miércoles, 30 de agosto de 2017

La novela posmoderna suele despertar miedos a veces infundados. La metaficción (ficción sobre la ficción), la experimentación o la inclusión de características del periodismo pueden disuadir a muchos de leer el tipo de novela que surge sobre 1960 que los contiene temiendo que sean relatos crípticos, de suma complejidad formal y esclavos de la artificiosidad en detrimento de la verosimilitud. La noche del oráculo (2004) desmiente esos prejuicios de raíz. Paul Auster (Nueva Jersey, 1947) nos ofrece una historia acerca de un autor, Sidney Orr, que acompaña su recuperación tras una enfermedad grave con la escritura de una novela protagonizada por Nick Bowen, un editor personaje de El halcón maltés de Dashiell Hammett. Dentro de esta novela ficticia y dentro de la novela real, objeto de esta crítica, se hallan más relatos, bocetos de ellos y el argumento de un guión de cine. Digna de elogio resulta la ensambladura ejemplar de estas narraciones dentro de narraciones, de esta «matrioska» literaria que es La noche del oráculo, por cuanto, gracias a las similitudes entre los relatos y la limitación en el número de personajes, se puede seguir la lectura sin problema alguno, sin confundir personajes ni planos narrativos.

Tampoco generan dificultades otras técnicas innovadoras, como la inclusión de noticias, un cartel telefónico y un listín telefónico entre sus páginas, ni la eliminación de los verbos dicendi y de la raya en el diálogo entre Nick y Ed (p. 86), ni las notas extensas a pie de página (a menudo, a modo de semblanza), que, si bien con su artificio desconectan unos segundos al lector del mundo de ficción que hasta entonces lo habían absorbido, permiten a este indagar la personalidad de los personajes.

La noche del oráculo se lee con rapidez, con gusto. Atrapa porque no cesa el relato de los distintos avatares de los diferentes personajes; existe una expectación por descubrir qué nuevas escenas depara la obra y todas ellas se disfrutan, incluso las escenas rocambolescas con Chang. Esa espera curiosa es hija del azar, del gusto de Auster por reflejar lo cotidiano, lo aleatorio de la vida, al que Sidney Orr procura encontrarle un sentido, un hilo que conecte los distintos acontecimientos con el fin de comprenderlos mejor, un hilo que, en verdad, no tiene por qué existir más allá de la conciencia de los personajes y de los lectores.

La presencia del azar motiva la continua sucesión de historias, que, para desesperación de algunos lectores, algunas quedan inconclusas o, en el mejor de los casos, abocetadas. Sin embargo, esto no ha de ser entendido como imperfección, sino como signo, como elemento potencial de expresión, capaz de evocar muchas significaciones. Se trata de una interrupción o de un silencio que dice mucho y, es más, se manifiesta decisiva para la comprensión y la interpretación globales de la novela. De hecho, el propio Auster alude a estas características en las páginas 23 («Es el azar quien gobierna el mundo. Lo aleatorio nos acecha todos los días de nuestra vida; una vida de la que se nos puede privar en cualquier momento, sin razón aparente») y 111 («Me refiero a sus libros [de John Trause], he leído sus novelas, y entonces dejan el tema y pasan a otra cosa»).

Desde el inicio me ha recordado a una novela de Javier Marías que reseñé hace un año, Negra espalda del tiempo, por desentrañar esta las intersecciones de la ficción y la realidad previas y posteriores a la publicación de una novela (personajes inspirados en la vida real, personas que quieren trascender pidiéndole al autor que los incluya en su obra como personajes, personajes que sin pretenderlo pueden ser una viva imagen de una persona real, etc.). En la novela de Javier Marías existe una mayor variedad de situaciones producto de la relación entre ficción y realidad, mientras que en La noche del oráculo encontramos reflexiones metaliterarias en algunos momentos superficiales y manoseadas. Entre ellas resalto la confusión entre literatura y ficción  (¿son creíbles las escenas de Sidney con Chang o que Sidney no escuche y no sea visto por su mujer cuando esta lo llama?), la ficción como único espacio donde el autor da rienda suelta a su voluntad, a lo que no se atreve a efectuar en su vida real (p. 71), el poder de evasión de la literatura (p. 78), el vínculo íntimo entre el autor y el lector, por cuanto el segundo cree poseer un conocimiento hondo del primero por todo aquello que refleja su obra de él (p. 111), el reparto de los beneficios de la venta de libros poco favorable al propio autor (p. 173), la reconstrucción de las lecturas del autor en su propia escritura (p. 202), la capacidad de lo escrito para anticipar el futuro (p. 242), la textualización de la vida («No fue hasta 1994, año en James Gillespie publicó El laberinto de los sueños: vida de John Trause, cuando por fin me enteré en detalle de las actividades de John entre el 22 y el 27», p. 244) o la literatura como preámbulo y nutriente de la comunicación humana (p. 248). Asimismo, se concibe la literatura como fertilidad, y acaso, también, trascendencia, en «Aquella mañana, sin embargo, sentado frente al escritorio por primera vez en casi nueve meses, con la vista fija en el recién adquirido cuaderno» (p. 23).

