jueves, 30 de abril de 2015

«Aun muertos los hijos de putas lo siguen siendo, concluí en la sala de estar viendo la tele, con una taza de tila en las manos y con la desazón extendida por toda mi anatomía. Desde mis cabellos hasta las uñas de mis pies, abriendo frentes y brechas en cada órgano, en cada centímetro de mis tripas, en cada célula doliente. Si dijera que ya podía recordar la charla con mi hermano en la que le confesé mi inminente muerte sin emocionarme, mentiría. Mentiría como nunca han mentido. Si dijera que he aparcado la culpa por la muerte o el asesinato de Beatriz, según apunta la prensa y sostiene la opinión pública con firmeza, mentiría aún más. Mentiría de tal modo que me dolerían las costillas como quien lleva vigas de hierro a las espaldas.

Beatriz, pizpireta, felona, envidiosa, santurrona, en pocas palabras, un dechado de beatería barata, de inocencia farisea y de angustia por su existencia prosaica. Nos conocimos en la más tierna infancia, en el colegio, si bien mi inexperiencia no fue obstáculo para que yo captase su rudeza en las formas, su chabacanería en las gracietas, y la estulticia de esta mujer de pelo en pecho y de discurso anodino.

Mi siguiente deseo era vengarme de ella; su desgracia, el motor de mis actos. La rastreé por las redes sociales, imprimiendo mi rabia en el teclado al escribir en el buscador su nombre y sus apellidos. Semanas después estos encabezan unos discursos tan afectuosos y lisonjeros como alejados de cualquier rescoldo de realidad. Para que hablen bien de ti, tienes que estar muerto. Para que te amen todos, muerto, pobre y necio. Ella acabó cumpliendo los tres requisitos, mas en mí no tenía cabida la consecuencia del amor. No, era una hija de puta de las grandes, de esas que nada más verla el hijaputa alcanza la mente mucho antes de su nombre de pila. La muy confiada se creyó el refrán de bicho malo nunca muere. Pobre, la poca inocencia que le quedaba la había gastado en eso. Quedamos.

A primera hora de la tarde, en una cafetería desierta, cerca de casa, más cerca aún del cementerio. Me agasajó aplicando a sus palabras un efectivo entusiasmo, abrazándome con la ferocidad del solitario ante el calor humano, discurriendo sobre la justicia que el tiempo me había otorgado, discerniendo la distancia entre nosotras en el pasado y en la actualidad. Sus palabras persuasivas fueron aplacadas por mi escepticismo. ¿Y la felicidad que sentiría viéndola en una caja de pino, muerta, fiambre? ¿Y la experiencia de oler su putrefacto tufo durante días en el cementerio? Si ese es mi placer y es limitado el tiempo que tengo para el disfrute, ¿por qué no hacerlo? Por suerte, tenía hilo dental en el bolso».

—¿Hilo dental? ¿Qué tiene que ver eso con la historia?
—¿No leíste los periódicos? Irene nunca dio puntada sin hilo. Sospecho cosas.
—¿Recuerdas dónde encontró Miguel la caja con la bobina casi completa?
—¿Martín? Claro, no tengo demencia senil. Miguel lo utilizó y acabó con el labio partido. Eso sí que es tener los labios cortados –dijo socarrona–. ¿Y las encías? Cuando veas al imbécil de tu hermano, se lo regalas. Por cierto, ¿dónde mierda está?
—Sigue leyendo, haz el favor.

 

«La invité, pagué la cuenta, mientras ella se empolvaba la cara, o eso decía, –yo creo que fue a empolvarse la nariz. Le iba a hacer un favor. No merecía vivir. Pasó un gitano por la calle, y fui a saludarlo. «Oye, buen hombre, Juan de Dios –escruté el texto de su esclava en oro macizo–, aquí hay una chica que dice que su hija teme más la prueba del pañuelo que un mongolo un puzle de dos piezas, dice que se va a encargar de deshonrar a toda la familia escapándose con su sobrino. Es una paya como yo, y no respeta la cultura gitana, dice de todo de vosotros. Os prejuzga», le espeté. Mentí como una perra. Me despojé de las cadenas de la ética, del deber, de esa moral que intenta imponernos la sociedad. Esto sí que es libertad. El cíngaro no articuló palabra, se marchó en silencio, apretando los puños, a paso rápido.

Mi amiga y yo seguimos ese camino. Nadie delante, nadie a mi espalda, nadie asomado al balcón. A solas. Saqué del bolso entre risas de complicidad, las suyas, y de venganza, las mías, el hilo dental. Llevaba guantes, a pesar de la tarde calurosa de agosto anticipada en un día más de abril. Me coloqué detrás de ella, mientras enviaba un wasap a un cani. Con ímpetu, con júbilo, con cólera, yo me».

Rompió el folio. Trémula y turbada, movida por un acontecimiento revelador, un giro tras el cual inevitablemente vería en su hija a un ser rastrero, putrefacto y digno de escupir. Arrancó, como venía diciendo, un buen trozo del papel y lo quemó, frotando la piedra del mechero.
—¿Qué haces, loca? ¿Cómo se te ocurre quemar lo que escribió? Irene era buena.
—Una hija de puta es lo que era –gritó iracunda Asun. Se fue a la cocina llorando.
—Papá, ¿y este jaleo? –entró Miguel con legañas en los ojos frotándolos y frotándolos con una insoslayable insistencia.
—Hijo, ya me ha dicho Angelines que no has desayunado. ¿Por qué? Estamos para disgustos…
—No tenía hambre.
—Llevas dos días sin comer apenas nada. ¿Te parece eso normal?
—Déjame en paz –se marchó el niño no sin antes pegar una patada a la puerta.

A Martin, entonces, le visitaron varias imágenes deslavazadas. En las noticias habían dicho que Beatriz fue asesinada con un hilo curado en una calle solitaria. El único testigo del supuesto crimen afirmaba que había hilo en el suelo, muchas gotas de sangre y gitanos corriendo. Llamó a la policía y, al parecer, recibió amenazas de muerte.

Los padres prosiguieron la lectura con vistas no tanto a resolver dudas como a encontrar un asidero firme con que defender la inocencia de su difunta hija.

