogeita sei, twenty-six, vingt-six, sechsundzwanzig, veintisei, veintiséis”, comenzó a cantar.
— Descerebrado, comemierdas, un poco más lento, que has dicho treinta números en un segundo –le gritó Fulgencio al trabajador- y pronuncia mejor que hasta un drogadicto mellado lo hace mejor.
— Papá, cállate, no me dejes en evidencia –le rogó Emilio-. Los está cantando en varios idiomas.
— Pero, ¿qué idiomas, hijo? ¡Si los que vienen aquí no saben ni español! Mucha modernidad y globalización y esas mierdas, y luego a su propio idioma, que le den por saco.

Tras salir los once primeros, una señora gritó “bingo” para, después, insultar al gerente del salón de juegos por el mísero premio que le correspondía: un tambor de detergente para 36 lavados. La decepción de Antonio y Emilio también se preveía. A ambos les quedaba un número para ganar, pero recordando su relación histórica con la suerte, preferían alimentar las esperanzas mínimas. Sólo las justas, para alimentar la emoción de la partida. “Dos, dues, dous, bi…”. “¡Bingooo, bingooo!”, gritó con una alegría extrema alzando su cartón. Como la Libertad semidesnuda sostiene la bandera tricolor en La Libertad guiando al pueblo de Delacroix. Unas fotografías, un talonario y varios apretones de mano sucedieron. Para desgracia de ellos, la alegría viró a desconcierto, sorpresa, odio y abominación cuando en la siguiente ronda del bingo, una mujer de sesenta años cantó “línea”.
— Mirad, ésa es Rosa, mi Rosa –exclamó Francisco.
— ¿Cómo que Rosa? Ésa es Pilar, la zorra de mi exmujer –dijo Antonio-. Sí, la que me puso una cornamenta de las grandes. Pero, lo peor es que tú eres una sabandija, Francisco. Entre amigos hay una norma: “nunca saldrás con ex de un amigo”. Te las has pasado por el forro.


Como resultado, su amistad se hizo trizas como el cristal más frágil al precipitarse al suelo. Tal vez para recomponer los añicos de su relación haría falta que el odio repentino de Antonio amainara. Había que poner tierra de por medio. Por ello, invitó a Emilio a pasar un par de semanas en Ibiza. Con los mil euros del bingo y sus ahorros escuetos podrían disfrutar del merecido descanso que la vida se había obstinado en no otorgarles. Emilio aceptó sin dudarlo no sólo porque la idea le plugo, sino porque se había percatado de que, por muchos intentos que hiciera por demostrar cuánto quería a su padre, éste seguiría empecinado en que su hijo no era más que un egoísta, capaz de venderlo al mejor postor. Esta vez el soltero se negó. Ya estaba hastiado de buscar la aprobación de los demás, de ser un monigote a merced del gusto y la voluntad de sus seres cercanos, y de arrinconar más tiempo lo que él quiso ser y nunca pudo. Se acabó. Desde ahora, él actuaría por él y para él, sin atender a la reacción de los otros, sino tan sólo a la suya propia. De esta manera, los tres volvieron a apostar por la felicidad. Con un boleto distinto, pero con la esperanza de un resultado más próspero. Al fin y al cabo la vida es un bingo que, por muchas partidas perdidas a la espalda y unas pocas ganadas, merece la pena seguir jugando, día tras día, porque en cada jugada siempre se esconde un ápice de felicidad y una parte enorme de experiencia. Y, esto no es sino la mayor de las recompensas. FIN.

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viernes, 14 de febrero de 2014


CAPÍTULO 7. UN SAN VALENTÍN ENTRE CERROJOS  
Corazones escarlata habían irrumpido en escaparates, carteles publicitarios y en pastelerías, cuyos propietarios elaboraban cantidades ingentes de dulces acorazonados. Procurando que los beneficios del día resultasen lo más acaudalados posible. San Valentín estaba en el aire y en la billetera de empresarios; el amor, en paradero desconocido. A simple vista, para un jubilado divorciado y cornudo, un soltero rozando los cuarenta años y para un sacerdote a punto de conculcar el voto del celibato, la visión del 14 de febrero debía de ser, cuando menos, desoladora. En efecto, lo era. No obstante, el discurrir de los acontecimientos propició que la ausencia de una mujer a quien amar fuera algo más condescendiente que años atrás. El motivo radicaba en que hubo problemas más graves que sortear. El primero tenía nombre propio: Antonio. Después de dos días, ingresado en el hospital, sometido a diferentes pruebas y avasallado por la fiereza de su arrepentimiento, le dieron el alta médica.