Junto a algunos rasgos comunes, quisiera señalar como debilidades un gancho fácil, innecesario al tratarse de una novela poderosa, que atrapa («Ni siquiera se atreve imaginar las sorpresas que le esperan», p. 103) y un final, en buena parte, predecible, aunque permita asegurar la verosimilitud de la trama tras varios giros, en apariencia, aleatorios, tras diferentes casualidades. Ojo, solo en apariencia, ya que, aparte de contar con un desenlace sobrecogedor, contundente, demuestra que las páginas de este libro conforman una unidad. Paul Auster será el autor del azar, pero, desde luego, no el de la desidia, y eso implica que el lector tenga que hilvanar todo lo leído para interpretar el texto, para que se revele el verdadero mensaje de la obra. Y es en ese instante cuando más que nunca nos parecemos a Sydney Orr, pues, al igual que él, pretendemos ordenar el azar para entender la vida. Siempre estamos buscando un sentido a las casualidades.

A lo largo de esta novela, el narrador homodiegético en primera persona, que es el protagonista, nos hace reflexionar sobre la amistad, sobre el amor, la familia, la muerte, la enfermedad, la necesidad de mirar hacia delante, el conocimiento como riqueza, pero, también, como veneno, como sufrimiento (p. 74), y sobre la mentira del sueño americano («En China tengo mi gran sueño americano, pero en América no hay sueño. Este país también es malo. En todos sitios igual. Gente mala y podrida. Todos los países malos y podridos», p. 159).

No quisiera acabar esta reseña sin aludir las referencias intertextuales (El halcón maltés, un personaje tan Bartleby –me refiero a Pearl, mencionado en la página 70–, la crítica a las primeras novelas de Wells en la página 135 o el tópico de la vida como sueño en «A lo mejor seguimos durmiendo todavía, y estamos teniendo el mismo sueño», p. 148), el resumen de buen parte de la novela a modo de recapitulación o, mejor dicho, de intento de relato coherente de lo azaroso en la vida de Orr en la página 243 así como el guiño a los lectores en la página 206 («–Dame cincuenta páginas y te conseguiré un contrato, Sid»). También, merece ser señalada la magnífica traducción al castellano de Oracle Night por Benito Gómez: la prosa goza de naturalidad, fluye.

La noche del oráculo es una novela ideal para despojarnos de prejuicios hacia la narrativa posmoderna, porque no deja de ser una novela que cuenta una historia, que nos cuenta una historia y nos deja con la sensación de que necesita más de una lectura para descifrar toda su riqueza sígnica sin convertir la prosa en un laboratorio de técnicas, sin relegar la historia en pos de la experimentación técnica: la prosa es cristalina y a la vez evocadora, de ahí que esta novela de Paul Auster merezca pertenecer a ese grupo de nuestras lecturas escogidas entre todas las publicaciones, cuyo número limita la caducidad del hombre.

martes, 22 de agosto de 2017


Que nadie se deje engañar por la apariencia árida del título de esta novela. Baroja (1872-1956) ofrece con El árbol de la ciencia (1911) una lectura accesible y amena, que seduce al instante al escéptico, que evade de sus preocupaciones al ensimismado, que desvela al adormecido y que centra al distraído. Y lo más admirable de esto es que no prescinde de ambición literaria: no rebaja la cantidad de amargura, de pesimismo y de denuncia de la crisis de valores éticos de la sociedad de finales del siglo XIX ni tampoco escatima en reflexiones filosóficas, en general, de corte existencialista. Lejos de cualquier idealismo y de evasión de la realidad, este autor donostiarra la señala con crudeza.