«Con las manos heridas y sangrientas, llegué a casa, dejé el bolso en el suelo y me lavé con sumo cuidado. Eliminadas las pruebas incriminatorias y transcurridas más de dos horas, mis ojos hallaron un panorama desolador al salir del baño. Mi hermano, sangrando por la boca; mi madre, gritando e intentando cortarle la hemorragia sin éxito; mi padre, buscando las llaves del coche. Reconstruyendo los hechos a partir de los llantos de mi hermano en el hospital y del relato de mi madre, intuyo que del bolso cayó el hilo dental y que lo utilizó. Así las cosas, a urgencias en familia».

Asun regresó de la cocina. Su marido no frenó su necesidad de preguntar, de contrastar sospechas.
—Asun, ¿Nuestra hija es una asesina? Cría cuervos y te sacarán los ojos. Ella la mató, seguro.
—¡Qué manía con dividirlo todo entre lobos y Caperucitas! Mala no sé, pero tonta, no. ¿Cómo iba a confesar su asesinato así tan fácil? 
—Porque está muerta y sus actos no tienen consecuencias... Bueno, un momento, consecuencias para ella, no, pero para nosotros, sí. Si ella es una asesina, nosotros somos cómplices del asesinato. Nosotros la educamos.
—Deja de decir tonterías o me divorcio. ¿Tú no has visto muchas veces cómo los vecinos de los criminales señalan lo fantásticas que eran sus familias? Cada uno construye su moral. Los padres señalan el camino; los hijos deciden.
—Y, ¿no te revienta haber amado a alguien tan cruel? –insistió consternado–. No sé qué pensar… Irene nunca habría hecho algo así.
—Lo que es pensarlo lo pensó, pero… Debió de arrepentirse. Por desgracia, la suerte de la hija de puta de Beatriz no se trastocó. Nos tocará vivir con la duda, ¿sabes?
—No soporto las dudas.
—Pues hazte a la idea. Cada día convivimos con las dudas, son nuestros demonios… Y es tal su ojeriza, que se transmutan, aparecen y desaparecen, nos manipulan como a un analfabeto y nos acompañan en la soledad de la sepultura como nuestros íntimos y futuros organismos necrófagos.


Ajenos por completo al contenido y al puñetazo emocional que vendría después de la lectura, leyeron los últimos párrafos. Me atrevo, en esta ocasión, a resumir los primeros dado que pecó de pretenciosa y su prosa, por ello, se vio empañada por varios deslices gramaticales y ortográficos, que distan un poco, bastante, de sus buenos propósitos. Venía a decir que reflexionó de largo sobre la conveniencia de confesar su estado a Miguel y que repitió el discurso tantas veces y tantas noches frente al espejo de su dormitorio, que podría reproducirlo de memoria. Su madre la animó a hablar sin tapujos, sin subterfugios innecesarios, porque solo la verdad cauteriza, restaña sin cataplasmas de pan para hoy y hambre para mañana. No había cabida para aplazamientos sempiternos, en resumen. También corrió el rumor de que Angelines había colaborado a su manera, con el mismo y hermoso fin.

«Mi hermano estaba en la camilla. Bostezando, mirándome con una sonrisa, sin percatarse de que, ante su angelical mirada, yo contenía las lágrimas. La escena anterior con Beatriz acrecentó mis ganas de decir tierra, trágame. Llevaba los labios vendados, y eso le impedía hablar con claridad, con elocuencia, tal y como me estaba ocurriendo.
—Chiquitín, ¿te encuentras un poco mejor? –le dije a solas con mi habla turbia.
—¿Te pasa algo? Hablas como yo.
—Nada, me duele la muela –me excusé, porque las excusas a veces guardan algo de verdad y esta era real como la vida misma–. Iré al dentista.
—Vale... Te veo rara, hermanita.
—No me ha dado tiempo a peinarme.
—No es eso, ¿¡cuántos domingos me he ido a tu cama a despertarte y a jugar contigo!? Conozco tus pelos.
—Mañana te quedarás en casa, ¿no? Cualquiera va al cole en tu situación…
—Irene, últimamente hablas raro, descansas en las escaleras como hacía la abuela… Se te caen las cosas de las manos y lloras y ríes y vuelves a llorar y a reír. Te escucho por las noches… Y estás siempre en el hospital…
—Miguel, hermano –tomé una bocanada de aire y me armé de valor–, estoy enferma…
—¿Estás… resfriada?
—¡Qué más quisiera! Es una enfermedad… grave, algo serio…
—Ve al médico, que él te manda unas pastillas y te curas…
—Miguel, me temo que eso no es posible. Me voy a…
—¿A casa?
—Me voy a… me voy a mo… Morir.
—¿¡Cómo!? No es verdad, no puede ser. No mientas. ¿No tenías 19 años? No sabía que eras tan mayor como la abuela –se inquietó.
—Shhh…, tranquilo. ¿Recuerdas cuándo en aquel hotel de Rumanía jugabas a matar cucarachas? Corriendo tras ellas y luego pisotón.
—Sí, ¿y?
—Pues ellas salían por la noche a recorrer cada rincón del cuarto con toda la vida del mundo y el gozo, como nosotros en la feria. Ninguna esperaba morir tan pronto, aunque hubieran escuchado historias, leyendas y dramas familiares.
—Pero, hermana, ¿quién te va a pisotear a ti? Si viene la muerte, no le abras la puerta.
—La muerte es cerrajera y de su llavero cuelga una llave maestra. En 23 días me muero…
—¿Es una broma? ¡Sí, mentirosa! Te cuento un chiste, Irene. Un hombre quiere contratar a dos mayordomos y le dice su mujer: “Solo puede haber uno, de ahí lo de mayor”. Y contesta él: “Pues mayordomo y menordomo. Solucionado”.
—Basta, cariño. En 23 días me muero, no volveremos a vernos, no hay vuelta atrás. Las personas mueren, los animales mueren, las plantas mueren. Este es el precio que pagamos por estar vivos. Y a mí me han pasado la factura antes de tiempo –el nudo en la garganta comenzaba a estrangularme.
—¿Y quién me llevará ahora al colegio? ¿Y con quién jugaré a la Wii? –advertí en él un llanto suave y silencioso. Agarraba las sábanas con fuerza.
—Los papás, Angelines, Carlos, el tito, los vecinos… Hay mucha gente que te adora, y no es para menos.
—¿Y qué pasará con tu cuerpo? ¿Se va a descomponer rápido? ¿Desaparecen los huesos y el pelo también? ¿Y tus órganos, qué? ¿Qué te pasará, hermanita?
—Lo importante no es el después, sino ahora. Vamos a disfrutar del tiempo que nos queda, ¿eh? Voy a contarte cuentos hasta que te aburras, vamos a jugar a la Wii hasta romperla, voy a abrazarte hasta que mis brazos puedan y mis fuerzas me permitan…
—¿Y me olvidarás, hermanita?
—Si está en mis manos, por nada en el mundo.