“Se acabó. Casi me muero por querer sentirme como un joven. Ahora toca aceptarse”, pensó de camino a casa, mientras sus dos amigos trufaban los silencios con reproches por su insensatez. Esta vez estaba de acuerdo. Luchar contra el tiempo es una batalla extenuante, infructuosa y absurda. Ni siquiera con osadía se puede evitar que tras enero llegue febrero, que el otoño fagocite al verano o que de un sauce llorón no caigan sus hojas. Por mucho pegamento que le apliquemos, incluso aunque se tratara de Super Glue, el follaje está condenado a caer, y en caso contrario, sería un engaño. No hacia la naturaleza, sino hacia uno mismo. Probablemente, la quintaesencia de la felicidad resida en saber asumir no sólo las victorias, sino también las derrotas, en ser capaz de transformar estas últimas en eso que algunos llaman “experiencia”, en comprender que no siempre las cosas suceden como se habían fraguado al principio, y en ambicionar y luchar por la consecución de tales ambiciones, apreciando más el intento per se que el resultado final.

Con todo, las horas en el hospital inyectaron algo de oxígeno en el ánimo asfixiado de Emilio. Las esperas, el tedio imbatible y compartir habitación con otro enfermo durante el ingreso hospitalario constituyeron el caldo de cultivo de conversaciones. A ratos, baladíes, a ratos, reveladoras. El clima, la anatomía de ciertas enfermeras o los quebraderos de cabeza de Francisco y Emilio suministraban temas de los que charlar durante horas. Sin importar si repetían las mismas ideas una y otra vez. Al párroco, por ejemplo, le aconsejaron sus dos amigos que se despidiera de Rosa, porque los celos de ésta serían mucho más corrosivos que el trifluoruro de boro. Pese a ello, don Francisco no estaba dispuesto a corromper su voluntad por aquellas opiniones cáusticas e hirientes. Rosa lo había llamado para celebrar San Valentín a su lado y él actuaría como considerase oportuno. Lo más destacable de la estancia, entre camillas, medicamentos, jeringuillas y batas blancas, llegó cuando mencionaron a Manuel, el amigo de la mili de Fulgencio, el padre de Emilio, y el compañero de habitación de Antonio les interrumpió diciéndoles que lo conocía, que era de su pueblo… “Si se saca provecho de un pecaminoso error, ¿por qué no perdonar al pecador?”, pensó Emilio de manera hipócrita. Apuntó la dirección en una aplicación de su smartphone.

Hoya del Naranjo. Calle Miró Ferror, nº 29. Hasta allí fueron, una vez salieron del hospital. Directamente, sin pasar por casa a dejar el neceser, la ropa y otros enseres que había llevado en su corta, pero casi trágica estancia en el hospital. Golpearon la aldaba, se sintieron observados por la mirilla y escucharon a un hombre gritar desde el interior, cuando la tos no se lo impedía.
— ¿Sois testigos de Jehová? Marcharse, estoy muy contento con mi religión.
— No lo somos. Ábrenos, por favor –rogó Emilio.
— Entonces, no quiero aspiradores. Estoy muy contento con mi fregona, no la cambio por nada.
— No vendemos aspiradores. ¿Es usted, don Manuel, verdad?
— ¿Libros? Pues, entonces, estoy muy contento con mi entriciclopedia. Tampoco la cambio por nada.
— No, señor, se equivoca. No vendemos enciclopedias, sino compresas –improvisó sin saber por qué.
— Pues… También estoy contento con mis compresas, no las cambio por nada.
— Por favor, ábrenos. ¿Qué es lo próximo que nos va a decir que le satisface? Es que esto es de manual… -se quejó.
— Se equivocan, señores, yo soy Manuel, no Manual. Ahora dejadme que estoy viendo la Ruleta de la suerte.
— Espere un momento. Le cuento. Soy Emilio, el hijo de Fulgencio. ¿Se acuerda de él? Fue su amigo de la mili. He venido para que se reencuentren. A él le haría mucha ilusión.

Veintiséis segundos de silencio. De pronto, uno, dos, tres, cinco, nueve, catorce cerrojos fueron descorridos. Un anciano, retaco, rollizo y encorvado con un manojo de llaves, salió al zaguán. “Vámonos –les dijo-, estoy deseando ver a Frugencio. Por cierto, perdonar mi desconfianza. Es que el Gobierno lo está recortando todo. Recortes en los hospitales, en los colegios, en las pensiones… ¿Dónde van a meter el tirejetazo después? Ya sólo les falta matar a los pensionistas para ahorrarse los cuartos. Estoy muerto de miedo. ¡Si supierais que he puesto una quincena de cerrojos en la puerta por si los ministros me mandan a un sicario para que me mate!”. “No me digas -ironizó Emilio”.