Imagino que ahora mismo el lector se preguntará de qué manera logra el carácter accesible de la novela pese a sus rasgos intelectuales y a la profunda crisis existencialista que atraviesa Andrés Hurtado, quien relata, a partir de su ingreso en la universidad para estudiar medicina, su proceso de maduración personal y la angustia que le generan el no hallar un sentido a la vida y el contraste entre su código ético firme y la falta de valores de la sociedad. Si bien el conflicto, este, es fácilmente reconocible, no lo es tanto el argumento, pues no hay un planteamiento claro, sino que hay una continua aparición de escenas que acaban acrecentando el desengaño del protagonista, de manera que, al principio, el lector puede encontrarse un poco desorientado al no tener claro hacia dónde se va a dirigir Baroja, cuál es su destino, cuál es su intención. Más adelante, no hay duda: la novela comienza in medias res, sin presentar el conflicto, ciñéndose su autor a mostrar una de las formas en que se materializa este conflicto, pero no es difícil sospechar que el planteamiento sería la infancia de Andrés Hurtado, la inconsciencia y la ignorancia acerca de la amargura del mundo («el árbol de la vida»), en la que viven los fuertes, los bizarros y los felices, y el propio personaje hasta su camino hacia el conocimiento y los problemas del mundo, en términos bíblicos, «el árbol de la ciencia», hacia el que se enfila cuando aparecen los conflictos de Andrés Hurtado con su familia tras la muerte de su madre. Así, en el nudo se narran las relaciones lacerantes, destructivas, de Andrés a lo largo de casi treinta años, durante su adultez, entre la mentira feliz y la verdad dolorosa, entre la voluntad y el conocimiento, entre la vida y la ciencia. En el desenlace se resuelve esa tensión entre estos elementos opuestos.

Recuperando la cuestión que he planteado en el inicio del párrafo anterior, la novela se asimila con facilidad gracias a su organización externa en siete partes que, a su vez, se dividen en secciones menores, en capítulos muy breves (la media de páginas por capítulo es de cuatro páginas), pero, también, a la tendencia a los párrafos breves –abundan los de tres o cuatro líneas–, y al resumen, recurso necesario para abordar treinta años de la existencia de Andrés Hurtado en menos de trescientas páginas. Ahora bien, esto no significa que Pío Baroja desdeñe los diálogos; lo que ocurre es que los dosifica y los emplea de manera oportuna, ya sea para caracterizar a los personajes (como ocurre con las conversaciones de Andrés con Lulú o con Lamela, un universitario entrado en años enamorado de una especie de Aldonza Lorenzo a la que ve, como don Quijote, como este a Dulcinea), para subrayar el conflicto del personaje con hecho, aparecen con frecuencia en los acontecimientos más relevantes para caracterizar a los personajes (baste mencionar la cuarta parte, “Inquisiciones”, en que se recupera el formato de los diálogos renacentistas, de estirpe platónica, a través de las conversaciones filosóficas con su tío Iturrioz, donde se contraponen el pragmatismo y el utilitarismo). Esto último, por cierto, me recuerda a las conversaciones de los protagonistas de Hombres buenos, de Pérez-Reverte, cuando señalan los problemas de la sociedad española, como el atraso cultural, el orgullo del inculto por su propia incultura o el dominio de la picaresca. Aunque me resultó, también, una novela interesante, recomendable, carece de la profundidad psicológica y filosófica de El árbol de la ciencia.

Otras características que animan a no abandonar la lectura es el impresionante caudal de personajes de intervenciones breves, anecdóticas que habitan en la novela (solo unos pocos llegan a aparecer en más de un capítulo), la variedad de paisajes, de escenarios, en que se desarrolla la acción y el retrato completo de la sociedad de su tiempo. Como consecuencia, el lector disfruta de una riqueza de temas, entre los que destacan la crítica a la enseñanza universitaria, tanto a los catedráticos como a los alumnos (pp. 39, 62 y 158), la preocupación de los médicos no tanto por los enfermos como por las enfermedades (p. 83), la miseria económica y social española, la muerte, el conocimiento y otras cuestiones filosóficas, que inquietan a Andrés, muy influidos por las ideas de Schopenhauer.