Salí por agua, salí, también, a respirar, a llorar en el pasillo, a solas. El dolor era colosal. Beatriz estaba muerta, empero eso no me hacía más feliz, sino todo lo contrario; yo no podía dejar de pensar en mi cuenta atrás, como tampoco podía andar sin estremecerme de inquietud por las mañanas de Miguel sin mí, por el profundo dolor que mi muerte socavaría en él, por el puro amor que sentía hacia mi hermano.

19 DÍAS PARA MORIR. ESTRENO 4 DE MAYO A LAS 16.00

domingo, 26 de abril de 2015

«Lo contrario a la muerte eres tú. Que estés leyendo es síntoma de vida. Pon las manos en tu pecho, tu corazón late, ¿verdad? Entonces, vives o podrías estar viviendo ahora. Tienes la posibilidad. Decide. ¿Cuántas veces has callado para no enfadar a nadie? ¿Cuántas noches quisiste gritar de angustia y no lo hiciste? ¿Por qué no te atreves a cambiar lo que te devora cada día? ¿Cómo permites que tus sueños y tus pesadillas se te vayan de las manos? ¿Hasta cuándo dejarás que la ira y la frustración te arrastren por el asfalto cruel de ver cómo tus pasos se distancian cada vez más de lo que la mente y el corazón te reclaman?

Después de cumplir mi deseo antes de morir de escupirle a un político en la cara por dignidad, como ya os conté, a 27 días era el momento para reencontrarme con una amiga temporal. Marta, una leonesa que conocí hace dos años en un viaje. Marta, un espejo de mí misma, una parte de mí. Con múltiples afinidades y gustos en común, con muchos kilómetros de distancia entre nuestras casas, con poco tiempo invertido en conocernos en el cara a cara, en directo, sin rendirnos ante las ventajas peligrosas de la tecnología. Una tecnología fría, inmediata, un pasaporte hacia la soledad».

—¡Qué bien escribía mi niña!
—No, Martín, el primer párrafo parece calcado de un manual de autoayuda. El segundo es correcto, pero peca, quizá, de pomposidad al final, y de afectación.
—Siempre criticando. ¿Le tenías envidia o qué, cariño?
—No y no. Si leyeras, tendrías una pizca de espíritu crítico.
—A mí me emociona. No pido más.
—Mejor sigo leyendo, porque el desayuno te ha sentado mal.

«Tomé el autobús. Invertí el trayecto en acciones fútiles: consultar catálogos online de bisutería, escribir un par de tuits y wasapear a Marta para concretar la calle, el punto de encuentro con el pasado mes de septiembre, cuando nos vimos por última vez y concretamos esta cita, a sabiendas de que los “ya nos vemos” y los “ya te llamaré” son evanescentes, se diluyen en la atmósfera pronto, como la colonia en un frasco abierto, quizá incluso con la más pura indiferencia.

Santiago de Compostela fue testigo de nuestro encuentro; La Plaza de Cervantes, una amiga cómplice en la que destapamos la vida. Fui yo la primera en llegar. Esperé junto a un buzón, amarillo en sus inicios, grafiteado y algo descarrillado ahora. Di vueltas, saqué varias veces de mi pantalón blanco el móvil para mirar la hora. Anduve hasta un escaparate. Era una tienda de bisutería. Entré y me detuve en los pendientes y collares, pero por poco tiempo. La enorme gama de complementos, de colores y materiales me atrajo del mismo modo que una tragaperras a un ludópata. Fui tocando cada anillo, cada pulsera, cada broche, cada producto, como si con el tacto quisiera verificar que el jade, el chorlo o la madera de estos fuera real y no fruto de la maravilla. Entre las infinitas combinaciones de abalorios poco variados, me sedujo una pulsera de aguamarina y cristal chico. La compré.


Salí. Junto al buzón, Marta. Nos saludamos con un tibio hola, con un frío abrazo y con un beso congelado. ¡Cuánto distaba esto de nuestros encuentros pasados! Con todo, habíamos cumplido.
—¿Cómo estás, Marta? –anduvimos por un calle estrecha por inercia.
—Bien, ¿y tú? –miraba ella una zapatería de la Rúa do Preguntoiro.
—Yo, viviendo.
—Obvio, Irene. Obvio.
—Giremos. Me han dicho que por aquí hay una cafetería estupenda.

La cafetería estaba donde había imaginado, mas la distancia era vectorial. A cada paso mis pies veían aumentar el tamaño, y, por ende, los metros de distancia. Yo temía lo peor; mi pantalón blanco, también. Llevaba ya unos días con dolor de vientre, con una sensación extraña en los senos y un mal humor incontrolable. Podía ser lo obvio, pero me decanté por creer que mi enfermedad era la culpable de todo. Por lo visto, los males nunca vienen solos. Es un complot somático.
—Marta, se me abre el grifo… Que no llego a la cafetería, joder.
—¿Vas a empolvarte la nariz?
—Sí, claro, estoy ahora para maquillarme. Deja la coca –bromeé a dos metros del café.
—Digo que si te orinas.
—No, eso no. Es lo otro, que está desembarcando Gran Bretaña, que tengo la maldición.
—Idiota, ¿crees en esas chorradas?
—Estás espesa, Irene.
—En mi interior, sí.
—¿Qué dices, loca? ¿Qué fumas?
—Que estoy en esos días, con el mal mensil, en los días críticos, con la regla, el período, la menstruación, con lo que ya no tiene tu abuela.
—Habla claro, y no te avergüences de ser mujer, joder.