Fulgencio también descorrió los cerrojos de la mesura con la visita vespertina de Manuel. Él estaba viendo Ahora caigo en Antena 3 en su dormitorio, cuando de repente Emilio y sus dos compañeros irrumpieron en su habitación. “Papá, ¿a qué no sabes quién ha venido con nosotros? –Emilio pretendió intrigarlo- Piensa, piensa… ¡Manuel García Sánchez, tu amigo de la mili!”
— ¡Cómo dices, descerebrado! Me cago en tu puta madre, que en gloria esté, en tu puto padre, que soy yo, en ti, en tus amigos, en todo y, sobre todo, en ese hijo de la gran puta. Sal, capullo. Me voy a cagar tanto en tus muertos que los ganaderos van a venir a comprarme abono.
Flugencio, Flugencio. Yo que me moría por verte y tú me recibes ansí.
— ¡Mentiroso! Y entonces, ¿por qué no te has muerto? Podrías haber cumplido una promesa por una vez en tu puta vida. Déjate de pamplinas y dime qué quieres.
— Está bien –reconoció Manuel, sacándose un décimo del bolsillo-. He venido para que me pagues las doscientas pesetas de este décimo. Quedemos en comprarlo a medias y al final no pusistes ni un duro.
Fulgencio anduvo hasta un pequeño cajón aceptando el propósito del anciano y fingiendo que iba por las monedas. Aprovechó que Manuel estaba de espaldas a él y con un florero de porcelana le golpeó la cabeza. “¿No queréis cobrar, hijo de perra? Pues aquí tienes. Te puedes quedar hasta con el cambio”. Entre los cuatro hombres, lo llevaron a otra habitación, lo encerraron en un armario y lo rociaron con unas gotas de güisqui. Ahora era cuestión de disimular. Nadie podía sospechar qué había pasado allí. “Hijo, la próxima vez que me quieras sorprender así, tráeme a la parca –afirmó Fulgencio-. Antes muerto que soportar a este gilipollas que me acusó de algo que no hice y por su culpa pasé una semana en el calabozo. La peor de mi vida.”

Horas después, a las nueve de la noche, Antonio quedó con Rosa para celebrar San Valentín. O, más bien, no celebrarlo. “Rosa, he reflexionado mucho sobre nosotros. No puedo. Toda la vida quise ser sacerdote y no voy a tirar por la borda todos mis esfuerzos y creencias por tus celos, tu desconfianza y por ti, en general. Cuando fui ordenado sacerdote, sopesé virtudes y desventajas y debo ser consecuente con ello. Espero que no te enfades, pero para mí mis San Valentín deben estar entre cerrojos hasta que muera.”

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miércoles, 12 de febrero de 2014


CAPÍTULO 6. UN DROGATA EN PRÁCTICAS
Dinamitar el último reducto del pasado puede resultar, a primera vista, una tarea ardua, bizarra y traumática. Antonio estaba inmerso en el proceso de romper de una vez por todas un pasado, que lo esclavizaba y perfilaba su presente a gusto y capricho suyos. En su caso, no se trataba de valentía, sino de inconsciencia. Aprovisionado de una insensatez enorme, cambió la dirección de su existencia y ahora mismo se hallaba en las antípodas. La soledad, el fallecimiento de un amigo de su misma edad, el divorcio reciente y la ansiedad por disfrutar de una vida, cada vez más marchita, constituían los pilares básicos de esa vuelta de tuerca. Una vuelta de tuerca tan radical que podría acabar peor que como comenzó. El primer indicio no tardó en llegar: cinco días atrás empezó a hablar insertando de un modo brusco cientos de expresiones modernas para él, pero trasnochadas hasta para una abuela bicentenaria. Se había convertido en el hazmerreír de Emilio y don Francisco, y no sólo por eso, sino también por su interés injustificado en hacer jogging y por sus correspondientes agujetas. Y las molestias, provocadas por la presencia de ácido láctico cristalizado en sus músculos, fueron tales que se vio obligado a guardar cama. Éstas, a su vez, le forzaban a moverse más bruscamente que el Mario Bros de 1981. Evolucionar es lógico y saludable; revolucionar, descabellado y sospechoso.

El amanecer de aquel miércoles de febrero despertó la juventud de Antonio mucho más de lo que acostumbraba. Cansado de reposar sus dolores y sus anhelos en el colchón, decidió desempolvarlos y gozar de su juventud, la cual había partido muchos años atrás. “Más vale tarde que nunca”, pensó, y así se lo hizo saber a sus dos amigos en el desayuno.
— ¡Qué pa’, qué pasaaa! – entró a la cocina y berreó como un yonki haciendo un submarino.
— Buenos días, Antonio. ¿Todavía sigues con la tontería? ¿Me juras que no te golpeaste la crisma? –preguntó el párroco.
— ¡Te has pasao, bacalao! Ni un solo golpe. Te lo juro por Arturo.
— ¿De quién cojones me hablas? ¿Es tu camello?
— Yo fui rey mago en Navidad, ¿es que no te acuerdas? ¡Claro! Y luego soy yo el viejo antiguo.
— Ahora entiendo a la santa de tu exmujer. ¡Lo que tuvo que aguantar! –terció Emilio mientras removía el café.
— ¡Hey, chaval! Tú, ¿de qué vas? –dijo el jubilado.
— De barrabás, que mola más –Emilio le siguió el juego.
— Pues yo de chicle, que mola el triple. En fin, Serafín. ¿Os apetece ir a la disco a bailar y a ligar?
— Es miércoles. Hoy sólo habrá fumetas y chonis con un moño más grande que una antena parabólica –rehusó el sacerdote la propuesta.
— Ya vez truz… -replicó Antonio.
— Pues a mí sí me apetece. Estamos siempre encerrados y comiéndonos el tarro. Así que, cuenta conmigo, Antonio –indicó Emilio.
— Dabuten, mola cantidubi. Entonces, ¿Francisco, vienes o no?
— De acuerdo, me apunto. Pero, a las tres estamos de vuelta, ¿vale?
— Okey makei, efectiviwonder –respondió entusiasmado Antonio.