Tal vez peca de demasiada amargura: si Pío Baroja hubiera optado por darle alguna satisfacción al personaje, por reducir el encadenamiento de fracasos de este, habría reforzado la consistencia de la verosimilitud, pues, en alguna ocasión, corre el riesgo de caricaturizar al protagonista como el típico personaje de comedia al que todo le sale mal.

Podría continuar indagar en la simetría compositiva, dicho de otra manera, en los parecidos entre los capítulos primero y séptico, segundo y sexto y tercero y cuarto, en las referencias literarias a la Biblia, Juvenal, Marcial o Quevedo, en la inclusión de dos personajes que evocan de manera cristalina la pareja don Quijote-Sancho en el capítulo “Tipos de casino”, o en ciertos símbolos; sin embargo, con tal de alargar esta crítica me limitaré a recordar dos aspectos. Por un lado, los abundantes toques de humor, incluso, de humor negro, que endulzan en cierto modo la amargura con que el narrador en tercera persona revisa la vida de Andrés Hurtado.

La señora Benjamina recorría medio Madrid pidiendo con distintos pretextos, enviando cartas lacrimosas […]; decía que era viuda de un general; que acababa de morírsele un hijo de veinte años, el único sostén de su vida; que no tenía para amortajarle ni encender un cirio con que alumbrar su cadáver.

El transeúnte a veces se estremecía, a veces replicaba que debía tener muchos hijos de veinte años cuando con tanta frecuencia se le moría uno (p. 120).

Por otro lado, como señalé en mi recensión crítica de Tiempo de silencio, la admiración de Luis Martín-Santos por la prosa barojiana hace que Pedro comparta algunos de sus rasgos más relevantes (su pasividad fruto del conocimiento, su condición de médicos y su dificultad para adaptarse a una sociedad en la que escasamente incide un código ético) con Andrés Hurtado. Ambos pierden la inocencia en su juventud como Lazarillo de Tormes en su infancia, pero, a diferencia de este último, no optan por la hipocresía, se resisten a ser pícaros en una tierra de pícaros, de manera que su singularidad los aboca a la angustia vital y al desarraigo, que cristaliza en la búsqueda de la ataraxia, de la impasibilidad.

En definitiva, una novela muy recomendable, un clásico imprescindible, para todas las edades y para todo aquel que, pese a la comodidad de la ignorancia, no duda en cobijarse bajo el árbol de la ciencia.
¿Y qué? replicó Andrés. Uno tiene la angustia, la desesperación de no saber qué hacer con la vida, de no tener un plan, de encontrarse perdido, sin brújula, sin luz a donde dirigirse. ¿Qué se hace con la vida? ¿Qué dirección se le da? Si la vida tan fuerte que le arrastrara a uno, el pensar sería una maravilla, algo como penetrar en un oasis de paz; pero la vida es estúpida, sin emociones, sin accidentes, al menos aquí, y creo que en todas partes, y el pensamiento se llena de terrores como compensación a la esterilidad emocional de la existencia (p. 159).


domingo, 13 de agosto de 2017


Juanita la Larga (1895) no es Pepita Jiménez, aunque compartan sus rasgos más característicos: una escritura, aunque sencilla, delicada y elegante, que persigue la belleza a través de una nostalgia complaciente, recreando cuadros costumbristas y bucólicos, un empleo de los elementos narrativos muy tradicional, y un amor que ha de lidiar con los convencionalismos sociales de la época: si en Pepita Jiménez el seminarista Luis de Vargas lucha contra su atracción hacia Pepita Jiménez, viuda de un octogenario y prometida de su padre, en Juanita la Larga el conflicto surge del enamoramiento de un hombre cuya edad triplica la de su amada, de diecisiete años, que da título a la novela.

Se lee bien, se disfruta, entretiene como lo hace El tiempo entre costuras –y con un estilo, un tono, muy similares– o cualquier telenovela, pues está repleta de lugares comunes del género de la novela rosa. Con solo señalar el nombre del pueblecito donde se desarrollan los hechos, Villalegre, uno puede hacerse idea de esta narración. Personajes tópicos, progresión del argumento previsible, escasa pretensión crítica hacia la sociedad… Del mismo modo, si bien proliferan más los refranes entre los personajes más humildes y Juana en la página 203 dice manoscomio o monomonio en vez de manicomio, el discurso de los personajes es demasiado parecido. Juan Valera no atiende las diferencias dialécticas de sus personajes, Juanita la Larga, en ocasiones, enlaza una serie compleja de razonamientos admirable, pero no verosímil. Ahora bien, esta característica no es tan visible como en Pepita Jiménez, donde hasta el personaje más inculto debate sobre filosofía y con una variedad enorme de vocabulario.