Dado el escaso valor de los hechos que acontecieron en el baño para la trama, omito los detalles. En el tiempo que gasté en introducir el tampón, comencé a pensar en mi amiga. ¡Qué guapa estaba! Le sentaba tan poderosamente bien el abrigo almendra tostada que era una lástima que no fuera mío. ¿Y esos pantalones? ¡Por Dios! Se nota que va al gimnasio, que hace Zumba. Pero, esos pelos, ¿qué? ¿Un cardado? ¿Se ha mirado en el espejo antes de salir? Que sí, que será rica, una excelente estudiante y que seguirá viva, pero tiene el gusto en el culo. ¡Asco! Pero, ¡claro!, teniendo dinero y unos pechos que hasta yo no puedo dejar de mirarlos, ¿cómo no va a tener éxito en la vida? Y la veo tan feliz… Eso es lo que me repatea. No, no le voy a decir que en 27 días me muero, seguro que se alegra. No, por encima de mi cadáver. Mientras esté viva, de mí no se ríe. Y encima me llama espesa, así a la cara. Le mata la envidia, se va a pudrir en ella. Yo no tendré su cuerpazo, de acuerdo, pero tengo más pasta y no voy siendo una más del rebaño.

Salí. Mi querida Marta estaba en una esquina, sentada junto a una mesa con dos tazas de chocolate y churros.
—¿Estás bien?
—Sí.
—A mí, hija, la menstruación ni la noto. Me tomo mi paracetamol y sin problema.
—¡Cuánto me alegro! –dije con una alegría tan fingida como disimulada.
—¿Sigues con Roi?
—No.
—Pues yo con Antón llevo ya cinco meses. Tienes que conocerlo, te va a encantar. Simpático, detallista, romántico…
—¿No estabas tú con Alejo, cacho zorra? –a lo tonto estaba soltando más verdades que un polígrafo.
—¿Alejo? No soporto a los cornudos.
—Ah. ¿Le pusiste la cornamenta, tú, la que ya hacía planes de boda y todo?
—La monogamia es cuento, un mito. Y, claro, cada vez que lo veía me lo imagina con los cuernos ahí bien puestos, humillado, y me daba pena, y dije: “¡A la mierda!”.
—Hijaputa –sonreí con complicidad falsa–, ¿y no te arrepientes? Ya tiene que estar bueno el Antón…
—Bueno, en plan de “¡Madre mía! Que se le rompa la camisa y me empotre. ¡Menudos brazos!”. ¿Y el rabaco que se gasta qué? –me mostró la medida del pene distanciando las manos con los índices estirados.
—Cerda del infierno –reí con cinismo–, ¡eres más bruta que un arado!
—Sí, eso es verdad, me tiene bien arada la entrepierna.
—Pues cuídalo, que ya sabes que hay mucha lagarta envidiosa y los hombres son como son.
—¿Qué es de ti?
—Bien, con mis estudios y tal. Por cierto, me encanta tu cardado... Y el abrigo, ni te cuento. Pero tiene una pequeña mancha.
—¡Anda, es verdad! ¿¡Cómo has podido verla!?

¿Cómo no iba a poder verla? Ella, ahí tan feliz y tan seductora, y yo aún con el kétchup mensual, y último… Y la pierna derecha, que me duele. Es eso, lo que me jode. Yo, aquí, más cercana a la muerte que a la vida, y ella tan alegre, con tantas experiencias por vivir, con tantos polvos por echar, con esas tetas… Y, ¿yo qué? Mi vida está pasando, y yo, sin vivirla… Monotonía, tedio y sin futuro. Haga lo que haga voy a morir, pero, ella sigue indolente y feliz… No lo soporto, no la aguanto. Es verdad que no sabe nada de mi enfermedad, pero eso no es excusa. Si lo supiera seguro que empezaría a consolarme, a sentir piedad, compasión… ¡Que no! ¡Que yo no quiero eso!


—¿Cómo llevas la uni? Los exámenes de febrero los aprobé todos.
—Harás unos exámenes del copón, pero no me negarás que los de la privada son más fáciles. Eres envidiable, tía. Fantástica.
—¿Envidiable? Para nada, Irene. La envidia es un sentimiento humano, está en todos nosotros, pero hay quienes no saben gestionarlo, ¿sabes? Y desean la desgracia ajena e, incluso, lo intentan. Los envidiosos quieren destruirte.
—Bueno, los psicólogos dicen que puede ser algo positivo, que nos lleva a movernos, a luchar por nuestras metas.
—Sí, no pasa nada por desear lo que tiene una amiga. Ángeles tiene trabajo; yo quisiera tenerlo, pero no me hace sentir mal, no quiero quitarle el suyo… El problema de los envidiosos no es que deseen lo que no tienen, sino que les jode que otros sean felices –dejó el abrigo sobre la silla–. Sentimiento de inferioridad, en resumen.
—Marta, ya sabes cuánto te aprecio. Pero, ¿qué sabes tú? Hablas con sermones –comenzaba a enfadarme, si bien pude ocultar mi hervidero de ira.
—¡Pobre! Tu periodo sí que es puñetero. Voy al baño.

«¡Ojalá se muera aquí mismo! Calla, de verdad. Irene, tú, eres buena, no le deseas el mal a nadie. Mentira, quiero que se muera, es el castigo que se merece por ser feliz, por ni siquiera ver que me estoy muriendo. Y encima tiene novio, que no digo que yo lo quiera, porque tengo personalidad, y buen cuerpo, que también estoy yo bien, pero es que no… No la soporto… Ahora salgo a la calle y le regalo a esa yonqui el abrigo de esta. Si no es mío, tampoco va a ser de ella. Es lo justo. Un momento, ¿lo dices en serio? Tú nunca has sido así. O sí, y no he querido verlo. Mi mente me lo exige. Es que si no fuera mi amiga ni siquiera una conocida, me daría igual, pero es que la conozco e, incluso, la admiro. ¿Y si la envidio? No, a ella, no. Lo que quiero es sentirme como ella, sí. Sentirme amada en casa, tener un maromo a mis pies, y estar viva, terriblemente viva. ¿Tanto pido? Ella es vomitiva».