En esa misma cocina, después de que el reloj diera una vuelta completa, estaban preparados para salir. Vaqueros oscuros y una camiseta de polo vestía Emilio; pantalones con pinzas y una camisa negra, don Francisco, y, por último, un pantalón de pana gris, un jersey de lana y una americana fucsia, Antonio. Tenía un aire de friki y un huracán hiperbólico de lerdo. Con esas pintas, por alguna razón, desconocida sintieron un déjà vu. Concretamente, les vino a la mente el día en que se conocieron. Con todo, ahora optaron enterrar para siempre aquel día, cuyo recuerdo les seguía provocando una vergüenza extrema. Llamaron a un taxi y en menos de diez minutos, llegaron hasta el corazón de la vida nocturna de la ciudad. No obstante, su flujo sanguíneo escaseaba. Las calles se habían convertido en el Sahara: desierto, desierto y más desierto. Con el frío que hacía, la única idea que le satisfizo fue entrar a una discoteca. Ilusos fueron: nadie, sólo una camarera escotada, que mataba el tedio, contando los rasguños de la barra desde la apertura del local. Se impresionó al advertir que algunos eran tan profundos que sería difícil jurar que por allí no se producían duelos a espada.

El duelo de aquella noche tampoco difería mucho de éstos: Antonio se enfrentaba al paso implacable de la muerte; Francisco, a sus deseos contradictorios, que oscilaban entre seguir adelante o no en su relación afectiva con Rosa, y Emilio, por su parte, a vencer el temor de una nueva derrota en el amor, pero sobre todo se enfrentaba a la decepción que su padre sentía hacia él. Quisieron salir. Para acudir a una fiesta muerta como aquella, podrían haberse quedado en casa. Al menos, hubiera  resultado un plan más acertado y económico. No pudieron: un gorila de la discoteca les indicó que antes debían gastar su consumición. “¡Qué imbéciles! Si les pagamos por algo y no lo gastamos, pues eso que se llevan ellos”, masculló Francisco. El razonamiento poseía su lógica. Empero, se inclinaron por acatar la norma, temiendo que algún portero, membrudo y de bíceps abultados, les adiestrara en las nociones básicas de esta disciplina, a base de puñetazos y mamporros. Sin embargo, sí que recibieron sendas “caricias violentas” de la camarera, cuando aprovecharon para despertarla tocándole uno de los senos, como si se tratase de un timbre de recepción.

Bajo el lema “Que siga la fiesta”, Antonio no estaba dispuesto a regresar a casa. Había llegado el momento de experimentar nuevas sensaciones, y recrear la ciclogénesis explosiva de la adolescencia. Sus hormonas en ebullición le reclamaban emociones fuertes. Sin más dilación, buscaron a un camello para pillar droga. Nadie los tomó en serio. Excepto dos veinteañeros. Uno de ellos era bajo, escuchimizado, con aspecto somnoliento, con la cara consumida y acartonada, y con un cuerpo a modo de surtidor de movimientos bruscos; el otro, espigado, tartamudo y con más marcas en los brazos que el alfiletero de una modista.

— ¿Qué quieres, abuelo? –insultó el bajo a Antonio.
— Tronkis, ¿qué tenéis? A mí no me hagáis el lío… -dijo el jubilado.
— Disculpa, que ahora te traigo la carta… Pero, ¿¡qué te crees anciano decrépito, que esto es un restaurante!?
— Po-pollo, an-anchoas, cho-cho-choco-chocolate… -intercedió el tartamudo.
— Pero, ¿¡qué mierda de camellos sois vosotros?! Para comprar eso, me voy a un supermercado.
— Tete -le dijo el bajo a su compañero-, vámonos que éstos tienen pinta de chivatos.
— No, no, de verdad –saltó el párroco-. Es que mi amigo está en una edad difícil y quiere experimentar con la droga, pero, por decirlo de alguna manera, es un drogata en prácticas.