Ahora bien, esto no impide apreciar las dotes como novelista de Valera, pues, salvo cuando abandona el conflicto para describir la Semana Santa y otras fiestas del pueblo, logra manejar la tensión dramática y el interés del lector. Y más le valía, pues sus cuarenta y cinco capítulos y su epílogo se fueron publicando por entregas en un periódico, de modo que tenía que ganarse capítulo a capítulo el apoyo de los lectores de este folletín. Con miras a lograrse, recurre no solo a un conflicto amoroso en que compensa su gusto por la descripción costumbrista con una cantidad generosa de giros argumentales, enredos y malentendidos, sino que, además, recuerda en las primeras líneas de cada capítulo la situación en que había quedado el relato en la entrega anterior o resulta demasiado explícito en sus intenciones, a veces, incluso, dirigiéndose a los propios lectores, como en los siguientes fragmentos:
Sin el menor artificio he presentado ya a mis lectores a varios de los personajes principales que han de figurar en la presente historia; pero me quedan dos todavía, de los cuales conviene dar previamente alguna noticia (p. 81).

En el momento en que va a empezar la acción de esta verdadera historia, Juana tendría cuarenta años muy cumplidos, si bien conservaba aún restos de su antigua belleza (p. 82).

Ruego al lector que me dé entero crédito y que no imagine que son ponderaciones andaluzas o que mis simpatías hacia Juanita me ciegan. Lo que digo es la verdad exacta, pura y no exagerada. Yo he estado en Villalegre; he visto algunos trajes hechos por Juanita, y me he quedado estupefacto. Y cuenta que yo tengo buen gusto. Todo el mundo lo sabe (p. 174).

Otros logros serían la caracterización de los personajes a través de la gastronomía que consumen o que regalan (así defienden los platos tradiciones andaluces Juan Valera) así como los elementos intertextuales, cómo incluye el romance De Mérida sale el palmero (p. 165), referencias bíblicas –se alude a la infertilidad de Abraham y Sara y en la página 173, se dice: «Juanita fue, pues, mirada, si no como paloma sin mancilla, como Magdalena arrepentida y penitente, no de la culpa, sino del conato», la sustitución de la Larga por el apellido real de modo a similar en don Quijote pasa a ser llamado Alonso Quijano (p. 159), el Bueno, los refranes o La Celestina:
Al principio se difundió tanto la idea de que Juana había llevado su complacencia inmoral hasta ser tercera de su hija, que la llamaban menos para trabajar en las casas principales por el temor de pervertir a las Melibeas de dichas casas (p.172).

A mi juicio, Valera y Pepita Jiménez, el clásico con que merecidamente ha logrado trascender, habría destacado más en el siglo XVIII, junto con su admirado Fernández de Moratín, que en el siglo XIX. Echo en falta en Juanita la Larga una crítica real de las injusticias de su tiempo (y del nuestro), o autocrítica, si tenemos en cuenta su conservadurismo. Se limita a señalar un problema social, por ejemplo, el caciquismo, pero con benevolencia. Carece de carácter. Y, además, en ocasiones, incurre en estereotipos y en alguna frase puesta en boca de un personaje femenino poco creíble: no me imagino decir a una mujer «Y ve tú ahí lo que son las mujeres» en el siguiente fragmento:
―[…] Y ve tú ahí lo que son las mujeres: me halaga, me lisonjea creer que me ama tanto, y esta creencia es al mismo tiempo causa de mi pena y del remordimiento que me destroza el alma (p.172).

Todo ello no quita que logre ser coherente y ser modelo de lo que afirma el narrador en la página 238:
A mi ver, hasta en corregir, atildar y perfeccionar lo que se hace, aunque no niego que se presta al atildamiento y a la mejora, es menester andarse con tiento. Puede ocurrir […] por el prurito de acicalar el estilo, manosea, soba y marchita lo que escribió y lo deja mustio, lamido y sin espontaneidad ni gracia.