Dueña yo de mi impulso, o dueña mi voluntad de mí, salí a la calle y le regalé el abrigo a una drogota. Con una navaja en la mano y fumando marihuana, ejecutaba un aburrido soliloquio sobre Virginia Woolf. «Una yonqui intelectual, ¿me falta algo más por ver?», pensé.

Deprisa entré en la cafetería y esperé a que saliera mi amiga del aseo. Dos minutos después lo hizo.
—Como te iba diciendo, mi vida no es envidiable, soy una más. De hecho, te voy a confesar algo: tengo de todo, pero no soy feliz. No me siento plena, realizada.
—Marta, me tengo que ir –fingí leer un mensaje en el móvil.
—Oye, ¿y mi abrigo? –miró hacia la ventana–. ¡Lo tiene esa yonqui! Bueno, pues paso frío, ya está.
—Cobarde de mierda, saco de moñigas, ¿no vas a salir ahí y vas a recuperar tu abrigo? Claro, que no te sientes plena, si a la primera te cagas… Sal ahí y defiende lo que es tuyo.
—Gracias por abrirme los ojos.


«Ahora dáselas a esa yonqui por rajarte el pecho», pensé media hora después, ya en el bus de camino a casa. Aún me deleito pensando en el corte y en cómo sangraba a borbotones mi amiga Marta. La yonqui había hecho bien su trabajo, o, más bien, el mío. Pero, pese a ese guilty pleasure, no me atrevería a decir que me sintiera mejor. Seguí con mi tristeza, seguí con la angustia en la garganta, seguí un poco más muerta».

¿Te gusta? Comparte enlace, comenta... Gracias por leer.

23 DÍAS PARA MORIR. Estreno el próximo de 30 de abril a las 16.00.

miércoles, 22 de abril de 2015



Las cosas no son viejas; los viejos son los ojos. Desperté. Hacía frío, demasiado para mis entrañas, poco para mi esperanza helada. Mi madre me abofeteaba con el propósito oficial de que yo superara mi desmayo. Miguel me hacía cosquillas en los pies incitando a mi sistema nervioso a responder a los estímulos. Mi padre miraba el reloj y Carlos bebía cerveza.

«Uff, ¡qué dolor de cabeza, mamá! ¿Qué hora es?», mascullé para alivio de mi familia. Era medianoche y estábamos en el Parque Natural Terras de Breixos. Extendí los brazos. Toqué algo. Pequeño, con plumas, garras amenazantes y con un pico curvado y afilado.
—¿Qué es esto? ¿Un pájaro?
—Es un búho.
—Está muerto, mamá. ¡No respira! –exclamé.
—No seas tiquismiquis, que en un mes estarás igual y, por eso, no te dejaremos de querer.
—Ante esto, ¿qué tengo que hacer, odiarte o amarte? 
—Vive, Irene, no pierdas el tiempo en pensar en que debes pensar…
—Bueno, ¿y me dirás ahora qué hace aquí un búho muerto?
—Carlos, que es un idiota. Sin querer, o eso dice, le ha pegado un golpe con la guitarra y lo ha matado, el muy subnormal.
—¿Quieres que me sienta culpable? –terció Carlos–. Ya os he dicho que lo siento, ¡lo siento! ¿Qué queréis que haga? ¿Acaso la culpabilidad sirve para solucionar el problema?

Fraguamos el plan para deshacernos del búho y las respuestas a los guardas en caso de que nos pillaran con las manos en la masa. A continuación, dormimos tumbados y haciendo de los abrigos, mantas y colchones, tan improvisados como ineficaces para resguardarnos del frío. Personalmente, más que dormir fui solapando cabezadas, en tanto a mi cabeza venían imágenes. Lúgubres,  vegetales, herméticas.

Un hecho inopinado nos desveló a todos a las siete y veinte. Alguien golpeaba la puerta y era tal la energía que invertía que me asombró que la caseta no hubiera acabado con el alicaído destino del primer cerdito del cuento, el incondicional a las pajas. «Abra la puerta», exigía una voz grave. Guardamos silencio. No cejó en su empeño de amedrentarnos. Silencio, silencio y dos toneladas de silencio. Sin embargo, el azar es tan cruel que mi padre calculó mal dónde poner el pie y le pisó los dedos a mi madre.
—¡Me cago en tus putos muertos! –gritó.
—¿Desacato a la autoridad, señora? No complique más la situación. Haga el favor.
—Aquí en la cabaña no hay nadie –contestó con acento argentino faltando a la coherencia tanto como confiando en la escasez de inteligencia del guarda.
—¿Entonces con quién hablo? ¿Con un fantasma?
—En efecto, señor. Es lo que lleva haciendo en su mísera existencia: hablar solo. Nadie le quiere, acéptelo –le espetó con un tono afectado.
—¿Usted cómo sabe eso? No me conoce. Salga o traigo refuerzos.
—Solo con escucharle sé que no es feliz, boludo. Con esa voz de amargado, con esa poca gracia para dirigirse a una mujer… Si fuera feliz, no estaría con ese humor de perros.
—Celia, Rafa, venid a la caseta 3, tenemos problemas… –habló por teléfono–. Mujer –se dirigió de nuevo a mi madre–, dígame quién se levanta de buen humor por las mañanas.
—Muy pocos. Muy pocos llevan una vida feliz… Ahora, déjeme dormir y váyase.
—Se arrepentirá, señora. Si no abre, esperaré frente a la puerta. Le va a salir muy caro haber hecho fuego y haber matado a un búho. Además, ahora vienen mis compañeros.
—Otario, pavo, gil…
—¿Quién en ese?
—Abombado, trolo, maraca, no me traiga aquí a una maturrangada.