De repente, a esos jóvenes traficantes les vino a la mente el jubilado con una L en la cabeza, como los coches de autoescuela. Y, rieron a carcajada tendida hasta que volvieron en sí.
— Entonces, te cuento –explicó el escuchimizado-. El pollo y las anchoas son cocaína; el chocolate, hachís.
— Pues háblame en cristiano, y no en sueco. Entonces, coca. Unos doscientos gramos.
— Pe-pe-pero, ¡te cre-e-es que es-esto es co-co-co-como alm-almen-al-almendras! –dijo por fin el tartajoso.
— Póngale otra cosa –terció Emilio-. Que si no, va a tener que pagar con un riñón, si es que antes no se lo chupa la droga…
— Si no queréis nieve, trincad cristal, que es como el éxtasis pero en polvo, y una trompeta. Todo, 75 euros.
— ¿Y para qué quiero una trompeta? –inquirió Antonio.
— Vir-virgen Santa-ta, ¡va-va-vaya pano-no-li! –murmuró-. Una trompeta –le dijo- es un porrillo.
— Oki, doki –sacó el dinero de la billetera y se lo entregó-. Y, no me engañéis.
— Tranquilo, anciano decrépito, que esto es canela fina. Quiero decir, droga de la buena.

Al grito de “farlopa pa’ la tropa” y de “que rule esa trompeta, lara, lara, lareta”, Antonio compartió el cigarro de maría con Emilio, mientras que don Francisco nadaba entre dos aguas: prohibirles que se drogaran o aceptar con resignación que sus dos amigos eran unos lerdos de mucho cuidado. Al final, optó por la segunda opción: ya eran lo suficientemente adultos como para ir tras ellos como así lo hacía sus conciencias, si bien con nula eficacia. Más tarde, Francisco y Emilio dejaron solo a Antonio, sentado en la acera y entre botellas de alcohol. La necesidad de miccionar imperaba, así que entre que buscaban un lugar oscuro y regresaban, el jubilado cornudo cometió el mayor error de su vida. Tomó una bolsita transparente con un polvo blanco y comenzó a consumir el cristal. Mojándose los dedos; impregnándoselos, luego, con el polvo y llevándoselo a la boca. Una, dos, tres, cuatro veces… Hasta diez.

Los otros dos regresaron. Mientras que se aproximaban, vieron cómo el casi septuagenario de su amigo se movía de manera rara, combinando posturas improvisadas de yoga con la coreografía de La Macarena. A treinta centímetros de distancia, advirtieron que a éste un sudor frío le recorría el cuerpo, que la cara le ardía, que sus ojos estaban más enrojecidos que el bermellón o que su corazón latía a trescientas pulsaciones por minuto.
— ¡No me digas que ya te has acabado toda la droga! –dijo sorprendido Emilio.
— Pues, ¡claro! Me quedaba un poco y me he dicho “Antonio, para qué te vas a dejar una chispa”, y pues nada… me lo he tomado todo…
— ¡Di que sí! ¡Qué es éxtasis, chalao! Y yo que quería estar en casa temprano… -comentó Francisco.
— ¡Qué exageraos, por el amor de… bueno de quién sea! Si el polvillo ese es como el pica-pica de las gominolas… ¡Os alarmáis por nada! ¡Dramáticos, teatrales, hipócritas! –enmudeció de repente, mientras luchaba por mantenerse en pie-. ¡Qué es eso que ven mis ojos! ¡Oh, es un unicornio! ¡Hey, unicornio, llévanos a casa, somos tres pasajeros! ¿Cómo que te vas? ¡Malnacido! ¡Qué no llevamos dinero, pero te hubiera pagado con pastis! ¡Te vas a cagar! Te voy a quemar la casa contigo dentro; te voy a arrancar tu cuerno y te lo voy a meter por donde te quema, so capullo.


De súbito, Antonio se desplomó y no hubo manera de despertarlo. Se hallaba, pues, en la raya que separaba la vida de la muerte, y la línea era tan delgada que no era de extrañar que horas después estuviera tapado con una mortaja y durmiendo eternamente bajo el epitafio de “Tu familia y amigos no te olvidan”.

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lunes, 10 de febrero de 2014


CAPÍTULO 5. EPITAFIO DE UN CELIBATO
Domingo 9 de febrero. 8:45. En la casa cural dormían aún Antonio y don Francisco. Emilio, en cambio, efectuaba una expedición por toda la vivienda. Buscaba y buscaba, sin saber exactamente qué. Tal vez buscaba cómo obtener el perdón de su padre; tal vez, los calcetines. En cualquier caso, se buscaba a sí mismo. No halló nada. Salvo una carta, que se había deslizado por debajo de la puerta principal. Rápidamente, salió a la calle. Pero, sólo había un mendigo durmiendo bajo una manta harapienta y un par de cartones. Descartó que fuera el remitente de la misma. Suspiró y se acuclilló para recogerla. Extrajo un papel del sobre en blanco y leyó:
“Amor mío, te escribo porque siento en mi pecho
un dolor intenso que no son gases sino tormento.
Si me rechazas, cultivarás en mí el mayor de los despechos,
porque sin ti yo inexorablemente muero.
Te propongo ir a un restaurante elegante,
para comer almejas, pollo o bogavantes,
pues mi corazón sincero está ardiendo en el fuego
y necesita que unamos nuestros labios y nos contemos
que no somos nuestra media naranja, sino el naranjo entero.
Abandona tu sotana, pues,
que en el restaurante de Miguel nos vemos. Mañana, 21:30.”