Juanita la Larga, en el fondo, es demasiado hija del tiempo y las condiciones en que se gestó, como la fascinación por el esoterismo que experimenta Policarpo, el boticario, que también se refleja en La sirena negra, de Pardo Bazán, a cuya entrada en la RAE como académica se opuso Valera alegando que «su trasero no cabría en un sillón de la RAE», por cierto. De lectura rápida, entretenida, una novela rosa de calidad no muy extensa (en torno a las 250 páginas) en que la contraposición de Inés, la hija de don Paco, y Juanita recuerda a la que con más gracia y desarrollo llevó a cabo Benito Peréz Galdós a la hora de oponer los caracteres de Jacinta y Fortunata, respectivamente. Carece de compromiso social, elemento que, por lo general, cumplen los grandes clásicos de la literatura. En cualquier caso, para Valera, quien nunca defendió el Naturalismo, lo primordial en materia novelesca era la belleza estética y absorber al lector con su prosa, tal y como declara en el prólogo de la obra, y eso, desde luego, lo logra con creces.

VALERA, JUAN (1985 [1895]). Juanita la Larga (ed. Enrique Rubio). Madrid: Clásicos Castalia.

miércoles, 9 de agosto de 2017


Con la lectura de Tiempo de silencio, novela de Luis Martín-Santos publicada en 1961, el lector asiste a una doble experimentación: por un lado, la que acomete Pedro, el protagonista, un joven médico becario que investiga el cáncer y, por otro, la del autor, quien importa a la narrativa española las innovaciones estilísticas europeas con que Virginia Woolf, Franz Kafka o James Joyce renovaron la narrativa a principios del siglo XX. A veces, se ha criticado que  estas técnicas novedosas se introducen de manera abrupta y que el mérito literario de Tiempo de silencio no reside, por tanto, en la novela en sí, sino en su carácter pionero en la literatura española que dio paso a que estas innovaciones sazonaran obras como Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, o Volverás a Región, de Juan Benet, de un modo más natural y desenvuelto.

No se puede negar que, en ocasiones, parece que el autor utiliza cada innovación técnica como quien en una perfumería abre los frascos de los fragancias para conocer sus características, solo para testarla. Ahora bien, esta artificialidad del relato no es incompatible con reportar ventajas al lector, pues la variedad en el estilo contribuye a que resulte fresca, que no embote el olfato y que no deje indiferente, como un buen perfume. Así, se asiste a oraciones de más cuarenta líneas, a un diálogo donde solo se presentan las palabras de uno de los interlocutores, a la creación constante de palabras mediante guiones («cocina-dining-living» y «dormitorio-tabernáculo-cámara de incubación», p. 139), a la explicación desde el plano de la pragmática de enunciados incompletos [en las páginas 200 y 201, «No, pero yo… (reconocimiento consternado)»], en la inclusión con un fin corrosivo de la acotación para señalar las pausas de un conferenciante pretencioso y en los cambios de perspectiva a lo largo de las sesenta y tres secuencias en que se divide la novela.

Precisamente, es el multiperspectivismo lo que exige un lector concentrado: en función del personaje desde cuya visión se relate la secuencia, la prosa varía en gran medida y adquiere un barroquismo considerable, en especial, en las escenas con personajes con mayor grado de instrucción, que son las más. De este modo, los abundantes tecnicismos del ámbito médico (como prótido en lugar de proteína en la página 8 o motoneuronas en la 9), las expresiones herméticas por medio de circunloquios (véase la referencia al Nobel de Medicina en «de ahí puede surgir el origen de otro descubrimiento más importante todavía por el que el rey sueco pueda inclinarse sobre nosotros hablando latín o en inglés macarrónico» y de metáforas puras (verbigracia, «gelatina sensible de sus ojos», cuyo término real es el humor acuoso, o «trimurti de disparejas dioses», que hace referencia a las tres mujeres dueñas de la pensión del protagonistas, p. 42) y la adaptación suigéneris de palabras extranjeras al castellano («niu dial» –New Deal, p. 9– o «ainsisuatil» –ainsi soit-il–) contrastan con expresiones del caló («Sabía que ella andaba conmigo y allí delante empieza a tocarla los achucháis», p. 53), los vulgarismos, que caracterizan a los personajes de estratos sociales más bajos, en concreto, los habitantes de las chabolas («Bruto no le es más que en lo tocante a caráter, pero no en el inteleto», dice Florita, la hija del Muelas, p. 61) o voces del nivel vulgar de la lengua («ocultaba su papo bajo suntuosos renard argentés», p. 182).