En el lapso de tiempo comprendido entre esto y la llegada de estos guardas, me sentí responsable de haberme empecinado en plantar un árbol. Por un lado, consideré sobre lo necesidad de plantar la acacia. ¿Acaso iba a cambiar mi vida por ello? No. Mas, por otro lado, quería convencerme de que no solo lo material, lo tangible, es lo que alimenta. ¿Pueden vivir los hombres sin cultura, sin música, sin literatura? En efecto, sí, mas de un modo reducido, como la versión gratuita de un videojuego. Tener el estómago lleno y la ropa apropiada para cada estación te permite vivir, mas no llegar a la plenitud que ansiamos día tras día. Hay que cuidar el espíritu. Con esa acacia pretendo devolver a la naturaleza lo que ella me ha dado: vida, alimento, bellos paisajes, refugio, paz, aire puro… La vida se halla en perpetua evolución, formamos parte de un ciclo. Participamos de la muerte y la regeneración. Tu muerte, la mía, la de todos, es la poda del ciclo. Es necesario podar los árboles, mutilarlos, para asegurar la floración y su fructificación. Con un efecto balsámico o funesto, quién sabe, no deberíamos olvidar que, por mucho que nos pese, no somos el castaño, sino una de sus hojas, una de sus caducas hojas.

—Abran la puerta. Han matado a un búho y han hecho fuego. Ya estamos aquí los tres.
—El banco nos ha quitado la casa, nuestra casa. ¿También nos van a robar, a ajeniar la caseta? –improvisó mi madre.
—Solo me limito a hacer valer la ley. Soy un mandado.
—Tú eres limitado a secas. Acatar a veces es otra forma de robo.
—Salgan ya, o le prendo fuego a la caseta. Luchen contra los abusos del sistema, pero sin joder al prójimo –terció una voz femenina».

Huérfanos de hija, huérfanos del calor de un hogar feliz en otros tiempos, Asun y Martín leyeron unos párrafos en silencio con el rubor en las mejillas, coloreando tibiamente la palidez de sus caras. La crueldad de tal acto de mutismo me impide reproducir la escena. 

«Dichas palabras, pronunciadas con la soberbia de un tahúr descubierto en su engaño y con la imprudencia de un faquir carente de técnica introduciéndose cuchillos en la boca, levantaron una polvareda enorme, colosal, acrecentada por un par de organizaciones ecologistas. El volumen de la vocinglería alertaba de que sus creadores no podían ser menos de treinta. Los golpes amenazantes y el temblor del terreno anunciaban que debían ser gigantes.
—Papá, estos parecen gigantes.
—¿Qué gigantes? –dijo Martín Meroño.
—Estos que aquí escuchas.
—Quijotilla, estás muerta de miedo.

Para bien o para mal, los guardas de la reserva pidieron silencio, dado que el alboroto afectaba a la fauna y a la flora de aquel espacio, donde la paz y la calma propias habían hecho las maletas deprisa para tomarse unas vacaciones forzadas. Nada es impasible al devastador vendaval de hechos trágicos, del puro azar; las personas, menos aún.

—Carlos, sal por la ventana y haz lo que te digo –le susurró mi madre.
—Okupas, salgan de la caseta. No se lo repito –amenazó un guarda.
—Asun –apeló Carlos al mismo tiempo–, ¿dónde dejo el búho?.
—Fuera, déjame en paz.
—¿Me está echando, señora?
—Por Dios, ¡qué puto lío! Fuera, Carlos, sal por la ventana –ordenó en voz baja–. Pendejo, sos un salame, un perejil, no pare más la oreja.

De pronto y tras tomar una generosa bocanada de aire, tomó la guitarra y el búho muerto, e intentó salir por la ventana, que estaba por el lado izquierdo de la caseta. Alguien podría verlo. No podía ni quería arriesgarse a salir de esta aventura surrealista con una mancha, en forma de antecedente policial, en su expediente. Precisábamos de una baza y esa era mi hermano. «Miguel, cariño, sal y diles a todos pendejos, que vean que eres argentino», le ordenó mi madre en vistas a que Carlos pudiera salir sin ser visto. Lo cierto es que lo conseguimos, y lo celebramos días después, no tanto por el pequeño éxito, sino por el ataque de risa que sufrimos cuando mi hermano salió.
—¡Ha salido un niño de la caseta! –dijo la guarda.
—Pendejo.
—¡No, hijo! –le chivó la madre.
—Pellejo.
—Pendeja, hijo, pendeja, que es una mujer –le corrigió su madre.
—¿Cómo te llamas, pequeño?
—Pendeja, pendeja».


Angelines, después de terminar las labores y de dar las buenas noches a los señores, se sentó en el sofá con ellos, no por su voluntad, sino por ofrecimiento de Asun. Ella les comentó qué hizo Carlos por la reserva, con la guitarra en los brazos y un búho asesinado, escondido en su abrigo. «Aprovechó el jaleo que se montó con la salida de Miguel y subió una gran pendiente, siguió una senda y al ver a uno que no tragaba desde que una italiana lo rechazó por este, le golpeó en la cabeza. Su víctima cayó al suelo, y tendido, le colocó el búho en sus manos. Y ya que estaba allí le pegó una patada en los huevos, y le dio un guitarrazo más en la cara. Era tan guapo que dolía, me dijo».

«Las amenazas no es que cesaran, sino que ahora una voz grave y un cuerpo corpulento, al parecer, comenzaron a lanzarse contra la puerta, para derribarla. El pestillo era pequeño, mínimo, minúsculo. Temí por mi integridad; no descarté la posibilidad de que el cómputo de días para morir acabara en el acto. Mi madre ideó un plan.
—Irene, finge que te has muerto.
—No sé cómo se hace eso.
—Oye, pues si no lo sabes tú, que estás más muerta que viva, ¿quién lo va a saber? No respires, cierra los ojos y que no te entre la risa. Ve practicando, que en un mes te saldrá genial.
—Gracias, mamá. Lo haré. Solo me queda una vida y no pienso gastarla aquí, encerrada. Temiendo.
—¿Una vida? Ilusa. 31 días. No, miento. Treinta y unas pocas horas, y eso siendo optimistas.

Así lo hicimos.
—Abran cancha, mi hija entregó el rosquete, espichó, estiró la jeta, cantó para el carnero –dijo mi madre al salir de la caseta sujetando mi cuerpo, con la ayuda de mi padre.
—Pero, ¿qué dices?
—Que mi hija está dijunta, pendejo. ¿Está ciego? ¿Por qué cree vos que la llevamos así? ¿Es un frigorífico, so perejil?».