“¡Vaya poeta es esta mujer! Tiembla Rosalía de Castro”, ironizó. Corrió hasta el cuarto del sacerdote y lo despertó leyéndole la misiva.
— Cállate, Emilio, por lo que más quieras. ¿Eso lo has sacado de una canción de Bustamante?
— Podría ser, pero no, Paco. Es de un orco, porque para escribir una carta de amor,  ¿de quién va a ser si no?
Oír “carta de amor” lo despertó definitivamente. Leídos los versos, confesó la pasión que lapidaba su fe y su voto de celibato: “Emilio, no puedo más. Llevo casi 34 años ejerciendo de sacerdote y jamás había sentido esto. Como mucho, me quedaba embobado mirando escotes de ancianas cuando se confesaban, pero me daba una ducha fría y se me pasaba. Ahora todo es distinto. Me encanta que cada día venga a confesarse como excusa para verme; me encanta que me sonría y que me riña cuando me demoro… Si Dios quiere que nos amemos, ¿por qué prohíbe la Iglesia este amor auténtico?”. Emilio le respondió con una amenaza incluida: “Otra cursilería más y me hago en un plis-plas cura, porque estás para que te den de hostias. En serio, te lo digo”. Para bien o para mal, le aconsejó a su amigo que acudiera a la cita. En cuanto al celibato, le sugirió saltárselo, pues consideraba que con dos lágrimas, una confesión y un rezo el Santísimo lo perdonaría.

El domingo trascurrió sin más sobresaltos. Francisco quemó la carta, concretó la cita tras la misa del Señor y aprovechó la tarde para comprar ropa en Zara. Quería ir hecho un pincel. Emilio lo acompañó; Antonio, no, ya que no podía levantarse de la cama por culpa de las descomunales agujetas.

Y, llegó por el fin el lunes 10 de febrero. A pesar de la madurez y la mesura que otorgan los años, el párroco estaba más nervioso que un adolescente imberbe ante los segundos antes del primer beso. Con todo, su zozobra no fue efímera, sino que amenizó de principio a fin la orquesta desafinada de su mente y corazón. Rosa lo recogió en su coche sobre las 21.30. Doce minutos después estaban ante la puerta del restaurante. Cualquier comensal hubiera pensado que la pareja era el dúo cómico de la noche. Él, emperejilado con sus mejores galas, pero con un barroquismo extremo. Ella, basta. Más basta que hacer croquetas con guantes de boxeo. De todas maneras, no iban demasiado desencaminados. El restaurante era de esos que algunos llaman “modernos”, de esos en donde los nombres larguísimos de los platos resultan inversamente proporcionales a la cantidad de comida. El primer indicio de la fatalidad de la noche hizo acto de presencia cuando en la recepción, la recepcionista le sugirió a Rosa guardar su abrigo de polipiel, y ésta rehusó diciendo: “Ni loca, ¿para qué te lo quedes tú, muerta de hambre? Serás muy refinada, pero estás en los huesos, nena. Pues eso, que no te lo pienso dar, porque sé lo que quieres para vendérselo a una yonki o cambiárselo por marihuana”. Anodada se quedó la empleada, quien subyugó su dignidad y optó por el silencio con el fin de no perder su empleo. Aunque, ganas le dieron de arrancarle la cabeza a esa maleducada. Acto seguido, el maître les indicó cuál era su mesa y pidió a una camarera, mediante señas, que los atendiera.

La mesa cuadrada, a la izquierda del local y pegada a la pared, se encontraba saturada de distintos cuchillos, tenedores, diferentes copas de vidrio transparente, cucharas y varios platos. Un candelabro con velas color marfil en el centro. Don Francisco se sentó cometiendo el gran error de no ayudarla a tomar asiento. Rosa le espetó: “Galán de pacotilla, ¿cómo te atreves a insultarme de esa manera cual guarrilla de polígono? Levántate ahora mismo y acércame la silla”. Don Francisco se sentía perdido en el terreno amatorio y aceptó pusilánime con un “de acuerdo”. Tras la desavenencia consultaron la carta y, después de descifrar los jeroglíficos con que eran nombrados los platos, aguardaron hasta que alguien les tomara nota. Llegó una camarera joven, atractiva, afectuosa, esbelta y rebosante de vida.