Por suerte, la presentación cronológica de los hechos, solo interrumpida, como es obvia, por la simultaneidad temporal de algunas escenas y el argumento, realista, costumbrista, ayudan a asimilar mejor estas innovaciones narrativas y atrapan al lector: el descenso a los infiernos del protagonista, de Pedro, en que se ve sumido cuando se acerca a la chabola del Muecas para comprarle unos ratones con que llevar a cabo su labor investigadora del cáncer atrapa y conmueve, debido a las escenas violentas que se desarrollan en las chabolas, el proceso degradatorio de un protagonista pasivo, que adopta la resignación ante los embates de la sociedad alienada de finales de los años 40. Además, predomina la tercera persona, que solo se ve reemplazada por el monólogo interior, esto es, la presentación de los pensamientos de los personajes interrumpidos, contradictorios, desordenados, como discurren por sus conciencias. Los monólogos interiores se digieren mejor, pues en ellos se reduce la retoricidad en el lenguaje, suena más espontáneo y con una densidad simbólica menor

De no ser por sus componentes narrativos más clásicos Tiempo de silencio no habría soslayado el riesgo de que las pretensiones intelectuales de la obra dieran lugar a una obra árida, carente de alma y de actitud, por mucho que recurra al humor negro, a la parodia (por ejemplo, en la parodia de la Eucarística, en «Doña Luis partió el pan y dio las gracias», p. 183), al erotismo sutil, camuflado, –baste mencionar el caso de la página 211, «La muchacha de la cola no está dispuesta a dividir su cola con un cuchillo porque no ama» o a los juegos de palabras. De hecho, estos elementos están al servicio de la voluntad del autor de que el lector se distancie de los personajes y pueda enjuiciarnos con mayor objetividad. Por desgracia, logra, también, ese distanciamiento a través de unos personajes definidos con un número escaso de rasgos psicológicos, dos o tres a lo sumo, de manera que, por desgracia, los personajes son, en cierto modo, de cartón piedra, no tienen esa consistencia tan real como los galdosianos. Quizá este sea el mayor defecto (y puede que único) de todo el relato, que, por suerte, se ve compensado por la maestría de Luis Martín-Santos para atrapar a sus lectores presentando acciones y situaciones tan degradantes y violentas en la cárcel, en las chabolas o en los prostíbulos y con giros argumentales excelentes. De hecho, pese a conocer todos los spoilers de la obra antes de leerla, no me ha dejado de asombrar.

No se puede hablar de los méritos de esta novela sin mencionar la generosidad con que vierte el autor su bagaje cultural de una manera contextualizada, fundamentada, en lugar de convertir la intertextualidad en puro exhibicionismo cultural. Baste mencionar, a continuación, algunos casos.

Asimismo, hay un poso de la novela picaresca en relación al contenido, por cuanto Pedro es una especie de Lazarillo adulto que va perdiendo la inocencia, depende de varios personajes –Amador, el Muecas, Dora o su jefe podrían ser considerados sus amos–, en algunos casos trabaja para ellos, y, por último, se produce, después de su descenso a los infiernos, un supuesto ascenso que, en verdad, es solo un paso resignado, de moral acomodaticia. En pocas palabras, la gran diferencia entre Lazarillo de TormesTiempo de silencio es que en el segundo el protagonista no se mueve por el ascenso social, sino que solo ansia el desarrollo profesional y se muestra incapaz de adoptar una actitud hipócrita y de ejecutar tretas. Pedro, del mismo modo, sería un don Quijote que no lucha por sus ideales, un héroe pasivo enlodado en el fango de su racionalismo. Con miras a caracterizar a Pedro, introduce Luis Martín-Santos un breve y lúcido ensayo donde analiza la figura de don Quijote y su función subversora mediante la risa.

En cuanto al descenso a los infiernos del protagonista, no puede ser más evidente la presencia de Divina Comedia, cuando describe, por ejemplo, el edificio donde tiene lugar la conferencia que antes he aludido, parodia de Ortega y Gasset y de su discurso apoyado en el símil de la manzana, y de su España invertebrada –de esta vuelve a burlarse en la página 178, «Ella miraba el tomate por un lado. Pedro lo miraba por el otro. Ambos lo veían desde diferente perspectiva»–.