Con el parapeto de los ayeres conocidos, la familia Meroño visitaba cada cierto tiempo aquel escenario en que actuó la desesperación, la angustia y una muerte latente y más próxima que nunca. Allí siguió creciendo la acacia; allí siguió el kien-mu de su hija. Un árbol, el centro del mundo para la difunta. Una retribución, un favor devuelto, un resto de eternidad, una hija muerta.
27 DÍAS PARA MORIR.  ESTRENO 26 de abril a las 9.00

martes, 21 de abril de 2015

 

«Las semillas son los gérmenes de la eternidad. No pretendo ser eterna, ni siquiera ser la semilla de lo que nunca fue y nunca será. No, no busco eso y, a decir verdad, no creo que lo encuentre, porque he vivido y estoy viviendo ahora, soy consciente de mi existencia. Mi pensamiento crea el mundo; mi muerte lo destruye. Nada debo temer, pues si no existo, no pienso, y, si no pienso, el mundo no existe, ni la vida ni la muerte.

Plantar un árbol entronca con esa aspiración de trascender, de ahí que haya listas y listas de deseos antes de morir que no olvidan esta forma de eternidad. Empero, había en mí una motivación distinta, enraizada en dejar huella, puesto que no hay un Caravaggio que trascienda, sino El amor victorioso que derrota al olvido. ¿Acaso Comienzos de la primavera se depreciaría si se desconociera a su pintor? En absoluto. Ni Guo XI ni el emperador Shenzong han sobrevivido más allá de los libros de historia y las publicaciones sobre arte.

Con Carlos al volante, mis padres, mi hermano y yo nos dirigimos al Parque Natural Terras de Breixos, una reserva natural en que zorros, conejos, búhos y otras aves son abrigados por el amarillo del tojo y la retama, por la jara, que tiñe la verdura de flores blancas, o por los brezos violetas.

Las cinco horas de viaje las devoramos en silencio, no como en otros tiempos en que consumíamos el trayecto adivinando canciones con la sola pista del tarareo o sacando nuestra vena neurótica para inventar siglas de las letras de las matrículas de los vehículos. Cada viajero en ese Citroën poseía un objetivo distinto. Mi madre, leer las revistas de moda y decoración; mi padre, preguntar continuamente si habíamos olvidado algo; mi hermano, jugar con la tablet; y Carlos, conducir y responder mil veces que la pala estaba en el maletero dentro de un estuche de guitarra. Esa era la argucia para plantar una acacia en una reserva natural y, por ende, para golpear el decreto de estos espacios».

En tanto Angelines recogía los platos sucios de la cena, el matrimonio dejó los escritos de la difunta y comentó:
—Me salto los tres siguientes párrafos porque tienen pinta de tostón… ¡Cómo se enrolla! Si lo sé, la crío con la madre de Mowgli.
—Sí, ¿a quién le interesa la comida que echamos en las mochilas y que Miguel llevara semillas en el bolsillo? Sigue leyendo por aquí, que es cuando cuenta cómo buscamos hoyos para la acacia y ninguno nos convencía.

«Buscaba el lugar perfecto, mas ninguno cumplía con el esbozo de mi imaginación. Lo jodido de imaginar es que da lugar a comparaciones odiosas con las que no es fácil lidiar ante la frustración que acecha. Propuse, por cuarta vez, un espacio. Solitario, oculto entre la maleza y fuera del alcance de los ojos suspicaces de los guardas.
—Papá, aquí. Este es el sitio. Cava.
—¿Dónde? Prefiero cerveza.
—¿Me permites, Martín, un ataque de sinceridad? –interrumpió Carlos–. Espero que las peinetas se te den mejor que los chistes, si no quieres morir de hambre. Eres vomitivamente vomitivo.
—Repítemelo y te parto la cara. Aquí delante de mi hijo y de quien haga falta –amenazó mi padre.
—Vomitivo… ¿Y ahora qué? No hay huevos.
—Lo que hay es educación… Porque está aquí Miguel, que si no… ¡Puñetazo! –le atizó un buen golpe.
—Parad, idiotas. ¡Qué hombres! Esto es lo que se dice ser discretos –terció mi madre.
—Ese es tu marido, qué poco sentido del humor tiene.

Viendo que a mi padre le atizaba la ira, inusual en él, y que Carlos no daba su brazo a torcer, mi madre tomó el estuche de la guitarra para tomar la pala y ser ella quien hiciera el hoyo.
—¡Asco de hombres! ¿Por qué no se contagia el lesbianismo? Voy a tener que hacerlo yo…
—No la abras, Asun. Haré el hoyo con las manos...
—Está bien, excava como un perrillo.


Diez minutos más tarde, mi padre o, tal vez, ese señor desconocido que, vendiendo peinetas, pagaba mis gastos, ahondaba el hoyo. Sin embargo, al advertir que un guarda se enfilaba a nuestra zona, la urgencia y las prisas tomaron nuestros cuerpos y le instamos a que sus manos fueran más veloces y hábiles o a que dejaran de cavar y nos marcháramos de allí.
—Papá, papá, por ahí viene un hombre… –le tiraba mi hermano del abrigo.
—Soy catedrática en Biología, cariño, ¿quieres que sea la comidilla de toda la facultad? Déjalo estar y vámonos.
—De acuerdo, y luego decís que no hago nada por vosotros.
—Claro que lo haces, pero no con nosotros. Hay una gran diferencia, papá.

Mi hermano Miguel metió la mano en sus bolsillos y tomó todas las semillas, desconocidas, misteriosas, como el despertarse cada mañana sin saber cómo cambiará la suerte por la noche, confesando inquietudes con la almohada o balbuceando cosas. A veces, en sueños; otras tantas, en pesadillas. Le pregunté de qué eran.
—De la pajarería. Fui el martes con Carlos y cogí un puñado.
—No me refiero a qué planta sale de ellas.
—Ni pajolera idea. Dentro de tres meses venimos tú y yo, hermanita, y lo comprobamos.
—Miguel, veamos, cómo decirlo… Eso no va a ser… Posible…
—Nada es imposible, si lo deseas…
—Miguel, eso no siempre es así. O, más bien, casi nunca es así…
—Está bien, si no quieres acompañarme, vendré con papá y luego te diré de qué son.
—Miguel…
—Hijo, no seas pesado –terció mi madre–. Alejémonos de aquí, siendo discretos, sin levantar sospecha… Disimulad.