— ¿Qué van a pedir los señores? –preguntó.
— ¿Cómo que “señores”? Señor y señora, niñata –replicó ofendida Rosa.
— Permitidme recomendaros solomillo –sugirió la chica.
— ¿Viene solo el solomillo? –inquirió Francisco.
— No, señor, se lo traigo yo.
— ¡Esta tía es tonta! En fin… Déjalo a ver si de tanto pensar le va a estallar la cabeza delante de mí y me mancha la ropa. Queremos un filete vienés con nido de pommes soufflées al aroma de laurel, un je…jeba…tene fleisg
Gebratene Fleisch, querrá decir, señora –ayudó la empleada a pronunciar ese plato alemán.
— ¡Quién te crees para corregirme? Pues, eso, quiero una jebrichajflaij guarnecida con orquesta de pimientos al papillote.
— ¿Vino de la casa?-preguntó la trabajadora.
— Y, a ti qué te importa de dónde vengo, niñata.
— Pónganos una jarra de cerveza –terció el párroco intentando poner algo de paz.

La camarera se marchó aniquilando su orgullo. Con la crisis sus derechos como trabajadora se habían visto supeditados a los antojos del Gobierno y a los caprichos de jefes y clientes.
— ¿Te gusta esa pelandusca, verdad? -se dirigió Rosa a don Francisco, quien a su parecer, se deleitaba en analizar su culo y el grosor de su tanga, oculto bajo un pantalón negro-. ¡Claro! ¡Con ese culo puesto en su sitio! Pues, ¡qué sepas una cosa! Ya le gustaría a esa zorra estar igual de buena a mis cincuenta tacos”.
— ¿Y los otros diez dónde te los has dejado? ¿En el maletero? –ironizó el sacerdote.
— ¡Maleducado! –gritó mientras golpeaba la mesa provocando que la cubertería y la vajilla vibraran, hasta que advirtió que el resto de comensales la observaban con cara de desprecio-. Bueno, cariño, no discutamos, por favor. Por cierto, la camarera ha de debido equivocarse, porque aquí tengo cuatro platos, cuatro copas, cuatro tenedores y dos cucharas. Me imagino… Está más drogada que Caperucita, porque ya hay que estar colocada como para ponerse a hablar con el lobo y no distinguir, luego, entre el lobo y la abuela…
— ¡Qué no! –sonrió el cura sonrojado por el espectáculo que estaban protagonizando-. Cada cosa es para lo suyo… Hay copas para agua, para vino, para champán… Y con los tenedores, lo mismo. Etcétera, etcétera…
— Ummm, ¡ya entiendo! Este tenedor de tres púas es para comer; este de cuatro, para clavárselo a la zorra de la recepcionista, y éste, a la camarera idiota.
— Rosa, ¿lo dirás en broma?
— Pues, ¡claro! Yo nunca asesinaría, a no ser que fuera por amor –indicó con cierto aire diabólico.

La camarera les trajo las viandas y cortó la conversación tensa entre la pareja. O, más bien, su esbozo, pues aún sus lazos afectivos podían ser desanudados con la misma facilidad con que un niño olvida sus viejos juguetes con la llegada de uno nuevo. No obstante, la charla se avivó más.
— Aquí tienen, señor y señora –indicó la joven mientras colocaba los platos.
— Gracias, guapa –dijo amablemente don Francisco.
— ¡Ajá! Te pillé. Tú querías venir aquí para seducir a esta lagarta –sospechó Rosa.
— Pero, ¿qué dices? ¡Si fuiste tú quien propuso venir aquí!
— ¿Acaso eso es un buen motivo? –expresó cínicamente.
— Sí.
— Rosa, déjalo –se dijo a sí misma-. Está bien, pero que nos sirva otra persona, no quiero ver más a este zorra.
— Se equivoca, señora. Yo soy sólo una estudiante que echa unas horas sirviendo a las mesas para pagarme mis estudios. No me insulte más, se lo ruego –añadió la camarera.
— ¡Oh! ¡Qué conmovedor! –ironizó la celosa mujer-. ¡Qué no me engañas! Sé que has puesto muchos más cubiertos y copa, y ese candelabro, para que no me pueda ver bien el escote. Pues te equivocas, niñata. ¡Quítamelos ya!

Los otros clientes se sintieron como en un espectáculo del Cirque du Soleil, igual de boquiabiertos y admirados, pero, en esta ocasión, no por la complejidad y la gentileza de sus integrantes, sino por el poder corrosivo de los celos y el carácter neurótico de Rosa. Mientras la camarera recogía las piezas que la sesentona le había ordenado llevarse, el maître les preguntó qué problema tenían con Noemí, que así era como se llamaba la camarera. Como era de esperar, Rosa la despellejó y reinterpretó los hechos a su manera. Tan libremente que a su lado Cervantes sería de todo menos imaginativo. La consecuente e inmerecida reprimenda de éste a la camarera no se postergó.