Existe, también, espacio para juegos lingüísticos a la manera de Huidobro en Altazor. El siguiente fragmento recuerda a ese célebre paisaje del molino o del ojo:
Casta y casta y casta y no sólo casta torera sino casta pordiosera, casta andariega, casta destripaterrónica, casta de los siete niños siete, casta de los barrios chinos de todas las marsellas y casta de los barrios chinos y casta de las trotuarantes mujeres de ojos negros de París… (p. 154)
           
Manrique, la transformación de Gregorio Samsa, Caperucita roja, Ilíada, el enrevesado vericueto cretense (y el Minotauro, p. 219), Bécquer, Antonio de Zamora, Platón o Jardiel Poncela son mencionados o sugeridos en la obra a modo de puentes con la tradición literaria. Quisiera señalar la sugerencia de la Hidra de Lerna para reflejar la alienación de la sociedad en «la ciudad piensa con su cerebro de mil cabezas» (p. 18), los rasgos de personalidad (el desencanto, la búsqueda de la ataraxia y la pasividad) que comparte Pedro con Andrés Hurtado, el protagonista de El árbol de la ciencia, de Pío Baroja, y, por último, la relación con un cuento sobre el éxodo rural de Miguel Delibes, El pueblo en la cara, escrito unos años después de estas líneas: «El hombre nunca está perdido porque para eso está la ciudad, […] cada uno de cuyos rincones es un recogeperdidos perfeccionado, […], que el hombre –aquí– ya no es de pueblo, ya que no pareces de pueblo», p. 19.

Por si se considera que no reúne méritos suficientes, quisiera señalar la consideración al mundo del arte (Le Courbusier, Las Meninas, El Bosco, o El aquelarre, de Goya se mencionan) y la visibilización de los acallados por el patriarcado: entre todas las reflexiones acerca de cuestiones de actualidad (sí, porque aún hoy lo siguen siendo) –el escaso apoyo institucional y social de la investigación, el sistema educativo que reprueba la divergencia, el amor, el temor de las gentes incultas hacia la ciencia, las cárceles españolas, la tauromaquia, la amistad, el funcionariado  o la alienación–, destaco la denuncia del machismo en todas las esferas de la sociedad (así leemos en la página 17, «contemplar la airosa apostura de un guardia cuando pasa una mujer que es más alta que él» y «a visitar un baile de estudiantes donde las señoritas entran gratis») y su lucha contra el silencio de algunas realidades y colectivos por parte de la sociedad y de los medios de comunicaciónde la realidad, porque «La bomba no mata con el ruido sino con la radiación alfa que es (en sí) silenciosa» (p. 283), porque «la cínica candidez del cielo pretende hacer ignorar las lacras estruendosas de la tierra» (p. 29).

No solo no desatiende la urgencia de denunciar la violencia doméstica contra la mujer, sino que, también, demuestra que la literatura escrita por hombres no tiene por qué incurrir en estereotipos de la mujer obedeciendo a ese ficticio mito del eterno femenino, que combate, en otros autores, la chiapaneca Rosario Castellanos en una obra teatral. Así, desmonta el binarismo en la página 229, cuando en un bar tres personajes se miran muy sonrientes y muy contentos de que el mundo haya sido dispuesto de tal modo que en él existan dos sexos diferentes, leemos:
Algunos jóvenes escurridos de cinturas delgadas, que se apoyaban en la barra de la penumbra, parecieron mirar con desprecio ese embeleso, como convencidos de que también sin tal partición binaria la vida valdría la pena ser vivida.

En resumen, Tiempo de silencio es una novela de obligada lectura, merecedora de ser un clásico de literatura, por cuanto introduce en la narrativa española técnicas que renovaron la narrativa europea, presenta un argumento que, pese a unos personajes con una caracterización algo endeble, atrapa al lector gracias a la violencia y a la intensidad de sus escenas, y porque demuestra su compromiso real con la sociedad y con la cultura en unas reflexiones que no atentan contra la frescura ni contra el oportuno ritmo de la novela, por mucho que esta exija un lector atento, una atención que recompensa.

MARTÍN-SANTOS, Luis (2015 [1961]). Tiempo de silencio. Barcelona: Austral.