Así las cosas, andamos a la caza más de escapar del guarda y de sus posibles preguntas comprometidas que de un buen lugar para plantar la acacia. Pese a nuestras medidas, los resultados poco fructíferos fueron. Cegados por la necesidad de fingir una naturalidad inexistente, utópica, no nos percatamos de que a cincuenta metros una treintañera, morena, de buen parecer y sexi, nos pedía que nos detuviéramos.

«Deténganse, tengo que interrogarles. Hemos encontrado varias alteraciones en la tierra y mis compañeros y yo tenemos que dar con los responsables. Enséñenme qué guardan en el estuche de la guitarra», nos ordenó.
—¿Un obús? ¿Un telescopio? ¿El puto cadáver de tu respetable abuelo? No, guapa, ¿qué va a haber dentro de una estuche de guitarra? –ironizó mi madre.
—Una guitarra –respondió mi hermano.
—Hijo, no, cállate.
—Entonces, una pala.
—Ni caso, ¡qué cosas tiene mi niño! –le propinó un pescozón.
—Señores, no compliquen más la situación y déjenme ver la pala.
—Lo siento, pero no –intervino Carlos–.
—Enséñeme la pala…
—Joder, ¿quieres me la saque así, delante del niño y todo? Marchaos, familia, que tengo que arreglar unas cosas con esta mujer.
—¿Desacato a la autoridad? Ya está bien –le arrebató el estuche.

Empezó a abrir la cremallera, despacio, como un presentador cruel que posterga hasta el infinito la proclamación del ganador. Saltarse las normas es un riesgo, pero merece la pena cuando consigues lo que te propones. Pero, en mi caso, la acacia seguía guardada en mi mochila. Por esta razón, mi rebeldía era como la semilla que nunca cae al suelo, a tierra, que teme el cambio, el carácter cíclico de la existencia, que, teme, al fin y al cabo, la vida.
—¡Una guitarra! Efectivamente. Circulen…
—¿En serio? –me sorprendí.
—Pero, si yo… –musitó Carlos. Querida, tú me has visto y has venido aquí a seducirme –afirmó con picardía.
—Eso no es verdad.
—Tus pechos no dicen lo mismo.
—Me retiro, señores, a las nueve cerramos –dijo la guarda, mientras se abotonaba la chaqueta.
—Adiós –dijimos al unísono.
—Y a ti, Carlos, ya te vale –terció mi madre– ligando con putillas forestales.
—Deja a tu hermanastro que haga le apetezca, ¡ni que estuvierais liados!


De salir victoriosos de aquel aprieto pasamos a otra fase no menos embarazosa. Hallamos una caseta, un rastro humano en medio de la espesura y las inscripciones infrecuentes de itinerarios ecológicos. Tres metros cuadrados. Tres malditos metros en los que convivimos, junto a la noche, el frío, la humedad, el arrullo del río, los búhos o los cedros del Líbano. La razón era caprichosa, como su poseedora. No podía irme de allí sin plantar la acacia, esa fuerza vegetal nutritiva y, al mismo tiempo, devorante. Nos quedamos, pues, a dormir en la reserva natural».

El matrimonio se detuvo, volvió a comentar que el capítulo pecaba más de la falta de grano que de la calidad de la paja. Por ello, saltaron cinco párrafos sobre la oscuridad, el miedo a la soledad y la textura de las hojas de los árboles. Como digo, prosiguieron la lectura en el pasaje en que, una hora y media después, Carlos regresó del coche con provisiones, que se reducían a un pack de cervezas y una bolsa de magdalenas.
—Olé, tus huevos, Martín. Haciendo fuego. Con un par.
—Carlos, ¿qué va a pasar? Nada, si con la crisis no habrá guardas por la noche… Esto es España.
—Sí, que los hay, pero durmiendo. Bueno, así nos calentamos, que hace aquí un frío… Pero, entre los animales y los cinco hoyos que hemos hecho, parece esto el dale al topo.
—Solo nos falta usar megáfonos e incendiar esto para nos enchironen.
—¿Están los tres en la caseta? –tomó la guitarra, que estaba apoyada en un árbol.
—Asun y el crío, sí; Irene, todavía, no ha vuelto de plantar la acacia…

A trescientos metros de allí, plantado el árbol, Irene, con el abrigo lleno de pañuelos usados, temblando de frío y extrañando los favores del gas natural, enfilaba hacia la caseta.

Comenzó a sentirse extraña, con cierto malestar, cada vez peor. Sintió una sudoración fría por el cuerpo. ¿Era miedo a la oscuridad? No, ella jamás había temido la negrura de la noche. Los árboles zigzagueaban con sutileza, al principio, y, luego, con descaro. Los cipreses daban vueltas, giraban. La luna parecía metida en una tragaperras en marcha. ¿Se estaba tambaleando? Sujetó su cabeza con las manos, con dificultad. Tropezó varias veces hasta que por desmayo cayó.

Mientras tanto, mientras que Irene estaba en el suelo a merced de la voluntad de los lobos, y mientras su hermano Miguel dormía plácidamente en la caseta, los tres adultos hablaban acaloradamente frente al fuego, y Carlos intentó tocar la guitarra. Sin gracia, sin talento, siguiendo, en resumen, su personalidad.

«¡Socorro! ¡Socorro! ¿Carlos? ¿Mamá? ¿Papá? Ayuda, ayuda», vociferó Irene Meroño con las fuerzas que le quedaban.

De inmediato, un búho pretendió sobrevolar sus cabezas. Del puro susto, tanto por los gritos de Irene como por el ave rapaz, empuñó la guitarra, como Don Quijote en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento.

—Ha muerto.


31 DÍAS PARA MORIR. ESTRENO Mañana 22 de abril de 2015 a las 11h.
¿Te ha gustado el capítulo? Comparte el enlace.