Una vez que se quedaron solos, frente a frente, Rosa prosiguió con su espectáculo. Pero, esta vez, con mayor discreción.
— ¡Francisco, ¿has visto el culo que tiene el maître? Eso sí que es un señor culo. Para enmarcarlo y todo.
— Y, ¿por qué tendría yo que mirarle el culo a otro hombre? Como si no tuviera nada mejor que hacer…
— ¡Claro! Tú ya tienes otro culo en qué pensar: en el de esa puta que nos está sirviendo –gritó Rosa.
— ¿Entonces prefieres que se lo mire al maître? Yo no entender.
— Tú entiendes lo que quieres. ¿Es que no te das cuenta de que yo te demuestro mis celos como señal de que te amo de verdad? Quien no ha sentido celos en su vida es que nunca ha estado enamorado.
— No estoy de acuerdo. Cuando dos personas se aman debe haber una confianza mutua. El amor es el exprimidor más eficaz para sacarle todo el jugo a la libertad, en tanto los celos son las cadenas que oprimen la voluntad.
 — Francisco, Francisco de mi vida. Tú sabrás mucho de la Biblia, Santos y demás, pero no sabes nada de la vida. En la calle es donde se aprende de verdad. Hazme caso a mí, que yo te voy a enseñar a ser un hombre con todas las letras.
— Perdóname, Rosa. ¡¿Cómo he podido dudar de tu amor?! –dijo cabizbajo y avergonzándose de sí mismo.
— Me alegra eso que dices, pero levanta la cabeza… y ¡qué me mires las tetas! Yo toda la tarde poniéndome guapa para ti, como lo oyes, para ti. Con el rímel, el colorete y el pintalabios. Y encima me preocupaba por no ponerme demasiado guapa, porque con lo feo que eres, hubieran creído que esta hermosa mujer que tienes enfrente de ti, o sea, yo, era en realidad Ann Darrow, acompañada con el desagraciado y peludo Kong, en la Isla Calavera. Pues, ¡qué me mires las tetas y punto! –comenzó a gritar tocándose el escote-.
— ¿Me estás comparando con el gorila de King Kong?
— Efectivamente, pero tómalo como un piropo. ¡Qué morbo me daba King Kong trepando la torre esa!
— El Empire State Building…
— Calla, no me interrumpas. Y ya ni te cuento con Cheetah, el chimpancé de Tarzán. ¡Qué varonil y no como el mono repelente y amanerado de Dora la Exploradora. Potas, Podas, Porras, Potras, Patos, Rotas, Robas… Bueno, ese bicho peludo con patas.
— Querrás decir Botas.
— Y, ¿qué es lo que he dicho? ¿¡A qué me suicido!? Si este cuchillo que me han puesto pudiera cortar algo más que el polvo de talco, ten por seguro que me hubiera cortado las venas, aquí mismo. Pero para hacer el ridículo, como un friki en Tu sí que vales, para eso, me quedo con las venas en mi sitio. Pero, que sepas que por ti mato y me mato si hace falta. Y, ¿sabes por qué? Porque yo soy auténtica, porque los celos y la desconfianza nos convertirán en una pareja más famosa y mítica que Romeo y Julieta.


Disparate tras disparate, transcurrió la cita. Romántica, para un admirador de Goethe; esquizofrénica, para cualquiera con dos dedos de frente. O uno, siendo más justos. La cantidad de comida fue tan reducida que don Francisco en un principio pensó que en lugar de su plato, le habían traído las sobras de otro cliente. Se quedó con hambre y, cuando estaba dispuesto, a pedir un festival de no sé qué con no sé cuántos, Rosa le espetó en toda la cara: “Te voy a dar un consejo, de chica a futuro novio. Por el hambre no te preocupes, que cuando veas la factura se te quitará el hambre, el hipo y el riñón, tal vez. Es que te he elegido este restaurante para que me invitaras y te estirases un poco, que voy a tu Iglesia todos los días y te dejo siempre un euro en el cepillo, y tú cómo me respondes, ¿con una hostia? Pues hoy me merecía una señora cena”. En efecto, la factura le dio sed. Tanta que llegó a preguntar a la camarera si estaba calculada en pesetas, pero no, la cifra con sus tres dígitos eran euros. Con todo, al advertir que aquella mujer lo amaba y que se lo había demostrado a través de los celos y una propuesta de suicidio, pagar esa onerosa cena le pareció un daño menor. A él siempre le gustaron las mujeres alocadas, aunque las hubiera visto siempre desde el escaparate de “se pueden ver, pero no tocar”. Y, por más desgracia que suerte, había acertado de pleno. Esa loca celosa o esa celosa loca iba detrás de él. Tras la cena, cada uno se fue a su casa, pues el sacerdote necesitaba pensar, o más bien, hacerse el machote entre esos dos desgraciados que tenía como amigos.

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